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La ciudad encantada de los Césares

De Wikisource, la biblioteca libre.
Al señor Rafael Jover
(Editor de las Relaciones Históricas de Chile).


Como una sincera manifestacion de distinguido aprecio por su carácter personal i por sus nobles esfuerzos a fin de orear en el pais una institucion literaria e industrial—la edición séria de libros,—sin la cual las letras chilenas estarán sometidas eternamente al triste pupilaje de la aventura, la especulacion i el fraude.

EL AUTOR.
Santiago, setiembre de 1877



 
LA CIUDAD ENCANTADA
DE LOS CESARES.


«En cuyo poder quedó esta relacion que se envió a S. M. i yo la y i orijinal.» (Diego de Rosales.—Historia de Chile, lib. I, cap. XVII.

«El desden mas absoluto para con todo el territorio patagónico fué todo el producto de la leyenda de la ciudad de los Césares, de las ordenanzas de los reyes de España i de la creencia que se tenia jeneralmente que todo el suelo americano debia contener riquezas sin número. Hoi sucede lo contrario, parece que fueran de moda las esploraciones en Patagonia.»

Emilio DaireauxUltimas esploraciones de la Patagonia, artículo trascrito en el Diario Oficial de Chile del 10 de setiembre de 1877.

Allá por los años de 1567, hace de esto mas de tres siglos, cuando gobernaban el belicoso Penco, oidores ceñidos de espada i montados en briosos caballos de pelea, como el bravo Egas Venegas, i revolvian a Arauco i sus indios, clérigos alzados que se habían hecho indios para tener no solo una sino muchas mujeres, llegaron a Concepcion—a pié, flacos, macilentos, albos de canas i con las arrugas de la vejez en encallecidas manos, camino de la cordillera de los Andes—dos españoles que contaban la mas estraña, estupenda i maravillosa historia que jamas se hubiera oido de boca humana en aquellas remotas partes del Nuevo Mundo.

Llamábase el uno de aquellos peregrinos, aparecidos como de la luna en aquellos parajes, Pedro de Oviedo i era de oficio carpintero; el otro, Antonio de Cobos, picador de piedra. I hé aquí sucintamente la historia que ámbos a la par contaron bajo juramento, la cual, por tanto, púsose por escrito en presencia del correjidor de Concepcion, que lo era el licenciado Julian Gutierrez de Altamirano, gran amigo de Pedro de Valdivia, cuyo traslado envióse por verídico i prodijioso al rei don Felipe II, i vió con sus propios ojos en el orijinal Diego de Rosales, algo como medio siglo mas tarde.

Uno i otro deponentes venian embarcados como tripulantes en la espedicion que por el año de 1539, ántes que Pedro de Valdivia emprendiera su marcha del Cuzco al valle del Mapocho, envió al descubrimiento de las Molucas, por la via del Estrecho de Magallanes, el famoso obispo de Palencia (metido bajo su mitra, a armador, a negociante i a jeógrafo), a cargo de dos capitanes cuyos nombres no se han perdido todavía en el oleaje de la historia, semejante al del mar, en que todo se consume como en los abismos.

Era uno de esos navegantes, súbditos i lugar tenientes de un obispo mediterráneo de la Península, Juan de Rivera, que en otra ocasion hemos contado fué el primer español que aportó a Chile despues de Almagro e hizo a nuestro territorio, desde la bahía de Arauco, donde echó anclas en 1540, el canje de los pericotes europeos que, en seguida, asolaron el pais, en cambio de un hermoso chilihueque o carnero de la tierra que le regalaron los sencillos naturales. De aquí vino que la estensa bahía en que hoi yacen Arauco, Lota i Coronel, se llamase por varios siglos la Bahía del Carnero.

Pasó su camino hácia el norte el capitan del obispo de Palencia, perdido de su derrota a las Molucas, i habiendo logrado tomar abrigo en el Callao con su barco desmantelado, le acojieron con el agasajo debido a su azaroso viaje, guardando como reliquia el palo mayor de su esquife, en memoria de haber sido aquel el primer bajel de España que penetrara en el Pacifico por el Mar de Sur, caso que cuenta en su curiosa Historia de las Indias, el jesuita Acosta, que a la sazon residía en Lima.

Marchóse en seguida Juan de Rivera a vivir en Chile, i fué encomendero de Pilmaiquen, en Arauco, no léjos de la Bahía del Carnero, en cuyo reino falleció, no sabemos si en paz o en guerra con los pericotes, o ratones caseros, de cuya asquerosa plaga, tal vez sin su noticia, habia sido importador.

El otro de los capitanes del convoi episcopal destinados a las Molucas, era un caballero llamado Sebastian de Arguello, que corrió mucho ménos venturosa suerte que su compañero, el ya nombrado Juan de Rivera.

Venia, en efecto, Arguello adelante del último por la derrota del Estrecho, i un dia en que aguantándose con tres amarras para resistir las impetuosas corrientes con que los dos mares se precipitan en cada marea, el uno sobre el otro, como dos montañas líquidas i espumosas, zafóse el barco de los nudos i fué a estrellarse en una playa arenosa, donde quedó desarbolado i náufrago.

Perecieron de la tripulacion solo quince personas; pero logró el advertido marino poner en tierra cerca de ciento i noventa soldados, contando entre éstos, cuarenta artilleros, un puñado de colonos que iba a bordo con el nombre de «aventureros,» i veinte i tres mujeres casadas.

Con la tablazon del buque i su velámen formó Sebastian de Arguello en la fríjida playa del Estrecho, hácia el 50° i 15' de latitud sur, un improvisado campamento, i púsose a esperar el socorro que le debia su camarada, rezagado en la navegacion.

Pasó, en efecto, a pocos dias la caravela de Juan de Rivera a la vista de los náufragos, pero como pasó el barco de guerra Amethyste delante de las infelices víctimas del Eten, sin tomar para nada en cuenta su angustiosa situacion... Juan de Rivera se acordó que no tenia víveres sino para su jente, i siguió al largo, dejando a su camarada sumerjido en el mas horrible de los cautiverios,—en el desierto ignoto, después del naufrajio sin socorro.

Pero Sebastian de Arguello no era hombre que se dejaba morir por los contrastes, cual era el ordinario temple de los hombres singulares que hicieron el descubrimiento i la conquista de las Indias.

Entró en tratos con las tribus vecinas i ajustó paz, comercio i vida comun con los mansos patagones, que hoi son i no son nuestros paisanos.... Pasó allí una larga temporada, i logró despachar un aviso en una embarcacion abierta que allí labraron en el bosque, i que, tripulada por catorce hombres, llegó empujada por los vientos sures, hasta el puerto del Realejo, en la América Central, en demanda de salvamento para los que quedaban asilados en inclemente tierra de bárbaros.

Mas no siendo posible aprestar ningún auxilio desde aquellas lejanías, ocurrió, para mayor desventura, que un flamenco de los de la tripulacion del capitan Arguello «se revolvió con una india,» esposa o hija de un cacique principal, por cuyo delito alborotáronse las tribus i se hizo preciso mudar a mejor temple el campamento náufrago.

Marchó, en consecuencia, el animoso Sebastian de Arguello hácia el corazón de la Patagonia, dando unas veces batalla a los naturales belicosos, otras compartiendo su hospitalidad como amigo, hasta que habiendo adelantado sesenta leguas al norte (hasta el grado 48), encontró unas amenas lagunas rodeadas de fértiles praderas, i allí asentó sus reales a manera de ciudad.

Habíanle precedido como pobladores mansos i civilizados en aquellos parajes, algunos millares de fujitivos peruanos que, aterrados por las matanzas de los crueles Pizarros en Cajamarca, habian venido emigrando con sus familias, en número de treinta mil, por la opuesta banda de la cordillera real, hasta la apacible i feraz comarca de lagos i campiñas, de donde, por la opuesta márjen del mediodía, acababa de llegar el capitán Arguello con su cansada jente. Allí edificaron los hijos del Sol prófugos de su blando cielo, una gran poblacion a su manera, «i una ciudad que tenia calles tan largas que desde que el sol salia hasta que se volvia a esconder era necesario para poderlas andar todas.»

En aquel propio territorio, pero en apartada orilla, resolvió asentar tambien definitivamente el viejo capitan castellano su errante campamento para poblar i morir: en aquella rejion encantada se haria un reino aparte para sí mismo i los suyos, como el que los tripulantes dispersos de la Bounty fundaron, dos siglos mas tarde, en medio de las soledades del Pacífico, sobre el peñón de Pitcairn.

Tenia para aquellos fines el futuro señor de la Patagonia, todo lo que necesitaba, obreros, soldados i, lo mas esencial de todo, mujeres, que eran ya o serian allí esposas i madres.

Mas como no alcanzasen las últimas sino en una proporcion mínima a sus doscientos camaradas, dió el fundador órdenes perentorias, publicadas a son de bando i a tambores, para que nadie hiciera daño a las mujeres vecinas, a fin de propiciarlas a los futuros enlaces de sus descontentadizos soldados i aventureros. Sebastian de Arguello había leido probablemente la historia de las Sabinas i su fatal rapto.

Salióle bien aquella traza al jefe de la colonia náufraga, i poco a poco las doncellas patagonas i aun las vírjenes del Sol que habitaban las márjenes vecinas, vinieron a rendir en los altares cristianos, las ofrendas de su sumision i los tributos de su fecundidad. Por fortuna, militaban entre los indómitos soldados, tres sacerdotes ancianos que santificaban, conforme a los ritos de la iglesia, aquellos enlaces de las lagunas. Muchas fueron así las Atalas que se desposaron en el lecho de carrizos que amorosos Chactas fabricaban, a manera de blancos nidos, en las azuladas aguas.

Vivieron así los náufragos del obispo de Palencia en paz inocente i en próspera quietud de labriegos, de pescadores i de ciudadanos, durante un largo cuarto de siglo, en cuyo tiempo edificaron hermosas habitaciones i aun suntuosos templos, con el auxilio de sus vecinos i del oro que estraian de las arenas a cuya lengua vivian. Después de la desdicha de su desamparo por el egoista capitan de su nave consorte, no habian tenido los castellanos; sino la pena de ver morir a los mas viejos de sus camaradas, i entre éstos a los tres monjes que fueron sus pastores espirituales durante su larga peregrinacion i cautiverio. Al fallecer el último de aquellos, sin embargo, habia hecho la imposicion de sus manos sacerdotales sobre un indio jóven e intelijente recientemente convertido, i le habia consagrado para todos aquellos ministerios que no envuelven la responsabilidad de los sacramentos. Según aquella ordenacion, lícita solo en la Patagonia, el catecúmeno podia predicar, ordenar procesiones, bautizar, en una palabra, hacer en el fondo de aquellos inconmensurables desiertos, lo que en las ciudades cristianas es oficio de los diáconos desde los tiempos de las Catacumbas, i lo que está ejecutando hoi entre los desnudos peregrinos el apostólico «obispo Stanley,» sucesor del evanjélico capitán Snow.

No vivian por esto en permanente sosiego los pobladores de las lagunas, fuera con sus vecinos, a quienes de continuo acometian para justificar aquella máxima de Puffendorf, de que el «estado natural del hombre es el estado de guerra;» fuera entre ellos mismos, devorados por el tedio i la venenosa insidia de los consejos que el ocio está dando siempre al oido de los hombres con el silbido de las serpientes de cascabel que duermen su sopor i despiertan solo para la muerte.

Es lo cierto que en una acasion, amaneció muerto uno de los soldados mas fieles i mas queridos del fundador Arguello, i hubo en todos los colonos la persuasion de que aquel habia sido asesinado, porque notóse al mismo tiempo, la ausencia de dos de sus camaradas, en quienes recayó la sospecha i la culpa.

Eran éstos, en efecto, aquellos dos menestrales que al principio de esta relacion dijimos habian llegado por la cordillera nevada, a Concepcion, i cuyos nombres no habrá olvidado el lector:—Pedro de Oviedo i Antonio Cobos.

Temerosos, en efecto, los dos asesinos de la ira impetuosa todavía de su caudillo, en cuyo pecho los años no hacian bote, pusiéronse en fuga sin derrota conocida. Cúpoles, sin embargo, la fortuna de pasar por la principal de las ciudades riberanas que en aquella comarca de la Patagonia, hácia el grado 46 de latitud meridional, habian poblado los súbditos de Atahualpa cuando huyeron espantados de la tea que puso fuego a la pira de su inhumana inmolacion. Gobernaba todavía aquella colonia Topa-Inga, deudo cercano del monarca destronado, i caudillo i fundador de aquella desde hacia mas de treinta años.

La capital del nuevo reino del Sol era tan vasta i tan rica como la antigua Nínive, i al decir de los fujitivos que la recorrieron, debia ser superior en área a Londres i a Pekin, porque «por la calle principal donde los fueron llevando (declararon ellos bajo la relijion del juramento, en Concepcion), caminaron dos dias poco a poco, i vieron gran multitud de oficiales plateros con obras de vasija de plata gruesas i sutiles, i algunas piedras azules i verdes, toscas, que las engastaban».

