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Los dos memoriales

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Los dos memoriales
de Fernán Caballero


En una de las humildes casas cobijadas por techos de anea o chamiza, de los que en casi su totalidad se compone el pueblo de Dos Hermanas, estaba, a fines del verano de 1862, una anciana, en cuyo expresivo rostro se pintaba la aflicción y la angustia, ocupada en reunir unas sillas bastas, unos cuadritos y otros enseres de poco valor, pero de gran precio para su dueña, pues constituían todo su ajuar.

-¿Qué está usted haciendo, tía Manuela? -la preguntó otra mujer joven y alta, cuyas ropas raídas demostraban suma pobreza, y cuyo semblante abatido atestiguaba también en ella pesares-. ¿Se va usted a mudar?

-Yo, no, Josefa, hija -contestó la anciana-, pero voy a mudar mi ajuar. Arrepara el techo de mi casa, que se ha vencido y está para desplomarse, por lo que voy a pedirle a Rosalía que me recoja estos chismes en su casa.

Yo ayudaré a usted a mudarlos -repuso la joven, y cargando con parte del ajuar, precedida por la dueña, que llevaba lo restante, atravesaron la calle y entraron en la casa de la indicada vecina.

-¿Qué es esto, tía Manuela? -exclamó ésta al verla entrar-. ¿La echan a usted de su casa?

-Sí, hija -contestó la interpelada-; me echan y con cajas destempladas, esas nubes, que si les da gana de descargar, van a hacer de mi casa un lodazal, pues el techo, que es más viejo que yo, se ha vencido y está hecho una criba. Quiero, al menos, resguardar mi ajuar, y para eso déjame, hija, que lo meta en tu sobrado, y Dios te premiará la buena obra.

-Sí, señora, con mil amores; pero usted, ¿qué se va a hacer sin su ajuar?

-No lo sé, hija; pero como tenerlo en casa es lo mismo que tenerlo en la calle, preciso era buscar donde cobijarlo.

-El caso es, tía Manuela, que si usted no ve de componer el techo de su casa, se le va a desplomar a las primeras aguas de la otoñada, y ya no será mojados, sino aplastados, como van ustedes a hallarse.

-Hija, ¿y qué le hago? Mi Juan, que no sabe techar, no puede componerlo; tendríamos que pagar a un techador y comprar la chamiza, por la que piden a treinta reales la carretada; te harás, pues, los cargos, que estando mi Juan viejo y con un bulto entre las costillas, no pudiendo ganar ni para pan, ¿de dónde habíamos de sacar esos gastos? Ya me se previene que nos vamos a quedar sin casa, porque la nuestra se va a hacer alberca. ¡Ay mi casita! ¡Mala es, pero me estaba mirando en ella como en un espejo!

En ella murieron mis padres y han nacido mis hijos, y fuera de ella, Rosalía, te digo mi verdad, que no me hallaría ni en un palacio. La tengo de abolengo, y conocida es por la casa de los Ortegas ende abinicio.

En ella lo he pasado tan retebién, pues además de ser mi Juan un trabajador de los de punta y ser en mi casa el jornal seguro como el sol de Dios, ha sido mi Juan la flor y nata de los hombres de bien, y me ha dado buena vida. Sembrábamos la hacecita de tierra suya, y hogaño se queda vacía por no poder menear la simiente ni él trabajarla. ¡Mira si caben más desdichas!

Y rápidas unas tras otras, como vierten nubes de tormenta las suyas, corrían lágrimas por las escuálidas y atezadas mejillas de la pobre anciana.

-Tía Manuela -dijo la mujer joven que le había ayudado a mudar su ajuar-, vamos, que las desdichas mías no se quedan atrás. Usted tiene a sus hijas casadas y establecidas, y aunque pobres, mientras trabajar puedan, no le ha de faltar a usted y a su padre el pan; pero yo, que tengo a mis niñas chicas y a mi marido desde tres meses con tercianas, sin tener para que duerman mis hijitas más que el suelo pelado, sin una mala manta con que abrigarles, de manera que de arrecidas me se van a morir en diciendo el frío: ¡aquí estoy!

