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Memorias Íntimas, Capítulo XVII - Moreno Nieto

De Wikisource, la biblioteca libre.
Obras Completas de Eusebio Blasco
Tomo IV, Memorias Íntimas.
Capítulo XVII - Moreno Nieto
de Eusebio Blasco

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.


XVII
Moreno Nieto.

Del Ateneo y del Casino de entonces hablaremos otro día, pero de Moreno Nieto, alma entonces de esta casa, no quiero demorar más el grato recuerdo.

Toda nuestra generación literaria ha conocido, admirado y estimado al ilustre extremeño cuyo nombre encabeza el capítulo presente y cuyo retrato adorna estas paredes. Puede decirse que el Ateneo es él. A la hora actual aun creemos verle aparecer por la puerta, dar apretones de mano a derecha é izquierda, tomar parte en todas las discusiones, y acudir después a la biblioteca y pasar dos horas rodeado de libros y tomando un sorbete; aquel helado cotidiano que parecía ser en él calmante del cerebro, excitado por la interminable discusión del dia. El sorbete llegó a ser un servicio de tanda en la casa. So decía entre los criados: ¿Quién está hoy de sorbete?

Eran en Moreno Nieto la oratoria, la controversia, la discusión en todo y por todo, ocupaciones constantes desde el alba hasta la media noche. Su palabra, como torrente desbordado, no cesaba de brotar a todas horas.

Más que conversación, su manera de hablar era un torbellino. Hablaba mucho, y hablaba siempre, y siempre muy deprisa. Todo era en sus labios discurso.

Asombrosa fué su memoria. Se cuentan como fenómenos determinados individuos que guardan en la mente cuanto leen. Moreno Nieto tenía esta condición, que unida a sus talentos, hacia de él un hombre un biblioteca, un monstruo de erudición, un libro constante de consulta.

Fechas, autores, libros, escuelas, todo lo tenía en la cabeza y todo lo aplicaba, ya al discurso público, ya al diálogo particular, con facilidad por todo extremo pasmosa.

Se necesita haberle conocido para juzgar bien a esta personalidad salientísima de nuestra historia literaria.

Su caracter era angelical, nunca tuvo enemigos. Amigos, muchos y muy fieles. Entre estos, descollaba Adelardo Ayala, a cuya casa iba todas las noches después de comer, complaciéndose en discutir de varios asuntos con el poeta. En aquellas intimidades, a que más de una vez asistí, se mostraba el bondadosísimo cacacter de Moreno Nieto y el talento natural de Ayala. Lo que éste no sabía, lo adivinaba, y Moreno Nieto le recojía las frases, asegurando que eran de Leibnitz ó de Krause. Eran de Ayala; solamente, que el genio tiene este privilegio de coincidir con otros iguales al suyo.

Moreno Nieto tiene una biografía brillante; llovieron sobre él los honores y las distinciones; raé cuanto quiso y a gusto de todos. Pasó por la política, por este funesto destino de nuestros hombres eminentes, que no pueden escapar a tal epidemia en un país como el nuestro, donde la política es la ocupación y aun la pasión primera. No hizo en política grandes cosas, ni podía ser de otra manera. Su imaginación tenia más alto vuelo.

¡Había que verle en aquellas discusiones de la sección de Ciencias morales y políticas, cuando después de hacer el resumen agitaba la cabeza y hacía flotar los cabellos, apelando a todos los recursos de su oratoria para producir el último efecto!

Tenía la cabellera rizada, suelta sobre los hombros, y la cabeza, que era artística, le daba cierto aire de hombre de letras que no se compadecía mal con su personalidad de filósofo...

Una enfermedad de viruelas le había picado el rostro, pero no por eso era menos simpático y atractivo. Hablándole una vez, quedaba uno tan amigo como si le hubiera conocido desde la la infancia. Tenía ese no sé qué de la simpatía, que ha hecho la mitad del éxito de mucha gente.

Por eso, cuando Rivero ó Albareda tenían que nombrar un gobernador, si no lo conocían, procuraban saber que aspecto tenía. La simpatía, decía José Luis, es el pasaporte universal.

Moreno Nieto era simpático como pocos hombres. Entusiasta de todo y de todos, admirador de cuanto tenía relación con la ciencia, la literatura ó las artes, no hubo principiante que no hallara en él, no ya un protector, sino un amigo. El Ateneo de Madrid, que era como su segunda casa, le debe el bautismo de muchos jóvenes que sin él no hubieran roto el hielo.

Dentro del establecimiento se le llamaba Don José, y había en esta manera de decir algo de amor de familia y de cariño íntimo, que nadie después de él podrá lograr facilmente.

Presidirán sus sesiones los hombres más eminentes de la nación, no lo dudo; pero aquellas frases de afecto sincero, aquellos abrazos paternales después de una discusión ó de una lectura, aquel profundo amor a la personificación de una escuela literaria ó de una filosofía determinada...

«Esos no volverán,»

como dijo el inolvidable Gustavo Becquer.