Ofrecieron a los dos caminantes aquellas buenas jentes, que eran tan hospitalarias como acaudaladas, i a mas, de «rostros aguileños, lucidos e injeniosos,» cuanta plata quisieran llevar consigo en su jornada. Mas, por no embarazarse en la fuga, rehusaron todo los últimos, escepto una escolta de indios que los puso en salvo, conduciéndolos a tierra de cristianos por el boquete de Villarica, en el año que dejamos recordado.

Causó aquella relacion, mezclada de tantas lástimas i maravillas, impresion honda i duradera en el ánimo de los pobladores de Penco, de suyo inclinados a los portentos de que todos vivian rodeados, mas o menos, en aquella época verdaderamente mitolójica. Por otra parte, si el tejido del drama de esa suerte revelado, podia estar envuelto en vívido prisma de fábulas i primores, su fondo era en sí mismo no solo verosímil, sino verdadero.

Habia ocurrido en el Estrecho de Magallanes el naufrajio de un barco densamente tripulado, hacia un cuarto de siglo. ¿Qué se habia hecho aquella jente, sus capitanes, sus soldados, sus mujeres?

Habian arribado a un puerto de Centro América por aquella misma época, en mal acondicionado esquife, tripulado de improviso, catorce hombres en demanda de una misericordia que no hallaron para sus abandonados compañeros. ¿Cómo pudieron forjar tal mision i arrastrar tales peligros los navegantes por una falsedad?

Al contrarío, desde su arribo al Realejo en 1540 o 41, cuando Pedro de Valdivia echaba los cimientos de Santiago, habíase divulgado, a guisa de popular leyenda, aquel caso estrado no solo en las ciudades del Perú i Centro América, sino en Méjico i en las Filipinas, por cuyas comarcas se esparcieron, con el curso de los años, aquellos animosos mensajeros de una desdicha que no encontraria remedio.

I fuera de todo esto, que era en sí mismo la sencilla armazon de un drama histórico, cual han ocurrido muchos semejantes, ¿de dónde podian llegar aquellos dos hombres, viejos i estenuados, a la Concepcion por un rumbo no solo no practicado, sino desconocido por los cristianos? Cómo habian podido atravesar impunes las áridas estepas de la Patagonia o las Pampas arjentinas, pobladas de feroces caníbales, haciendo camino de un mar a otro mar? I cómo, por último, habrian osado afirmar bajo juramento, por Dios i sus Santos Evanjelios, siendo españoles i cristianos, todo lo que con señaladas veras referian?

No pareció, pues, cosa de novedad el que su narracion fuera creida como auténtica en todos sus detalles, i que los dos peregrinos encontrasen buena acojida entre sus compatriotas. Fl primero en dar ciego asenso a lo que contaban, fué el viejo correjidor Altamirano, i esto a tal punto, que en una escursion que personalmente hizo a la cordillera para escoltar un convoi de yeso destinado a la fábrica de los edificios públicos de la ciudad, despachó una carta encarecida de simpatía i amistad, ofreciendo tardío pero leal socorro al capitán Arguello, tan viejo como él, a la sazón, pero que, segun los recien llegados, vivia todavía en plena robustez. En la conquista de la América, los viejos, desde Diego de Almagro a Francisco Caravajal, fueron los que ejecutaron mayores prodijios i mayores horrores.

En cuanto a los mensajeros Oviedo i Cobos, olvidadas caritativamente las autoridades de Concepcion de que venian debiendo (por confesion propia) la muerte alevosa de un cristiano, en vez de ahorcarlos, les dieron trabajo segun sus oficios, en la obra de la iglesia de San Francisco, que en la coyuntura de su arribo, estaba en construccion. Oviede trabajó como carpintero, i Cobos en su condicion de picador de piedra; i si fue su mano la que labró uno de los chapiteles de columna que conservamos en nuestro humilde jardin, recojido hace poco por mano amiga i artística de entre las ruinas de Penco, debió ser un cantero de primera nota. Del hecho de haber sido ocupados esos dos obreros en las iglesias de Concepcion, quedó constancia plena en el archivo del cabildo de Concepcion, donde la viera i compulsara en muchas ocasiones el padre Rosales, segun lo cuenta, i entre otros muchos, el famoso jesuíta Mascardi, descubridor de la laguna de Nahuelguapi, i que arrastrado por su piedad i el deseo de conocer las ciudades descritas por los peregrinos, pagó su curiosidad i su celo con la vida.

Debemos agregar aquí que desde la llegada de los dos españoles a Penco en 1567, comenzó a darse por la jeneralidad de la jente, a las ciudades de las lagunas, el nombre de los Césares, porque decian que Sebastian de Arguello i sus soldados pertenecian al ejército i armada de Cárlos V, llamado por su omnipotencia «el César;» i como eran esos sus súbditos, debian ser conocidos con aquel nombre pintoresco i grandioso, que ha contribuido no poco a revestir de prestijio esta leyenda americana. Añadíase tambien al título de aquella ciudad, el de encantada, no solo por los prodijios que de ella se contaban, sino por estar a orillas de lagunas maravillosamente hermosas: ¿i cuál laguna en Chile no ha tenido o no tiene todavía encantos, desde Cahuil a Quintero, desde Ilicura a la Laguna Negra?

Naturalmente la ciudad encantada de los Césares, al decir de sus dos prófugos vecinos, poseia suntuosos templos, innumerables calles, palacio de gobierno, fortificaciones, torres i puentes levadizos en las islas de los lagos; que a todo daba lugar la fácil riqueza de la tierra, el buen temple del clima, la enerjía del caudillo i la sobriedad de los colonos. Sebastian de Arguello habia salvado tambien toda la artillería de su nave, i con ella guarnecia los fuertes i hacia salvas en los dias en que los piadosos Césares celebraban las procesiones i fiestas relijiosas con inusitado esplendor.

Esto en cuanto a la ciudad de los Césares españoles, porque ya hemos visto que la de los colonos peruanos, como mas antigua, era mas vasta i mas rica todavía. I por esto dieron a los últimos el nombre de indios Césares, de los cuales se averiguó, siendo virei del Perú don García Hurtado de Mendoza (interesado en el caso milagroso), que habian pasado, segun ya vimos, por las cabeceras de Atacama en los primeros años de la ocupacion de su patria i de la captura de sus príncipes por Francisco Pizarro i Diego de Almagro. Estas fueron, al ménos, las noticias que sobre aquel éxodo de todo un pueblo recojió por informacion pública el correjidor de Atacama Diego Godoi de Laiza, cuando, empeñado don García en hacer luz sobre el descubrimiento de los Césares, mandó que se levantase informacion bajo juramento, de aquella marcha de los peruanos, que trae involuntariamente a la memoria la de los israelitas cautivos en Ejipto.

Revestida con aquellos atavíos de verdad i de comprobacion, dió la nueva de los Césares la vuelta del mundo en pocos años. I en la Corte de España, adonde llegaban unos en pos de otros, desde Chile, desde Buenos Aires, desde el Perú i aun de Méjico i las Molucas, los pliegos juramentados, se creia en la romántica leyenda con mas novedad i fervor que en el hallazgo de los Batuecas,—valle de estraños i selváticos pobladores encontrado en el corazón de la España en tiempo de Felipe II, i sobre cuya supuesta aparicion se escribieron en aquel siglo tan singulares como estrañas ponderaciones [1]. Los quipus de los indios del Cuzco confirmaban tambien, con sus nudos de colores, la fecha i el número de aquella singular emigracion.

Escusado es ahora decir, despues de lo que sumariamente hemos venido apuntando, que la historia de los Césares era una estupenda i atrevida patraña, como la de los Batuecas de España, inventada, enriquecida por la ponderacion i jurada en falso por aquellos dos estrados impostores, cuyo itinerario, desde el Estrecho de Magallanes al boquete de Villarica i a la iglesia de San Francisco en Penco, hemos trazado a la lijera i segun su propio relato.

De que esos dos hombres pudieron ser náufragos de la nave que perdió Sebastian de Arguello, o desertores de alguna de las espediciones que en aquellos años cruzaban por diversos i desconocidos rumbos el continente americano en demanda de descubrimientos, casi no podia abrigarse duda, porque parece imposible que se tomara noticia oficial, ni se asentara en los libros públicos, ni se mandara relaciones certificadas al rei sobre su arribo de ultra-cordillera por Villarica, si el hecho no hubiera tenido positivamente lugar.

Pero de que los dos aventureros forjaron a su sabor la fábula de las ciudades encantadas de los Césares, no cabe ahora, ni debió caber en aquellos siglos, en los hombres de mediano seso, ni la mas leve sombra de duda. ¿Que les movió a ello? Fué malicia, o fué simple síntoma de la edad de portentos en que todos los pobladores del nuevo continente se ajitaban buscando los unos, como el tirano Aguirre, el fabuloso Eldorado; los otros, al pais del Gran Paititi, cuyos ríos depositaban en sus márjenes, al decrecer, una banda de oro de «una mano de espesor;» aquellos, en fin, como los compañeros de Gonzalo Pizarro, el valle de la Canela, donde junto al Marañon, crecian en bosques infinitos las mas ricas especias que con tanto afan monopolizaban los portugueses en las Molucas?

I el descubrimiento mismo de la América, tenido por fabuloso i mitolójico desde Platon, ¿no habia sido considerado ántes de Colon como una simple leyenda, como despues de su hallazgo se juzgó un milagro, digno de colocar en los altares (de lo que hoi se trata) al jenio que le dió acabo?

Existe tambien una circunstancia personal, al parecer de poca monta, que arroja cierta curiosa luz sobre este acontecimiento que mantuvo preocupada a la América entera durante mas de dos siglos, i costó a su rei i a sus pobladores tantas vidas como caudales.

I esa circunstancia es la de que uno de los dos informantes de los Césares, Pedro de Oviedo era andaluz.... i andaluz natural del condado de Niebla, a doce leguas de Sevilla, donde—si es cierto que Andalucía es la tierra de la ponderacion i la mentira— anídanse una i otra en tan espeso número, como forman opacas manchas las nebulosas del cielo en la via láctea. El oríjen de los Césares, ¿fué por esto, una simple andaluzada, como habia sido la resurreccion del rei don Sebastian en Africa, una gruesa mentira de la vecina tierra lusitana, una portuguesada?

¿Quién podria decirlo hoi dia? Pero ese i aun mas estraño oríjen han tenido sucesos humanos de mas trascendental movimiento, desde el Vellocino de oro a las Cruzadas, porque aun por esos caminos, está dispuesto que la humanidad ha de proseguir su destino, cual es el de marchar siempre hácia su fin i desarrollo, cuyo ha de ser el completo dominio físico i moral del fragmento planetario en que fuera echada, desvalida i desnuda, por la Creacion.

Vamos, en efecto, a ver en seguida cómo la estraña mentira del carpintero de Niebla fue oríjen de interesantes espediciones i descubrimientos jeográficos, precisamente en aquella rejion de la América ménos conocida todavía i que hoi mismo es cuestion de presa, o mas bien, de sombra entre dos paises hermanos, que litigan, como el perro de la fábula, por un árido peñasco que las aguas del Atlántico reflejan con engañoso prisma ante ojos fascinados por falaz o ignorante codicia.—«De modo que el territorio patagónico—ha dicho recientemente un hombre imparcial que tenemos entendido reside en Buenos Aires, i que ha estudiado concienzudamente las últimas esploraciones de la Patagonia;—de modo que el territorio patagónico no contiene mas de seis mil habitantes esparcidos en una superficie de veinte mil leguas cuadradas, en la cual hallan apénas con que vivir aquellos bárbaros nómades» [2]. ¿I por esto, por el hambre de un millar de patagones i por el buche i las plumas de un centenar de avestruces, van a desenvainar la espada de hermanos los dos pueblos jemelos de Maipo i de Sorata? ¡Oh! Los gobiernos que tal crímen cometiesen, sea en una banda, sea en la otra de los Andes, o en ámbas a la vez, merecerian simplemente el nombre de «gobiernos-avestruces».

Mas, prosigamos nuestro relato de las ciudades encantadas de la Patagonia.

El primer Cesarista que los falsos relatos de los aparecidos de Villarica i Concepcion alistaron en su largo ejercito de crédulos i de fanáticos, fue un capitán de la guarnicion de Valdivia llamado Pedro de Espinosa, que, arrebatado de temerario fervor, levantó pendon en aquella ciudad, sin permiso de sus superiores, para ir por el paso de Villarica, al rescate de sus perdidos compatriotas.

Mas tal empresa i aventura costóle la vida, porque esa suele ser la suerte de los hombres jenerosos que no encarrilan su voluntad i su pecho al duro pedernal de los reglamentos i al plomo correcto de la disciplina.