-¿Cómo es eso, mujer? ¿Pues qué, tu marido no lo ganaba antes que le acometiesen las malvadas tercianas?

-Sí, señora, tía Manuela, y su jergoncito, sus almohadas, sábanas y manta tenían mis niñas; pero mi suegro, que era viudo, vino malo del campo, ¿y dónde había de parar sino en casa de su hijo? En la cama de mis niñas pasó la enfermedad, que fueron unas postemas y unas pútridas que se lo llevaron, y después dijo el médico que la cama, las ropas y cuanto le había servido se quemase, porque aquella enfermedad era muy mala y muy pegajosa; así es que duermen mis niñas en el santo suelo, sin que tenga yo para cobijarlas ni la manta de su padre, porque cuanto teníamos vendimos para sostenerle al suyo la enfermedad, y ustedes me dirán qué va a ser de esas niñas en llegando el invierno. ¡Mire usted, tía Manuela, que lo que a mí me pasa salta a los ojos y me echa un dogal al cuello!

-Ya se ve, hija, ya se ve que cuando Dios extiende su mano a todas partes alcanza. ¡Lo que es a mí lo que más me ahoga es el que cuantito caiga el primer chaparrón se va a hacer mi casa una laguna, y mi Juan, al que dañan mucho las mojadas, y que está tan abajo y tan paecido, me se va a morir.

Y la infeliz se echó a llorar amargamente.

-Vaya, tía Manuela -le dijo compadecida la vecina-, no pierda usted las esperanzas; las esperanzas son puntales, y en faltando éstas, nos desplomamos nosotras, y se acabó. Las esperanzas dan cuerda al reloj de la vida; sin ellas se queda parado y se muere el corazón, y no permita su Divina Majestad que se nos muera el corazón, que entonces somos perdidos.

La interpelada era mujer de gran talento natural y de genial vivo y alegre, que son tan frecuentes en Andalucía; así es que contestó:

-Bien sabes, Rosalía, que si puntales hallase, ya se los hubiese yo puesto a mis esperanzas, que decía mi madre (que de Dios goce) que en día de Carnestolendas nací yo, y riendo en lugar de llorando, y así no soy yo de las que se atolluncan; pero si ni aun puntales de palo tengo para apuntalar el techo de mi casa, ¿cómo los había de tener de esperanzas para apuntalar mi desdicha?

-Ni yo -añadió Josefa.

-¿Y os parecen a vosotras pocos puntales las esperanzas en Dios?

-¿En que hiciera un milagro, que es la sola manera de remediarnos? -repuso Josefa- ¿Y acaso lo había de hacer su Divina Majestad?

-¿Y quién te dice que no? ¿No los hace acaso todos los días? Yo he visto llover los milagros en mi casa; pero sin fe no hay milagros, sin pedirlos no hay socorro; asina no desconsolarse, que Dios está siempre en el mismo lugar. ¿Os vais vosotras a parecer, a la gente del día, que dice que no hay milagros?

-¡Jesús, Rosalía; no lo permita su Divina Majestad! -exclamó la tía Manuela-. Milagros, que son la patente intervención de Dios en las cosas de los hombres, ¿no los habíamos de creer? Tanto valía negar a Dios que negarle su poder y su voluntad. Lo que quería decir Josefa es que acá no merecemos que por nosotras los haga el Señor.

-Por esa desconfianza, puede ser, que de otra suerte, para obtener los favores de Dios, basta ser humilde y pedírselos con fe y amor; dice el Señor: «Ayúdate, que yo te ayudaré.»

-¿Qué más quisiera el ciego que ver? ¿Qué más quisiera yo que ayudarme? ¿Pero cómo?

Rosalía se quedó un momento pensativa, y dijo después:

-Ya saben ustedes que la reina está en Sevilla, y que después de la del cielo es la de España la reina más misericordiosa que ha habido ni habrá, así como, después de la de Dios, es Isabel II la providencia de España. Háganle ustedes un memorial en que le pidan que las socorra en tamaña necesidad.

