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dos pretenden seguir su verdadera doctrina. Las aulas erigidas en todos los pueblos tienen su nombre; y los mandarines de primera clase no osan pasar por delante de estos asilos de las ciencias, sin baxarse de sus Palanquines.

No es permitido el tomar el grado de Bachiller sin ir antes á rendir el debido homenage á este grande hombre en el Palacio que le ha sido consagrado, y tiene su nombre. Llámanle el gran Maestro, el Santo, y el Rey de las letras. Los soberanos Tártaros de la China no tienen en menor veneracion la memoria de Confucio, que los mismos nacionales.

Sin embargo, no debe creerse que estos le concedan honores divinos; pues hasta el levantarle estatuas está prohibido, temiendo que estos homenages que se le rinden no degeneren en un culto idólatra. Se le reverencia en las aulas, pero no en los templos: se prosternan delante de su nombre, grabado sobre tabletas; mas no le adoran.

Un diplóma del Emperador asegura á los Magistrados que se han distinguido por su integridad, el título de discípulos de Confucio, y este título de honor es una recompensa suficiente de sus servicios y de sus virtudes.

La posteridad de Confucio exîste todavía, y el Xefe de esta familia recibe los honores que no pueden darse ya al sabio que no exîste. Luego que los letrados llegan á doctorarse, le ha-

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