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Teresa la limeña/Epílogo

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Désormais étrangère à la vie, je la regarderai passer comme un
ruisseau qui coule devant nous, et dont le mouvement égal finit
par nous communiquer une sorte de calme.
MADAMA DE STAËL


Se pasaron meses. Teresa volvió a la sociedad; reía y conversaba como antes, y su vida exterior no había cambiado. Visitaba y recibía visitas con entera serenidad, y aun hablaba de Montana sin turbarse. Algunos suspiros ahogados, una profunda indiferencia por cuanto la rodeaba, cierta ironía triste en sus palabras y pensamientos, y algunos ímpetus de descontento doloroso, eran las únicas señales que habían quedado de la herida secreta que llevaba en su corazón. Nadie la comprendía ya; solamente uno había leído en su pensamiento como en un libro abierto y penetrado con una mirada las sombras que pasaban por él...; pero ya no había quien leyera más, y podía con seguridad pensar que su alma estaba sola, siempre sola. Para recuperar aquella serenidad aparente, había tenido que recurrir a los consuelos que buscaba en otros tiempos: frecuentaba mucho la sociedad, solicitaba con ahínco distracciones, no estaba nunca sola, y por la noche se retiraba tan completamente, cansada y fastidiada que el sueño en breve la rendía.

Carlos Pareja había llegado a Lima y hablado con Teresa, quien le hizo comprender que su corazón era una ruina y que una pena profunda, desoladora, había agotado en ella la facultad de amar, y por consiguiente, él no debía tener esperanza alguna en ser correspondido. Sin embargo, el joven no se desalentó; permanecía en Lima y frecuentaba la casa de Teresa, pero sin hablarle de sus pretensiones. La estudiaba continuamente, procuraba comprenderla y permanecía a su lado, porque cada día encontraba en ella mayores motivos para amarla: con su aire tranquilo y reservado, podía observar la móvil aunque orgullosa fisonomía de Teresa, y trataba de descubrir alguna señal que le hiciera adivinar la causa de sus penas; pero el tiempo pasaba y él la veía siempre lo mismo.

Llegó el 28 de julio, aniversario de la Independencia del Perú. El pueblo, que parece indiferente todo el año, se entusiasma locamente ese día. En las calles, en las plazas, en las fondas, en las casas particulares, se reúne la gente para cantar el himno nacional. El regocijo de un país entero, la alegría general de todo un pueblo, es un espectáculo interesante en extremo, y esto despertó hasta a Teresa de su letargo doloroso; sus ojos se iluminaron un momento con un destello de su antigua animación y entusiasmo.

Por las calles pasaban largas procesiones de gente a caballo, a pie y en coche, que escoltaban carruajes abiertos en que llevaban los retratos del Libertador Bolívar, de Sucre, San Martín y otros próceres. En las esquinas se reunían grupos de gente, y los discursos se hacían cada momento más entusiastas, a medida que las libaciones eran más frecuentes. Cuando pasaban por delante de la casa de algún sujeto de notoriedad política, lo llamaban, lo obligaban a salir al balcón y tenía que pronunciar un discurso.

Así se pasó el día, terminando con una gran función en el teatro. Teresa se había sentido indispuesta desde por la mañana, pero no quiso dejar de concurrir esa noche.

Todas las señoras estaban vestidas idénticamente, llevando los colores nacionales, blanco y rojo; y muchas banderas adornaban el escenario y los palcos. Se empezó la función por el himno nacional, cantado por la compañía lírica, y en el estribillo, el pueblo entero, en pie y con las cabezas descubiertas, cantaba:

¡Somos LIBRES, seámoslos siempre;
antes niegue las luces el sol
que faltemos al voto solemne
que la PATRIA al ETERNO elevó!

Después de haber llamado por su nombre a varias personas conocidas entre los literatos y hombres públicos para que hablaran, en el primer entreacto empezaron, desde el patio, a pedir el himno nacional a las señoritas que estaban en los palcos y que se sabía podían cantarlo. Ellas no se hicieron rogar: tomaron la letra del himno distribuido en la puerta, y levantándose impávidas, risueñas, lo cantaron con entusiasmo, haciendo coro siempre el público entero. A poco pidieron su contingente a Teresa, quien trató de excusarse, pero le fue preciso obedecer. En pie, en medio de su palco, cubierta de blancos encajes y coronada de rosas lacres, estaba muy bella, y aplaudieron tanto los acentos de su expresiva voz, como la hermosura de la cantatriz. Carlos Pareja estaba a su lado y tenía en sus manos el papel en que ella leía, ¡y cuando acabó la premió con una dulce sonrisa!

-¡El número 25, el número 25! ¡el himno! ¡el himno! -gritaron desde el patio.