-Mujer, no lo has pensado malamente -dijo la tía Manuela, cuyas lágrimas, como las de los niños, se secaron instantáneamente-; me has dado un puntal: mira qué presto se lo pongo a mis esperanzas.

-Pero falta el milagro -añadió sin salir de su abatimiento Josefa-, y no dejaría de serlo el que su real majestad hiciese caso de nuestros memoriales. Vamos, eso es un sinfundo, si los hay. Decía el ordinario anoche, cuando llegó de Sevilla, que a cientos y miles se los entregaban a su real majestad, y siendo éstos sin cuento, ¿acaso podría la reina satisfacer tanto pedido? Eso sólo Dios lo podría.

-No le hace; yo voy a presentarle un memorial.

-Eso es que cuenta usted con el milagro -dijo con triste amargura Josefa.

-No, hija -repuso la triste anciana-; no cuento con el milagro; pero acaso podría esperar en él, que ese puntal, ya que a manos me se viene, lo quiero aprovechar. Mira, Josefa, mañana nos vamos a Sevilla, y de camino vemos los festejos, los arcos, los adornos que allí han hecho, que dicen que desde que el mundo es mundo no se ha visto cosa igual. Buscamos un memorialista que nos haga el memorial, nos ponemos a la verita del coche, mas que nos atropellen los caballos y nos estrujen las gentes, y se lo damos a su real majestad.

-Las cosas de usted -repuso Josefa-, que todo lo allana sobre la marcha como plancha caliente. Los memoriales se hacen sobre papel de sello, señora, y cuesta dos cuartos la hoja; al memorialista es menester pagarle su trabajo, y ni usted ni yo tenemos un cuarto; nada, tía Manuela, donde no hay harina todo es mohína.

La cara de la tía Manuela, que se había animado con un rayo de esperanza, tornose a abatir, como la rama del sauce llorón, a quien por un momento alzara y diera movimiento una pasajera ráfaga de aire.

-¡El gozo en el pozo! -exclamó tristemente-, pues no tengo los dos cuartos para mercar el papel, que en cuanto a quien me escriba, conozco en Sevilla al mozo de una casa en la que sirvió mi hija antes de casarse, el que tiene una letra como un maestro de escuela, y ése nos los escribiría.

-Pues en ese caso -dijo la vecina sacando de su bolsillo dos monedas de dos cuartos-, poco dinero tengo, pero les emprestaré estas dos motas para ayudarles a poner un puntal a sus esperanzas. Si algo alcanzan ustedes, me lo pagarán, y si no, perdono la deuda.

-Dios te lo premie y te dé la gloria, que la merece tu buena obra, tanto más meritoria cuanto que va a servir para un por si acaso de los más aventurados; pero bien dice el que dijo que quien no se arriesga no pasa la mar; asina, Josefa, aprevente, que mañana nos vamos un pie tras otro a Sevilla.

No hay que extrañarse de que la vecina prestase esa pequeña cantidad a dos pobres más necesitadas que ella. Lo que sí hay que admirar en estas pobres aldeas, compuestas en su casi totalidad de braceros, cómo el que está algo más desahogado fía al necesitado en las épocas en que le falta el trabajo, si bien no metálico, de que él mismo carece, trigo, semillas, aceite, esto es, substancias alimenticias. Como es de suponer, entre gentes que no saben escribir, no median contratos ni recibos; entre la caridad y la gratitud no media más que la buena fe, por lo que estas tan generales deudas nunca se han visto negadas ni desatendidas.

Seis días después de la precedente escena estaba la tía Manuela parada ante la puerta de su casa, hablando con Josefa, cuando pasó un hombre bastante bien portado, al que dijo con tristeza la tía Manuela:

-¿Conque, Miguel, se fueron los reyes?

