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Las traquinias (Alemany y Bolufer tr.)

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LAS TRAQUINIAS


PERSONAJES DE LA TRAGEDIA

Deyanira.
Una Sierva.
Hil-lo.

Coro de vírgenes
traquinias.
.

Un Mensajero.
Lica, heraldo.
La Nodriza.
Un Anciano.
Hércules.

Deyanira.— Hay un proverbio celebrado desde antiguo por los hombres, según el cual, en tratando de la vida de los mortales, no puede saberse hasta que uno muera si la ha tenido feliz o desgraciada. Pero de la mia sé yo muy bien, antes de bajar a la mansión de Plutón, que la tengo desdichada y llena de pesadumbre; porque cuando aún no había salido de casa de mi padre Eneo, en Pleurón, pasé, con motivo de mis nupcias, la más dolorosa inquietud que haya tenido ninguna mujer etolia. Era mi pretendiente un rio, me refiero al Aqueloo, que bajo tres formas diferentes me solicitaba de mi padre: ya se presentaba como un verdadero toro, ya como abigarrado y ensortijado dragón, ya en forma de hombre con cabeza de buey; de su hirsuta barba brotaban dos fuentes de agua viva. Mientras temí que pudiera llegar a casarme con tal pretendiente, ¡infeliz de mí!, prefería siempre morir antes que dejarme llevar por él al tálamo nupcial. Tiempo después se presento, con gran satisfacción mia, el ilustre hijo de Júpiter y de Alcumena, que, trabando lacha en pugna con aquél, me libro. Las peripecias de aquel combate no puedo yo decirlas, pues las ignoro; pero quien contemplara el espectáculo sin turbarse, podrá referirlas. Yo estaba aterrorizada por el temor de que mi hermosura pudiese acarrear llanto. Pero Júpiter, que preside a los certámenes, dió a la lucha término feliz, si es que feliz puedo llamarlo; porque desde que subi al lecho con Hércules, a quien preferi, tengo siempre un temor detrás de otro en mi preocupación por él; pues viene la noche y pasa la noche sin cesar nunca mi intrariquilidad. Tuvimos hijos, que él apenas ve, como el labrador que, poseyendo un campo lejano, no lo visita más que al tiempo de la siembra y al de la recolección. Tal es la vida que a casa me lo trae y de casa me lo saca, siempre en servicio de no sé quién. Y ahora que a sus trabajos ha dado ya feliz cima, es cuan. do más preocupada estoy; porque desde que mató al arrogante Ifito vivimos aqui, en Traquina, desterrados, en casa de un extranjero; pero lo que es de él, nadie sabe dónde se halla; sólo sé que me hieren agudos dolores por su ausencia, y tomo que le haya ocurrido alguna desgracia; pues no hace poco tiempo, sino ya quince meses, que estamos sin noticias de él. Es que algo grave ocurre. Esta es la tablita que me dejó al irse; tablita que ruego siempre a los dioses pueda yo coger sin aflicción.

Una Sierva.—Mi señora Deyanira, muchas lágrimas te he visto derramar en amargo llanto, deplorando la ausencia de Hércules. Pero si no está mal que los señores reciban consejo de los criados, y debo yo decirte lo que te conviene, ccómo teniendo tú tantos hijos no envias a uno en busca de tu marido, especialmento a Hil-lo, quien si algún interés tiene por su padre, debe preocuparse por saber si está bien? Miralo ahí, que acaba de salir de casa; de modo que si te parece oportuno lo que digo, puedes servirte del joven y de mi consejo.

Deyanira.—Hijo, niño: de gente villana salen a veces sabios consejos. Aquí tienes esta mujer, esclava 88, pero ha hablado como persona noble.

Hil-lo.—¿Qué ha dicho? Dimelo, madre, si puedo saberlo. DHYANIRA.- Que estando el padre ausente tanto tiempo, es vergüenza para ti el no haber averiguado dónde se halla.

Hil-lo.—Eso lo sé, si hemos de prestar fe a lo que 88 dice.

Deyanira.—¿Y en qué parte de la tierra has oldo que se encuentra, hijo?

Hil-lo.—El año pasado, en su mayor parte, dicen que lo pasó trabajando como esclavo de una mujer lidia. DØYANIRA. - Pues todo lo que quieran decir de él, si realmente aguanto tal afrenta, tendrá una que oir.

Hil-lo.—Pero se ha librado ya de eso, según yo he oido.

Deyanira.—Y ahora, vivo o muerto, donde se dice. que esta?

Hil-lo.—En tierra de Eubea, dicen, atacando o preparándose para atacar la ciudad de Eurito.

Deyanira.—¿Sabes acaso, hijo mio, que me dejó unos oráculos dignos de crédito acerca de esa región?

Hi-lo.—¿Cuáles, madre? No los conozco.

Deyanira.—Que o hallarla en ella el fin de su vida, o alcanzaria el premio de la victoria... para gozar en adelante tranquilamente sus dias. En tan criticas circonstancias, qno irás en su auxilio, hijo mlo, cuando o nos salvamos si él se salva, o perecemos con él?

Hil-lo.—Me voy, pues, madre; que si hubiera yo sabido la profecia del oráculo, tiempo ha que estaria con él. Mas ahora, el propio destino del padre no es para que pos intranquilecemos ni temamos mucho por él. Pero ya que estoy informado, nada omitiré para averiguar la verdad de todo esto.

Deyanira.—Marcha, pues, hijo; que la dicha, aunqué venga tarde, cuando uno se entera de ella, le proporciona placer.

Coro.—Al que la tachonada noche al despojarse engendra y luego lo acuesta, al resplandeciente Sol, al Sol suplico que me anuncie dónde se encuentra el hijo de Alcumena. ¡Oh ardiente astro de esplendente brillol, den qué estrecho marino, en qué región de la tierra se halla? Dimelo, tú, que todo lo dominas con tu vista. Con el corazón lleno de ansiedad sé que está la en otro tiempo disputada Deyanira, cual lastimero ruiseñor, sin poder adormecer la inquietud de sus lacrimosos ojos; y avivando el temor que lo recuerda constan. temente la ausencia de su marido, se consume en solitario lecho que tanto le aflige el alma, esperando en su desdicha alguna fatal noticia de su consorte. Pues al modo que como en el ancho mar ve uno las muchas olas que van y vienen, movidas por el incansable soplo del Noto o del Bóreas, asi al hijo de Cadmo revuelven como al mar crótico y se le aumentan los fatigosos tra. bajos de su vida. Sin duda que algún dios le libra en sus peligrosas empresas de la mansión de Plutón; por lo que te reprendo con cariño y me opongo a tu afljeción. Digo, pues, que no debes perder la esperanza de buenas nuevas; porque vida exenta de dolor, no la otorgó a los mortales el omnipotente rey, hijo de Cronos; sino que la aflicción y la alegria, van turnando sobre todos, como la Osa en su camino circular. Nada hay eterno en lo humano: ni la noche seinbrada de estrelas, ni los Infortunios; ni las riquezas; todo pasa, y se van sucediendo en cada uno la alegría y la tristeza. Estas consideraciones deben, ¡oh reina!, mantenerte en la esperanza; porque ¿quién vió jamás que Júpiter abandonara a sus hijos?

Deyanira.—Enterada, al parecer, de mis penas, vienes a corisolarme. Pero lo que yo sufro, ojalá punca lo llegues tú a saber por experiencia propia, ya que ahora inexperta de ello estás; pues la juventud se ali. menta en las estancias propias de la misma, que son tales, que nt el calor del gol ni la lluvia ni los vientos la agitan; sino que en suaves placeres goza sin pena de la vida, hasta que cambia una el nombre de doncella por el de mujer y recibe en cambio en el lecho conyugal la parte de inquietudes que le proporcionan el cuidado de su marido y el de sus hijos. Entonces solamente es cuando podrá comprender cualquiera de vosotras, al considerar sus propios desvelos, los males que me apeBadumbran. Muchos son ya, en verdad, los sufrimientos que me han hecho llorar; pero tengo uno más grave que los anteriores y que os voy a referir. Cuando mi dueño Hércules salió del pueblo para su últimą expedición, dejó en palacio una antigua tablita en la que ha bía escrito su última voluntad, cosa que antes, en las muchas expediciones que verificó, jamás quiso darme a conocer, como si saliera para realizar alguna empresa y no para morir. Pero esta vez, como si ya fuera a morir, me indicó la parte de los bienes que debla yo heredar por ser su esposa, y manifestó también la que del campo paterno asignaba a cada uno de sus hijos, habiendo fijado además el plazo de un año y tres meses después que 88 ausentara del pats; (pues o debia morir en ese tiempo, o si pasaba de él, vivir hasta el fin de su vida en completa tranquilidad). Asi me manifestó que log dioses habian decretado el fin de los herculeos trabajos, según dijo que la afiosa haya habla anunciado en Dodona por medio de dos palomas. Y la verdad de todo esto ha de saberse en estos días, que es cuando debe tener cumplimiento; de modo que, sin poder conciliar el sueño, salto de la cama aterrorizada, ¡oh amigas!, del miedo que me asalta si he de quedarme vinda del más valiente de los hombres.