Irritado, en efecto, el oidor Egas Venegas, hombre que tenia mas pelos en su pecho que letras en su cerebro, trasladóse por aquellos alborotos, a Valdivia, i como ejerciese una especie de dictadura militar a título de visitador, mandó cortar la cabeza al intrépido Espinosa i a sus secuaces,—«¡Lastimosa trajedia!—esclama Diego de Rosales, que cuenta este suceso. I que hubiera sido mejor enderezarlas que cortarlas!» Rosales fué siempre un entusiasta Cesarista, que así se llamaba a los que daban entera fe a las seductoras patrañas de Oviedo i de Cobos.

Sucedió a aquel cruel escarmiento un largo período de sosiego, porque la ira del súbito i violento castigo habia apagado los bríos aun en las almas mas animosas.

Pero hácia principios del siglo XVII, llegó de las Filipinas otro insigne Cesarista que en aquellas islas habia recibido el contajio de la tradicion i de las lástimas que por todo el Pacífico esparcieron los catorce tripulantes de la barca del Realejo.

Aquel iluso era nada ménos que el gobernador de Chile don Lope de Ulloa, escelente caballero, que tomó posesion del reino el 12 de enero de 1618, i falleció de pesadumbre ántes de dos años, llorado por todos los buenos por su magnánimo desinteres,—la mas sublime i la mas rara prenda que en nuestro pais han lucido sus supremos gobernantes. Es preciso descender desde don Lope de Ulloa a Portales para volver a encontrar en el poder el absoluto menosprecio del oro.

A la voz del entusiasmado don Lope, se aprontaron espediciones de rescate en una i otra falda de los Andes. De todas partes corrian los voluntarios a las armas. Era esa una especie de santa cruzada, emprendida sin bulas, para ir a redimir a aquella misteriosa Jerusalen perdida en los desiertos i profanada por infieles.

Fué el primero en ponerse a la cabeza de aquella esploracion de un mundo agrio i desconocido, cierto caballero de la ciudad de Córdoba llamado el jeneral don Luis de Cabrera, hombre «dotado de gran valor, generoso ánimo i otras mui lucidas prendas,» dice un historiador que fué su contemporáneo. Es este personaje el mismo con el cual entablamos nosotros, hace poco, íntimo conocimiento con motivo de haberle enviado su poder un oidor de Santiago el 17 de noviembre de 1617, para que a toda costa, le buscase mujer en Córdoba, señalándole varias candidatas en las escrituras que rejistran los archivos de los escribanos de Santiago, i cuya curiosa pieza trascribimos íntegra en un libro que lleva pocos meses de edad al que hoi sale a luz junto con cinco jemelos [3].

Habia solicitado el envío de aquella espedicion a los Césares Hernando de Arias, gobernador de Buenos Aires. I Felipe III, tan crédulo como sus gobernadores de Chile i de la Plata, no tardó en autorizar la leva i el gasto de aquella doble campaña (Real cédula de 10 de agosto de 1619).

Púsose, en consecuencia, en marcha desde Córdoba el jeneral don Luis de Cabrera con doscientos hombres, llevando un largo convoi de carretas con víveres, mercancías de trueque con los indios i municiones; i adelantóse por las Pampas hasta ponerse a la altura de Villarica, es decir, cerca del paso señalado por los impostores andaluces, como el camino mas recto hácia los Cesares. Los indios pampas o telhueches, que son de suyo embusteros i falaces como todos los bárbaros, interesados ademas en atraer a sus emboscadas a los cristianos, lisonjeaban con mil burdas tramas el apetito de los descubridores; que la lengua de la mentira es como la voz de las campanas, por cuanto su eco dice siempre a nuestro oido lo que mas apetecemos para nuestro deleite o nuestra perdicion.

Mas cuando le vieron internado en sus estepas i que se disponia a cruzar el caudaloso rio Negro, frontera setentrional de la Patagonia, i su línea divisoria con las Pampas propiamente dichas, cayeron sobre el confiado campo cordobes, los telhueches i sus aliados, i pusiéronlo en inesperados apuros. Cabrera habia dispuesto formar balsas con los maderos de sus carretas, porque allí los bosques son míseros matorrales, i comprendiendo esto los recelosos pampas, tehuelches, puelches i patagones confederados, las quemaron una noche, con cuyos desastres i las pérdidas de algunas vidas, el descubridor hubo de volverse desairado a su punto de partida. Lo que mas pesar, empero, le causara fué la pérdida de un magnífico caballo ensillado que le robaron sus falsos aliados.

No tuvo mejor fortuna la espedicion que por el lado del Pacífico, hizo organizar en Chiloé al jeneral Juan García Tao el gobernador don Lope.

Embarcóse hácia fines de 1619 aquel correjidor de Chiloé en seis piraguas bien tripuladas, i se dirijió a vela i remo a una provincia que antiguamente llamaban de Allana i que suponemos fuese alguno de los grupos de las Guitecas o los Chonos, a fin de tomar lengua cierta de los Césares.

Desembarcó García Tao en varias islas, i en todas partes encontró noticias vagas i contradictorias de la encantada ciudad. Dos indios errantes que capturó en su canoa pescadora, le contaron que un indio de la isla de Semer les habia hablado de la existencia de ciertos huincas jigantes que vivian en no sabian cuál paraje, tierras adentro; i en otra parte, mas adelante de la provincia de Allana, otros bárbaros, con quienes se entendia mas por señas que por idioma de prácticos, le dijeron que efectivamente habia una ciudad de españoles junto a unas lagunas, i que andaban vestidos con pellones....

Con estos escasos frutos de sus trabajos i navegaciones, volvióse a Chiloé, no poco desconsolado i entristecido por la aproximacion del invierno, el jeneral Juan García Tao.

Las expediciones de Hernando de Arias desde Buenos Aires, i de don Lope de Ulloa, para el descubrimiento i socorro de los Césares, no habian adelantado sino en la vaguedad comun a todas las imposturas. Cabrera habia dado la vuelta de regreso con la pérdida de su mejor «caballo ensillado,» García Tao con una noticia de «pellones.» ¿Serian los indios vestidos con los pellones del jeneral de Córdoba lo que los pescadores de Allana llamaban Césares? O eran simplemente los bárbaros nómades i cazadores del interior de la Patagonia, que visten todavía sus pintorescas capas o pellones de cuero de guanaco?

Tenia esto lugar, entretanto, medio siglo cabal despues del perjurio del andaluz de Niebla, i no se divisaba horizonte por donde pudiera allanarse aquella duda que tan vivamente preocuba los ánimos en la redondez de las Indias i de España. La jente continuaba creyendo, como en un misterio de fe en la existencia de aquellas ciudades, i las informaciones recojidas, léjos de desalentar a los mas exaltados Cesaristas, habíanles comunicado nuevos brios para su romántica propaganda.

Un siglo cabal despues del triste naufrajio de Sebastian de Arguello, habia todavía en Chile, en el Perú, en el Plata, i especialmente en Valdivia i en Chiloé, jentes que creian en la existencia de los Césares con la misma ciega confianza con que los portugueses del siglo XVI creian en la resurreccion del rei don Sebastian despues de la batalla de Alcázar-Quivir, en que los moros le mataron en Africa con todos los suyos i su poderoso ejército de jinetes.

Rejia, en efecto, en el año de 1640 el húmedo gobierno de Chiloé—tierra de taimada, crédula i jenerosa jente—un español llamado don Dionisio de Rueda; i habiendo cojido por acaso el alférez Diego García de Vera un indio de Tierra Firme llamado Alapa, le hizo aquel hablar lo que su propia imajinacion le sujeria, i con tal maña, que persuadió al gobernador, de la patraña que él mismo se forjara. El indio Alapa juraba por todos sus dioses, que habia visto cerca del Estrecho españoles blancos, rubios i barbudos; i probablemente el indio no mentia, porque continuamente estaban desembarcando en el Estrecho partidas de soldados i de marinos, que salian a hacer aguada o refrescar.

Pero los Cesaristas no entendian de zonas jeográficas, i lo mismo era para ellos la provincia de Allana, en las Guaitecas, que el cabo de las Vírjenes, en la boca oriental del Magallanes, En hablándoles de «hombres rubios i barbudos,» esos habrian de ser precisamente los Césares, aunque esos mismos huincas de blanco color fueran los propios pobladores castellanos de Chiloé.

Hízose, en consecuencia, a la vela el gobernador Dionisio de Rueda, acompañado de una fuerte espedicion cuyo capellán i guia era el padre Jerónimo de Montemayor; i no amainó aquel en su curso hacia los canales del sud hasta no dar con los indios gaviotas, llamados con ese nombre porque, cuando les sacudian halas, gritaban como esos pájaros de mar, i aun con mas roncos graznidos pudieron quejarse de semejante saludo e inmotivada agresion.

Los indios gaviotas de la provincia de Pucaqui no les dieron, por tanto, despues de las balas mas noticias que las que les habrian dado las gaviotas del mar, sobre los Césares. Pero como es forzoso siempre traer alguna esperanza o algun embrollo de las espediciones frustradas, volvieron diciendo que un indio bárbaro les habia contado en cierto paraje, que él habia conocido ciertos vira cochas, pero que todos habian muerto «sin dar razon dónde ni cómo».

I es curioso esto que de una simple palabra mal pronunciada por un indio bárbaro, a manera de papagayo, como la de huinca o viracocha sacaran argumento los Cesaristas para afirmarse en su creencia i avivar su propaganda. De la misma manera, no recordamos qué autor asegura que los tártaros hablaban latin, porque cuando álguien estornudaba en su presencia, decían: Dominus recum u otra jerigonza por el estilo; i hai otro que ha atribuido al Draque el cuento de que los indios de California sabian decir amen, como los araucanos dicen em, como partícula de cariño, o emaí por . Los ingleses que leen el latin a su manera, dicen tambien emen, i todo esto se parece al miserere que, al decir de muchos, cantan los chivateos cuando los desuellan vivos...

No les hacia tampoco fuerza a aquellos buenos hombres, la reflexion de que, aun siendo verdadera en su esencia la relacion de los andaluces de Arguello, habia pasado ya cerca de un siglo de tiempo desde la época del naufrajio, i que en tan largo trascurso de abandono i privaciones, los náufragos del obispo de Palencia habrian ya desaparecido por completo, o, por lo ménos, se habrian refundido de tal modo entre las tribus patagónicas o con los viracochas del Perú, que no eran ya españoles ni cristianos, sino simplemente indios como los de Boroa, hijos de las cautivas del saco de Valdivia, cincuenta años hacia.

Ni por esto ni por jénero alguno de juiciosas reflexiones desarraigábase aquella estrada, si bien humanitaria i noble supersticion, aun en los espíritus mas ilustrados.—«Quiera la Divina Majestad—esclamaba Diego de Rosales cuando daba punto a su historia, que ha desenterrado la mayor parte de estas noticias perdidas para todos los historiadores—compadecerse de estos españoles, que cuando esto se escribe año 1674, há ciento veintinueve años se perdieron»...

La principal zozobra del buen jesuita, que habia andado a los rodeos por la tierra de los Césares misionando entre los puelches, era dirijida a que los nietos i biznietos de los Césares no perdieran la fe de sus mayores i se enrolaran, como los cautivos de las siete ciudades, entre los secuaces de Satan, Por esto recomendaba con ahínco que se les buscase, señalaba el paso de Villarica como el mas adecuado, i aconsejaba no enviar costosas expediciones, sino cuatro españoles bien dispuestos «para no aventurar mas».

Pero si los esploradores del reino de Chile i del vireinato de Buenos Aires no habian logrado descubrir el paradero de los imajinarios Césares, dejaban abierta la huella de adelantos jeográficos que de otra suerte habrian tardado años, si no siglos, en verificarse.

De esa suerte, don Luis de Cabrera fué, por el lado de la opuesta banda de los Andes, el predecesor de Villarino (1783) i del teniente Muster (1870) en las esploraciones del rio Negro, como en esta parte de las cordilleras, el padre Mascardi (1666) i Juan García Tao (1619) lo fueran del padre Melendez (1792), de Doll (1844), de Fonck (1855), de Cox (1858), i del último viajero científico que, por el rumbo de la Patagonia setentrional, ha llegado a veinte leguas de la laguna chilena de Nahuelguapi (1876),—el distinguido naturalista arjentino don Francisco Moreno.

Hácia lo largo de la costa patagónica que baña el Pacífico, a las escursiones del correjidor García Tao i del gobernador Rueda, que se estendieron probablemente hasta los promontorios en que naufragó el Wager de la Espedicion de lord Auson (1745), i a los canales en que, hasta hace pocos dias, ha estado varado el vapor aleman Denderah, señalaron a su turno el camino que despues ha recorrido el animoso padre García (misionero de las Guaytecas); Moraleda, el piloto esplorador de Chiloé, i el almirante Fitzroy, que reconoció, midió i dibujó por la primera vez, de una manera científica, los singulares pasos de aquellos mares i sus peligrosos arrecifes.