Era el palco en que estaba Rosita: Teresa, que hacía mucho la había dejado de ver, volvió los ojos hacia ese lado, y Pareja, que la miraba en ese momento, vio que sus mejillas se cubrieron de carmín para tornase después pálidas como el mármol. Levantose Rosita, teniendo a su lado a Roberto Montana..., él miraba a su compañera con ternura y ella se mostraba llena de orgullo. Este espectáculo imprevisto pues Teresa no sabía que pocas horas antes había vuelto Montana, la impresionó vivamente, y con dificultad pudo ponerse en pie cuando empezó el himno... Se sentía desfallecer, mientras que las dos voces unidas se elevaban armoniosas y llenas de entusiasmo, y Teresa escuchaba la hermosa voz de Roberto como en sueños y veía que sus ojos la buscaban al decir:

¡Largo tiempo el PERUANO oprimido
la ominosa cadena arrastró;
condenada a una cruel servidumbre
largo tiempo en silencio gimió!
Mas apenas el grito sagrado
¡LIBERTAD! en sus costas se oyó,
¡la indolencia de esclavo sacude,
la humillada cerviz levantó!

Entonces, en medio de aquella multitud, rodeada de alegría y de perfumes, Teresa recordó el lecho de muerte de Lucila; resonó nuevamente en sus oídos la voz de su amiga diciéndole aquellas proféticas palabras: «me estremecí pensando que tu suerte no sería feliz». Allí, cuando la música atronaba todo el ámbito, cuando mil luces brillaban en torno suyo y sus ojos se fijaban en las joyas que lucían en sus brazos descubiertos... allí, en medio de aquella escena, Teresa volvió a sentirse en la estrecha pieza de la moribunda y al recordar el sueño que tuvo y que había olvidado... Se sentía desfallecer como entonces; veía a Roberto feliz al lado de otra mujer, importándole poco si ella se moría o no. Al pensar esto, vio volar en torno suyo como estrellas todas las luces del teatro, las gentes y las banderas como en un torbellino... Pareja apenas pudo darle su apoyo para que no cayese al suelo, pues se había desmayado.

Cuando volvió en sí estaba en su cuarto. Un fuerte ataque al cerebro, seguido de fiebre, la puso tan cerca de la muerte que durante algunos días se creyó que no viviría; pero al fin volvió en sí y los médicos la declararon fuera de peligro. Cuando le anunciaron que su convalecencia empezaba, contestó con un hondo suspiro, volviéndose hacia la pared:

«¡Hubiera querido morir! ¿para qué es mi vida?»

Pero vivió y recuperó sus fuerzas para oír hablar en todas partes del amor de Roberto y de Rosita. Sin embargo, no volvió a conmoverse al verlos juntos, y hasta los habló varias veces con la sonrisa en los labios, y aunque llevaba la muerte en el corazón, nadie lo supo; a lo menos ella no sabia que Carlos Pareja hubiese descubierto la causa de su tristeza.

Durante mucho tiempo su salud continuó débil; su mirada perdió el brillo y su belleza la frescura; una mórbida palidez invadió sus mejillas y su hermosura se apagó.

Pasaron uno y dos años, y Pareja, que era secretario de la Legación chilena veía con terror fijarse en la fisonomía de la que amaba con tanta abnegación, una incurable melancolía, y se estremecía al pensar que había fundado su esperanza en una mujer que tenía perdida la facultad de amar.

Hacía tiempos que Roberto había roto con Rosita y se decía que desde entonces había amado a otras. Teresa lo veía a veces, y cuando se encontraban en alguna parte se hablaban sin afectación; pero nunca procuraron tener una explicación que ya era inútil, y ella creía que él hasta olvidaba los tiempos en que se amaron... Pero en el corazón de nuestra heroína se levantaba a veces el espectro de lo que fue: ¡ella no sabía olvidar!

Una mañana le trajeron una carta y al abrirla leyó lo siguiente:

«Amiga mía:

