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Ismael/XXII

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XXII

Las gentes del preboste solían establecerse en puntos estratégicos; y entonces la reclusión era obligada. De lo alto de una palmera que los más ágiles escalaban, después de practicar escisiones que sirviesen de puntos de apoyo al pie desnudo, los matreros dominaban el paisaje, desde el fondo del bosque, y seguían todos los movimientos de la Hermandad, o en su caso, de la caballería reglada. El vigía no podía encontrar mejor atalaya; y lo cierto es que el monte estaba atalayado, con sus palmas a intervalos, en vez de ladroneras. A cualquier rumbo se escudriñaba sin inquietud alguna. De la línea verde del bosque solo sobresalían las copas de los palmares, simulando caprichosos quita-soles, de modo que el vigía ascendía hasta donde era prudente, sin ser visto de las altas lomas. Encubríalo el follaje por completo.

Si movido el campamento, algún «celador» quedaba rezagado por exceso de sueño o con ánimo de refocilarse en el rancho en que unos ojos oscuros le hirieron el sensorio, al día siguiente una cruz grosera allí clavada por la piedad campesina, marcaba el sitio en que fuera inmolado a los odios del perseguido.

Cuenta la leyenda de los campos, en su lenguaje sencillo e ingenuo, que en noche lóbrega y lluviosa detúvose en una ladera pelada un pequeño destacamento de dragones.

Los soldados venían sin comer, y habían marchado todo el día bajo el agua. Desolláronse dos ovejas de la majada única de un viejo achacoso, para satisfacer el hambre de la tropa; pero faltaba leña.

Los residuos del ganado no ardían. La lluvia los había convertido en negras esponjas llenas, y las chispas del eslabón y la mecha ardiendo chisporroteaban al contacto, para apagarse de súbito.

La tropa se deshacía en juramentos.

Resolviose ir a un monte de allí distante tres cuadras, por leña; mas el monte maldito estaba plagado de marteros; razón por la cual el alférez, que era cauto y discreto, no había querido hacer el descanso allí, por el número reducido de sus hombres que alcanzaban a siete, y por el estado pésimo de las cabalgaduras.

Tres de los dragones, un cabo entre ellos, vagaban en las sombras tanteando el terreno, por doquiera húmedo y resbaladizo; hasta que, el cabo, más feliz que sus compañeros, dio con unas grandes piedras que en lo empinado de la ladera había.

Recordó él entonces que al pasar por el sitio el destacamento, y a la última luz del día, se alcanzaron a ver sobre esas rocas dos cajones de difuntos.

Alargó el brazo, y palpó.

Sus dedos tropezaron con uno de los ataúdes de aquel cementerio colgante, de que estaban llenas las soledades; vaciló un momento, y al fin venciendo su repugnancia, cogiolo con ambas manos, y lo derribó.

La caída hizo saltar la tapa en fragmentos, pues el ataúd se componía de tablas mal unidas. El olfato denunció al cabo, por si no hubiese bastado el peso, que ellos contenían un cuerpo fresco; mas él, sin preocuparse de la fuerza terrible de los gases, ni de si la mortaja estaba abierta por delante, volcó el féretro, y sobrecogido recién de espanto, echoselo al hombro, y diose a correr como un condenado, sin apercibirse que el cadáver había dejado la mortaja flotante, adherida como ella estaba al fondo del cajón por una junción súbita de las maderas, al desencajarse con el golpe.

Y añade la leyenda que, muy inclinado el ataúd sobre los ojos, privó al cabo divisar a sus compañeros, por cuyo motivo pasó a algunas varas de ellos con la velocidad de una centella arrastrando aquel sudario; y, que al ver tan grande fantasma negro con una cabeza así espantosa, y largo velo blanco que le colgaba de un lado lo mismo que vestimenta de ánima de purgatorio, ¡el alférez mandó a caballo! con ronca voz, y el destacamento se precipitó despavorido al llano tenebroso en frenética carrera.

En la soledad de los campos, toda aquella noche, de cerca y lejos, en fuga sin rumbo peleando con las tinieblas, furioso y desesperado, el violador de tumbas lanzó gritos horribles y angustiosos lamentos, que escucharon tal vez los matreros desde el fondo de sus guaridas e hicieron bramar al tigre en los juncales.

El hecho es que al día siguiente cuando el viejecito achacoso acercose en su rocín para recoger las pieles de sus ovejas, cuyas carnes habían despedazado los pumas, observó cerca del monte un cuerpo humano con la cabeza separada del tronco a filo de cuchillo, y al derredor de ese tronco con los hocicos ensangrentados, en las postrimerías de su festín lúgubre, una banda de perros cimarrones.

El paisano se hizo la señal de la cruz, y sacando fuerzas de flaqueza, volvió riendas, castigando a dos lados su rocín.

De análogas tragedias, eran mudos testimonios las numerosas cruces que por aquellos tiempos se veían a lo largo de los montes del Río Negro.

El abigeato, la industria del cuatrero, el contrabando, delitos previstos y castigados implacablemente por una severísima legislación penal, constituían sin embargo los hechos más frecuentes de los que «vivían sobre el país».

La justicia del Rey tenía que habérselas con centenares de centauros errantes, e igual número de contrabandistas; hasta que Don José Gervasio Artigas a quien hemos exhibido al principio de este libro en compañía del capitán Pacheco -tantas veces vencido por él en las duras refriegas del contrabando- produjo una crisis purgadora.

El teniente de Blandengues depuró bien pronto fronteras y campañas, al estremo de merecer honores y recompensas excepcionales en su época. Los audaces merodeadores y filibusteros portugueses, que tenían sus razones para conocerle, concluyeron por temblar en su presencia, y desaparecer de un teatro sembrado de crueles hazañas.

En el andar de los tiempos, y especialmente en aquellos cuyas escenas venimos relatando, Artigas ya en clase de capitán, después de su gresca con el General Muesas, gobernador español de la Colonia, a cuyas órdenes servía, se había separado del viejo orden de cosas, y pasado a Buenos Aires a ofrecer a los patriotas de Mayo el concurso de su brazo y de su prestigio.

Por esto, en los pródromos de la sacudida en esta banda, insurrección que venía preparando el mismo espíritu local estimulado por nuevas ideas, y por el ejemplo de la revolución argentina, operábase en la campaña una resistencia de hostilidad manifiesta contra las autoridades realistas; y de ahí que, relajado ya el lazo de la disciplina colonial, la actitud agresiva empezara por renovarse en montes y fronteras.

Corrían auras de guerra, y revelábanse las impaciencias en los lances sangrientos de cada día.

Explícase así que un gran número de matreros perteneciesen a la clase honesta y laboriosa, a la espera en los bosques del grito de libertad.

A esa cantidad selecta, se había unido también el elemento no menos considerable de la gente bravía, con foja nutrida de episodios terribles.

De muchos de estos hombres cerriles, sin embargo, se hizo más tarde bizarros veteranos, laureados en cien batallas gloriosas.