Así es como la humanidad va cumpliendo, tal vez a pesar de sí misma, su inexorable mision, cual de la tenebrosa alquimia nacieron las maravillas industriales de la química; de la astrolojía, la ciencia matemática i precisa del cielo; i de las cartas mismas de ociosa baraja, inventada para el solaz de un rei idiota, el grabado, la litografía, el invento mismo de la imprenta,—la mas sublime de las creaciones, porque dió larinje i voz al linaje humano, que ántes de su aparicion era sordo-mudo.

Con la aparicion de un nuevo siglo, volvió a tomar vida i calor la fantástica visision ya dos veces secular de los Césares, porque las fiebres del espíritu se parecen a las del cuerpo en que son intermitentes.

Por el año de 1707, llegó a la corte de Madrid en demanda de auxilios para ir a la conquista i la redencion de los oprimidos Césares, un aventurero que habia residido largos años en Chile i Buenos Aires, el cual contaba cosas de asombro de la ciudad encantada, así como de la manera en que allí vivian i se perpetuaban los españoles, «como que lo anduve i toqué con mis manos»—decia el peticionario en sus memoriales al rei Felipe V.

«Tienen—decia en otra parte del prolijo itinerario que presentó a la corte con su firma, i que ha publicado íntegramente el anticuario Angelis entre sus Documentos del rio de la Plata (1836);—tienen los Césares herniosos edificios de templos i casas de piedra labrada i bien techadas, al modo de España; poseen así mismo muchos ganados mayores i menores, muchas chácaras donde recojen granos i hortalizas, ademas de cedros, álamos, naranjos, robles, palmas con muchedumbre de frutos mui sabrosos, por ser la pura verdad como que lo anduve i toqué con mis manos».

Todo lo que les hacia falta era un poco de aceite, porque no habian logrado aclimatar el olivo. I así debia ser, pues es bien conocida la historia del único pié de aquel árbol que vino a Chile i de la escomunion en que incurrió el que lo trajo hurtado de Lima.

Pertenecia probablemente este descarado Impostor a la misma patria i escuela del andaluz de Niebla i tenia su propia inventiva i desfachatez, porque tanto porfió i mintió en Madrid, que el rei, no escarmentado todavía con las malaventuras pasadas, espidió orden el 18 de mayo de 1716 para que se acometiera de nuevo desde Buenos Aires, la entrada a los Césares, llevando por guia a aquel personaje que todo lo habia visto i tocado con su mano, segun su itinerario. A éste fin, el futuro redentor de los Césares se habia venido a Buenos Aires con alguna anticipacion. Su nombre era Silvestre Antonio de Rojas, i mayor embustero no habia parido madre cristiana ni en España ni en las Indias.

Rojas, una vez consumado su engaño, i despues de haber comido i bebido como César verdadero en la corte de Madrid i en Buenos Aires, se hizo humo o se fué escondido a los Césares, porque no se volvió a tener noticia de su paradero. Mas como no era posible que la real cédula de Felipe V quedara como hostia sin consagrar, formáronse diversas caravanas para ir a aquella especie de descubrimiento i cateo de una ciudad populosa cuyo derrotero se asemejaba al de la Ola en el desierto de Atacama, o al itinerario de los Candeleras, con tan vivos colores locales descrito por el inimitable Jotabeche.

Eran dispersadas esas tentativas, ya que el buen sentido no hacia mella en el cerebro de los espedicionarios, por el hambre o los frios pamperos del polo, i en mas de una ocasion, por la lanza i el laque de los indios, ladrones de ganados i de hombres.

Tomaban otros cavilosos pretestos de la novela de los Césares para empresas mas suculentas, cual era la compra i arreo de vacas entre los telhueches para pasarlas en seguida a Chile por Uspallata o el Portillo; pues aunque sea comun creencia que Chile se abastecia a sí propio con sus numerosos rebaños, no es ménos cierto que el comercio de vacas era tan activo entre Cuyo i Chile en el pasado siglo, como lo es casi hoi dia, por el ínfimo precio en que aquellas se vendian: de seis a ocho reales, i cuando mas, en épocas de escasez, dos pesos. Esos sí que eran Césares!

Uno de estos astutos vendedores de vacas llamado Juan de Mayorga, formó con este motivo una espedicion de doscientos hombres a principios del pasado siglo; mas apénas se hubo internado en las pampas de San Luis, de cuya ciudad salió a campaña, los indios le mataron una avanzada de treinta hombres i le hicieron torcer bridas mas que de prisa a sus estancias [4].

De esta suerte, la leyenda de los Césares iba perdiendo poco a poco el colorido prisma de nebulosa poesía de que habia sabido rodearla en su cuna la imajinacion del carpintero de Niebla Pedro de Oviedo. Los Césares, de pasmosos jigantes habíanse convertido en bueyes gordos i en chúcaros torunos.

Mas si esto acontecia por el lado de las Pampas, en Chile los antiguos Césares habian encontrado un rehabilitador convencido, un caloroso amigo, un cesarista, en fin, de la antigua escuela de los que, como Pedro de Espinosa, ponian la cabeza en la empresa de redimir las cautivas ciudades de sus antecesores.

Cupo esta mision al capitan don Ignacio Pinuer, natural de Valdivia, i padre o abuelo de aquel oficial del mismo nombre que fué segundo del coronel Sanchez en las campañas de la patria vieja, i mas tarde, cuando desterrado por godo, triste mozo de café en Mendoza.

Era Pinuer un hombre entusiasta, crédulo, valiente, i en su calidad de comisario de indíjenas, vivia desde muchos años en diaria comunicacion no solo con los indios del litoral, sino con los pehuenches que habitan los valles andinos, i con los puelches, que se ramifican en varias tribus, ya hácia las Pampas, ya hácia la Patagonia. Su actual rei llámase (1877) Seu-Hueque, nombre de carnero.

Conocedor desde su mocedad de la tradicion de los Césares, que aun vive en el recuerdo de los valdivianos (1866), el comisario interrogaba cada dia a los mensajeros i caciques de las diversas tribus que con él necesitaban entenderse, i todos, sin vacilar, afirmaban i juraban la existencia de los Césares españoles i aun la de los Césares peruanos o viracochas, poniendo los unos por testigo de su fe al Sol, i los otros al temido Dios de los cristianos.

Esas relaciones eran todavía mas maravillosas, si cabia, que las del carpintero Oviedo, i mas positivas ciertamente que las del itinerario de don Silvestre de Rojas.

Segun el decir de los informantes de Pinuer, como testigos de vista i juramentados, habíanse multiplicado de tal suerte los tataranietos de los nietos de Sebastian de Arguello, de Pedro Oviedo i de Antonio de Cobos, que se habian visto forzados a fundar una nueva ciudad, en cierto brazo apartado de la laguna primitiva, ademas de que tenian ocupadas i pobladas varias islas, con las cuales se comunicaban por medio de canoas. Sus casas eran de piedra i rojizas tejas, i a veces relucian éstas a la distancia como el oro, ignorándose si fueran precisamente de estas materias o efectos del reflejo del sol a la distancia. Sobre lo que no cabia duda, era que el menaje de sus casas se componia esclusivamente de catres, mesas, sillas, lavatorios, todo de plata i oro macizo i de subidos quilates. Usaban tambien los habitantes de las dos ciudades prodijiosas, «sombreros, chupas largas, camisas, calzones bombachos i zapatos mui grandes»... tal vez por imitar a los patagones, que este nombre recibieron por su enorme calzado de pieles de guanaco. Por supuesto no habian abandonado en aquellos fríjidos parajes, en que crecian, sin embargo, el naranjo i la palmera al aire libre, la española capa: la única diversidad de los testimonios sobre la última consistia en que, segun unos, era blanca, i segun otros, muja.

Conservaba intacta su artillería, la cual se oia resonar en ciertos dias que serian sus fiestas nacionales, porque como el oro de los Césares era oro verdadero, allá no aplicaban las crísis a la conmemoracion decente de hechos i de hombres que merecieron vivir mas que sus ingratos nietos. Habian fundido por de contado sonoras campanas de preciosos metales, i habia muchos que las oian llamar a misa i aun repicar alborozadas en los grandes dias de la iglesia.

Mantenian intactas sus fortificaciones, escepto algunas puertas i torreones cuyas «medias naranjas» se habian postrado con los años. Un mestizo que logró recorrer la ciudad hácia mediados del pasado siglo, daba cuenta prolija de las cortinas i almenas que la defendian, i segun el jesuita Cordiel, ese mismo espía u otro de su estirpe, habia visto un «cero de oro como el Santa Lucía, i «otro de diamantes» como el San Cristóbal....

Este mismo padre, que creia juntamente en los Césares i en las Batuecas, contaba tambien en un informe al gobernador de Buenos Aires, dado a luz en esa ciudad, que cierto correjidor del Perú llamado Quiros, el cual venia de Amberes para el Callao, fué con el piloto del buque en que hacia la travesía a hacer una visita a los Césares i le dieron de regalo dos cajoncitos de perlas finas que entendieron fueran para el papa i para el rei de España, porque como ya los hijos de los primitivos Césares tenian olvidado el español, solo acertaron a pronunciar estas palabras cuando entregaron la encomienda:—PapaRei, con lo cual los canonistas habrian pretendido que todo debió ir a parar a Roma. «Mas como el piloto era hereje—dice el padre Cordiel—se las llevó para sí» [5].

El pais que dominaban los modernos Césares, segun las relaciones mas verídicas que escondia en su pecho el capitán Pinuer, era una península tan grande como la provincia de Valparaíso, porque tenia 30 leguas de largo i 7 u 8 de ancho. Pero nadie podia determinar cuál de las numerosas lagunas de aquella rejion andina seria la del asiento fijo de aquellos poderosos colonos. Segun unos, era la que habia descubierto el padre Mascardi i que lleva el nombre de Nahuelguapi,—hermoso i solitario lago chileno que envia uno de los mas poderosos afluentes del rio Negro, el Limay, recien esplorado por Moreno i ántes por Cox. Ubicábanlo otros en la laguna de Ranco, situada en el territorio que forma el departamento de la Union i es cuna del caudaloso Rio Bueno, que surcan hoi prosaicos vapores acarreando papas i puercos. El comisario Pinuer se inclinaba, sin embargo, a suponer que su ubicacion verdadera era la laguna de Puyehue, de donde toma oríjen, en el departamento de Osorno, el pintoresco rio Pilmaiquen, en cuyo valle dijimos habia sido encomendero el infiel compañero de los primitivos Césares,—Juan de Rivera.

Aquella opinion jeográfica del último de los cesaristas de buena fe, cual lo era sin duda alguna el capitan Pinuer, tiene cierta importancia por la nueva faz que imprimió a la leyenda, de la existencia de los Césares, segun en breve habremos de ver.

Un punto oscuro quedaba, sin embargo, ademas de el de la exacta posicion jeográfica de los Césares, cual era su taima i su inquebrantable resolucion de no salir de su solitaria madriguera en demanda i amistad de los cristianos, cuya vecindad no podian ignorar. En este particular, los Césares, dignos de su altivo nombre, se manifestaban inexorables.—No querian mantener trato alguno con los indios por viles, i tal vez con los españoles por ingratos. Es lo cierto que en cierta garganta estrecha de la península que habian fortificado, tenian constantemente un centinela, que de dia i de noche impedia a los estranjeros se acercasen a aquella nueva ciudad de Troya.—«En este sitio—decia el capitán Pinuer en su declaracion jurada con todas las veras de su alma—ponen los españoles una espada con zapatos: los indios la quitan i ponen un machete: los españoles ponen una cruz: vienen los indios, quitan la cruz i ponen una lanza toda de palo».

I así, jugando, a medianoche, esta especie de gran boneton, como honestos niños, pasaban los españoles los años i los siglos sin querer ponerse al habla ni con los indíjenas ni con los indios Césares, los antiguos viracochas de que habian sido tan buenos amigos Pedro de Oviedo i don Silvestre de Rojas, los dos Césares de las mentiras que han vivido en este Océano i en el otro. ¡Qué no resucitaran hoi para que alegaran de bien probado por uno i otro pueblo—el arjentino i el chileno—en la cuestion Patagonia, i dejarlos al uno i otro en paz como a los Césares!

Pero no obstante su reserva i su aislamiento, los Césares habian hecho una valiente salida de su península i trincheras cuando ocurrió la espedicion que por el año de 1756, envió el presidente Amat hácia el Rio Bueno en castigo de los alzados i feroces cuncos,—indios de Carelmapu i sus contornos. «Sintiendo—dice Pinuer—en el silencio de la noche el estampido que hacian los esmeriles i pedreros,» salieron en auxilio de los cristianos, i despues de haber desbaratado la retaguardia de los indios matándoles mas de cien hombres, se retiraron otra vez tranquilos i gloriosos a su imperio [6]. Los Césares eran a su manera inmortales, i por esto no se hacian pagar su sangre en las batallas. Según Pinuer i las declaraciones de mas de veinte caciques, los Césares eran inmortales porque «solo se morian de puro viejos»....

