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Semblanza de El Duque de Baños

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EL DUQUE DE BAÑOS.




Murió el Duque de Baños. ¿Por qué no he de dedicar un recuerdo á este compatriota excepcionalisimo?

Conocí á Meneses en casa de la Duquesa de Hijar, hace ya quince ó diez y seis años. Hacíamos comedias de salón en el teatrito de la Duquesa varios amigos de la casa, de los cuales ya vamos quedando pocos.

Meneses venía con frecuencia. A mi me intrigaba mucho aquel hombre, de quien tanto se hablaba; tenía cierta reputación de Monte-Cristo andaluz, y en efecto, lo parecía. Para él el dinero no significaba nada. Hablaba de millones como puedo yo hablar de francos. Algunas noches, después del ensayo de la comedia, íbamos varios amigos al Casino á charlar hasta el amanecer alrededor de la chimenea. Meneses entró una noche en el salón del treinta y cuarenta, y en cinco minutos, sonriendo y hablando, se dejó allí cinco mil duros.

— Pues esto que ves — me dijo Florentino Sanz — sucede hace ya diez ó doce días.

Y él no le daba á todo ello la menor importancia.

Era un hombre afable, simpático, decidor corriente.

Tenía dos amigos íntimos, de toda intimidad: Robles y el oculista Delgado Jugo; se querían como tres hermanos.

Una mañana me convidaron á almorzar en casa del Duque de Baños. Acepté, porque almorzar no significaba nada, y además yo siempre he tenido amigos en todas partes.

Meneses vivía en la calle del Sacramento, en un caserón antiguo que hace esquina á la plaza del Cordón.

Vivía en gran señor; pero todo allí era muy raro. Sin darse uno cuenta, veníanle á la memoria los personajes de las novelas que había uno leído en su adolescencia. Recuerdo que en un cuarto había siete perros, que saludaban al dueño de la casa poniéndose en dos patas. Uno de ellos solía ir á Aranjuez á una sola indicación del amo, y le esperaba á la puerta del convento.

Sobre la chimenea había un pedazo de bizcocho.

Pasó una rata de un lado á otro del salón. El Duque la llamó, la rata se detuvo y esperó el pedazo de bizcocho, que le fué arrojado. — Lo hice el primer día que la ví pasar, dijo el Duque, y desde entonces somos buenos amigos.

¿No era todo esto muy extraño? Y con la fama de ser excepcional que el Duque tenía, á mí me lo parecía más. En su casa había retratos de mujeres hermosísimas, objetos de valor incalculable. Una vez le robaron un cajoncito de madera que contenía encajes por valor de veinte mil duros. — Compraré otros, nos dijo, así como de pasada. Después de aquel almuerzo, el Duque y yo conservamos una buena amistad, aunque sin trato íntimo. El año 70 le encontré en París, acompañado del rey Francisco de Asís, en una tienda de flores. Yo estaba entonces en la embajada al lado de Olózaga, que á mi vuelta de Egipto me había confiado su correspondencia. — Eso no importa, me dijo el Duque de Baños; yo no hablo nunca de política; respeto las opiniones de todo el mundo; venga usted á comer mañana, conocerá usted á la Duquesa.

Fui.

Vivían en el Faubourg Saint- Honoré. La Duquesa me pareció un ser angelical. Una señora delicadísima, con cierto aire de timidez que la hacía más interesante.

Se adivinaba en aquel interior un matrimonio muy bien avenido. Meneses me habló de su próximo viaje á Baviera, de compra de grandes posesiones, del empeño que notaba en los españoles de calumniarle y hacerle daño. Me enseñó su fotografia con el disfraz que se puso para salir de España el 29 de Septiembre. Se notaba en su casa, en su conversación una atmósfera de millones, como dice cierto amigo mío. Era un millonario risueño que daba en qué pensar; por aquí se dice que ha dejado quince millones de francos á sus herederos.

Desde entonces, cuando el Duque venía á Madrid, cambiábamos una visita; hablábamos de literatura ó de artes; yo estudiaba aquel hombre que siempre me parecía raro, y del cual nada puedo decir sino que acaso había caído mal en el mundo.

A veces la opinión se fija en quien no le debe nada, y celebra al que lo debe todo. ¡Quién sabe!