Aunque hace mucho tiempo que no nos visitamos, no quiero parecer ingrata... Ayer tuve la satisfacción de haber añadido otro nombre al mío, casándome, y he creído que al entrar a ese respetable gremio, al cual tú perteneciste, debía ser completamente franca. Empezaré explicándote y haciéndote comprender varios acontecimientos que han tenido una grande influencia en tu vida... No sé si recordarás que ahora algunos años te dije, y te lo notifiqué seriamente, que no permitiría que te interpusieras entre Roberto Montana y yo, pues su conquista me pertenecía. Aunque se me ha creído aturdida y caprichosa, nunca cambio de propósito... Cuando te vi volver de Europa con Roberto, pronto comprendí en qué estado estaba tu amistad con él, y resolví hacer fracasar ese amor. No era porque yo amara a Montana (¿acaso yo he podido comprender jamás ese estado de imbecilidad que ustedes llaman amor?) no era por eso; pero halagaba mi vanidad hacerte perder ese admirador que parecía tan rendido. Empecé, insinuándome en el espíritu de Roberto, manifestándome amiga desinteresada, y procuré ganar su confianza; pensaba que de amiga y confidenta a amante no hay más que un paso, cuando se conoce la variabilidad del corazón de un hombre. Una vez que conseguí esto fui poco a poco haciéndole tener dudas y despertándole los celos... El viaje a Chile fue arreglado entre tu padre, y yo, pues siempre anduvimos de acuerdo. Antes de partir, Santa Rosa me entregó unas cartas que él había interpretado cuando descubrió tu correspondencia con Roberto. Durante la ausencia era más fácil envenenar tu recuerdo, y cuando hube preparado convenientemente el terreno, me fingí afligida con la credulidad de tu amante, y tu perfidia, y presenté las cartas, en sobres también de tu letra, dirigidos a Carlos Pareja, que no sé cómo consiguió Santa Rosa para mandármelos. Naturalmente, yo cambié ligeramente las fechas de las cartas, pero eso era muy fácil. El despecho y la rabia que manifestó Roberto me llenaron de gozo, pues estaba ya segura del triunfo. Esto fue pocos días antes de tu llegada...; sin embargo, yo temía la ternura y las explicaciones de la primera entrevista, y arreglé mis planes del modo que tú recordarás, estando yo presente.

Creo que lo demás lo comprenderás; no hay necesidad de mayores explicaciones. Olvidaba decirte que hasta entonces no había conseguido hacerme amar por Roberto; pero eso no me afanaba; pues estaba segura de hallar una oportunidad: la conquista del amor de un hombre es tan fácil cuando se tienen atractivos... ¡y voluntad!

La llegada a Lima de Carlos Pareja y su continua presencia a tu lado, me hicieron recordar la empresa que tenía empezada y a la cual no había dado aún la última mano: le escribí entonces a Roberto, que estaba todavía ausente de Lima, diciéndole que si quería persuadirse de lo que le había probado respecto a tu intriga con el chileno, viniera inmediatamente.

El 28 de julio en el teatro te vio sonreír dulcemente con Carlos y apoyarte familiarmente en su brazo; creyó entonces que efectivamente era una cobardía en él pensar más en ti... y esa noche misma me declaró que a mí solamente podía amar. Los hombres cambian fácilmente de ídolo; el amor es el mismo, pero el objeto, diferente. Así fue que yo acogí el homenaje que me ofrecía, a pesar de que en el fondo lo despreciaba y sólo sufrí sus atenciones el tiempo necesario para que nuestros nombres llegaran unidos a tus oídos.

Tu enfermedad iba haciendo fracasar todos mis proyectos. Un día encontré a Roberto rondando la casa en que se decía te estabas muriendo, y al principio se resistía a seguirme; pero en ese momento nos pasó Carlos Pareja con un médico que había ido él mismo a llamar. Al verlo Roberto perdió su aire abatido y no volvió a alarmarme con tu recuerdo.

Creo que no tengo más que añadir. Ya ves, querida Teresa, que lo que se quiere se puede cuando hay constancia.

Ayer me casé, como te lo dije al empezar; y aunque el novio (que es inglés) no es joven ni interesante, es rico y complaciente y me llevará a Europa cuando yo quiera. Esperaba poderte dar esta noticia para escribirte, y si he tardado tanto en hacerlo te aseguro que no ha sido por culpa mía.

Adiós, espero que no olvidarás nunca a tu antigua amiga.

ROSA C. SMITH»

Esta carta le causó mucha pena a Teresa, al pensar con cuánta facilidad se había dejado engañar Roberto; también la satisfizo la idea de que él no era tan despreciable como ella había creído, pues eso era lo que más la entristecía; pero no cambió en nada su vida. Aunque hubiera podido enviar la carta a Montana para que no guardara de ella una opinión errónea, no pensó en hacerlo nunca. ¿Para qué causarle remordimientos, cuando ni uno ni otro podían volverse atrás?... ya todo era inútil; las ilusiones no pueden revivir.

Ésta era la situación en que se hallaba Teresa la tarde en que, como recordará el lector, la vimos por primera vez en su balcón en Chorrillos.

El joven que vio al través de los cristales era Carlos Pareja, que no dejaba nunca de visitarla y se manifestaba afligido cuando no lo recibía.

¿Acaso Teresa se condolió al fin del afecto constante de Carlos y volvió a pasar por el terrible camino del amor en el cual tanto había sufrido?

Hasta ahora no lo hemos sabido.