Por otra parte, no eran tampoco los Césares enteramente árbitros de sus destinos, de la paz i de la guerra, porque precisamente por los años en que todo esto acontecia i se informaba como prueba jurada ante escribanos en Valdivia (1773-74), estaban los Césares bajo el yugo de un cruel tirano que, con el nombre de rei, «tenia a la plebe en la mayor consternacion,» segun habia contado al capitan Pinuer un chilote que en el primero de aquellos años, habia logrado penetrar en la ciudad. Al fin los Césares habian hecho una cosa lójica,—darse un César!

I ¡cosa estrada i mas digna de asombro que los Césares mismos! En el fondo, todos los caciques i mocetones, correos de gabinete i hechiceros de la tierra que engrosaban los autos de pruebas de las ciudades encantadas (cuyo cuerpo total forma nueve volúmenes in folio) al jurar la existencia de los Césares i sus ciudades, no mentian ni perjuraban, porque por un efecto de óptica, de ignorancia i de barbarie, lo que demostraba, segun lo esclareció por esa misma época (1775) el sacerdote-cirujano Falkner, que vivió cuarenta años entre sus tribus, era que las ciudades encantadas por que se les interrogaba con tanto, ahinco no eran otras sino las ciudades de Valdivia, Concepcion, Córdoba, Buenos Aires i Montevideo mismo, «de la otra banda de la laguna.» De esta suerte estuvieron aquellos bárbaros jugando al ajedrez durante dos siglos, con la credulidad de los españoles, engañándolos con la verdad misma, a su manera. Todo el punto i el jaque del negocio i el embuste, estaba en que, cuando eran interrogados en el lado del Atlántico por las «ciudades encantadas,» hacian la descripcion incorrecta de las ciudades del Pacífico; i vice—versa, cuando les acosaba el comisario Pinuer con sus ansiosas preguntas sobre los Césares de la Patagonia, las satisfacian i juraban haciendo referencia a las ciudades del Atlántico, sobre cuya localizacion, distancia, tamaño i peculiaridades, su propia barbarie no les permitia formarse una sola nocion exacta.

Por manera que los verdaderos impostores que forjaron i sostuvieron durante mas de doscientos i cincuenta años aquella monstruosa patraña, no fueron propiamente los indios sino los españoles, i especialmente los famosos andaluces Oviedo i Rojas, i el chilote que vió el cerro de oro i el cerro de diamantes. No quiere esto decir que los indios no sepan mentir, porque, al contrario, son eximios en ese arte i en el de la invencion i el aparato. La Araucanía es la Andalucía de Chile, con la diferencia del grasejo de una mentira de andaluz a un villano embuste de salvaje.

Una razon, empero, mui atendible, porque era un hecho antiguo, lójico, i casi una segunda naturaleza del chileno, apuntaban los maliciosos indios al esplicar al comisario Pinuer la estraña i verdaderamente incomprensible reserva de los Césares para con los hombres de su raza, de su lengua i relijion en cuyas fronteras vivian.

Era aquella razon, jenuinamente nacional, la de que los Césares no se manifestaban dispuestos a volver a la comunidad civilizada de los colonos del rei de España, «porque no querian hacerse como aquellos, tributarios...» Los Césares se hallaban mucho mejor, al decir del capitán Pinuer, sin fisco, sin aduanas, sin estanco, sin alcabaleros, sin escribanos, sin contadores mayores i, sobre todo, sin contribuciones. I a la verdad que, si los Césares hubieran existido, esa habria sido la esplicacion mas natural de su resistencia a unificarse con nuestro suelo, porque en materia de rentas públicas, Chile ha sido la Galicia de la Indias, es decir, la mas pobre de las colonias españolas i la mas rehacia para el pago de todo lo que es de la patria i la comunidad.

Entre tanto, el comisario Pinuer, apasionado de su hallazgo como de un tesoro, continuaba buscándole solucion por todos los caminos que su fe le sujeria. Para lograr mejor tal fin i encontrar sosten en sus superiores, que lo eran directamente el gobernador de Valdivia i el virei del Perú, a cuya jurisdiccion estaba sometida mas de cerca Valdivia i su guarnicion, como plaza de guerra de primer órden, dió cuerpo el comisario a una idea injeniosa i que no pqdia ménos de ser simpática a los pobladores del mediodía de Chile.

Consistia esa combinacion en abandonar la ya vieja i desacreditada teoría de que los Césares procedian de un buque náufrago en el Estrecho, i en sostener con enerjía i convencimiento la de que aquellos colonos enclavados en el fondo de las planicies i lagunas que en aquella latitud rodean las cordilleras de Chile, eran los antiguos pobladores del heróico Osorno, aquellos bravos que, escapados con las armas en la mano, abriéranse paso por entre las huestes alzadas i vencedoras de la gran rebelion (1600-1604), i fueron a asilarse con sus mujeres, sus hijos i sus tesoros (los tesoros de Ponzuelos!) en aquellas soledades. De aquí su bravura, su enerjía, su riqueza i, sobre todo, su enojo con los hijos de aquellos conquistadores antiguos que no habian sabido socorrerlos en la hora del asedio i la desdicha.

Para dar mas colorido de verdad a esta nueva fábula que estaba en abierta contradiccion con cuanto habia conservado la crónica sobre la defensa i desamparo de Osorno (cuyas monjas mismas lograron salvar ilesas i son hoi las Clarisas de Santiago), sostenia el comisario Pinuer que la ciudad primitiva de los Césares no estaba ni en la vecindad ele la laguna de Nahuelguapi, ni en la de Ranco, visitada hace poco por el profesor Philippi, sino en la de Puyehue, que fué reconocida, hace cerca de un siglo, por el capitán de injenieros Mackenna, cuando era gobernador de Osorno. Esa laguna, cuya estension es de cerca de doscientos kilómetros cuadrados segun Astaburuaga, figura como una de las mas bellas creaciones de nuestra naturaleza, i dista solo treinta leguas al sudeste de la moderna ciudad de Osorno, edificada sobre los cimientos de la antigua, rica, heróica i perdida.

No obstante su feliz inventiva, el comisario Pinuer no encontró por de pronto la cooperacion que solicitaba para su empresa de descubridor i de restaurador. El gobernador de Valdivia en aquella coyuntura, don Tomas de Carminate, de apellido napolitano como el del coronel Valviani i otros jefes de graduacion de aquella plaza, no se prestó de buen grado a las miras de su crédulo subalterno.

Con la historia i la cronolojía en la mano, el ilustre gobernador podia indicar los errores en que incurria el comisario, no obstante los mil juramentos ante escribano de centenares de indios bárbaros i embelequeros que aquél dia a dia le presentaba.

Bastaban para este fin las relaciones auténticas de los capitanes Tomas de Olavarría i Pedro Sánchez Mejorada, quienes despues de la pérdida de Osorno i de las siete ciudades, se internaron en todas direcciones con fuertes destacamentos i visitaron la misma laguna de Puyehue sin encontrar un solo español a quien ofrecer amparo, cuyo era su principal objeto [7].

Para fortuna del iluso comisario de indíjenas de la plaza de Valdivia, o mas bien, por su desdicha, porque la pérdida de una ilusion acariciada es un dolor mas acumulado a la dura i larga cuenta que forma el eterno pasivo del hombre i que lleva inscrito este rubro:—¡Desengaños!—sucedió al ilustrado Carminate un gobernador fastuoso, novelero, sumamente rico i de cuya prosa i vajilla de maciza plata, hacian memoria todavía los viejos pobladores de Valdivia, hace de esto once años, por lo que oyeron contar a sus mayores [8].

Fué este último funcionario el coronel don Joaquin de Espinosa, a quien el comisario Pinuer no tardó en contajiar con su ciega i entusiasta credulidad. Contaba tambien para esto con la calorosa cooperacion del secretario del gobernador don Pedro Umardo Martinez, mulato lleno de habilidad, capitan de pardos de Valdivia i brioso cesarista [9].

Como era hombre rico i orgulloso el crédulo gobernador de Valdivia, puesto que era de los «Espinosa de los Monteros,» dieron pronto oido en Santiago i en Lima a sus repetidas solicitudes para enviar una espedicion esploradora, no solo el mandatario superior de Chile, que lo era don Agustin de Jáuregui, hombre de pulso i esperiencia, sino el terco Amat, a la sazon vire i del Perú. Espinosa, por otra parte, contribuia jenerosamente al fondo de gastos de aquella postrer espedicion, por cuya primera tentativa habia perdido allí mismo su cabeza un bravo soldado que llevaba su propio nombre—Pedro de Espinosa,—hacia de ello doscientos años. I este Espinosa no debió ser de los Monteros del rei, porque, siéndolo, no le habria hecho matar probablemente Egas Venegas.

¡Doscientos años de una espedicion a otra! Tan largo en su desarrollo i en sus peripecias ha sido este drama de los Césares, que tenia por único argumento un chisme!

Envió el presidente Jáuregui a Lima las primeras dilijencias de la proyectada esploracion, el 29 de marzo de 1774, manifestando poca fe en el éxito de la empresa; pero sin desalentarla. Por esto, solo despues de cuatro años de constantes esfuerzos, hechos desde Valdivia por los últimos cesaristas, logró organizarse el convoi de descubridores. Figuraban entre aquellos fanáticos un don Matías Ramirez, vecino de Valdivia, de quien dice el historiador Carvallo, oriundo de aquella ciudad i mui joven a la sazon, que «le llenó el cerebro de fábulas acerca de su existencia».

Componíase propiamente la espedícion de solo ocho hombres elejidos, segun el sabio consejo que, hacia un siglo, diera Diego de Rosales, a cargo de dos cadetes animosos. Emprendieron su marcha en los primeros dias de diciembre de 1777 (hará en breves dias otro siglo), i despues de atravesar un territorio poblado de densos bosques por el espacio de treinta i cuatro leguas, llegaron a la famosa laguna de Puyehue, donde el capitan Pinuer sostenia con su vida se hallaban refujiados los Césares de Osorno.

Los esploradores no encontraron, sin embargo, sino el majestuoso silencio de la naturaleza en sus mas salvajes soledades.

Pero resolvieron proseguir adelante su jornada.

Atravesaron, en consecuencia, en una canoa la solitaria laguna sembrada de pintorescas islas, hasta el número de siete, como las del lago de Villarica, que fueron el festivo paseo de sus felices moradores ántes de su espulsion i ruina; i en seguida, haciendo una travesía a pié, de siete leguas, llegaron a otra laguna que los prácticos nombraban Llavequehue, que es, aunque no lo parezca por el nombre, la de Llanquehue, hoi Rupanco.

Costearon siempre este lago avanzando hácia el sudeste por su costado de levante, durante tres dias, i llegaron al pié de un alto volcan, a cuya falda ascendieron. Divisaron desde allí, como perdida en el mas remoto horizonte, una laguna rodeada de tierras llanas, en la cual se destacaba vagamente una isla que los indios llamaban Jolten, i a la laguna, Puraya [10]. ¿Era acaso aquella mancha azul i neblinosa el lago Nahuelguapi que aparecia en los confines de la perspectiva con su isla peculiar (la Vega del Tigre), donde el animoso Mascardi habia edificado una ermita hacia mas de un siglo?

I aquel propio sitio i divisadero, por ventura, ¿no seria el que, cerca de un siglo mas tarde, llamó el infatigable Doll el Cerro de la Esperanza (1854) porque de allí divisó por la primera vez la azulada silueta de la laguna de Nahuelguapi, que era el objetivo de sus esfuerzos i de sus «esperanzas?»[11]

El volcan a que habian ascendido era el de Purarauque, i en el silencio de la noche, los esploradores de 1777 creyeron oir varias descargas de artillería. Así era, en efecto; pero no fueron los Césares los que hacian aquella salva en honor de sus descubridores, sino el famoso Tronador, que, durante el verano, precipita con el deshielo sus ventisqueros en formidables fragmentos quebrajados, retumbando el eco de la caida en todas las gargantas.—«Este cerro—decia el padre Melendez en su Diario de esploracion correspondiente al 3 de enero de 1792—estoi para creer es el que llaman Bauquenmay i está continuamente tronando, que así parece cuando cae un peloton de nieve» [12].

Fueron éstos los propios parajes que el gobernador de Osorno don Juan Mackenna, visitó (1798) por órdenes del virei del Perú don Ambrosio O'Higgins, su protector, su amigo i, mas que todo esto, su paisano. I aunque los nombres jeográficos difieran en las diversas relaciones de variadas épocas, el relieve jeneral i la topografía de los terrenos se calcan con fidelidad en los pormenores. Así, Mackenna llama «volcan de Copi» al que los esploradores de Espinosa llamaron «Purarauque,» el cual, sin duda, es el mismo que el mayor Philippi denominó en su mapa, «volcan de Puyehue,» i Doll en 1858, el «cerro Puntiagudo,» frente al volcan de Osorno i dominando la laguna de Llanquihue [13].

