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La caza

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La caza
de Mariano José de Larra


Los tiempos en que la caza era a un mismo tiempo la ocupación y la diversión de nuestros reyes y nuestros nobles quedan ya bien lejos de nosotros; aquel sinnúmero de empleados destinados a ese ejercicio que llenaban el palacio han desaparecido, dejando sólo tras sí algún nombre que otro, alguna denominación, fuera en el día de su lugar. La invención de la pólvora fue sin duda uno de los primeros golpes, casi mortales, para la antigua manera de cazar. ¿A qué mantener y educar costosamente varios halcones, cuando una menuda bola de plomo puede hacer en menos tiempo y sin precisa enseñanza el mismo camino? Las revoluciones, que han dejado apenas a los reyes tiempo para serlo, han venido después a dar a ese ejercicio el último golpe de cachete; los sotos se han descuidado, las costumbres extranjeras se han introducido, y los teatros, los bailes, los cafés, el juego, los clubs y los periódicos han sustituido enteramente a aquella azarosa distracción. En otros países no han sido bastantes todas esas causas a destruirla; en Inglaterra, por ejemplo, magníficos parques, sostenidos y cuidados con el mismo esmero que todas las cosas inglesas, ofrecen aún abundante caza a los gentlemen, que dedican a sus locas batidas una estación del año. En Alemania no es menos la afición, y en algunos otros puntos de Europa, como en el Tirol, se encuentran en punto a caza tiradores de sorprendente habilidad.

Entre nosotros, Carlos IV ha sido el último de nuestros príncipes cazadores; y los nobles, reflejo siempre en sus costumbres de los reyes, han dejado morir una diversión en la cual ya no tenían a quien remedar; en España, pues, se puede decir que hay cazadores, hay individuos, pero no hay caza propiamente dicha, y sólo en algún rincón de provincia da todavía esta antigua afición señales de un resto de agonizante vida.

Una de las provincias a que esto puede aplicarse con más razón es la Extremadura; destinada la mayor parte a dehesas para pasto, sumamente despoblada y cubierta de encinas, malezas y jarales, se puede decir que es casi toda ella un inmenso soto; agréguese a esto que no necesitando cultivo alguno ni laboreo la mayor parte de su terreno, gran parte de los hombres del país no tienen más modo de vivir que constituirse guardas de las dehesas de los señores, o darse ellos mismos a la caza, atropellando todos los respetos de la propiedad, que en ninguna otra provincia está más desconocida, y haciendo la vida de los pueblos primitivos del hombre de la naturaleza; ni agricultura todavía, ni industria, ni comercio, ni ciencias, ni artes, ni bellas letras... caza para comer y cubrirse; hay poblaciones enteras esencialmente cazadoras; la existencia y la fisonomía de estos seres son enteramente originales.

Al dejar Mérida, el conde de ***, joven de una ilustración y un talento poco comunes en su edad, de un patriotismo que ha probado en varias ocasiones, y de un trato superior a todo elogio, en cuya compañía había salido de Madrid, me invitó a pasar unos días en una de sus mejores posesiones, famosa en el país por la abundancia de caza mayor y menor que encierra. No llevando en mi viaje ni prisa ni objeto determinado, siéndome del todo indiferente matar el tiempo en una dehesa, en Badajoz o fuera de España, y costándome por otra parte algún trabajo separarme tan pronto de una persona cuya amistad había hecho para mí de un viaje árido un paseo delicioso, me decidí a admitir un convite que podía proporcionarme además una ocasión de estudiar la caza y los cazadores.

No tardamos en llegar al desierto que íbamos a habitar por algunos días; una dehesa inmensa, empotrada en medio de otras inmensas dehesas; el suelo alfombrado de cuantas flores y yerbas de diversos y vivísimos matices se pueden imaginar, cubierto de altísimos jarales, salpicado de robustas encinas y hormigueando por todas partes la caza; jabalíes, venados, ciervos, gamos, lobos, zorros, liebres, conejos, águilas, buitres, milanos, grullas, perdices, palomas, búhos, urracas, cucos, alondras, multitud de otras aves, aves de todas especies y colores, todo esto junto, revuelto y casi mezclado, volando, saltando, corriendo, aullando, bramando, cantando; una figura humana alguna vez; un sol de justicia dando de día color y calor al cuadro, y una argentada luna rodeada de lucientes estrellas, dándole de noche sombras y misterio, figúrese usted todo esto, añádale usted algún rebaño de ovejas y cabras trepando por la colina, tal cual vaca al parecer sin dueño, alguna yegua de un pastor seguida de sus potros, alguna mula, algún otro cuadrúpedo que no nombraré, diversas castas de perros, mastines, caseros y de caza, un gallinero en la cabaña de los guardas y un arroyo de cuando en cuando poblado de ruidosas ranas, y tendrá usted la representación perfecta de la creación.