-Ayer -respondió el hombre-; yo los vide entrar en el coche real del ferrocarril, y cuenta que si los pude ver es porque cuando serví al rey era granadero, y porque en la estación cogí sitio ende temprano. ¡Qué de almas, María Santísima! ¡Si parecía que las cuatro provincias de Andalucía se habían apiñado allí! Vide despedirse a las dos hermanas reales, que abrazadas lloraban por su cara abajo; tía Manuela, ya ve usted cómo también los reyes lloran.

-¡Si son hijos de Adán, Miguel, y con el pecado de aquél entraron en el mundo las lágrimas que nos dejó por herencia en este valle que de ellas toma el nombre!

-Al ver a nuestra reina y a nuestra infanta tan queridas llorar, todo el mundo lloraba, y yo sentí que algo me corría por la cara; me eché mano, tía Manuela... ¡pues no estaba yo llorando!.

-Y yo también, Miguel, de oírtelo referir -repuso la tía Manuela, secándose las lágrimas con un pico de su delantal-. ¡Qué dolor, qué dolor de ver llorar a la reina de mi corazón y de mi alma, y a esa infanta bendita que con su esposo han hecho en San Telmo de los jardines un paraíso y del palacio un santuario! ¡Y habría llorado también, Miguel, porque ese malvado ferrocarril se llevaba con mis reyes mis esperanzas!

-Y las mías, aunque eran pocas -añadió Josefa.

-¿Que se llevaba las esperanzas de ustedes? -dijo admirado el hombre. Pues qué, ¿las tenían ustedes puestas en la reina?

-Sí, porque yo y tía Manuela le habíamos hecho un memorial para que nos socorriese.

-Qué,¿tan necesitada estás, Josefa? Pues denantes estabas descansadita.

-¡Denantes! -respondió Josefa-, denantes me vivían mis padres; pero ende que me faltó mi madre me han llovido desdichas y no tengo arrimo ni calor de nadie; asina es que dice bien el cante:

Murió mi madre, ¡ay de mí!
Ya entraron mis amarguras;
ninguno diga que es pobre
mientras su madre le dura.

Mira, tú, que tengo a mi Pedro hace tres meses con tercianas, y a mis niñas durmiendo en el suelo pelado, y el invierno que ya asoma.

-¿Y quién entregó esos memoriales? -preguntó el hombre. ¿Vosotras?

-No, porque aunque esa intención llevábamos -contestó la tía Manuela-, y nos pusimos a esperar a su real majestad en una calle por la que dijeron había de transitar, cuando llegó a pasar, tan hermosísima, tan bien puesta, que parecía una imagen, tan respetuosa a la par de tan hermosa, pasando despacito por no atropellar a nadie, por el apiñado gentío que la rodea por doquiera que va, sacando del coche un brazo más blanco y más torneado que si lo hubiesen hecho de marfil, para recoger los memoriales, nos quedamos entrambas tan admiradas, tan extáticas, tan cuajadas, que ni el viva que rebosaba en nuestro corazón pudimos echar al aire; cuando miramos por nosotras, ya había pasado, ya iba lejos aquel hermoso coche que se llevaba nuestra reina, nuestro corazón y nuestras esperanzas, ¡y sólo nos quedaban lágrimas en nuestros ojos y en nuestras manos los memoriales!

-¡Por vía de Chápiro Valillo! -exclamó Miguel-. ¡Quién había de creer que se atollancasen ustedes tanto, usted, tía Manuela, que es más viva que un ajo, que tiene la lengua expedita y bueno el pronunciado, y hasta coplera es!

-Pues ahí verás, hijo mio, cómo impone la real majestad, que me se apagó el candil, me se anudó la garganta, y ni un viva le pude dar a mi reina, lo que me ha de pesar mientras coma pan.

-Y ¿quién les hizo a ustedes los memoriales?

-Un mozo de casa que escribe que ni imprentado.

-La cuenta de la plaza será -opinó Miguel-; ¡pero un memorial a la reina!... ¡Bueno estaría, y más si el mozo era farruco!