Ofrece un vivo interes para la jeografía moderna de nuestras provincias australes, «divisadas» mas bien que esploradas hasta el dia, aquella esforzada escursion del joven injeniero irlandés (Mackenna tenia a la sazon 27 años) por las pampas, los bosques i las lagunas del territorio que colonizaba; i es lástima que la estrechez de estas pájinas, consagradas mas a la leyenda que a la ciencia, no nos permitan seguir al animoso esplorador en sus senderos. Acompañado de un grupo de indios fieles, visitó Mackenna aquellos solitarios parajes en los últimos dias de febrero de 1798, i habiendo llegado, encorvado sobre el lomo del caballo, por la espesura del monte, a tiro de arcabuz de la laguna de Puyehue, recorrió a pié los mismos sitios que habian visitado tal vez los esploradores de 1777 i 78, veinte años hacia.—«Deseando colocar esta laguna—dice el gobernador de Osorno por la de Puyehue, en un oficio que se ha mantenido desconocido hasta el presente, al virei del Perú, con fecha de Osorno, marzo 11 de 1798—así como tambien la de Lauquihue, i siendo intransitable la playa para ir a caballo, pasé adelante como dos leguas a pié hasta llegar a un punto de donde se distinguia perfectamente toda la laguna, i aclarándose al mismo tiempo la atmósfera divisé toda la cordillera i los cerros principales que habia delineado desde las pampas, pero particularmente el volcan de Copi que demoraba al sud.

«Tiene la laguna de Puyehue—añade el descubridor—de oeste a este cerca de cuatro leguas, poco mas o ménos, i de norte a sur escasamente una, i de la estremidad occidental sale el rio de Pilmayquen que es el único desagüe que posee» [14].

No nos es lícito adelantar mas en la via de los descubrimientos jeográficos de esta parte del territorio de los Césares, porque diversa es nuestra mira en el presente ensayo. Pero sin imajinarlo siquiera, el gobernador Mackenna, que nunca creyó en aquella fábula, estampaba en su informe al virei, un dato que habria sido precioso para los partidarios obstinados de tal encanto. «Inmediato—dice, continuando la relacion de su viaje de descubrimiento—al pasaje referido de donde divisé toda la laguna i cordillera encontré una piedra cancagua perfectamente labrada a pico, cuyos golpes se distinguian claramente: cerca habla muchas otras piedras en bruto de la misma especie, i pozos en pequeñas canteras de donde se habian sacado: este es un indicio evidente de que las inmediaciones de esta laguna estaban antiguamente habitadas por españoles

Si esto hubieran sabido el capitán Pinuer i los Cesaristas de Valdivia cuando sobre un cúmulo de perjurios legalizados, urdieron la resurreccion de los Césares treinta años atras, ¿cuál habria sido su alborozo i su alboroto?[15]

Pero ya es tiempo de volver al estrecho sendero de los Césares i de sus buscadores bajo el dominio del gobernador Espinosa, en cuya época i jurisdiccion nos hallábamos cuando nos atrajo, por su interes i novedad, el episodio jeográfico que acabamos de narrar.

Entre tanto, los esploradores de la laguna de Puyehue i del volcan de Purarauque no pudieron pasar mas adelante. Los indios se echaron al suelo finjiendo un invencible cansancio, i fuéles preciso retrogradar a su primitivo campamento de Puyehue. Su escursion hácia los Césares, o mas bien, hacia Nahuelguapi, habia durado nueve dias.

Al propio tiempo que esta espedicion se habla avanzado, a manera de vanguardia, hácia la rejion de las lagunas i de los volcanes, aparece de diversos datos i entre otros del Diario ya citado del capellan Delgado, que una fuerza considerable habia ido a situarse como para sostener a aquella contra un golpe de mano de los indios, a orillas del Rio Bueno, no léjos del sitio del restaurado Osorno, cuyo último aun no habia sido descubierto: tanto era el silencio de los indios i la densidad de los bosques que habian crecido sobre sus ruinas, cual sucede todavía en la sepultada Villarica.

Mandaba aquella tropa el alentado capitan don Lúcas Molina, que murió heróicamente combatiendo bajo la bandera del rei en 1813, cerca de cuarenta años mas tarde.

Molina hizo rejistrar todas las selvas i pampas sub-andinas que son falda de la cordillera i márjen de las lagunas ya nombradas, sin encontrar un solo vestijio de cristiano. I desencantado del todo, escribia al gobernador Espinosa desde Rio Bueno, con fecha de 3 de febrero de 1778, que era inútil insistir, porque todo habia sido esplorado i divisado desde el volcan de Puraco (Purarauque), «desde donde se rejistró toda la llanada de abajo en dicho volcan i reconocieron la pampa de Purailla i otras dos lagunas» [16].

En consecuencia, el comandante en jefe de la espedicion solicitaba del gobernador de Valdivia la licencia necesaria para replegarse sobre esa plaza con su poco afortunada espedicion, a lo cual no pudo ménos de acceder el descorazonado Espinosa, «desengañado—dice uno de los documentos que acabamos de citar—de ser todo invento de las supersticiones de los indios, fomentadas de las maquinaciones i malicias de algunos individuos de aquella plaza».

El gobernador, a poco de aquel desengaño, falleció...

El primer Espinosa, que fué el primer cesarista, perdió la vida en la horca.

El último Espinosa, i último cesarista, dió, en consecuencia, la suya con mayor lentitud, que es mayor dolor, porque en tales casos, el nudo corredizo de la soga liberta mas a prisa de congojas al ánimo apenado.

Como un incidente casi moderno de esa larga epopeya de las selvas, recordaremos aquí que en 1866. vivian todavía, en una esquina de la plaza de Valdivia, dos hijas del capitan Molina, que, por ancianas, llamaban los vecinos las mayoras, i aun creemos que una de ellas, ahijada de bautismo del jeneral Mackenna cuando era gobernador de Osorno, vive todavía no najenaria, i es heredera directa i lejítima del rico mayorazgo de «Lo Herrera,» en la planicie de Maipo, i el cual, muerta ella i su actual poseedor, el demente don Miguel Pacífico Herrera, pasará a una rama de España con su renta de treinta i tantos mil patacones. Lástima que una de aquellas mayoras no hubiese dejado un mayorazgo!

I así terminó, provocando una incredulidad jeneral, pero dejando todavía algunos vestijios de duda en los empecinados, la quinta o sesta tentativa hecha por el lado de Chile para descubrir los lamosos Césares, que solo en Roma habian existido, cual lo atestiguan todavía las grandiosas ruinas de su grandioso alcázar:—«El palacio de los Césares».

Nos queda todavía por referir una última tentativa destinada a revivir la fábula de la Patagonia i de las lagunas, la cual, aunque peregrina, es breve, porque no llegó a ponerse en ejecucion, i pasamos a referirla.

Fue autor de aquel postrer apuro para dar vida a una aventura que ya no tenia razon de existir sino como novela, un viejo marino español llamado don Manuel José de Orejuela, quien habia contado en el mar tantas aventuras como en tierra. Habia sido negrero i habia hecho cierta fortuna en Africa i en Buenos Aires con este maldecido tráfico. Habia sido negociante de algun fuste en Chile, donde tenia un hermano licenciado, i habia hecho una ruidosa quiebra en 1752. Habia sido armador, i perdido i ganado buques en Valdivia, en el Callao, en Guayaquil, en Panamá, en las costas de Méjico i en sus dos mares, así como en Cádiz, la Coruña i todos los puertos de España que traficaban con las Indias. Por último, despues de 59 años de penalidades i trabajos, sazonados con quince o veinte viajes a Europa por el Cabo de Hornos, en los galeones de rejistro, habíase hecho cesarista, como hoi se habria enrolado probablemente entre los inspirados sectarios de Allan Cardec. Era el último acto de la comedia que formaba el dramático tejido de su vida larga i trabajada [17].


Encontrábase Orejuela ya mui anciano, achacoso i pobre, pero no desalentado, en la corte de Madrid, i allí con el aguijon de la miseria, que es el que mas enseña a discurrir, comenzó a machacar, a fuerza de memoriales, al popular ministro de ultramar don José de Galvez, a la sazon en todo el auje de su merecido prestijio. Ya era sobre el comercio de negros, ya sobre la navegacion del cabotaje en el Pacífico, ya sobre los abusos de los gobernadores de Valparaiso, que obligaban a los capitanes a comprarles hasta la leña de su rancho, que ellos mandaban cortar a las quebradas; ya era, en fin, el descubrimiento de los Cesares el tema de sus memoriales, que por cierto no aliviarian la dijestion del laborioso ministro de Cárlos III.

Mas, para hacer posible i hasta llana i aceptable su porfía, ocurrió el viejo Orejuela a un artificio injenioso i verdaderamente maquiavélico, que al fin mas sabe el diablo por viejo que por diablo, «mas discurre un hambriento que cien letrados».

Como Pedro de Oviedo habia filiado los Césares al naufrajio de Sebastian de Arguello, i como el capitan Pinuer trazó su oríjen hasta los pobladores del antiguo Osorno, así, encontrándose la España, nuestra amada madre patria, en continuas guerras con la Inglaterra, que habia sido su eterna madrastra desde la «Gran Armada» empeñóse, el capitán Orejuela en hacer creer al ministro Galvez i a todo el mundo que aquellas ciudades encantadas que nadie habia podido descubrir, no eran ni de náufragos, ni de españoles, ni de viracochas, ni siquiera eran Césares, sino... ingleses.

El ardid no podia ser mejor urdido, i aunque los datos que aducia Orejuela para justificarlo formaban tipo a fuerza de ser grotescos, bastaba que se tratara de ingleses para preocupar a la corona de Castilla.

La fábula de los Césares entraba en su tercero i último período,—en el del ridículo.

El primero habia sido lo maravilloso, en una edad de prodijios.

El segundo fué el período del absurdo, en una edad de ignorancia.

El tercero era simplemente el entremés de los necios i de los pillos, en una edad de hambruna.

Entre otras puerilidades citaba, en efecto, Orejuela, que navegando por el año de 1774, el navío español el Toscano en viaje del Callao a Europa, encontró mui cerca de la costa occidental de la Patagonia un ballenero ingles, con el cual hizo el capitán español el canje de un barril de aguardiente por otro de aceite de ballena. Esto era llano. Pero aquella proximidad a la costa en las dereceras del sitio en que se suponia estaban ubicadas las ciudades de los Césares ¿no era una prueba evidente de que estos Césares eran ingleses i que sus compatriotas andaban a las vueltas para ponerse al habla con ellos i tomarse por un golpe de mano a Valdivia i a Chiloé?

He aquí otro dato de induccion todavía mas estrafalario:—Viniendo de Europa en el Amable María, navío español de rejistro, cierto prior de San Juan de Dios, divisó desde cubierta, a la altura del Estrecho de Lemaire, esto es, en plena Tierra del Fuego, un hombre vestido con capa azul i acompañado de una mujer i un perro. «Pudo ser engaño—dice testualmente en uno de sus memoriales el capitan Orejuela, de aquella vision de los polos;—pero no lo fué ni pudo negarse que era realmente ingles» [18]. Así se lo aseguró tambien, ademas del prior, el piloto de aquella nave, don Gavino de San Pedro, náutico famoso.

Agregaba todavía el malicioso impostor como motivo de fundadas sospechas sobre los planes de los ingleses (a los que suele llamar tambien bostonense) los repetidos viajes del capitán Cohó (Cook) i su ocupacion reciente de Otageti (Otahiti). ¡Qué tales orejas las del capitan Orejuela!

Por fin, así como los indios puelches llaman viracochas a los indios Césares, así acostumbraban llamar moro-huincas a los pobladores de las ciudades de las lagunas. ¿Podia hacerse una demostracion mas palmaria de que aquellos moros eran los ingleses, eternamente herejes i dignos de eterno fuego?

Tal era la argumentacion con la cual cada dia majaba la paciencia del ministro de ultramar el viejo i majadero lobo del Pacífico, hasta que despues de seis años de brega, le envió el rei mui recomendado a Chile i al virei del Perú, don Teodoro de Croix, para que se organizase pronto, por cuenta del real erario, una décima espedicion, i se confiara a la direccion i pujanza de aquel novedoso octojenario. Orejuela seria el segundo pero solo nominalmente del coronel Espinosa, gobernador de Valdivia i en realidad el «último de los Césares».

Con este fin, trasladóse a Santiago el infatigable capitan de mar, por el mes de agosto de 1781, i encontrando que la pobreza del reino i la mala voluntad del presidente Benavides, enfermo de continuos cólicos, i que a mas no creia en los Césares, ocurríósele un provecto para arbitrar recursos, que fué su ruina i la de sus intentos.

