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Obras de Gustavo A. Bécquer/Tomo I/Al lector

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época



AL LECTOR[1]

P

ronto, el 22 de Diciembre hará siete años que voló á su Creador el espíritu inmortal de Gustavo Adolfo Becquer.

La primera edición, que editó la caridad, agotóse hace años; la segunda y tercera tuvieron igual suerte; el que murió oscuro y pobre es ya gloria de su patria y admiración de otros países, pues apenas hay lengua culta donde no se hayan traducido sus poesías ó su prosa.

No es mi propósito hacer nueva enumeración de las desgracias y méritos del escritor. Las primeras se compensan con su gloria; los segundos son ya del dominio frío y severo de la crítica.

Sólo una cosa advertiremos siempre á los lectores de Gustavo: que nada de lo que dejó, escribiólo con intención de que formase un libro, y, como dijimos en la primera edición, sus grandes imaginaciones, sus alegatos de merecimiento ante la posteridad, bajaron con él al sepulcro. Calculese ahora, por la popularidad y el respeto que su memoria ha alcanzado con fútiles destellos de su preclara inteligencia, á qué altura se hubiera elevado, si la miseria aguijándole y faltándole la vida, no hubieran sido éstos los cauces imprescindibles de aquel atormentado cerebro.

Dos palabras más sobre Gustavo.

Hay quienes han querido censurarle por su novedad.

Hay muchos que han querido imitarle.

Ni unos ni otros le han comprendido bien.

Las rimas de Becquer no son la total expresión de un poeta, sino de lo que de un poeta se conoce.

Por consecuencia, el tamaño, carácter y estilo de sus composiciones no tienen más forma que aquella en que estuvieron concebidas y calcadas, y este es su principal mérito.

Defenderse con el Diccionario, arrebatar el oído con el fraseo de ricas variaciones sobre un mismo concepto, disolver una idea en un mar de palabras castizas y brillantes, cosa es digna de admiración y de elogio; pero confiarse en la admirable desnudez de la forma intrínseca, servir a la inteligencia de los demás la esencia del pensamiento y herir el corazón de todos con el laconismo del sentir, sacrificando sin piedad palabras sonoras, lujoso atavío de amontonadas galas y maravillas de multiplicados reflejos, á la sinceridad de lo exacto y á la condensación de la idea, y obtener, únicamente con esto, aplauso y popularidad entre las multitudes, es verdaderamente maravilloso, sobre todo en España, cuya lengua ha sido y será venero inagotable de palabras, frases, giros, conceptos y cadencias.

No menos digno de llamar la atención es que el poeta haya conseguido tan rápida celebridad sin tocar en sus fantasías ni en sus realidades nada que directamente excite el interés ó las pasiones colectivas de sus contemporáneos.

Como en las de los grandes maestros, en su paleta no figuran más colores que los primordiales del iris, descompuestos en el prisma de la imaginación y del sentimiento; universales, sencillos y espontáneos, sin encenderse al contacto de pasiones políticas ó de problemas sociales y religiosos.

Tienen en sí el gérmen de todo lo ideal; pero sin acomodamientos de época ni dudas, indignaciones ó esperanzas de impíos ó fanáticos.

No podrá nunca, pues, ser juzgado en tal terreno, y, como esos astros ingentes que parecen chicos porque desde abajo se les mira en un planeta menor, jamás podrá alternar entre el agitado vaivén de los que le examinen, cegados por el polvo de la tierra, ó envueltos por la atmósfera de una época dada y los pasajeros brillos de fugaces meteoros.

Esto á los que no han sabido censurarle, lo cual no prueba que le creamos exento de censura.

A los que le imitan, por más que esto honre al poeta, tenemos que decir algunas palabras que expresarán conceptos ha largo tiempo arraigados en nuestra conciencia.

No creemos en el progreso indefinido de una escuela. Si la historia del arte no lo probara definitivamente con la muerte irreemplazable de sus grandes hombres, lo haría ver la reflexión del buen sentido.

De ningún modo aconsejamos que se dejen de consultar los grandes maestros de la forma, estudiándolos con fe é imitándolos con trabajo, en secreto, sin perder nunca de vista la naturaleza para el arte y la moral absoluta para las ideas. Pero de esto á encastillarse en la forma del que primero fué original en ella, hay un gran abismo.

Si alguien es difícil y comprometido para imitado en poesía, es Becquer.

Como galanura de forma, pureza de dicción y corrección de estilo hay muchos que le aventajen, y éstos son los que deben imitarse siempre. Pero lo imposible de imitar en Becquer es su propio espíritu, su manera de ver, como dicen los pintores, su idiosincrasia, como lo llaman los naturalistas.

En ser Becquer ó no serlo está todo el quid de la dificultad, y creer que se ha conseguido tal propósito, encerrándose en su forma y contando el número de sus versos, es no haber realizado nada, si antes no se cuenta con el original tesoro de ideas prácticas y reales que en sus composiciones existe. Repárese bien que ni al principiar Becquer una composición ni al terminarla en crescendo, deja de pensar ó de sentir algo de general y profundo. De cada cuatro versos suyos puede hacerse una larga poesía descriptiva, pero herir las cuerdas de la idea ó del sentimiento en menos palabras, es casi impo, sible. La idea, pues, sin más adorno que el necesario, como él decía, para poderse presentar decente en el mundo, tiene una importancia real y sólida en sus composiciones. Hacer, por tanto, versos como los suyos, sin hallarse provisto de algo importante, práctico y hondo en el terreno del sentir ó del pensar, es querer construir perdurable estatua solamente con la gasa que la envuelve, y lo que consigue entonces quien imita, es quedar indefenso ante el público, resultando baladí, vulgar, pretencioso ó vano en el mismo metro y con las mismas líneas que Becquer, por haber querido narrar lo imposible, es decir, la nada, porque nada había brotado del cerebro del imitante.

De esto resulta una serie de vulgaridades concisas, que por lo mismo son más vulgares aún, ó una porción de nebulosidades y misterios, capaces de tener pensando todo un siglo á quien trate de des, cifrar el enigma.

En una palabra, y aunque se ha repetido mucho, Shakespeare lo ha dicho mejor que nadie.

Los imitadores olvidan el ser ó no ser del trágico eminente, y al hacerlo, caen en ese abismo sin fondo de que nos habla el creador de Hamlet: ¡Palabras, palabras, palabras!

Nos hemos extendido más de lo que queríamos, pero sentíamos comezón de libertar la memoria de nuestro pobre amigo del ataque de los que no le han comprendido y de complicidad con algunos de sus imitadores.

Cumplida nuestra tarea, sólo nos resta dar gracias, en nombre del arte, del público, que lo pedía con ansia, y de nuestro pobre amigo, al editor, por esta magnífica edición, ilustrada con el verdadero retrato del autor, no acabado de espirar, como figura en la edición primera, sino lleno de vida y esperanzas, tal como se agitó en el mundo.

Va aumentada esta edición con otros trabajos de Becquer, que añadirán nuevos quilates á su justa fama, tales cuales Las Cartas á una mujer, y otros artículos eminentemente literarios, como el prólogo á Los Cantares de su intimo amigo el Sr. Ferrán.



  1. Hemos conservado en esta edición el Prólogo de las anteriores, debido á la pluma de nuestro querido amigo don Ramón Rodríguez Correa, porque además de las noticias referentes á la vida del autor, da de sus obras una idea que juzgamos oportuno reproducir en este lugar.