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vieron a empezar de nuevo. No contenidos ya, llenaron ahora la sala. La sábana que cubría el cuerpo del chantre se bajó y la plaquita metálica adosada al lecho temblaba.

El chantre lloraba cada vez más fuerte. Lorenzo Petrovich se sentó en la cama y después de reflexionar un instante bajó al suelo. Tuvo un vértigo y le costó trabajo sostenerse sobre las piernas; parecíale que alguien hacía girar en su cerebro bolas pesadas de piedra. Su corazón latía tan fuerte como si le golpearan con un martillo desde dentro del pecho.

Se acercó, respirando con dificultad, al lecho del chantre, que se encontraba a un metro del suyo. Extenuado por este esfuerzo tocó con su mano el cuerpo del chantre, que sin decir nada le cedió un pequeño sitio para que se pudiera sentar.

—¡No llores! ¡Eso no vale la pena!—dijo Lorenzo Petrovich—. ¿Temes tanto a la muerte?

El otro se estremeció en su lecho y exclamó con tono lastimero:

—¡Ah, eso es tan!...

—¿Qué? ¿Tienes miedo?

—No, no tengo miedo... no tengo miedo...—bal buceó sollozando con más fuerza aún.

—No te tienes que enfadar conmigo por habértelo dicho... Sería tonto enfadarse...

—Pero si no estoy enfadado. ¿Y por qué había de enfadarme? No eres tú quien ha llamado a mi muerte... Viene ella sola...

—Entonces ¿a qué lloras?