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mesy siguió discurriendo largo tiempo para edificación de los suyos.

En el momento en que él estaba más lleno de orgullo celebrando una vez más sus orígenes, la marquesa Adelaida, con un fuerte acento británico, arriesgó esta corta observación dirigiéndose á su hija: —En aquellos tiempos, Bella, mis abuelos eran reyes de Irlanda.

El Marqués saludó y volviéndose hacia la niña, dijo sencillamente: —Desciendes de dos grandes casas.

Si después de esto, la joven Arabela, que sólo tenía doce años, no formaba buena opinión de sí misma, no sería por culpa de sus padres.

Los nobles personajes se hundieron en la ruina, treparon, se despeñaron, saltaron barrancos, siempre impulsados por el entusiasmo.

Dos meses después, aquella extraña familia se había fijado en el país; los últimos retoños de los barones y marqueses de Carmesy habitaban en pleno campo una casa de aldeanos restaurada para su uso y alquilada por cuarenta pesos al año. Por este precio era grande y lo parecía más por la escasez de muebles, pues aquella noble gente no era rica.

En las aldeas vecinas, donde ya su insolencia había suscitado cóleras, los campesinos se encogían de hombros.

—Barones del Pan Seco... Marqueses de la Miseria.

La verdad era que no tenían gran aspecto. El Marqués, vestido más bien como un pordiosero que como un noble, se pasaba la vida junto al río con una caña en la mano, buscando su comida después de su almuerzo, según afirmaba la benevolencia pública. La Marquesa, envuelta en estrechas batas de tela ordinaria, iba del gallinero á la jaula de los conejos ó al cua-