Coro.—Ten por ahora buena esperanza; porque coronado veo que viene un mensajero con la alegria de buenas nuevas.

El Mensajero.—Mi señora Deyanira: soy el primeto que con mi noticia te libraré de tu inquietud: sabe que vive el hijo de Alcumena, y victorioso está ofreciendo las primicias de su triunfo a los dioses de este pais.

Deyanira.—Qué dices, anciano?

El Mensajero.—Que pronto llegará a palacio tu muy querido esposo, lleno de gloria con el esplendor del triunfo. DØYANIRA.- ¿Y de quién sabes lo que me dices? ¿De algün ciudadano o de un extranjero?

El Mensajero.—En el prado donde pacen los bueFes estå Lica, el heraldo, contando a muchos estas nuevas. Yo en seguida que se las ol, me vine corriendo para ser el primero en darte la noticia y poder obtener de ti albricias captándome tu favor.

Deyanira.—¿Y como él no está aqui pa, si trae buenas nuevas?

El Mensajero.—No le es tan fácil, mujer; porque rodeado por todo el pueblo meliense, le acosan & pre guntas sin dejarle pasar adelante. En los deseos que cada uno tiene de enterarse, no le sueltan hasta que no les satisfaga la curiosidad. De modo que si tarda, no es por gusto de él, sino de los que le rodean; pero pronto lo verás en ta presencia.

Deyanira.—10h Júpiter, que reinas en la sagrada pradera del Eta! Me das por fin la dicha tanto tiempo deseada. Cantad, mujeres, lo mismo las de dentro que las de fuera de palacio, para que celebremos la inesperada alegria que me traen con esta noticia.

Coro.—Resuene el palacio que espera al novio, con cánticos de alegria; y la voz acorde de los mancebos celebre al de hermosa aljaba Apolo, nuestro patrono. Y al mismo tiempo entonad un peån, roh virgenes!; cantad a Diana, la hermana de Apolo, nacida en Orti-gia, que hiere a los ciervos y lleva una antorcha en cada mano; celebrad también a las ninfas sus vecinas. Yo haré resonar la flauta, sin dejarla de mis manos, ¡oh dueño de mi corazón! Mirad, mirad, me siento arrebatada, evohé, tvohé, por la biedra que en båquico torbellino me revuelve. Oh, oh, pean! Mira, queridisima mujer, este cortejo que viene hacia ti y que ya puedes distinguir. DØYANIRA. —Lo veo, queridas amigas; mis ojos no han cesado de vigilar para que dejara de advertir ese cortejo. Salud ante todo deseo al heraldo que después de tanto tiempo se me presenta, si buenas nuevas me trae.

Lica.—Pues felizmente llegamos y bien recibidos somos, ¡oh mujer!, conforme al buen éxito de nuestra expedición, El hombre que obtiene la gloria del triunfo, justo es que coseche salva de aplausos.

Deyanira.—¡Oh amabilisimo varón! Lo primero, lo primero que deseo, dime, si me vendrá Hércules vivo, Lica.—Yo ciertamente lo he dejado lleno de fuerza, salud y robustez, sin que le aqueje ninguna enfermedad.

Deyanira.—¿En qué lugar? ¿En tierra patria o extranjera? Dimelo.

Lica.—En un promontorio de Eubea, donde ha erigido altares y deslindado la parte cuyos frutos consagra & Júpiter Ceneo.

Deyanira.—Es en cumplimiento de algún voto, o de algún oráculo?

Lica.—En complimiento del voto que hizo para cuando se apoderara con su lanza del pais, que ha de. vastado, de estas mujeres que ves ante tus ojos.

Deyanira.—Y éstas, por los dioses, quienes son y de qué pais? Muy dignas son de lástima, si es que en su infortunio no me engañan.

Lica.—Éstas son las que él escogió después de destruir la ciudad de Eurito: unas para su servicio, y otras para el de los dioses. DØYANIRA. —¿Y en el asedio de esta ciudad enapleo el, increible parece, todo el largo tiempo que ha estado ausente?

Lica.—No, sino que la mayor parte del tiempo lo ha pagado entre los lidios, según el mismo dice, no como hombre libre, sino en la esclavitud. Y por esto que te voy a contar, no debes, mujer, sentir menosprecio por él, pues de todo es Júpiter el culpable, Vendido él a Onfala, la bárbara, pasó un año entero, según el mis. mo dice; y tanto le irritó la injuria que con tal afrenta recibia, que juró contra si mismo si no se vengaba del autor de tal ultraje reduciéndolo a la esclavitud con su mujer y sus hijos. Y no fué vana su imprecación; porque apenas se hubo purificado, con un ejército que reclutó, marchó contra la ciudad de Eurito; pues éste según el decía, era el único, entre los mortales, culpable de la afrenta que había sufrido; porque cuando llego él a la casa de este para que en ella le albergara por ser su antiguo huésped, lo maltrató de palabra y lo insultó con muy pérdida intención, diciéndole que aunque llevage certeras flechas en las manos, se quedaria muy por detrás de sus hijos en el concurso del arco; y también que presentándose, como esclavo enfrente de un hombre libre, sería afrentado; además, en un banquete en que Hércules se había emborrachado, le echo de su palacio. Enojado por estos ultrajes, cuando luego fué Iito a un monte de Tirinto en busca de las yeguas que se le habían extraviado, aprovechando Hércules la ocasión en que aquél tenia los ojos en una parte y el pensamiento en otra, le precipitó desde lo alto de una roca que parecia una torro. Irritado por este hecho, el rey y padre de todos, Jupiter Olimpico, permitió que Hércules fuera vendido como esclavo; y no lo perdono, por el motivo de que era ése el primer hombre a quien había matado astutamente; porque si se hubiese vengado cara a cara, Júpiter le habría perdonado que lo venciera en justa lid; pero la insolencia no la perdonan ni siquiera los dioses. Y Eurito y sus hijos, que se jactaron con insolentes palabras, en el infierno están todos habitando, y su ciudad devastada; y éstas que ves, caidas de la opulencia en una vida no envidiable, llegan a tu presencia. Esto es lo que tu marido ha mandado, y yo, su fiel criado, ejecutado. En cuanto a él, asi que ofrezca a Júpiter, su padre, las victimas puras que le debe por la toma de la ciudad, no dudes que se dispon. drá a venir; pues de todo el largo relato que hábilmente Acabo de hacer, esto es lo que más alegria te ha de dar.

Coro.—Señora, ahora en ti la alegria es manifiesta, por lo que estás viendo y lo que acabas de otr, Deyanira.—¿Y cómo no me he de alegrar, con justísima razón, al oír el feliz éxito de la empresa de mi marldo? May natural es que mi suerte corra a la par de la suya. Sin embargo, motivos hay para que quien reflexione tema que el varon afortunado pueda caer alguna vez; pues me infunde cierta lástima, que me inspira miedo, el ver estas infelices en pais extraño, sin hogar, sin padre y errantes; éstas, que habiendo sido antes, probablemente, bijas de hombres libres, arrastran ahora la vida de la esclavitud¡Oh Júpiter, dueño de nuestra suerte! Ojalá no te vea nunca venir con la desgracia contra mi familia; y si lo has de hacer, no sea viviendo yo. Tal es el miedo que tengo al ver a estas desdichadas. Dime, tú, infortunada, que estado es el tuyo? ¿Eres virgen o madre? Pues a juzgar por ta talle, no debes haber llegado aún a la maternidad; pero tienes aire de nobleza. Lica, de qué familia es esta extranjera? ¿Quién es su madre? ¿Quién su padre? Dimelo; que es la que más lástima me inspira al mirarla, por ser la única que sabe soportar su suerte con dignidad.

Lica.—¿Qué sé yo de eso que me preguntas? Puede que sea hija de uno de los nobles de aquel pais.

Deyanira.—¿No será de los reyes? ¿Es alguna hija de Eurito?

Lica.—No lo sé, pues no preguntó yo tanto.

Deyanira.—&Ni siquiera bas otdo su nombre a algu. Da de las compañeras?

Lica.—No; en silencio he cumplido mi cometido.

Deyanira.—Dimelo, pues, tú misma, pobrecita; por. que es una contrariedad el que yo no sepa quién eres.