-Pues, sí, señor, que iba bueno, que yo se lo fui anotando.

-Y ¿qué la decía usted en el memorial a la reina, tía Manuela? ¿Acaso que le comprase la chamiza para la techa?

-Pues, sí, señor.

Su interlocutor soltó una carcajada, y preguntó:

-Y Josefa, ¿qué pedía en el suyo? ¿Que le comprase su real majestad un jergón en que dormir sus niñas?

-Pues, sí, señor.

Su interlocutor volvió a reírse más estrepitosamente todavía.

-Hombre -le dijo con impaciencia la tía Manuela-, ¿y qué querías que pidiese yo a la reina, que fuese el pedido digno de su real majestad? ¿Una encomienda? Ni me la hubiese dado, ni yo para maldita la cosa la necesito... ¿Qué querías?

-Que no hubiese usted pedido náa, haciéndose los cargos, que por más que se levante el polvo de la tierra no llega al sol; ¡qué al sol! ni a los luceros y estrellitas que lo rodean, que se encaraman más alto que él; así se hubiese usted ahorrado el viaje y su memorial, y no estaría ahora llorando sus esperanzas perdidas. ¿Acaso no sabe usted la copla?

Son nuestras esperanzas
flor sin raíces,
que se las lleva el viento
antes de abrirse.
Y es culpa nuestra,
por sembrarlas al aire
y no en maceta.

-¡Pues otras han alcanzado, Miguel! Pero bien me se previene que en un lugar no todos pueden vivir en la plaza.

-En cuanto a mí -añadió Josefa-, yo y mi Pedro somos tan desgraciados, que si él hubiese sido sombrerero habían de haber nacido los niños sin cabeza.

-Pero vamos a ver, que tengo curiosidad -dijo Miguel-. ¿Qué era lo que rezaba el memorial de usted, tía Manuela, y cómo le pedía usted chamiza a su real majestad?

-Toma, muy clarito y sin circunloquios, como se lo pido a Dios. ¿Pues no le está pareciendo a este hombre, que lo echa de sabido, un desacato el pedirle la chamiza que necesito a la reina? Decía el memorial asina: «Señora, a los pies de vuestra real majestad se postra una infeliz anciana que va a quedar a la inclemencia del cielo por derrumbarse el techo de su casa. Deme vuestra real majestad, que se complace en llamarse madre de los españoles, la chamiza para techar mi casa y cobijarme, y Dios en cambio cobijará a vuestro trono, a vuestra real majestad y sus augustos esposo e hijos con su santísima bendición.»

-¿Y el de Josefa? -preguntó Miguel.

-Decía asina -prosiguió la anciana-: «Señora, a las plantas de vuestra real majestad se postra una madre desdichada que tiene a las hijas de su alma durmiendo en el suelo y sin abrigo. Deles vuestra real majestad un jergón, y hará una obra de caridad de las grandes. Humilde es mi petición, reina y señora, pero más humilde es la de los pájaros, y Dios la atiende.»

-Lo que es de largas no pecan -opinó Miguel-, pero sí de gansas, que lo son como pajares, y de atrevidas, que lo son como gorriones. Por suerte, que no llegaron ustedes a entregarlas y no las habrá visto la reina.

-Pues, Miguel, yo había esperado que sí, porque en vista que no habíamos podido ponerlos en manos de su real majestad, nos fuimos en casa de una señora que yo conozco, y donde paraba un usía muy considerable de la comitiva real, y le dije que por el amor de Dios y de María Santísima se los entregase y se empeñase con él para que se los presentase a su real majestad de parte de Manuela Ortega y de Pepa Monje, de Dos Hermanas. La señora lo prometió, pero por lo visto no lo ha cumplido.

-O el usía no querría entregar a su real majestad semejantes marmojos -dijo Miguel.

-Eso será -repuso la tía Manuela-; porque mira, Miguel, gansos no, tan cierta estoy de que si nuestra reina los hubiese visto nos socorre, como cierta estoy que nos alumbra el sol.

