Ir al contenido

Política de Dios, gobierno de Cristo/Parte I/I

De Wikisource, la biblioteca libre.
Política de Dios, gobierno de Cristo
de Francisco de Quevedo y Villegas
I
II

I


En el gobierno superior de Dios sigue al entendimiento la voluntad

Viendo Dios, en los primeros pasos que dio el tiempo, tan achacoso el imperio de Adán, tan introducida la lisonja del demonio, y tan poderosa con él la persuasión contra el precepto; y recién nacido el mundo, tan crecida la envidia en los primeros hermanos, que a su diligencia debió la primera mancha de sangre; el desconocimiento con tantas fuerzas, que osó escalar al cielo; y últimamente advirtiendo cuán mal se gobernaban los hombres por sí después que fueron posesión del pecado, y que unos de otros no podían aprender sino doctrina defectuosa, y mal entendida, y peor acreditada por la vanidad de los deseos; porque no viviesen en desconcierto con tiranía debajo del imperio del hombre las demás criaturas, y consigo los hombres, determinó bajar en una de las personas a gobernar y redimir al mundo, y a enseñar (bien a su costa, y más de los que no le supieren o quisieren imitar) la política de la verdad y de la vida. Bajó en la persona del Hijo, que es el Verbo del entendimiento, y fue enviado por legislador al mundo Jesucristo, Hijo de Dios, y Dios verdadero. Después le siguió el Espíritu Santo, que es el amor de la voluntad. Descienda en el discurso a nosotros.



El entendimiento bien informado guía a la voluntad, si le sigue. La voluntad, ciega e imperiosa, arrastra al entendimiento cuando sin razón le precede. Es la razón, que el entendimiento es la vista de la voluntad; y si no preceden sus ajustados decretos en toda obra, a tiento y a oscuras caminan las potencias del alma. Ásperamente reprende Cristo este modo de hablar, valiéndose absolutamente de la voluntad, cuando le dijeron: Volumus a te signum videre, «queremos que hagas un milagro»; Volumus ut quodcumque petierimus, facias nobis, «queremos nos concedas todo lo que te pidiéremos»; y en otros muchos lugares. No quiere Cristo que la voluntad propia se entrometa en sus obras: condena por descortés este modo de hablar. Y últimamente, enseñando a los hombres el lenguaje que han de tener con su Padre, que está en el cielo, lo primero les hace resignar la voluntad, y ordena que digamos en la oración del Padre nuestro: «Hágase tu voluntad», porque la propia está recusada, y él la da por sospechosa. Así, Señor, que a los reyes, con quien a la oreja habla y más de cerca esta doctrina, les conviene no sólo no dar el primer lugar a la voluntad propia, pero ninguno. Resignación en Dios es seguro de todos los aciertos: han de hacerlo así, y no deslucirá su nombre aquella escandalosa sentencia, que insolente y llena de vanidad hace formidables a los tiranos:



Sic volo, sic jubeo; sit pro ratione voluntas.

«Así lo quiero, así lo mando: valga por razón la voluntad».

Lastimoso espectáculo hizo de sí la envidia de la privanza siendo el mundo tan nuevo, que en los dos primeros hermanos se adelantó a enseñar que aun de tan bien nacidos valimientos sabe tomar motivos la malicia con tanto rigor, pues el primer hombre que murió fue por ella.

Vio Caín que iba a Dios más derecho el humo de la ofrenda de Abel que el de la suya: pareciole hacía Dios mejor acogida a su sacrificio: sacó su hermano al campo, y quitole la vida. Pues si la ambición de los que quieren privar es tan facinerosa y desenfrenada que, aun advertida por Dios, hizo tal insulto, ¿qué deben temer los príncipes de la tierra? Apuro más este punto, y alzo la voz con más fuerza: Señor, si es tan delincuente el deseo en el ambicioso, porque de él reciba el Señor primero y de mejor gana, ¿dónde llegará la iniquidad y disolución de los que compitieren entre sí sobre quién recibirá más del rey? Encarecidamente pondera el desenfrenamiento de Caín San Pedro Crisólogo: «¡Oh hinchazón del zelo! ¡Dos hermanos no caben en una casa, y lo que admira, que sea siendo hermanos! Hizo la envidia, hizo que todos los espacios de la tierra fuesen estrechos y cortos para dos hermanos: la envidia levantó a Caín para la muerte del que era menor, porque el veneno de la envidia hiciese solo al que hizo primero la ley de naturaleza». De las primeras cosas que propone Moisés en el Génesis es ésta, y la que más profundamente deben considerar los reyes y los privados; advirtiendo que si el buen privado y justo como Abel, que da lo mejor a su señor, muere por ello en poder de la envidia, ¿qué merecerá el codicioso, que le quita lo mejor que tiene para sí, desagradecido? En la privanza con Dios un poco de humo más bien encaminado ocasiona la muerte a Abel por su propio hermano. Sea aforismo que humos de privar acarrean muerte; que mirar los reyes mejor a uno que a otro, tiene a ratos más peligro que precio. Muere Abel justo, porque le envidian el ser más bien visto de Dios; vive Caín que le dio muerte. Tal vez por secretas permisiones divinas, es más ejecutiva la muerte con el que priva, que con el fratricida.



Grandes son los peligros del reinar: sospechosas son las coronas y los cetros. Éntrase en palacio con sujeción a la envidia y codicia, vívese en poder de la persecución, y siempre en la vecindad del peligro. Y esta fortuna tan achacosa tiene por suyos los más deseos, y arrastra las multitudes de las gentes. Hallar gracia con los reyes de la tierra encamina temor: sólo con Dios es seguro. Así dijo el Ángel: «No temas, María, que hallaste gracia cerca de Dios». Tú, hombre, teme, que hallaste gracia cerca del hombre. Nace Cristo en albergue de bestias, despreciado y desnudo; y una voz sola de que nació el Rey de los judíos, envuelta en las tinieblas donde alumbraba el sol de las profecías, es bastante a que Herodes celoso ejecute el más inhumano decreto, y que entre gargantas de inocentes busque la de Cristo; y la primera persecución suya fue el nombre de rey, mal entendido de los codiciosos de palacio. Crece Cristo, y en entrando en él al umbral, remitido de los pontífices, dicen los evangelistas, que para coronarle de rey le desnudaron, y le pusieron la púrpura, una corona de espinas y una caña por cetro, y que burlaban de él y le escupían. Señor, si en palacio hacen burla de Cristo, Dios y hombre y verdadero Rey, bien pueden temer mayores excesos los reyes, y conocer que la boca que los aconseja mal, los escupe.