Lica.—Pues lo mismo que ha hecho hasta ahora, no espores que suelte la lengua la que de ninguna manera ha querido hablar poco ni mucho, sino que, alligida por la gravedad de su desgracia, no ha cesado de llorar la infeliz desde que salió de su patria. Esta circunstancía le es perjudicial, pero hay que perdonarla.

Deyanira.—Dejadla, pues, y que entre en palacio si asi le place; no sea que a la desgracia que la Afligo se añada la pena que yo le ocasione; bastante tiene con la que sufre. Entremos todos en palacio, para que tú. puedas ir pronto adonde quieras y yo disponga bien to de casa.

El Mensajero.—Espera aqui antes un poquito para que, apartada de éstos, sepas quiénes son las que introduces en tu casa, y te enteres de lo que no sabes y debes saber, pues de todo esto estoy yo bien informado.

Deyanira.—¿Qué hay? ¿Por qué detienes mis pasos?

El Mensajero.—Párate y escucha; pues no oiste en vano la primera noticia que te di, ni oirás tampoco la que te voy a dar, según creo.

Deyanira.—Pero a esos que ya se han ido, dios llamamos para que vuelvan, o solo a mi y'a éstas quieres dar la noticia?

El Mensajero.—A ti y a éstas no hay inconvenien. te; pero a aquéllos, déjalos.

Deyanira.—Pues ya se han ido; venga la naticia.

El Mensajero.—Ese hombre, nada de lo que te acaba de decir es exacto ni verdadero; sino que, o es ahora an mentiroso, o antes tué un falso noticiero.

Deyanira.—¿Qué dices? Explicame con claridad todo lo que sepas, porque lo que me acabas de decir me tiene confusa.

El Mensajero.—A ese hombre le oi yo contar delante de muchos testigos que por mor de esa muchacha se apoderó Hércules de Eurito y de Ecalia, la ciudad de altas torres; y que Amor fué el único, entre los dioses, que le fascino para que se lanzars a esta empresa; Do sus trabajos forzados entre los lidios, ni en Onfala, TRAGEDIAS DE SÓFOOL ni tampoco la atropellada muerte de Ifito, cosa que ahoTa omite éste diciendo todo lo contrario. Pues como Hér cules' no pudo persuadir al padre para que le entregara la niña con la intención de mantener con ella secretas relaciones, por un motivo frivolo que alego como causa, dirigió su expedición contra la patria de la muchacha - en la cual decia que un mercenario ocupaba el trono -, y mató al rey, que era el padre de ésta, y devastó la ciudad. Y ahora, como ves, viene ya hacia casa, enviandola no sin toda suerte de precauciones, ni tampoco como esclava: lo que es esto, no lo esperes; ni es natural, estando, como está, encendido de amor por ella. Me pareció que debía enterarte de todo esto, señora, que es lo que he oido a ése: cosas que muchos le oyeron también lo mismo que yo, en medio de la plaza de los traquinios, como puede comprobarse. Y si lo que digo no es de tu agrado, yo tampoco me alegro de ello, a pesar de lo cual digo la verdad. DØYANIRA, —¡Pobre de mi! ¡En que negocio estoy me tida! ¡Qué calamidad he introducido en mi casa sin dar. me cuenta! ¡Infeliz de ti! ¿Y esta era la desconocida, como juró el que la ha traido?

El Mensajero.—Y en verdad que es hermostsima por su cara y por su talle; es hija legitima de Eurito, y se llama Yola, cosa que no ha dicho aquél, como si nada de ello gupiera.

Coro.—Maeran, si no todos los malvados, por lo menos aquel que clandestinamente comete torpezas indignas de gu estado: DBYANIRA. - Qué he de hacer, mujeres? Las palabras que acabo de ofr me han dejado pasmada.

Coro.—Anda e interroga al heraldo, que pronto confesará la verdad, si por la fuerza quieres obligarle.

Deyanira.—Pues voy, que acertado es tu consejo.

Coro.—Y nosotras, zaguardamos aqui, o qué ha: cemos? DAYANIRA.—Esperad; porque el heraldo, sin yollamarle, espontáneamente viene hacia aqui.

Lica.—¿Qué debo, señora, al volverme, decir a Hércules? Dimelo, que, como ves, ya me marcho..

Deyanira.—Con mucha prisa te vas, después de ve. nir tan tarde y antes de que renovemos nuestra conversación.

Lica.—Si algo quiereg preguntarme, aquí estoy.

Deyanira.—&Vasa serme fiel, respondiendo la verdad?

Lica.—Si - sea testigo el gran Júpiter -, de todo lo que yo sepa. DAYANIRA, - Quién es esa mujer que tú has traído aqui?

Lica.—Una de Eubea; quienes la engendraron no puedo decirlo.

El Mensajero.—Ce, mir& aqul. Ante quién crees que hablas?

Lica.—Y tú, ¿por qué me preguntas eso?

El Mensajero.—Haz por contestar, si estás cuerdo, & lo que te pregunto.

Lica.—Ante la poderosa Deyanira, hija de Eneo, esposa de Hércules, si mis ojos no me engañan, y señora mia'.

El Mensajero.—Eso, eso mismo queria oir de ti. ¿Dices que ésta es tu señora?

Lica.—Justamente.

El Mensajero.—Pues bien: &qué castigo crees merecer si te convenzo de que no le eres leal? LCA. - ¿Cómo yo no soy leal? ¿Qué enredos traes?

El Mensajero.—Ninguno. Tú, ciertamente, eres quien los ha tramado.

Lica.—Me voy; que necio he sido de escucharte tanto.

El Mensajero.—Tú no te vas antes de contestarme a una breve pregunta.

Lica.—Preganta, si necesidad tienes, que no eres sigiloso.

El Mensajero.—La esclava esa que has traido & palacio, no es verdad que la conoces?

Lica.—No, digo. A qué viene ega pregunta?

El Mensajero.—¿No has dicho tú que ása, a quien ahora miras como si no conocieras, se llamaba Yola y que era hija de Eurito?

Lica.—A quién lo he dicho yo? ¿Quién y de dónde podrå venir a confirmarte que me haya oido eso?

El Mensajero.—A muehos ciudadanos. En medio. de la plaza de Traquina, una gran muchedumbre te oyó eso.

Lica.—Que lo habia oido, dije; y no es lo mismo exponer una opinión que dar una información exacta.

El Mensajero.—¿Cómo una opinión? {No juraste por la verdad de lo que decias, al manifestar que llevabas a ésa como esposa de Hércules?

Lica.—¿Yo, como no josa? Por los dioses, dime, querida señora, este extraxjero, ¿quién es?

El Mensajero.—Quien estando presente to oyó de. cir que por el deseo de esa fue destruida toda la ciudad; que no fué la esclavitud en Lidia lo que la arruinó, sino el manifiesto amor que a ésa tenía...

Lica.—Este hombre, señora, que se vaya; porque la manla de decir necedades es propia de mentecatos.

Deyanira.—No; te conjuro por el que lanza sus rayos en los altos bosques del Eta, por Júpiter, que no me ocultes la verdad; pues no la manifestarás a apa mujer vengativa, ni tampoco a quien no conozca la indole de los hombres, que por natural propensión no siempre se satisfacen con lo mismo. Y con Amor, cier.

tamente que quien levanta sus manos, cual si fuera atleta para luchar contra él, es un insensato. Él, pues, manda de los dioses como quiere, y también de mi; y cómo no ha de dominar a otras como a mi? De modo que si a mi marido, que por esta pasión ha sido dominado, fuera yo a reprender, ciertamente estaría loca; ni tampoco a esta muchacha, que no es culpable de haberme inferido ultraje alguno ni ningún mal. Nada de todo eso. Mas si, aleccionado por aquél, has dicho mentira; mala lección aprendiste; y si tú mismo te has aconsejado asi, piensa que en tus deseos de hacerme un buen servicio, apareces ante mi como un malvado. Dime, pues, toda la verdad; que para un hombre libre el ser llamado embustero es suerte no envidiable. Y como te calles, ni eso te ha de servir; porque muchos a quienes lo has dicho me lo declararán. Si es que tienes miedo, sin razón temes; porque el no salir de dudas es lo que me da pesadumbre, que el saberlo, que me ha de espantar? ¿No hay otras muchas con quienes mi único marido, Hércules, se ha desposado ya? Pues hasta hoy ninguna de ellas recibió de mi denuesto ni insulto alguno; ni ésta lo recibirá tampoco, aunque mi marido se derritiese en su amor; porque ella me ha inspirado compasión desde el punto en que la vi, y principalmente por ser su misma hermosura la que lo amargó la vida; y contra su propia patria, la infeliz, sin quererlo, atrajo la ruina y la esclavitud. Váyase todo esto con el viento; pero lo que es a ti, yo te aconsejo que para otro seas bellaco, mas para mi, sincero siempre.