Fué aquel arbitrio el de sellar moneda de cobre de ínfimo valor, para que con el producido de éste en plata i oro se costease los gastos de la espedicion.

No carecia en sí misma de cierta habilidad la idea, porque lo que en sustancia proponia el último de los Césares era vender algunos centenares de quintales de cobre en porciones infinitesimales, de modo que no lo sintieran los cautelosos chilenos, Pero en esto sacó mal su cuenta el futuro jefe de la espedicion de la Patagonia, i olvidóse de la huéspeda; porque al saber sus propósitos, se reunió, a son de campana, el gremio del comercio de Santiago, que vivia solo del oro en polvo como tipo de cambio, i levantó tal grito contra el proyecto del cobre amonedado cual no se habia oido otro igual en la plaza de Santiago desde que el contador don Gregorio Blanco habia propuesto, hacia pocos años, un nuevo plan de contribuciones. Los mercaderes santiaguinos habrian preferido ir en persona a descubrir los Césares, o declararse Césares ellos mismos, ántes que pasar por la ignominia i el perjuicio de aquella amonedacion escandalosa.—«Es cierto—decian en su informe que inédito tenemos a la vista, fecha 26 de setiembre de 1781, i que copiamos testualmente con su especial ortografía;—es cierto que, a la primera luz, tocado en su superficie o en saminado por las pueriles Matronas que gobiernan las cocinas o por los Niños a quienes les fasilitan sus propinas, tiene el proyecto de Orejuela ciertos bisos de útil, conbeniente i adactable; pero visto a fondo por hombres de esperiencia i refleccion, luego que se le quita el primer dorado, descubre, como la píldora, su mal aspecto i el Beneno que envuelve contra el estado, contra el real horario, contra el comercio, contra todos los Basallos Pobres i Ricos, contra el Culto divino de estos Reinos, contra las relijiones, contra la agricultura i la subsistencia de estos dominios»...... [19].

¿Podian acumularse mayores improperios i mas desaforados desatinos contra una medida inocente, que sin ningun grito se puso por obra, medio siglo mas tarde, en beneficio de todos?

Demas de esto, despues de aquella hidrofóbica filípica entraban los irritados negociantes i banqueros de Santiago, que vivian con sus frascos i talegas de oro en polvo debajo de la almohada, en diversas consideraciones contra aquel «abominable» i «ardo» (por arduo) invento i lo declaraban ante todas cosas, herético, «porque el primer deber de un buen gobierno—decian textualmente—es mantener puras tanto su moneda como la relijion».

Con esto solo estaba irremisiblemente perdido el capitan Orejuela i frustrada su espedicion. Por otra parte, habia ya fallecido el entusiasta coronel Espinosa, gobernador de Valdivia; el presidente Benavides seguia padeciendo su mal de cólico, que al fin le dió sepultura al pié del altar mayor de la Catedral; i por último, la edad de las cruzadas habia concluido para siempre en Chile, ni nadie queria aventurar un maravedí en beneficio de la profanada Jerusalen de la Patagonia. Desde que se trató de sellar cobre i se afirmó que los Césares eran «gringos» se acabó en esta tierra de pan llevar el cesarismo patagónico para comenzarlo en verdad mas tarde en la forma que rije todavía.

Uno de los primeros en volver la espalda a la acariciada ilusion de tantos siglos fué precisamente cierto caballero de Valdivia que habia escrito, segun confesion propia, no ménos de cuatrocientas fojas de los autos de prueba de los Césares, en tiempo del coronel Espinosa, i cuyo retumbante nombre se escribia i deletreaba como sigue: «don Pedro de Viavro Martinez de Bernavé, infanzon de sangre».

Para probar la falsedad de las pruebas que habia recojido, escribió el infanzon otros tantos centenares de pájinas que existen inéditas (i así se quedarán probablemente) en la Biblioteca Nacional con el título de la Verdad en campaña. —«Vidaurre contra Vidaurre.»

El juicioso i erudito cosmógrafo del Perú, tan a menudo citado por Humboldt, don Cosme Bueno, i que a la sazon publicaba en Lima su interesante i exacta Descripcion de la provincia i obispado de Concepcion, se empeñaba tambien en desvanecer los últimos vestijios de aquella tradicion, que habia dejado de ser rara i novelesca para ser solo insensata.—«Lo que acabamos de decir—escribia, en efecto, el cosmógrafo mayor del Perú, a propósito de la total despoblacion de Osorno cuando la rebelion jeneral de 1600—falsifica, o a lo ménos, debilita la noticia que se remitió de Valdivia el año de 1774, de hallarse una ciudad de españoles descendientes de los de Osorno, situada en un península dentro de la laguna, en las cabeceras de Rio Bueno, que es el que pasaba por Osorno, en donde, dice, se recojieron sus vecinos, i cuja descendencia, multiplicada con el tiempo, permanece allí voluntariamente incógnita. Todo lo cual parece fabricado sobre la fabulosa historia de las Batuecas.

«De estas historias de ciudades incógnitas, ha habido muchas en el Perú, añade el cuerdo cronista. Un vecino de Cochabamba, por tradiciones vulgares, solicitó el título de gobernador del Gran Paytiti, suponiendo que en lo interior de la Montaña, habia una gran ciudad con este nombre i otros pueblos que gozaban sumas riquezas; pero que sus habitadores cuidaban sumamente de sustraerse a la noticia de los españoles. I aunque consumió crecido caudal en las entradas que hizo por aquellos incultos i despoblados paises, sin encontrar poblacion ni riqueza, nunca confesó el desengaño. Después de sus dias ha habido pretendientes a este título, pues aun el año de 1750, existia uno, el cual es tan imajinario como lo es el Gran Paytiti, i la ciudad de españoles descendientes de los de Osorno, de que habla la relacion venida de Valdivia,» esto es, la relacion del capitán Pinuer.

I ¡cosa estraña! El último en negarse a la evidencia de aquel caso, fué el funcionario que por su alta posicion, estaba llamado a hacer serena luz sobre los mas graves negocios del estado:—el fiscal público.

Desempeñaba este encumbrado puesto de la colonia un caballero español que ha dejado larga projenie en Chile, pero que de seguro escribió mas volúmenes de vistas que nietos i biznietos honran hoi dia su memoria.—Llamábase el Dr. Perez de Uriondo, hombre de talento, de mucha lucidez i de una formidable facundia para escribir cosas de su oficio. El Dr. Uriondo fué el «Tostado» de Chile, en papel sellado.

Ha publicado íntegramente el anticuario Angelis aquella «vista» del doctor Perez de Uriondo, como fiscal de la Real Audiencia, en el negocio de los Césares, i quien quiera meter la mano en un amasijo forense capaz de llenar cien bateas, puede consultarlo fácilmente en el tomo primero de aquella interesante coleccion, en la cual mide cincuenta enormes párrafos i ocupa veinte i siete pájinas en folio.

Todo el juego i la lójica del alucinado doctor para llegar a la conclusion de que los Césares existian i debia confiarse su descubrimiento al capitan Orejuela, consistia en tomar a lo serio los embrollos de los indios, recojidos por Pinuer, i de aquí era que de los nueve cuerpos de autos que se echó el fiscal al cuerpo, sacó un pan como una flor [20].

Lo que mas vivamente despertaba los apetitos visionarios del oidor fiscal, entre las infinitas patrañas, maravillas i embustes de los indios, cada uno de los cuales analiza con esquisito saboreo de credulidad, eran las declaraciones de una india de Nahuelguapi, que afirmaba habia sido bautizada en la ciudad de los Césares por un fraile «vestido con hábito de franciscano,» i la confesion en artículo de muerte, de cierto indio viejo que habia hecho una muerte en Calle-Calle i se habia fugado a los Césares, como Pedro de Oviedo se fugó de los Césares por otra muerte. I así la crónica maravillosa de aquellos séres invisibles quedó suspendida ante la eternidad, como el cuerpo de la Quintrala en las puertas del infierno, entre dos puñaladas...

Sospechamos, sin embargo, que el doctor Uriondo dejó escondida en su pecho de fiscal la razon mas poderosa que le impulsaba en el camino de la credulidad. El habia visto patente en una serie de reales órdenes de diversos años, i especialmente en las que autorizan la espedicion del coronel Espinosa en 1774 (diciembre 2), 1775 (agosto 10) i 1778 (julio 18 i diciembre 29), la voluntad firme del rei, para que, al fin se solucionara definitivamente aquel antiguo i mortificante misterio, i naturalmente como fiscal del rei, sentíase inclinado, «salvo el mejor parecer de la Real Audiencia,» a seguir el rumbo de su augusto soberano, amo i señor.

De todas suertes, es un hecho que los Césares gozaron, como realidad histórica i como ficcion novelesca, mucha mayor i mas duradera boga en la corte de España, sin duda por la lejanía i el reflejo especial de las cosas del Nuevo Mundo, que en los paises de éste, a lo que se agregaba que los reyes españoles consideraban como un caso de conciencia el rescatar aquellas ciudades cristianas de su prolongado i triste cautiverio. Por esto, las espediciones a los Césares revestian cierto carácter místico que las hacia gratas al vulgo i a la corte: fueron aquellas las cruzadas de la América española, i hubo en ellas el hecho curioso i comprobado de que el último que dejó de creer en los Césares de Chile, fué Cárlos III, el hijo de los Césares de España.

No pensaron, sin embargo, como el fiscal Perez de Uriondo, ni el anciano presidente de Chile don Ambrosio Benavides, que sentia un terror pánico por el alzamiento de los indios, sobresaltados con aquellas continuas entradas a su tierra, ni el respetable virei del Perú don Teodoro Croix, caballero de grandes merecimientos. En consecuencia, i aunque el obstinado Orejuela obtuvo todavía no solo una sino dos reales cédulas más en que le nombraban caudillo de la conquista de los Césares, aquel alto funcionario no creyó conveniente darles curso, i el anciano capitan de mar permutó, a la postre de sus ajitados dias, las aventuras de descubridor, por via de amigable acomodo, con la de capitan reformado en el ejército de Chile, en cuyo destino probablemente falleció [21].

Tal es la relacion apresurada, pero fiel, fruto de apurada labor, de una de las leyendas históricas de la América española que con mayor intensidad i por mas largo tiempo, ha preocupado los espíritus de sus pobladores i de sus gobiernos en esta parte del Nuevo Mundo, como en España, donde su tradicion se mantenia con mayor vivacidad rodeada de los mil encantos del misterio i la distancia.

Argumento apropiado para un drama de palpitante emocion, mas que tema de laboriosa historia, su relacion tal cual ha sido condensada en estas pocas pájinas, ofrecerá al ménos al lector americano la ventaja de un sucinto compendio en que están perfilados sus caractéres históricos mas salientes, i la mayor parte si no todas las referencias conocidas, muchas de ellas inéditas, que completan el cuadro de su accion puesta en ejercicio por reyes i aventureros, por monjes i por héroes, durante cerca de tres siglos [22].

Los Césares de Chile fueron dados a conocer del mundo por el mandato espreso de los Césares de España: i Césares por Césares, nosotros estamos al fin por los de Chile, porque éstos fueron al ménos héroes de poética leyenda, i los otros, figurones amasados de vulgar arcilla.


Santiago, setiembre de 1877.




  1. La tradicion de Batuecas ha tenido mocha mas boga fuera de España que dentro de ella, como que de tal fábula se ocuparon Montesquieu, Moreri i hasta Me. Gealis, que escribió sobre ese tema una de sus ochenta novelas. Feijoo i Manuel Gonzalez han escrito tambien esclarecimientos sobre aquel curioso valle.—(Verdadera relacion de las Batuecas).

    En realidad, el valle de los Batuecas que se suponia habitado por jentiles i hasta por el diablo i sus lejiones, es una garganta perdida en las serranías de Salamanca, a catorce leguas de esta ciudad, i como una especie de mística república de Andorra. Actualmente existe allí una antigua cartuja, fundada por el obispo de Coria. García Galeazo, para tener a raya al demonio; i como sus escasos pobladores son mui selváticos i rústicos, ha venido el decir, en Chile como en España, de algun intruso o necio personaje:— Es un Batueca, o, Parece que viene de las Batuecas.

    Es curioso observar que el argumento del último libro publicado sobre las rejiones australes de Chile, el romanee de M. Pertuiset.—El tesoro de los Incas en la Tierra del Fuego (1877),—sin sospechar el autor, tenga este mismo oríjen, esto es, la fuga de los peruanos con sus tesoros, al sud.

  2. Emilio Daireaux (Artículo citado en el epígrafe).
  3. Véase Los Lisperguer, paj. 253.
  4. En una carta escrita al rei por el padre franciscano Frai Bernardino de Soto Aguilar, desde Concepcion, con fecha 24 de diciembre de 1713 i que hicimos copiar en el Archivo de Indias, se encuentran las siguientes palabras sobre los propósitos del ganadero Mayorga:—«con el pretesto i noticia de descubrir la ciudad que segun antigua tradicion, llaman los Cesares».

