la verdad), una dosis cuádruple de morfina y se durmió para no despertarse más.
Fué su ataúd el que salió de Valroy en el momento en que entraban los Piscop. La enterraron en el cementerio del pueblo, y ella, al menos, no salió del país.
Jacobo, pobre y llevando un nombre envilecido, fué á habitar en París con la señora de Reteuil ; vivieron de pequeñas rentas y su existencia fué sencillamente lamentable.
Al cabo de un año supieron por un periódico la boda de Arabela con Gervasio.
Y, aquel día, Jacobo deseó morir.
Pero tenía aún un deber y un fin en la vida, porque ya Jacobo reconocía deberes y se imponía fines.
La desgracia había elevado aquella alma, en otro tiempo tan pequeña y ahora casi grande.
El deber era permanecer al lado de su abuela nientras viviese y protegerla y consolarla en lo poible.
El fin era lejano; cuando muriese la abuela, estaba resuelto á vender el castillo y las tierras de Reteuil para reembolsar á los acreedores del Modern Ahorro. De este modo pensaba rehabilitar á su padre, ó su memoria, y el nombre de Valroy.
La anciana, que no se atrevía á presentarse en el país, arrastró sus penas y sus recuerdos de la cama á la butaca durante tres años.
La muerte de su hija había quebrantado aquella alma, demasiado ligera para no ser frágil; estaba, además, llena de remordimientos y acusándose, sin cesar, de haber causado la catástrofe al atraer tan inconsideradamente á los Carmesy después de los informes, más que dudosos, obtenidos acerca del Marqués.
Como decía este último en otro tiempo, la pobre