Coro.—Obedece a quien te da buenos consejos; que nada reprocharás en adelante a esta mujer, y de mi obtendrás agradecimiento.

Lica.—Pues bien, amable señora: ya que veo que tủ, como mortal que eres, piensas humanamente y no eres desconsiderada, te diré toda la verdad, sin oonltar nada. Es así como este hombre dice. El impetuoso amor de ésta penetró en Hércules, y por ella yace arruinada y fué devastada Ecalia, su patria. Y esto - menester es, pues, que en pro de Hércules lo diga, ni me dijo que lo ocultara, ni lo ha negado él jamás; sino que yo mismo, ¡oh señora!, temiendo afligir tu corazón con este relato, cometi tal falta, si es que por falta la estimas. Y puesto que ya de todo sabes la verdad, en interés de tu marido y en el tuyo propio, resignate a vivir con esta mujer; y procura cumplir firmemente todo lo que me has dicho acerca de ella, ya que él, que en todo lo demás ha triunfado siempre por el valor de sus brazos, ha sido completamente dominado por el amor de esa mujer.

Deyanira.—Pues tal es lo que yo pienso, y asi lo haré; que otra calamidad no quiero atraer sobre mi, luchando en vano contra los dioses. Pero entremos en palacio para que te lleves mi mensaje, y también los regalos con que debo corresponder a los que has traido. Pues no está bien que te vayas con las manos vacías, habiendo venido con tan rico cortejo.

Coro.—Grande es su fuerza: Venus se lleva la victoria siempre: Sus triunfos sobre los dioses los paso por alto; cómo engañó a Júpiter, tampoco lo he de decir, ni al tenebroso Plutón, ni a Neptuno el sacudidor de la tierra. Pero por la posesión de esta mujer, ¿cuán robustos no fueron los dos adversarios que se presentaron para casarse con ella, y los golpes que se dieron y el polvo que levantaron por el premio del certamen? Era uno el Aqueloo de los eniadas, impetuoso rio en forma do toro con cuatro pies y altos cuernos; el otro, hijo de Júpiter, venia de la báquica Tebas, blandiendo su fiexible arco y lanza y clava. Los dos en aquella ocasión se lanzaron en la arena, deseosos del tálamo nupcial. Y sola la diosa que alegra el lecho, en medio de la arena, Venus, era el juez del combate a que asistia, Allí de las manos, alli de las flechas el rechinar tué, al chocar con los taurinos cuernos. Era de ver los asaltos que se daban y los mortales golpes que en la frente se inferian, y el rugir de los dos. Y la hermosa y tierna doncella, en un otero que algo lejos se divisaba, estaba Bentada esperando al que habla de ser su marido. Y yo. cuento esto tal como si fuera madre: que la disputada novia fija los ojos en uno y espera pacientemente å otro; y lejos de su madre se ausenta como becerra abandonada.

Deyanira.—Amigas mias, mientras el huésped se está despidiendo en palacio de las cautivas muchachas, como para irse ya, me he salido yo aquí fuera para manifestaros secretamente el ardid que con mis manos he preparado; y también para llorar con vosotras las penas que me afligen. Pyes no creo que a una virgen, sino a una casada, he recibido en mi hogar, la cual, como afrentosa mercancía que obligan a cargar al patrón de un buque, posa horriblemente sobre mi corazón. Y ahora somos dos esperando el calor de unos mismos abrazos, Tal es el pago que Hércules, el tan fiel y tan bueno, según me declan, envía a su esposa, en premio de los cuidados que al frente de la casa ha tenido durante tan largo tiempo. Y yo no acierto a enojarme con él, que tantas veces ha sufrido del mismo achaque que ahora; pero conviviendo en la misrna casa, qué mujer podrá aguantar a la que con ella ha de compartir el lecho conyugal? Veo además a ella en la fior de la juventud, mientras la mia se va marchitando ya; y hacia los encantos de aquella suelen dirigirse los ojos, mientras se apartan de osta. Por eso tempo que Hércules se siga llamando mi marido, y realmente lo sea de la más joven. Pero nunca, cono he dicho, está bien que se abandone a la cólera una mujer prudente; mas como tengo un remedio, queridas amigas, para librarme de esta desgracia, os lo voy a decir. Tengo un antiguo regalo del viejo centauro, que guardo escondido en una vasija de cobre; regalo que siendo todavia niña, al morir Neso, el de velludo pecho, recogt de su sangre. Éste, mediante un precio, pasaba en hombros a los mortales por el caudaloso rio Eueno, sin batir su caudal con remos que le auxiliaran, ni surcarlo con velera nave. Éste, pues, cuando dejé yo por primera vez la casa paterna para irme casada ya con Hércules, me cogió sobre sus hombros, y cuando estaba en medio del rio, se atrevió a tocarme con insolente mano; di un grito yo entonces, y en seguida el hijo de Júpiter, volviendose, lanzó de sus manos alada flecha que silbando le atravesó el pecho y se le clavó en los pulmones; y moribun: do ya el centauro, me habló asi: «Hija del anciano Eneo, grande será el provecho que, si me crees, obtendrás de mi peaje, por ser tu la última a quien paso yo. Si coagulada sangre de mi herida coges con tus manos del sitio por donde me ba entrado la flecha impregnada del negro veneno de la bidra de Lerna, tendrás en ella mágico encanto para el corazón de Hércules; de tal manera, que a ninguna mujer gustará de ver más que & ti.» Habiéndome acordado de esto, ¡oh amigas!, pues lo tenia en casa muy bien guardado desde que aquél murió, he teñido con ello esta túnica, haciendo en ella, todo lo que, vivo aún, me dijo aquél. Y hecho está ya. Malas artes, ni las he sabido nunca, ni quiero aprenderlas; y a las que se atrevan a usar de ellas, tengo horror. Mas por si con filtros puedo triunfar de esta muchacha, y con encantos mágicos de Hércules, he preparado esto, si os parece que no ha de ser obra inútil; que si no, me abstengo de ello.

Coro.—Si tienes alguna fe en los medios que pones en práctica, nos parece que no has pensado mal. DØYANIRA. - Ea fe que en ellos tengo es tal, que sólo se funda en mi creencia; pues la prueba nunca la hice.

Coro.—Pues para cerciorarte, menester es que la hagas; porque aunque lo presumas, no puedos tener certeza sin haber hecho la experiencia. DØYANIRA. - Pues pronto nos cercioraramos; que ya veo salir a éste, y cordendo se irá. Sólo os pido que calléis bien todo esto; porque aunque uno cometa torpeza, si lo hace secretamente, no se expone a la vorm güenza

Lica.—¿Qué he de hacer? Dimelo, hija de Eneo, que ya estoy aqui mucho tiempo retrasando mi salida. DAYANIRA. - Pues aquí tienes lo que te he preparado, Llca, mientras tú en palacio hablabas con las huéspedas. Vas a llevar de mi parte esta túnica de fino y delicado tejido, que como regalo de mis propias manos envio a aquel hombre. Y al dársela, le adviertes que ningún mortal, antes que él, se vista el cuerpo con ella, y que no le dé ni la luz del sol, ni la del sagrado recinto, ni la llama del hogar, hasta que él se adorne con ella cuando públicamente se presente ante los dioses en el dia en que haya de inmolar los toros. Pues así lo tenía prometido: que el dia en que me lo viera salvo en casa, O me enterara con toda certeza de su venida, lo vestiria con esta túnica y presentarla a los dioses un nuevo sacrificador con traje nuevo. Y de esto te llevarás la señal, que él fácilmente conocera, impresa en la plica del sello. Anda, pues, y guarda ante todo la ley de no desear hacer más de lo que debe un mensajero, para į que luego, juntándose mi agradecimiento con el de aquél, obtengas doblo favor por un solo servicio.

Lica.—Pues si siempre he desempeñado con fidelidad el oficio de Mercurio, no temas que falte a ella jamás en tu daño; ni que este cofre, tal como está, no se lo prbsente, refiriendo con toda exactitud las palabras que me has dicho.

Deyanira.—Pues ya te puedes ir; que bien sabes todo lo que en palacio ocurro.

Lica.—Lo sé, y diré que todo va bien.

Deyanira.—Y que viste por ti mismo el recibimiento que hice a la huéspeda (y cuán cariñosamente la he hospedado).

Lica.—Y tanto, que mi corazón se estremeció de alegria

Deyanira.—¿Qué otra cosa podrlas decirle? Porque temo que lo enteres de mis deseos, 'antes de saber si de él soy deseada.