La vivienda humana, la población más inmediata, está a dos leguas: Ornachos, célebre en el país por sus naranjas, que pueden realmente competir, si no en el número, en la calidad con las mejores de Valencia, de Andalucía y de Portugal. Tanto éste como los demás pueblos del alrededor son enteramente cazadores, lo cual no puede menos de resultar en grave perjuicio de la misma caza, que diariamente se disminuye y que acabará por desaparecer del todo.

El aspecto de uno de esos hombres que viven de la caza, llamados vulgarmente «corsarios», no es menos original que su lenguaje. Un mal sombrerillo gacho amarillento, curtido del polvo y del sol; una zamarra de piel; calzón de paño burdo; polaina o botín de cuero; sajones de cuero pendientes de la cintura; por calzado un pedazo de piel sin curtir, sujeto a la pierna con cordeles; una canana alrededor del cuerpo; un morral de piel; perdigonera y polvorín de cuerno y una escopeta sencilla, vieja, antiquísima, de cañón largo, de chispa, llena toda de remiendos y composturas, escopeta sin embargo que ninguno de ellos cambiaría por otra de dos cañones y pistón del mismo Delpire, y escopeta que jamás les falta. Barba crecida, las pestañas y las cejas comidas de la intemperie, las manos y la cara como las de las fieras que persiguen, curtidas, sin pasiones, sin sentimientos, sin expresión; seres de los montes, sus facciones parecen rayas indeterminadas semejantes a las de la corteza de los árboles. No pregunte usted a este hombre si hay rey o reina en Madrid, si es carlista o liberal; sino si hay caza en el monte. Después de su frugal almuerzo, el corsario se lanza fuera de su choza alguna vez con reclamo, más comúnmente con perro, tan fiero y tan campesino como él, y, nuevo Robinsón del monte, le recorre, le devasta, le saquea, y corre a vender al pueblo inmediato por siete u ocho cuartos el fruto del sudor de un día, que él nunca come, sea por hastío, sea por remordimiento. ¿Por remordimiento? Precisamente; no puedo hallar otro origen a la diferencia que el hombre establece entre matar hombres y animales que su infinito amor propio; sin embargo, hay animales que valen más que hombres y hombres que deberían darse la enhorabuena si no fueran más que animales.

Pero llega el domingo, día anhelado por los empleados de la ciudad inmediata. ¿Es una pascua? Mejor; la batida durará tres días; el sábado por la tarde se ensillan los caballos, se hacen provisiones y en marcha. Se convocan los mejores escopetas y corsarios, aquéllos para darles «ojeos» en competente número y cubrir todos los «puestos», y éstos para dirigirlos y reconocer las «manchas» o espesuras donde se alberga la caza. Aquella noche se pasa al hogar alrededor de una encina, oyendo al corsario más experimentado; él explica la caza de la perdiz como la más divertida y honorífica; la de los conejos al «aguardo» es pesada, y no se puede hacer sino a la madrugada y a la caída de la tarde; en tiempo de su cría, la mejor es la «chilla»; la «Mancha de la tristeza», que cae al oriente, es la mejor para liebres; en otro «manchón» hay venado o «cochino»; pero ése no se puede cazar sin gran «recoba», y todavía no se han traído todos los perros; él arregla los ojeos para el día siguiente, y asainetea en fin su conversación con el relato útil de mil anécdotas de caza, con la variedad de los lances de su vida.

A la mañana, con la aurora, todo el mundo está alerta; los corsarios y escopetas, de pie y en rueda, hunden en un enorme caldero, después de haberse santiguado, su cuchara de cuerno sin mango, sacan con ella una cucharada de migas, la cual hacen pasar a la mano y de ésta a la boca; repetida esta operación hasta apurar el caldero, todo el mundo se dirige al sitio donde se va a dar la batalla: momento de confusión; nadie pide parecer, cada cual da el suyo; uno pide pólvora, otro perdigones, otro postas por si sale alguna res; en fin, se carga; los ojeadores, precedidos de un corsario, van a tomar la vuelta de la «mancha» o espesura designada, y a rodearla, en tanto que los escopetas y cazadores, capitaneados por otro corsario inteligente, van a ocupar con el mayor silencio los puestos a la parte contraria; allí, estatuas de sí mismos y árboles entre otros árboles, esperan traidoramente a las víctimas, que ahuyentadas y encaminadas a ellos por los palos y las voces de los ojeadores, vienen a ofrecerse al tiro, no teniendo otra salida que los puestos, y así sucesivamente. A media mañana se comen unas naranjas y se echa un trago; a las tres o las cuatro se recoge la gente a la casa y se devora con apetito parte de la mortandad de la mañana; con el bocado en la boca, y con todo el calor del sol, se vuelve a la caza, se cena, se sueña con la caza, hombres y perros, y al día siguiente se repite la misma función.

