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Las lágrimas del Loisa

De Wikisource, la biblioteca libre.
Las lágrimas del Loisa
de Alejandro Tapia y Rivera
Romance


I
En la ribera de Himanio
que hoy se llama de Loisa,
con Imperio soberano
gobernaba una Cacica.
Cual la palma era su talle,
cual la luna su sonrisa,
sus ojos de amores perlas
y sus palabras delicias.
Basta decir que a una voz
los indios que allí vivían,
la llamaban entusiastas
«La flor del Himanio viva».
Era pasado el ardor
de la cristiana conquista
y moraban castellanos
en las estancias vecinas.
Entre todos un mancebo
que apellidaban Mexía,
gallardo, bizarro y diestro
como el primero, en la liza,
incienso en aras de amor
quemaba en la noche y día
lanzando suspiros tiernos
por la fermosa Cacica.
Declarola sus afanes
y más hermosa que esquiva,
dio en galardón sus amores
al mancebo de Castilla.



II
Viviendo en amor unidos
dieron ayes a la brisa,
que gozosa al escucharlos
suspiraba con envidia.
¡Cuántas veces a la sombra
de alguna seiba contigua
esquivaron los ardores
de la Borincana orilla!
¡Cuántas veces la calandria,
y otras dulces avecillas
saludaron con sus trinos
sus placenteras caricias!
¡Cuántas veces las estrellas,
gratas chispas diamantinas,
fueron plácidos testigos
de su misteriosa dicha!
Empero el amante, digno
de su creencia divina,
alcanzó que ella pidiese
el agua que cristianiza.
No narraré minucioso
la ceremonia de pila,
solo diré que hubo fiestas
de mezcla asaz peregrina,
pues la justa castellana
mezclose al aréito indígena
y jugaron al batey
entrambas gentes unidas.
Fue Ponce, el gobernador
por las leyes de Castilla,
patrono del maridaje
de la indiana con Mexía.
Tomó por nombre la indiana,
con la sal y agua benditas,
el de Luisa, más cual noble
de prosapia distinguida
entre los indios, tomó
según la ley que regía,
el don que honraba a hijosdalgo
y llamose Doña Luisa.
Fue ciertamente el placer
el que reinó en las campiñas
cuando ante el ara se unieron
el Cristiano y la Cacica:
Él demostraba arrogancia,
ella inspiraba caricias,
y entrambos felices eran
cuanto es posible en la vida.



III
Más como el fiero dolor
se vela tras de la dicha,
muy presto clavó sus garras
en la pareja festiva.
Llegó la noche traidora
que entre las sombras impías
lazos oculta y puñales
y acciones que son inicuas.
Estaban los dos consortes
de gozo el alma cautiva,
sin curarse de los duelos
que a los mortales no olvidan;
cuando las voces de alarma
resonando repentinas,
anunciaron que el Caribe
los contornos invadía.
Desprendiose el castellano
de los brazos de la india
y asiendo espadón y adarga
fuese a la turba homicida.
Combatió como león,
más ¿quién de morir se libra
si despiden las aljabas
turba de flechas mortíferas?

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Con el furor en el pecho
a manos de la perfidia
cayó como al rudo golpe
del hacha la fuerte encina;
y arrastrado moribundo
a las aguas cristalinas
del río undoso que allí cerca
espacioso se tendía;
fue el amante sin ventura
(que en vano venció en la liza)
llevado en fúnebre marcha
a la mar, tumba infinita.



IV
La desposada llorosa
sentada en peña vecina,
las aguas, ¡ay! de sus ojos
mezcló con las claras linfas.
Vistiose paños de luto
y mirando en triste guisa
la corriente, de allí a luego
fuese al mar con su Mexía.
Desde entonces a aquel río
donde vertió la Cacica
tantas lágrimas de amor
llamaron todos «El Luisa».