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Los miserables (Labaila tr.)/III.8.2

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Los Miserables
Tercera parte: "Marius"
Libro octavo: "El mal pobre"
Capítulo II: Una rosa en la miseria

de Víctor Hugo

Ante él se encontraba una muchacha flaca, descolorida, descarnada; no tenía más que una mala camisa y un vestido sobre su helada y temblorosa desnudez; las manos rojas, la boca entreabierta y desfigurada, con algunos dientes de menos, los ojos sin brillo de mirada insolente, las formas abortadas de una joven, y la mirada de una vieja corrompida; cincuenta años mezclados con quince. Uno de esos seres que son a la vez débiles y horribles, y que hacen estremecer a aquellos a quienes no hacen llorar. Un resto de belleza moría en aquel rostro de dieciséis años.

Aquella cara no era absolutamente desconocida a Marius. Creía recordar haberla visto en alguna parte.

- ¿Qué queréis, señorita? -preguntó.

La joven contestó con su voz de presidiario borracho:

- Traigo una carta para vos, señor Marius.

Llamaba a Marius por su nombre, no podía dudar que era a él a quien se dirigía; pero, ¿quién era aquella muchacha? ¿Cómo sabía su nombre?

Le entregó una carta. Marius, al abrirla, observó que el lacre del sello estaba aún húmedo. El mensaje, pues, no podía venir de muy lejos. Leyó:

"Mi amable y joven becino:
He sabido buestras bondades para conmigo, que habéis pagado mi alquiler hace seis meses. Os bendigo. Mi hija mayor os dirá que estamos sin un pedazo de pan hace dos días cuatro personas, y mi mujer enferma. Sí mi corasón no me engaña, creo deber esperar de la jenerosidad del buestro, que se umanizará a la bista de este espectáculo, y que os dará el deseo de serme propicio, dignándoos prodigarme algún socorro.
BUESTRO, JONDRETTE
P. D. Mi hija esperará buestras órdenes, querido señor Marius ".

Esta carta era como una luz en una cueva. Todo quedó para él iluminado de repente. Porque ésta venía de donde venían las otras cuatro. Era la misma letra, el mismo estilo, la misma ortografía, el mismo papel, el mismo olor a tabaco.

Había cinco misivas, cinco historias, cinco nombres, cinco firmas y un solo firmante. Todos eran Jondrette, si es que el mismo Jondrette se llamaba efectivamente de este modo.

Ahora veía todo claro. Comprendía que su vecino Jondrette tenía por industria, en su miseria, explotar la caridad de las personas benéficas, cuyas señas se proporcionaba; que escribía bajo nombres supuestos a personas que juzgaba ricas y caritativas, cartas que sus hijas llevaban. Marius comprendió que aquellas desgraciadas desempeñaban además no sé qué sombrías ocupaciones, y que de todo esto había resultado, en medio de la sociedad humana, tal como está formada, dos miserables seres que no eran ni niñas, ni muchachas, ni mujeres, especie de monstruos impuros o inocentes producidos por la miseria.

Sin embargo, mientras Marius fijaba en ella una mirada admirada y dolorosa, la joven iba y venía por la buhardilla con una audacia de espectro. Y como si estuviese sola, tarareaba canciones picarescas que en su voz gutural y ronca sonaban lúgubres. Bajo aquel velo de osadía, asomaba a veces cierto encogimiento, cierta inquietud y humillación. El descaro, en ocasiones, tiene vergüenza.

Marius estaba pensativo, y la dejaba hacer.

Se aproximó a la mesa.

- ¡Ah! -exclamó-, ¡tenéis libros! Yo también sé leer.

Y cogiendo vivamente el libro que estaba abierto sobre la mesa, leyó con bastante soltura: "...del castillo de Hougomont, que está en medio de la llanura de Waterloo..."

Aquí suspendió su lectura.

- ¡Ah! Waterloo; lo conozco. Es una batalla de hace tiempo. Mi padre sirvió en el ejército. Nosotros en casa somos muy bonapartistas. Waterloo fue contra los ingleses, yo sé.

Y dejó el libro, cogió una pluma, y exclamó:

- También sé escribir.

Mojó la pluma en el tintero. y se volvió hacia Marius:

- ¿Queréis ver? Mirad, voy a escribir algo para que veáis.

Y antes que Marius hubiera tenido tiempo de contestar, escribió sobre un pedazo de papel blanco que había sobre la mesa: Los sabuesos están ahí.

Luego, arrojando la pluma, añadió:

- No hay faltas de ortografía, podéis verlo. Mi hermana y yo hemos recibido educación.

Luego consideró a Marius, su rostro tomó un aire extraño, y dijo:

- ¿Sabéis, señor Marius, que sois un joven muy guapo?

Y al mismo tiempo se les ocurrió a ambos la misma idea, que a ella la hizo sonreír, y a él ruborizarse.

- Vos no habéis reparado en mí -añadió ella-, pero yo os conozco, señor Marius. Os suelo encontrar aquí en la escalera y os veo entrar algunas veces en casa del viejo Mabeuf. Os sienta bien ese pelo rizado.

- Señorita -dijo Marius con su fría gravedad-, tengo un paquete que creo os pertenece. Permitid que os lo devuelva...

Y le alargó el sobre que contenía las cuatro cartas. Palmoteó ella de contento y exclamó:

- Lo habíamos buscado por todas partes. ¿Luego erais vos con quien tropezamos al pasar ayer noche? No se veía nada. ¡Ah, ésta es la de ese viejo que va a misa! Y ya es la hora. Voy a llevársela. Tal vez nos dará algo con qué poder almorzar.

Esto hizo recordar a Marius lo que aquella desgraciada había ido a buscar a su casa. Registró su chaleco y no halló nada. La joven continuó su charla.

- A veces salgo por la noche. Otras no vuelvo a casa. Antes de vivir aquí, el otro invierno, vivíamos bajo los arcos de los puentes. Nos estrechábamos unos contra otros para no helarnos.

Marius, a fuerza de buscar y rebuscar en sus bolsillos, había conseguido reunir cinco francos y dieciséis sueldos. Era todo cuanto en el mundo tenía.

"Mi comida de hoy -pensó-; mañana ya veremos."

Y guardando los dieciséis sueldos, dio los cinco francos a la joven.

Esta cogió la moneda a hizo un profundo saludo a Marius.

- Buenos días, caballero -dijo-, voy a buscar a mi viejo.

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