    Este buen fraile Soto Aguilar aborrecia de muerte a los indios, i cuenta que a Mayorga le mataron a traicion un capitan i treinta soldados. El mayor defecto que encontraba a aquellos el manso fraile, era ser herejes, i para correjirlos, proponia a Felipe V un arbitrio mui orijinal: esto es, suprimir dos plazas de oidores i fundar en su lugar el Santo Tribunal de la Inquisicion para que juzgase la idolatría de los indios, sin apelacion humana ni divina.

  5. Carta del padre José Cardiel al gobernador de Buenos Aires desde la estancia de Areco, agosto 11 de 1746. (Coleccion de Angelis, páj. 11.

    El padre Lozano, historiador del Paraguay, tambien creia en los Césares a mediados del siglo pasado, i, entre otras cosas, sostenia que el presidente Garro se habia levado a España en 1692, un flamenco que habia estado en la laguna de los Césares, i si fué flamenco de laguna, el buen jesuita no faltó a la verdad....

  6. Tuvo lugar este combate con los indios cuncos en la noche del 27 de enero de 1759, siendo asaltado el comandante de la espedicion don Juan Antonio Garreton, que habia ido a fundar el fuerte de San Fernando a orillas del Rio Bueno, por cuatro mil indios, que le obligaron a retirarse con mal talante.

    Cuenta esta nocturna batalla en un poema (puema dice el libro del Consulado) que corre impreso, el padre frai Pedro Merino, el cual iba tal vez de capellan de la espedicion. En ninguna otra parte que en el libro mencionado, liemos encontrado otra cita del puema del padre Merino.

  7. Segun el libro de actas del Juzgado de Comercio de Santiago correspondiente a 1771, estas importantes relaciones históricas existian en esa época i originales en poder del historiador don José Perez García, que era miembro de aquella corporacion.—Dichos documentos, que tenian, el primero la fecha de Carelmapu, 10 de noviembre de 1607, i el segundo (23 años posterior) la de 8 de noviembre de 1631, habian sido recojidos por un Joanes de Oyarzun, i de mano en mano llegaron hasta el historiador citado. Parece que despues lastimosamente se han perdido.
  8. Don Juan Francisco Adriasola, tesorero de Valdivia en 1866, i que falleció poco mas tarde de cerca de 80 años de edad, conservaba viva la leyenda de los Césares i del coronel Espinosa, su último esplorador. Al ruido del agua, que no cesaba de caer en noviembre de aquel año, nos comunicaba el bondadoso anciano sus recuerdos, despertando los nuestros al amor del brasero de la tesorería, o mas bien, del brasero del valdiviano.
  9. Libro de actas citado del Juzgado de Comercio de Santiago.
  10. Es curioso observar que este nombre de Jolten ofrece alguna similitud con el de Jurdes, que es el nombre del valle varias veces recordado de las Batuecas. Segun el injenioso pero preocupado Ford, este nombre de Jurdes provenia de Gurdus que significa perezoso (engourdi), i de aquí los gordos. Los indios llaman a estos a «motilones,» de mothi (carne), i de aquí los frailes.
  11. Esta montaña es la que hoi se llama en los mapas Cerro del doce de Febrero, por haber llegado ahí en ese dia, en una escursion posterior (1855), nuestro apreciable amigo el doctor Francisco Fonk. Para darse mejor cuenta de la topografía i accidentes de estos lugares, pueden consultarse las diversas esploraciones de Doll i de Fonk en los Anales de la Universidad (1855-56), el Viaje a la Patagonia por Guillermo Cox (1858), si se quiere un ensayo comprensivo que para el uso de este último escribimos en 1857 con el título de Comunicacion interoceánica entre el Pacífico i el Atlántico, que se ha publicado dos veces en el espacio de veinte años en el Mensajero de Agricultura (1857), en una obra titulada Miscelánea, vol. III, páj, 277.

    Los estudiosos podrian tambien echarse a cuestas el Diario que sobre esta propia espedicion escribió su capellan frai Benito Delgado, confidente de Espinosa, i que publicó Gay entre los Documentos de su Historia de Chile (vol. II, páj. 431).

    El padre Delgado no acompañó la espedicion de Los siete sino que se quedó con el grueso de la jente que mandaba el capitan don Lucas Molina, de quien luego hablaremos, en Rio Bueno, Parece que entre los siete iba el cadete don Ventura Carvallo, que ha dejado larga sucesion en Chile, el conocido sarjento Negron, descubridor verdadero del antiguo asiento de Osorno, i un negro presidiario llamado Francisco Escarraga.

    El Diario del padre Delgado, escrito con estilo mui diferente de su nombre, comienza en la mision de Arique el 29 de setiembre de 1777, i termina el 31 de diciembre del mismo año, en que Molina, desengañado completamente, solicitó dar la vuelta de Rio Bueno a Valdivia, trayendo prisionero al cacique Vurin, señor absoluto del lago de Puyehue, i uno de los principales sostenedores del tradicional embuste.

  12. Este curioso Diario se encuentra auténtico e inédito en el vol. 10 de Manuscritos de la Biblioteca Nacional.
  13. Es preciso no confundir este gran lago con la vecina laguna de Llauquihue, para lo cual Doll propuso al ministro del interior en nota de 28 de febrero de 1858 (Mercurio de 16 de abril de ese mismo año), el nombre de Rupanco que hoi tiene. Mackenna llama a ésta laguna Lauquihue i no Llanquihue (nombre en todo semejante al de la gran laguna mas meridional), como tal vez por error de imprenta, la denomina Doll en su oficio citado.
  14. Esta estension de cuatro leguas es la misma que atribuyó al lago de Puyehue la expedicion de 1777: por manera que debe ser un grave error de imprenta el que hace decir al señor Astaburuaga en su escelente Diccionario Jeográfico, que este pintoresco pero pequeño lago ocupa una estension de 190 kilómetros cuadrados. Hai una exajeracion de dos tercios sobre los datos a ojo que se apuntan mas arriba. Véase la nota de Doll fecha de 17 de junio de 1857 (Memoria del interior de 1858) en que describe minuciosamente la laguna de Puyehue.
  15. Relacion citada del injentero Mackenna, nuestro venerado abuelo, que conservamos, así como todos sus papeles (recojidos por un amigo después de su sacrificio en Buenos Aires en (1814), con un relijioso respeto.

    Es tambien digno de anotarse el hecho de haber encontrado otra piedra semejante, uno de los individuos de la comitiva del intelijente Doll, en la orilla oriental de la laguna de Llauquihue, no Llanquihue, y aunque así vuelve a llamar a ámbos aquel:—«En medio de la quema—dice en su informe citado de 1858, i refiriéndose al gran incendio intencional i oficial que habia devastado aquellos bosques en 1851—halló un indio una piedra labrada (para moler a brazo), semejante a las piedras de molino del Rhin, prueba de que ántes estaban poblados estos lugares solitarios.

    Agregaremos todavía una pequeña cuestion jeográfica, o mas bien, de etimolojía, porque algun provecho real han de dejarnos estos viajes por las nubes. Doll atribuye a Llanquihue el oríjen de llanqui (peladilla, especie de pescado), i hue (lugar). Astaburuaga dice que viene de llancuy (perderse) i hue (paraje.) No decidimos, empero, la cuestion entre los dos etimolojistas: la reservamos para los difuntos Césares, cuando vuelvan a resucitar....

  16. Documentos citados del Juzgado de Comercio de Santiago.—Purahilla, que significa ocho chorros, es, segun Astaburuaga, la laguna de Llanquihue, i se da tambien ese nombre al rio Maullin, que es su emisario.

    Estas pampas de Purahilla son las mismas de que habla Mackenna en su esploracion de 1798, como de sábanas sin horizontes, sin un solo árbol, i lo que es mas notable, sin una gota de agua en aquellas lluviosas rejiones.

    Son esas llanuras las mismas que recorrió Sánchez Mejorada i otros capitanes españoles en el siglo XVII, en solicitud de los dispersos cristianos de Osorno, que no hallaron.

    Naturalmente las dos lagunas a que se refiere el texto, ademas de la de Puyehue, son las de Llauquihue (hoi Rupanco) i la pequeña de Quihue, que esploró Doll en 1855.

    Agregaremos aquí que corrijiendo la ortografía de las notas oficiales, podemos poner de acuerdo la diverjencia ántes citada de Doll i de Astaburuaga, que habíamos aplazado hace poco por la resurreccion de los Césares. Si aquel quiso decir Llauquihue, i le pusieron Llanquihue los cajistas de la imprenta Nacional, están ámbos de acuerdo en que el oríjen de su nombre es llauqui, «peladilla».

    El Diario citado del padre Delgado termina el 31 de diciembre de 1777, Pero esta carta de Molina, prueba que la espedicion se prolongó hasta febrero de 1788.

  17. Sacamos todos estos datos biográficos de aquel curioso personaje de un libro manuscrito que nos obsequió en Lima 1860 un bondadoso anciano llamado don José Santos Figueroa i en el cual están contenidos todos los memoriales i ardides del capitán Orejuela.
  18. Manuscrito citado de Figueroa. La suposicion de Orejuela no tenia siquiera el mérito de la orijinalidad, porque ciento i cincuenta años ántes el padre Ovalles habia dicho que los Césares eran holandeses, a la sazon en guerra con España. «Si no es, dice el buen jesuita, que vengan de alguna otra de Olandeses que haya padecido por aquel paraje la misma fortuna i el color blanco i rubio de esta jente i hablar una lengua que ninguno de los que fueron a este descubrimiento la pudo entender, parece que hace probable esto segundo, i puede ser tambien que sea lo uno i lo otro,» es decir, que los Césares fuesen españoles i holandeses (Ovalle, Historia, cap. V, páj. 71).
  19. Libro de actas i acuerdos del Juzgado de Comercio de Santiago, sesion de 26 de setiembre de 1781, que orijinal tenemos a la vista. Entre otras firmas, este singular documento que consigna la sustancia de las ideas económicas de nuestros mayores, ostenta auténticas las siguientes:—José Perez García, el historiador i que probablemente fué su redactor, porque firma el primero; Antonio de la Lastra, padre del jeneral de este apellido; Miguel de la Cavareda, Celedonio de Villota, Salvador Trucios, Santos Izquierdo, Diego Francisco Valero, Francisco Bezanilla, Roque Francisco de Huiei, Pedro Fernandez Palazuelos, Domingo Díaz Muñoz, i muchos otros que han dejado larga sucesion en Chile, i todo lo cual pasó «ante mi Justo Vores del Trigo, escribano público i de comercio».

    El historiador Carvallo (vol. II, páj. 425) dice que la cantidad que se proponia amonedar Orejuela era medio millon de pesos (dos millones dice Perez García) i vender el cobre amonedado como si fuera plata, lo que nos parece mi enorme destino del cronista Valdiviano, como otros tantos que comete a cada paso, i agrega que la junta de comerciantes concluyó informando que «aquella moneda seria imajinaria i en ese caso lo mismo tenia acuñar suela que cobre».

    Es notable el hecho de que ninguno de los historiadores de Chile que corren impresos dan la menor cuenta de los Césares; con escepcion de Carvallo; pero aun éste se contenta con prometer su historia en un tercer tomo que nunca escribió. «En la segunda parte de la obra hablaré de estos colonos,» es todo lo que dice en la nota 135 de su crónica. Por esto podrá juzgar el lector del valor histórico de los hechos que hoi sacamos a luz.

  20. Este singular documento de falsa visual en una vista, tiene la fecha de Santiago, 31 de julio de 1782.
  21. Memoria del virei don Teodoro de Croix, páj. 181. Las ultimas reales cédulas en favor de Orejuela i de los Césares tenian las fechas del 12 de julio de 1782 i 31 de mayo de 1788.

    Por otra real cédula del 30 de mayo de 1781 se aprobó la resolucion del presidente Benavides, por la que quedaba anulada la espedicion i satisfecho con su destino de capitan de plaza el anciano Orejuela, i esta última es la postrera fecha en que hemos visto al gobierno español ocuparse de esta singular i prolongada aventura.

  22. Efectivamente de las cuatro grandes fuentes de que hemos sacado los materiales históricos de esta relacion, solo una—los documentos de Angelis—corren en moldes de imprenta, de esta manera:

    La primera época de los Césares esta basada en mucha parte sobre la relacion de Rosales, inédita todavía.

    La segunda, relativa a las operaciones de Pinuer i del gobernador Espinosa, ha sido sacada de los documentos de Angelis, Memoria de los vireyes del Perú, etc.

    La tercera estriba esclusivamente en los papeles inéditos del jeneral Mackenna, en los documentos obsequiados por don José Santos Figueroa en Lima, i en las actas del Juzgado de Comercio de Santiago en el siglo pasado, los cuales se mantendrán probablemente inéditos por muchos años.

    Las demás fuentes que justifican esta relacion, están anotadas en el lugar respectivo para la consulta de los estudiosos.