Coro.—¡Oh vosotros, que habitáis los puertos, las rocas, las termas y las colinas del Etat ¡Y también los que habitan los bordes del golfo Maliaco, en la orilla consagrada a la virgen de áureas flechas, donde los helenos celebran las famosas asambleas de las Termópilast La dulcisima flauta resonará pronto entre vosotros, no para dar lorrendos sones, sino acordes con la lira de divina musa. Porque el esforzado hijo de Jupiter viene hacia su casa con el botín que ha conquistado con todo su esfuerzo; al cual, ausente de la ciudad y errante por los mares, estamos ya esperando doce meses, sin que en ese tiempo bayamos sabido nada de él; y su querida esposa, en su infortunio, afligia su triste corazón llorando sin cesar. l'ero ya Marte en uno de sus arrebatos le ha liberta lo de tan trabajosos dias. Que venga, que venga pronto; no se detenga su nave de muchos remos hasta que a esta ciudad arribe, dejando el ara instalar donde se dice que esta celebrando sacrificios. Ojalá de alli venga lleno de amor, impregnado del persuasivo ungüento, segrin manifestó el centauro.

Deyanira.—Mujeres, icómo temo que siniestramente hayan-sido hechas cuantas cosas hice poco ha!

Coro.—¿Qué pasa, Deyanira, hija de Eneo?

Deyanira.—No lo sé; pero me inquieta el pensar si pronto aparecere culpable de un gran daño llevado a cabo con buen deseo.

Coro.—¿No será por los regalos que a Hercules has enviado?

Deyanira.—Si; y tanto, que a nadie aconsejaré que ponga confianza clega en ninguna empresa.

Coro.—Dime, si puede saborbe, de qué temes?

Deyanira.—Tal prodigio ha sucedido, que si os lo digo, ¡oh mujeres!, os admirará cual no podrlais esperar. El blanco vello de lanuda oveja con que unté bace poco la túnica que ha de vestir Hércules, ha desaparecido sin que lo haya quitado ninguno de los de casa; sino que carcomiéndose por si mismo, se ha evaporado y fundido encima de la piedra. Y para que os enteréis de todo esto tal como ha sucedido, extenderé mi discurso; porque no he omitido ninguna de las instrucciones que me dió el fiero centauro cuando le atormentaba el pecho la amarga saeta; pues las conservé en mi memoria como indeleble inscripción en tablita de bronce; ly tal como bo me dijo, asi lo hice): La droga ésta debia guardarla lejos del fuego, sin que le dieran nunca ardientes rayos del sol, y en sitio oculto, hasta el momento en que quisiera usar de ella impregnando algún objeto, y así lo hice. También ahora, al tener que omplearla, unté la túnica en un aposonto obscuro de la casa, con una vedija de lana que arranque de una oveja de casa, y la puse luego bien plegada y sin exponerla a la luz del sol, en cóncavo cofre, como babéis visto. Pero al entrar después en el aposento, se me ofrece a la vista un espectáculo incomprensible que la mente humana no puede explicarse. Pues la vedija de lana de que me servi para la untura y eché después casualmente a sitio donde'le daban los rayos del sol, a medida que se calentaba, se iba deshaciendo en pavesas invisibles que allt están en el suelo, semejantes por su forma a las particulas de Aserrin que ves desprenderse de la madera en el corte que hace la sierra. Eso es lo único que allí se ve; pero del sitio en que estaba se levantan burbujas espumosas semejantes a las que origina el sabrosa licor del fruto de la båquica viña cuando se vierte en el suelo. De modo que, ipobre de mi!, no sé qué pensar. Veo que he perpetrado un hecho horrible. Pues cómo y por qué el centauro, al morir, me tenía que demostrar benevolencia, si yo era la causante de Bu muerte? No es posible; sino que deseando matar al que le habia herido, me engañó. Engaño del que yo, demasiado tarde, y cuando ya no hay remedio, me doy cuenta. De modo que yo sola, si no son vanas mis conjeturas, yo, infortunada, seré la que le mate. Pues se que la flecha que hirió a Quirón, aunque era dios; le afligió dolorosamente; y que mata a todas las bestias a quienes alcanza. Y el veneno de esta flecha que se tiño de negra sangre al atravesar la llaga mortal del monstruo, como no matará a éste? Tal es mi creencia. Pero ya lo tengo decidido: si él perece, junto con él moriré yo; porque vivir con mala fama es intolerable para la rnujer que se precia de bien nacida.

Coro.—Temblar ante los hechos extraordinarios, es inevitable; pero la esperanza no hay que perderla antes de ver el resultado de ellos.

Deyanira.—No es posible que en resoluciones mal tomadas baya esperanza que vaya acompañada de alguna tranquilidad.

Coro.—Pero contra los que delinquen involuntariamente, se aplaca la ira; y eso es lo que te conviene.

Deyanira.—Eso puede decirlo, no el causante del daño, sino aquel a quien en su casa no le ocurre nada grave.

Coro.—Callar te conviene lo que ibas a decir, si no quieres enterar de ello a tu propio hijo; porque aqui tienes presente al que fué en busca de su padre.

Hil-lo.—¡Ah, madre! ¡Cómo quisiera poder escoger entre una de estas tres cosas: o que ya te hubieses muerto, o que viviendo fueras madre de otro, o que hubieras cambiado la resolución que tomaste por otra mejor.

Deyanira.—¿Qué pasa, hijo mío, para que te inspiTe tanto odio?

Hil-lo.—Que a tu marido, a mi padre quiero decir, sabe que lo has matado en el dia de hoy. DØYANIRA. – ¡Ay de mi! ¿Qué noticia me traes, hijo?

Hil-lo.—La que no es posible que deje de cumplirse; pues realizado un hecho, dquién podrá hacer que no baya ocurrido?

Deyanira.—¿Qué dices, hijo mio? ¿De quién te has eriterado para decir que tan detestable crimen haya cometido yo?

Hil-lo.—Yo pismo, que la grave desventura de mi padre he visto con mis propios ojos; no lo he oido de nadie.

Deyanira.—¿Donde le encontraste y le asististe?

Hil-lo.—Si es menester que te enteres, preciso es que te lo cuente todo. Cuando, después de haber destruida la ilustre ciudad de Eurito, venia él con los trofeos de la victoria y primicias del botín, en un promontorio de la Eubea, llamado cabo Ceneo, que en torno baña el mar, donde estaba levantando altares a Júpiter, su padre, y deslindando el bosque que le iba a consagrar, allí le encontré con grande gusto mio. Y cuando se disponta a inmolar las víctimas para los sacrificios, llega de casa el heraldo Lica, no de vacio, sino con tu regalo, el mortifero manto. Se lo vistió aquól, según tú se lo mandabas, y empezó el sacrificio de doce hermosos bueyos que eran las primicias del botin; añadió luego en conjunto allí mezcladas hasta cien bestias. Y al principio oraba el infeliz con el corazón lleno de piedad y gozoso con el adorno de la túnica. Mas cuando se leyantó la sanguinolenta llama de las venerables victimas y la resinosa encina, el sudor le brotó por todo el cuerpo y la túnica se le pegó a los costados, tan perfectamente adaptada a todos los miembros como si estuviera adherida a'una estatua. Le entró primero por los huesos una comezón que lo desgarraba, y luego, como veneno de cruel y mortifera vibora que lo consumia. Entonces increpó al desdichado Lica - que no era cal. pable de tu maldad - los artificios con que le había entregado tal manto; y el infeliz, que nada sabla, dijo que aquello no era más que tu regalo tal como le había sido encomendado. Y él que lo oyi, transido de dolor, porque la convulsión le habia atacado en las entrañas, agarrándolo del pie por donde éste se dobla ġ articula con la pierna, lo arroja contra una roca que el mar baña en torno. Y de su cráneo, partida la cabeza por el medio, saltó la banca medulay sangre a la voz, Todo el pueblo dió gritos do horror, deplorando la enfermedad del uno y la muerte del otro. Y nadie se atrevia & acercarse delante del héroe, que ya se revolvia por el suelo, ya daba saltos en el aire gritando y lanzando ayes, Repercutian en torno los rocosos montes de la Locria y los altos promontorios de Eubea. Y cuando quedó abatido, por las muchas vueltas que el Infeliz habia dado revolcéndose sobre el suelo y los muchos gritos que habia dado en sus lamentos, abominando del funesto lecho en que se unió con una malaventurada como tú, y del parentesco con Eneo, que tan infelizmente le babia acarreado la perdición de su vida, entonces, levantando Bus toreidos ojos de en medio de la negra bumareda que junto a él ardia, me vió derramando lágrimas entre la gran muchedambre, y clavando en mi su vista, me dijo: «¡Oh hijo, acércate, no me abandones en mi desgracia, ni aunque fuera preciso que muriendo yo, murieras conmigo! Sácame fuera de aqui; y ante todo, ponme en sitio donde ningún mortal me vea. Y si me tienes piedad, sácame de esta tierra lo más pronto posible, para que no muera en ella.» En seguida que nos manifesto su voluntad, lo pusimos en un esquife y lo transportamos a esta tierra, no sin dificultad, pues venía rugiendo, en medio de sus espasmos: vivo lo verás pronto, o recién muerto. Eso es, madre, lo que convicta estas de haber pensado y haber hecho contra mi padre; por lo cual, la vindicadora Justicia te castiguo y también la Furia: imprecación que si yo puedo hacer sin caer en impie. dad, la hago; y puedo hacerla porque tú misma me has dado el derecho, matando al varón más excelso de todos caantos hay sobre la tierra, y semejante al cual no se verá.otro jamás.