Los escopetas y cazadores ejercitados matan, pero los aficionados principiantes, o se sobrecogen a la salida del «bicho» y pierden el momento favorable, o se mueven y hacen torcer de su camino los animales maliciosos, o tiran por fin demasiado pronto, sin calcular el tiempo y la distancia, el vuelo recto de la perdiz o torcido de la paloma; en una palabra, no logran hacer dar a una liebre la vuelta «de campana».

Concluida la batida se suman las piezas, se reúnen las tropas, se cruzan apuestas sobre el número de vencejos que matarán en el pueblo el día siguiente; hay quien se atreve a matar con bala, de doce, nueve; se suceden las burlas y los denuestos entre los peritos, y los pobres aficionados se muerden los labios de despecho y se vuelven a la ciudad con una insolación o un tabardillo, la piel tostada y con la perspectiva ante los ojos de los sarcasmos y las chanzas de las damas que los esperan con impaciencia, para vengarse de la soledad en que las ha dejado una diversión que por lo regular aborrecen, como un rival que les roba sus víctimas y adoradores.

El cazador generalmente es infatigable; a la larga le sucede siempre alguna avería, o pierde un ojo o un dedo, o se rompe un brazo, y diariamente, por lo regular, se hiere y se estropea bregando entre la maleza; el sol y el aire, el agua y el frío le combaten; los peligros le cercan; pero todo ello es nada a sus ojos. Haya que matar y vamos viviendo. En eso se parece al militar y al médico. Hay cierta felicidad en su vida envidiable aun para aquellos que no comprenden todas sus delicias. Desnudo de ambición y de otras pasiones mundanas, nada le impide satisfacer la suya, porque la afición a la caza es como el amor, que donde está ha de dominar. Es como ciertas enfermedades que se apoderan hasta de los huesos del enfermo; el cazador es todo caza. Una puerta cerrada de golpe es un tiro para él; en medio de su frenesí, su podenco mismo entre las matas es un zorro; un compañero que bulle entre la jara es un ciervo, y el burro del ganadero, que corre espantado de los tiros entre las encinas, recibe más de una vez una posta que se le dispara, haciéndole los honores de jabalí. La escopeta es el amigo del cazador, amigo hasta en faltarle alguna vez; su perro es su querida, su compañera, su mujer. En cuanto a las ventajas, apelamos a todo cazador viudo. La verdad, ¿cuál cuesta menos?, ¿cuál vale más?

Se entiende que estas circunstancias sólo corresponden al verdadero cazador, al cazador de batida; de ninguna manera al cazador de Madrid, que equipado de los pies a la cabeza de instrumentos de caza, seguido de dos podencos y dos galgos, sale al amanecer del domingo por la puerta de Atocha, con su hermosa escopeta debajo del brazo y su gorra de visera reluciente, asusta a los gorriones de la pradera del Canal y se vuelve molido y sudado al anochecer, después de haber tenido que comprar algún conejo y una caña de alondras para


a casa
volver, como suele el conde
de Toledo, vencedor.


Este simulacro de cazador le ha descrito ya mejor que pudiera yo hacerlo mi antecesor «el Curioso Parlante», y le dejaré por tanto descansar sobre sus comprados laureles.

Después de haber sufrido a la intemperie ratos que hubieran sido muy pesados a no haberlos aligerado la compañía del conde, y de habernos ocupado seriamente unos cuantos días en matar aquellos animales, que ni nos hacían daño ni nos estorbaban, ni podían oponernos resistencia (si bien a mí me podía tocar muy poca parte de culpabilidad y de remordimiento), me despedí de mi amigo, proponiéndome no volver a probar mis fuerzas en un ejercicio para el cual sin duda no debo de haber nacido, y que reclamará, como todas las habilidades del mundo, su poco de vocación, que yo no tengo, y su mucho de perseverancia, de que yo no me siento capaz.