-Tía Manuela -le dijo Juana-, para que hubiesen llegado a manos de la reina, era menester un milagro, y Dios no ha querido hacerlo, ¡Cómo ha de ser, paciencia! ¡Ay, mis pobres niñas!

-Tía Manuela -dijo una mujer-, en busca de usted venía, de parte del señor cura, para que vaya usted allá.

-Eso será para aljofifar la iglesia, que entonces siempre se acuerda su mercé de mí. ¡Dios se lo premie! Ya ves, Miguel -añadió enjugando sus lágrimas-, que si una puerta se cierra otra se abre, y que Dios no le falta a nadie.

-Tía Manuela, voy con usted a ver si el señor cura quiere que ayude a usted en la faena -dijo Josefa.

-Sí, vente, mujer, que yo también se lo pediré. Miguel, con Dios, hasta más ver.

-Yo voy para allá también, que llevo a su mercé un encargo que me hizo ayer.

Los tres echaron a andar apresuradamente, y llegaron en breve a la casa del cura.

-Dios guarde a su mercé, señor cura -dijo al entrar la tía Manuela-. Pepa Monje viene conmigo a pedir a su mercé que sea ella la que me ayude a aljofifar la iglesia.

-No se trata de limpiar la iglesia -contestó el cura.

-¿No? -exclamó tristemente sorprendida la tía Manuela-. Pues entonces, ¿a qué me ha mandado llamar su mercé!

-Has hecho un memorial a la reina -dijo el cura-, ¿no es eso?

-Sí, señor -contestó la pobre mujer aturrullada-; eso no es malo, ni está prohibido, ¿no es así, señor cura?

-No, mujer, no; y si te llamo es para entregarte la contestación de la reina. De parte de nuestra benéfica soberana tienes aquí, no sólo para techar tu casa, que ya sé que es tu primera necesidad, sino con qué costear la siembra de tu haza.

Y el cura puso unas monedas de oro en las manos de la anciana.

Ésta, al ver el oro, se puso fría, pálida y parada; después encendida, agitada y temblorosa, y acabó por prorrumpir en un copioso llanto, gritando:

-¡Dios hizo el milagro! ¡Bendita sea la fe! ¡Yo puse los medios, bendita sea la esperanza! ¡La reina fue el intermedio de Dios, bendita sea la caridad! ¡Bendecido sea Dios! ¡Bendecida sea la reina!

El cura había entrado en un cuarto y salió de él con un abultado lío.

-Y tú -dijo presentándoselo a Josefa- aquí tienes, por respuesta a tu memorial, las ropas y abrigos de una cama completa, y además este dinero -añadió entregándoselo- con qué remediarte.

-¡Hijas de mi alma! -exclamó Josefa estrechando el abultado lío contra su pecho- ¡Hijas de mi alma, que ya no llorarán de frío, y van a dormir abrigadas y en blando como princesas, rogando a Dios cada noche por la reina de España, la reina de todas las reinas, misericordiosa como el sol, que a todos los alumbra y da su calor!

La tía Manuela, que se había repuesto algún tanto del pasmo y turbación que le habían causado la sorpresa y el júbilo, reía, lloraba, daba vueltas, alzaba sus manos cruzadas al cielo, y era la imagen más caracterizada de la alegría, de la gratitud y del entusiasmo.

-Tía Manuela -le dijo zumbonamente Miguel-, usted, que es coplera, ¿cómo no le saca usted un trovo a la reina, que a pesar de las sandeces de su memorial la ha socorrido como reina y madre?

Inmediatamente, y con los ojos brillantes por su felicidad, improvisó la tía Manuela:


Le doy el viva a Isabel, 
le doy el viva a mi reina, 
la generosa señora 
que me ha sacado de penas. 

Dios le conserve su vida 
y la colme de favores, 
porque gasta sus tesoros 
en socorrer a los pobres. 

He de pelar mis rodillas 
al pie de nuestros altares, 
pidiéndole a Dios que guarde 
y premie a sus majestades.