Coro.—¿Por qué te vas sin responder? ¿No adviertes que callando das tu asentimiento al acusador?

Hil-lo.—Dejadla que se vaya, y ojalá tenga buen viento que la aparte lejos de mis ojos. Pues para que ha de llevar inútilmente el respetable nombre de madre la que procede como si no lo fuera? Que se vaya gozosa. Y el gozo que a mí padre ha dado, ojalá lo obtenga ella.

Coro.—Mirad, hijas, cómo ha venido a cumplirse en nuestro tiempo la fatidica predicción de la antigua providencia, la cual declaró que cuando llegase a su exacto cumplimiento el duodécimo año, el descanso pondria término a los trabajos del propio hijo de Júpiter. Y esto, rectamente y con pie firme, se va acercando con buen viento. Pues dcómo, el que muere puede tener trabajosa servidumbre después de muerto? Pues si a él, con la envoltura ensangrentada del centauro, le antó los costados el mismo destino factor de este engaño, y fundido sobre su piel el veneno que engendró la muerte y nutrió el variado dragón, ¿cómo es posible que el vee otro sol además del de hoy, si se está consumiendo en la terrible tema de la hidra? Y junto con esto le atormentan los mortiferos aguijonazos del centauro de cabellos negros, que le levantan en ampollas la piel. Cosas que esta infeliz, al considerar precipitadamente la gran calamidad que en su casa entraba con la recién desposada, en parte no advirtió (1); pues la otra parte, las que reconocen por causa el pernicioso consejo de Neso con todas sus fatales circunstancias, ciertamente que como infaustas las deplora; ciertamente que derrama amargo llanto de abundantes lágrimas. Pero el bado, en su marcha progresiva, pone de manifiesto la dolosa y enorme perfidia. Brota una fuente de lágrimas; se difundo, ¡oh dioses!, la pestilencia; sufrimiento tal, cual nunca el esclarecido hijo de Júpiter tuvo que lamentar de ninguno de sus enemigos. ¡Oh sanguinario hierro de la devastadora lanza, que con tu punta hiciste venir rápidamente a esta doncella desde la excelsa Ecalia! Mas la condescendiente Venus, sin decir palabra, se manifiesta claramente autora de todo esto.! (1) Es decir, en la parte que procedía del hudo o destino.

Semicoro.—¿Acaso estoy alucinado, u oigo ciertos lamentos que de palacio ahora mismo salen? ¿Qué diré? SØMIOORO.Suena algo dentro; no confusamente, sino desdichados lamentos; algo nuevo ocurre en palacio.

Semicoro.—Mira esa anciana, cuån lastimera y ceñuda viene hacia nosotras como para manifestarnos algo.

La Nodriza.—Hijas, cuán grandes males nos ha ocasionado el regalo enviado a Hérculesi

Coro.—Que nuevo hecho nos anuncias, anciana?

La Nodriza.—Se ha ido Deyanira por el último de todos los caminos sin mover un pie.

Coro.—: - Acaso, en verdad, como para morir?

La Nodriza.—Todo lo has comprendido.

Coro.—¿Ha muerto la infeliz?

La Nodriza.—Segunda vez lo oyes..

Coro.—Infeliz, miserable! ¿De qué modo dices que se ha suicidado?.. LA NODRIZA.- Del modo más lamentable, por la manera como lo verificó.

Coro.—Di, mujer, ¿qué clase de muerte ha tenido?

La Nodriza.—Ella misma se mató.

Coro.—¿Qué furor o qué locuræ le clavaron a la vez la punta de mortal arma? ¿Cómo deseo añadir a una muerte otra muerte?

La Nodriza.—Con el corte de luctuoso hierro.

Coro.—Viste tú, ¡oh desdichada!, tal acto de locura?

La Nodriza.—Lo vi; como que cerca me hallaba.

Coro.—¿Cómo fué, cómo?; ea, di.

La Nodriza.—Ells rnisma lo perpetró con su mano.

Coro.—Qué dices?

La Nodriza.—La verdad.

Coro.—Ha engendrado, ha engendrado tremenda locura en este palacio la recién venida desposada.

La Nodriza.—Demasiado, en verdad. Y más aún si, habiéndote hallado cerca, hubiegex visto lo que hizo, ciertamente que la compadecerias..

Coro.—Y eso, tuvo valor para hacerlo una mano de mujer?

La Nodriza.—Del modo más horrible; y vas a saberlo para que convengas conmigo; porque cuando entró en palacio sola y vịó en la sala a su hijo que tendia cóncavo lecho para volver de nuevo al encuentro de su padre, se encerró donde nadie la viera, y prostornada ante los altares, lloraba amargamente cómo iba & quedar viuda; pues rompia en llanto la infeliz al tocar cualquiera de los objetos de que se servia antes. Y rodando por todas las habitaciones de palacio, si se encon. traba con alguno de sus queridos criados, lloraba la desdichada al verle, lamentándose de su propia suerte y de su estéril vida on lo porvenir. Y cuando cesó de llorar, vi que se abalanzó de repente hacia el lecho de Hércules. Yo observaba escondida y sin que ella me viese. Y veo que la mujer tendía las mantas sobre los colchones de la cama de Hércules, y que, cuando hubo terminado esto, saltó encima, se sentó en medio del lecho, y rompiendo en ferviente fuente de lágrimas, dijo: «¡Oh lecho mio y tálamo nupcial!, adiós pára siempre, que ya no me recibiréis en vuestro seno como esposa.» En diciendo esto, con diligente mano se desató el propio manto por donde la aurea hebilla lo sujeta ante los pechos, y dejó al desnudo todo el costado y brazo izquiordos. Yo me fui corriendo cuanto podia a anunciar a su hijo lo que ella maquinaba; y mientras allá llegué, y cuando volvimos corriendo los dos, vimos que con espada de dos filos se habia herido en el costado por debajo del higado y del diafragma. El hijo, al verla, rompió en llanto; pues conoció el desgraciado que ella habia perpetrado tal hecho en un arrebato de ira; pues, aunque tarde, había sido informado por los criados de que, obedeciendo los consejos del centauro, habis hecho aquello. Y entonces el infortunado muchacho no solo prorrumpió en los más dolorosos lamentos, lorando sobre ella y comiéndosela a besos, sino que, tendiéndose a su lado costado con costado, se lamento amargamente de que sin razón habia echado sobre ella la culpa de aquel crimen, y llorando el que a un tiempo iba a quedar privado para toda su vida de los dos: de su padre y de su madre. Esto es lo que alli ha sucedido; de modo que si alguien se bace la cuenta de vivir dos o más dias, necio-0s; porque no existe el mañana antes de haber pasado bien el día de hoy.

Coro.—Cuál de las dos desgracias haya de llorar primero, cual sea la más lamentable, no acierto a dis- tinguirlo, infeliz de mi. La una la tenemos a la vista, en palacio; la otra la esperamos con inquietud. Lo mismo viene a ser tenerla que esperarla. Ojalá se levantara raudo'y favorable viento en la casa, que me trasladara de estos sitios para no morir de espanto, al punto que vea al ilustre hijo de Júpiter; porque oprimido de incurables dolores dicen que viene hacia palacio: jhorrendo espectáculo! Y de cerca, en verdad, no de lejos, lo estaba llorando yo, como canoro ruiseñor; porque ya keo squí un extraño cortejo de extranjeros. ¿Cómo lo traen? ¡Con cuánto cuidado por el amigo avanzan lenta y silenciosamento! ¡Ayayi Lo traen como si no tuviera habla. ¿Qué he de pensar? ¿Estará muerto dormido?

Hil-lo.—¡Ay de mi, padre, que me quedo sin ti! ¡Ay de mi, qué desdichado soy sin ti! ¿Qué he de hacer? ¿Qué he de pensar? ¡Ay de mi!

Un Anciano.—Calla, hijo, no excites el cruel dolor?

de to enfurecido padre, que vive aletargado. Comprimete, pues; échate un punto en la boca.

Hil-lo.—¿Qué dices, anciano? ¿Vive?

Un Anciano.—Que no despiertes al que se halla poseido del sueño, ni excites y renueves su intermitente y cruel dolor, ¡oh bijo!

Hil-lo.—Pero sobre mi pesa inmensa pena; divaga mi mente.

Hércules.—¡Oh Júpiter! ¿A qué parte de la tierra he llegado? ¿Entre qué gentes me encuentro, maltratado por incesantes dolores? ¡Ay de mi, cuánto sufro! La brutal enfermedad me devora de nuevo. ¡Hay! EL ANCIANO. - ¿No te adverţi cuánta era la conveniencia de guardar silencio y no ahuyentarle el sueño de los ojos?

Hil-lo.—No sé cómo aguantar la desgracia que estoy viendo.

Hércules.—Oh pedestal de los altares cereos, qué.. pago has dado a este infeliz por tan excelsos sacrificios! ¡Oh Júpiter, qué afrenta más atroz me has inferido; y tal, que yo, pobre de mí, no merecia haber visto con mis ojos esta insanable eflorescencia de los humores en que ine hallot Pues aqué encantador, quien que practique el arte de curar, podrá aliviarme de esta enfermedad, si no es Júpiter? Milagro seria si viera esto, aunque tarde. ¡Ah, ah! Dejadme, dejad descansar a este malhadado; dejad que por última vez se daerma. ¿Dónde me tocas? ¿Hacia dónde me inclinas? Me matas, me matas, Recrudeces el mal que dormia. Me ataca, tototoi; me invade de nuevo. ¿Dónde estáis, ¡oh vosotros!, los más pérfidos malhechores de la Grecia, por quienes yo tantas veces he ido errante como un ganapån, limpiando de monstruos el mar y todos los bosques, si ahora que asi estoy sufriendo no hay ni uno que me traiga fuego o una espada que me ayude, jah, ah!, ni quien viniendo aqui qulera arrancar la cabeza de este odioso cuerpo? ¡Huy, huy! EL ANCIANO. - ¡Oh hijo de este héroe! La obra ésta exige más que lo que puede mi fuerza; ayúdame, que tu vista mejor que la mia puede cuidarle.

Hil-lo.—Ya lo asgo; pero remedio que le mitiguo la pena de sus dolores, ni en mi ni en éstos es posible encontrar: de tal modo lo ha dispuesto Júpiter.

Hércules.—¡Oh hijo!, ¿dónde estás? Por aqui, por aqui, coge para levantarne. ¡Ayay! ¡Oh demonio! Me asalta de nuevo, me asalta, la odiosa que me mata, terrible y feroz dolencia. ¡Oh Minerva, Minerval, de nuevo me atormenta. Ay hijo!, compadecete de tu padre; sin temor a reproche alguno, saca tu espada, hiéreme por debajo de la clavicula; cúrame el dolor con que me enrabió tu impia madre, a la cual ojalá viera caer lo mismo que yo; asi, lo mismo; como me ha matado. ¡Oh dulce Plutón! Oh hermano de Júpitor! Adormece, adormece a este desdichado, matándolo con rápida muerte.

Coro.—Me horrorizo, ¡oh amigos!, al oir los sufrimientos del rey, que tan tremendos deben ser, cuando él, siendo. quien es, no puede con ellos.

Hércules.—¡Oh! Muchos trabajos, en verdad atrevidos e increibles, con mis manos y mis hombros he aguantado yo; pero ni la esposa de Júpiter ni el odio80 Euristeo me los impusieron nunca talos cual éste que la engañosa hija de Eneo echó sobre mis hombros con esta túnica tejida por las Furias, en que me muero; porque adherida a mis costados-me corroe todas las carnes, y penetrando en las vísceras nie sorbe las venas, de las cuales se ha chupado ya la fresca, sangre, dojándome paralizado todo el cuerpo cou este inisterioso les, ni el ejército de gigantes que de la Tierra nació, ni la fuerza de las fieras, ni la Grecia, ni los pueblos bárbaros, ni ninguno de los lugares de la tierra que visits en mi labor purificadora, pudieron hacer jamás, una mujer - bembra tenia que ser, no varón – Bola y sin espada me domino. ¡Oh hijo!, muéstrate como hijo engendrado por mi de verdad, y no respetes nunca jamás el nombre de tu madre. Saca de casa agarrando con tus propias inanos a la que te ha parido, y ponla en las mias, para que yo vea bien si sientes más mi dolor que el de ella, al ver su cuerpo ajado y maltratado como se merece. Anda, ¡oh hijo!, ten valor. Compadécete de mi, que digno de lástima soy; pues como si fuera una muchacha, aprieto los dientes llorando, cosa que nadie podrá decir jamás que haya visto hacer antes a este hombre; porque siempre soporte todos los males sin lanzar un gomido; y ahora, habiendo sido tal, me veo convertido en una hembra infeliz, Aproximate ahora a mi; ponte cerca de tu padre y contempla lo que me hace sufrir esta calamidad, que te la mostraré al descubierto. Mira, contemplad todos este desdichado cuerpo; mirad a este infeliz; cuán lastimosamente estoy. Ayay! ¡Ah pobre de mi! Toma fuerza de nuevo el espasmo de este mal; me traspasa las entrañas, y parece que ni descansar quiere dejarme la cruel y devoradora enfermedad. ¡Oh rey del infierno, recibeme! ¡Oh rayo de Jupiter, hiéreme! Lánzalo, ¡oh rey!; dispara contra mi, padre, el arma de tu rayo. Me devora, pues, de nuevo, se recrudoce, me acomete. ¡Oh manos, manos! ¡Oh espalda y pechos! ¡Oh brazos miosi Sois vosotros aquellos que en otro tiempo al habitante de Nemea, al león que arruinaba a los vaqueros, bestia terrible y formidable, mataisteis con vuestro brlo, y también a la hidra de Lerna y al horrible ejército de centauros, entes de dos naturalezas que avanzaban, siendo a la vez hom. bre y caballo, insolentes, sin ley y orgullosos de su fuerza? ¿Y a la fiera de Erimanto y al tricipite perro del subterránco infierno, monstruo invencible que nació de la terrible Equidna, y al dragón que guardaba las manzanas de oro en los últimos confines del orbe? A otras innumerables empresas met lancé y nadie levantó trofeo triunfando de mí. Pero ahora, asi, sia poder valer. me de mis miembros y destrozado, por esta incļrable enfermedad, soy maltratado infelizmente, yo, el renombrado hijo de tan excelsa madre, el celebrado hijo del rey del cielo, Júpiter. Pero old bien lo que os digo: que aunque nada soy y aunque no puedo andar, he de matar a la culpable de esto con mis propias manos. Que se acerque aquí solamente, para que, siendo castigada; pueda decir a todos que yo, viviendo y muriendo, he dado su merecido a los malvados.

Coro.—Oh desdichada Grecia! ¡Cuántos vejámenes veo que has de sufrir, si de este hombre quedas privada!

Hil-lo.—Ya que me permites que to hable, ioh padre!, óyome en silencio, aunque estés sufriendo; pues te pediré lo que es justo obtenga de ti. Déjate llevar de mí, pero no con tanta ira como te corroe el ánimo; porque si no, no podrás saber de qué deseas alegrarte y de que te afliges sin razón.

Hércules.—Di lo que quieras y acaba, que yo en mi-dolor nada comprendo de esas retóricas con que me hablas.

Hil-lo.—De mi madre, vengo a decirte en qué estado se encuentra y cómo se equivocó contra su volentad.

Hércules.—¡Oh pérfido! ¿Y de nuevo haces men. i ción de tu parricida madre, como si yo tuviera que ese cucharte?

Hil-lo.—La cosa está de manera que yo no debo callarla.

Hércules.—En verdad que no, por las faltas que antes cometió.

Hil-lo.—Ni tampoco por las que ha cometido abora, debes añadir.

Hércules.—Habla; pero ten cuidado de no mostrarte como mal hijo.

Hil-lo.—Digo que ha muerto, hace poco herida.

Hércules.—¿Por quién? Me anuncias un prodigio en medio de mi desgracia.

Hil-lo.—Ella se hirió por sí misma; no por ningún otro.

Hércules.—¡Ay de mi! Antes de morir a mis manos, como debia de ser!

Hil-lo.—Y tu furor se aplacaria si lo supieras todo.

Hércules.—Con hábil discurso empiezas; pero habla según tu parecer.

Hil-lo.—En una palabra: pecó queriendo hacer bien.

Hércules.—į Bien, malvado, matando a tu padre deseaba hacer?

Hil-lo.—Se equivocó, creyendo ganarte con un filtro amoroso, cuando vió en casa a la nueva desposada.

Hércules.—¿Y quién es ese tan gran encantador entre los traquinios?

Hil-lo.—Neso, el centauro, le dijo hace tiempo que con tal filtro te encendería en amor.

Hércules.—: -¡Huy, buy! ¡Desdichado, me muero, infeliz de mil Estoy perdido, perezco, ya se acaba mi vida, ¡Ay de mi! Ya comprendo la desgracia en que me hallo. Anda, ¡oh hijo!, que ya te quedas sin padre. Le ma a todos mis hijos y hermanos tuyos; llama a la in.

fortunada Alcumena, que inútilmente se llama concubina de Júpiter, para que olgáis la última predicción que de mi han dado los oráculos, tal como yo la sė.

Hil-lo.—. Pero tu madre no está aqui, sino en la ribereña Tirinto, donde tiene su residencia; y de tus hijos, unos los tiene ella para criarlos, y los otros has de saber que habitan en la ciudad de Tebas. Pero yo que aqui estoy, si es preciso hacer algo, lo haré en seguida que lo oiga, padre.

Hércules.—Escucha, pues, el asunto, que ya hus llegado a tiempo de demostrar que tal eres que no en vano te llamas mi hijo. A mi me fué anunciado por mi padre, hace ya tiempo, que no me mataria ningún hombre viviente; pero si quien, muerto ya; fuese habitante del infierno; por lo tanto, éste es el fiero centauro, según la predicción divina; asi, a mi vivo, mo ha matado él después de muerto. Te manifestare además, porque convienen con esto, otros recientes oráculos que son confirmación de los antiguos, y los cuales yo, al entrar en el bosque de los montañeses, selos (1) que duermen en el suelo, escribi en mis tablitas, tomándolos de la paterna y poliglota encina, la cual me dijo que en el tiempo de mi vida en que ahora me hallo, llegaria la solución de los trabajos que sobre mi pesaban. Creia yo que en adelante viviria ya sin penas; pero ello no significaba otra cosa sino que habia de morir, pues para los muertos ningún trabajo existe. Cuando esto se ve, pues, tan claramente, es preciso, bijo, que vengas en ayuda de tu padre, y no toleres que mi lengua se exacerbe; sino que ayudame de buen grado, teniendo por suprema norma el obedecer a tu padre. (1) Seloa, sacerdotes de Júpiter en Dodona, o antiguos habi. tentes de Dodona, I HL-LO.-Pues, ¡oh padre!, me conturbo de verdad al llegar a pensar en lo que me estás diciendo; pero obedeceré lo que mandes.

Hércules.—Alárgame tu mano derecha primeramente.

Hil-lo.—¿Por qué me exiges tan gran garantia de fidelidad?

Hércules.—¿No la alargarás en seguida, y no me desobedecerås?

Hil-lo.—Ahi te l& alargo, y en nada te contradeciré.

Hércules.—Jura, pues, por la cabeza de Júpiter que me engendró.

Hil-lo.—¿Qué es lo que he de hacer y lo que he jurar?

Hércules.—Que la cosa que te diga, la cumplirás.

Hil-lo.—Juro yo, tomando a Júpiter por testigo.

Hércules.—Y si no cumples el juramento, pide que la desgracia caiga sobre ti.

Hil-lo.—No hay temor de que caiga, pues lo cumplire; pero lo pido, sin embargo.

Hércules.—¿Conoces tú la elevadisima cima del Eta, consagrada a Júpiter?

Hil-lo.—La conozco; como que muchos sacrificios he celebrado en ella.

Hércules.—Alli, pues, es preciso que transportes mi cuerpo tú mismo, con tus propias manos y con los amigos que necesites; y después de podar el abundante bosque de encidas de profundas raices y cortar a la vez gran cantidad de olivos silvestres machos, pon encima mi cuerpo y prende fuego con la llama de encendido pino. De llanto no te salga ninguna lágrima, sino hazlo todo sin gemidos y sin lloros, si es que eres hijo de este hombro; que si no, soré yo siempre, aun cuando esté en el infierno, quien te maldiga y pese sobře ti, Hil-lo.—Ay de mi! ¡Padre! ¿Qué dices? ¿Qué cosas me mandas?

Hércules.—Las que se debe hacer; y si no, es hijo de otro cualquier padre, y no te llamos ya mio.

Hil-lo.—¡Ay de mi, segunda vex! ¡A qué cosas me incitas, padre: a que sea tu asesino y manche mis menos con tu muerte!

Hércules.—No te ineito a eso yo, sino que te tengo por medicina y único médico de los dolores que sufro.

Hil-lo.—¿Y cómo quemando tu cuerpo podró curarlo?

Hércules.—Si sientes horror a esto, haz todo lo demás.

Hil-lo.—De llevarte, en verdad, no tengo dificultad.

Hércules.—¿Y en el arreglo de la pira, como te he dicho?

Hil-lo.—Mientras yo no la encienda con mis manos; pero todo lo demás lo haré y no me cansará el trabajo.

Hércules.—Pues basta ya de esto. Añade una pequeña gracia a estas tan grandes que me concedes.

Hil-lo.—Y aunque sea muy grande, se concederá.

Hércules.—A la hija de Eurito, econoces ya & esa muchacha? HIL·LO. - A Yola te refieres, según conjeturo.

Hércules.—La conoces; esto, pues, te encargo, hijo. A ella, una vez muerto yo, si quieres serme piadoso, acordándote de los juramentos que a tu padre has hecho, tonala por esposa y no desobedezcas al padre; que ningún otro hombre, sino tú, posea jamás a la misma que ha estado reclinada conmigo, a mi mismo lado, sino tú solo, ¡oh hijo!, procura tomarla en tu fecho. Créeme; pues habiéndome obedecido en lo más importante, el desobedecerme en lo pequeño destruye la primera gracia, Hil-lo.—¡Ay de mi! Irritarse contra un enfermo, malo ea; pero quién toleraria ver pousar asi a uno que esté en su cabal sentido?

Hércules.—¿Que no quieres hacer nada de lo que to digo, murmuras?

Hil-lo.—Pero ¿quién jamás a esa, que es la única causante de la muerte de mi madre y de que tá te encuentres como te encuentras, quién que no esté atacado por las Furias, podrá querer eso? Mejor para mi, ¡oh padrel, es morir, que tener que vivir en compañía de aquellos a quienes odio.

Hércules.—Esto hombre, a lo que parece, no quiere otorgarme lo que me debe en el momento en que muero; pero la maldición de los dioses pesará sobre ti si desobedeces mis mandatos.

Hil-lo.—¡Ay de mi! Pronto, según parece, diras que te ataca el mal.

Hércules.—Porque tú me excitas el dolor que está adormecido.

Hil-lo.—¡Pobre de mil, que en asunto tan importante dudoso estoy.

Hércules.—Porque no te dignas obedecer a tu padre.

Hil-lo.—Pero es que me ordenas que sea impio, padre.

Hércules.—No hay impiedad si complaces a mi corazón.

Hil-lo.—Lo que me mandas hacer, ces justo de todos modos?

Hércules.—Sí; y como a testigos de ello invoco a los dioses.

Hil-lo.—Pues lo haré; no rehusaré lo que me man. das, que pongo ante los dioses, porque jamás podré parecer malo obedeciéndote, padre.

Hércules.—Bien terminas; y a estas gracias añade otra pequeña, ¡oh hijo!; y es que me pongas en la pira antes de que me acometa la convulsión o algún arrebato. Ea!, apresuraos, levantadme. Este roposo del dolor es el término final de este hombre.

Hil-lo.—Pues nada impide que te complazcamos en esto, ya que lo mandas y nos obligas, padre.

Hércules.—Ea, pues; antes de que se renueve el dolor, ¡oh alma endurecida!, tascando duro freno de acero, cesa de lamentarte, como si agradablemente verificases una obra contra tu voluntad.

Hil-lo.—Levantad, compañeros, compadeciéndome en gran manera por estas cosas, al par que reconociendo la inflexible dureza de los dioses que tales hechos consienten; porque habiéndole engendrado y llamándose sus padres, contemplan tales sufrimientos. Pues lo que ha de venir nadie lo sabe; pero lo presente muy triste es para mi, vergonzoso para ellos y dificil de aguantar, más que a 'nadie, al que tal calamidad soporta. No te quedes tú, muchacha, en casa, ya que has visto las tremendas y recientes muertes y las grandes calamidades que por primera vez experimentas, de todas las cuales no hay otro autor sino Júpiter.