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Un faccioso más y algunos frailes menos/XI

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XI

-¿Qué se le ofrecía a usted, caballero?

-¿Está ese Sr. Tablas?

-Perico querrá usted decir. Esta no es hora.

-Eso es, D. Pedro López.

-No tan arriba. Pique más bajo.

-¿Se le puede ver, sí o no?

-Creo que está durmiendo. Suba usted... Eh, tú, Rumalda... ve con este caballero... Di a Perico que si no tiene vergüenza de dormir a estas horas.

Romualda era una mujercita encanijada y vestida de harapos que en la tienda inmediata ayudaba a la mujer de los parches a ensartar buñuelos. La fisonomía de Romualda estaba de tal manera desvirtuada por la palidez y por la suciedad, que no se podía decir si era fea o bonita. Igual dificultad había para declararla niña o mujer, y así lo menos expuesto a equivocaciones será decir que no tenía edad ninguna.

El fenómeno (pues no de otro modo era llamada en el barrio) echó a andar delante de Salvador para guiarlo. Pero como el fenómeno cojeaba ninguno de los dos podía ir a prisa. Tardaron algunos minutos en vencer la escalera, cuya tortuosidad igualaba a las oscuras revueltas de la conciencia de un asesino. Por decir algo durante el fastidio de tan penosa ascensión, Salvador preguntó a su compañera si era de la familia del Sr. Tablas.

-Es mi padre -replicó la cojuela.

-Pues no lo parece -dijo el caballero-. El Sr. Tablas y la señora Nazaria están, según parece, en muy buena posición.

El fenómeno no dijo nada, y siguió subiendo. Parecía subir con un solo pie. Al llegar arriba detúvose para tomar aliento. Sin duda no respiraba más que con un pulmón.

-¿Se ha cansado usted, caballero?

-No tal... piso tercero. La escalera no es larga, y se subiría bien si no fuese tan oscura... Tú sí estás cansada. ¿Cuántas veces al día subes?

El fenómeno se quedó pensando. Por último, dijo:

-Unas sesenta veces.

-Es buena renta, hija. Tres mil escalones diarios.

-Con poco más al cielo.

Romualda no dijo más, y entrando en la casa despertó a Pedro López, que dor mía como un canto. Desde la sala en que esperaba entretenido en contemplar las estampas de santos y toreros que cubrían las paredes, oyó Salvador los gruñidos del atleta al ser arrancado de su dulce sueño por la mano áspera y aceitosa del fenómeno. Oyó después imprecaciones y desperezos, y luego una ronquísima voz que decía:

-Baja a la tienda y tráeme los cigarros que dejé en el cajón grande del mostrador.

Poco después Tablas y Salvador se saludaban en la sala. Hablaron con interés un largo rato, y al fin dijo López:

-Vámonos al café, y almorzando hablaremos de eso despacito. Aquí no se puede hablar de nada. Nazaria es muy re-curiosa, y todo lo quiere saber.

Se fueron. En la escalera hallaron al fenómeno, que después de haber subido para llevar los cigarros al Sr. Tablas, volvía a subir (¡oh Cristo de la cruz acuestas!) en busca de la sal para un huevo frito que se estaba comiendo la señora Nazaria.

Se comprenderá por este último y no insignificante detalle que la hermosa carnicera había concluido el despacho de la mañana. Al fin podía gozar algún descanso después de aquella espantosa brega de cortar, pesar, cobrar y devolver, y en el rescoldo de la buñolería le aderezaba la de los parches un ligero almuerzo. Detrás del mostrador ponía su mesa Nazaria; se lavaba manos y brazos hasta el codo; quitábase aquel horrible mandil que le sirviera poco antes, y acompañada de alguna discreta amiga que de la próxima tienda de lienzos venía o de la mujer del vinatero, restauraban sus fuerzas. Después solía tomar una almohadilla con algo de costura, y a cada instante volvía la cabeza hacia la otra tienda para decir: -«Rumalda, sube y tráeme el dedal...». Más tarde: -«Rumalda, la seda negra que está en mi costurero...».

En la buñolería, que a eso de las diez apagó sus fuegos, estaba la de los parches al frente de sus menguados despachillos de escarola, perejil y lechugas. Romualda se comía un pedazo de pan, engañado con los restos del almuerzo de Nazaria.

-Rumalda -dijo esta después de medio día-, sube y dile a Petrilla que no ponga las perdices.

Y media hora después Romualda subió a preguntar si estaba la comida. Siendo la respuesta negativa, volvió a subir para dar prisa, y cuando Nazaria se remontó despacio a su alojamiento para comer y dormir la siesta, el fenómeno bajó a buscar las tijeras que se habían quedado en la tienda, y más tarde a decir al cortador que cerrara, y luego fue por aceite a la lonja de la esquina.

La Pimentosa comió abundantemente, como solía hacerlo, y antes de dormir la siesta mandó al fenómeno que bajase para ver si Tablas estaba en la taberna de la calle de las Maldonadas. Malísimo humor tenía la señora por aquella tardanza de su hombre, aunque acostumbrada estaba a tales ausencias y a otras mayores. Del mal humor pasó a la furia, y después de poner como ropa de pascuas a Petrilla, a la mujer de los parches, al cortador, al lucero del alba, al Preste Juan de las Indias, al rey David, miró a Romualda con dictatorial ceño.

-¿Y tú qué haces ahí, holgazana? ¿En dónde está la media?

El fenómeno respondió temblando que la media estaba abajo... ¿pues dónde había de estar?

-Pues correndito por ella.

Y se echó a dormir. Después de la siesta recibió varias visitas, a saber: el respetable vinatero que venía con importantísimos chismes de la vecindad; la inquilina del segundo, que era prestamista, con más conchas que un galápago y más dinero que la Real Hacienda; una criada de la señora de D. Pedro Rey que vino a traer recados de su ama, (pues Nazaria era hija de una antigua sirvienta de los Rey), y el padre Carantoña, de la orden de Predicadores, que algunas veces solía ir a la casa para llevarse una cestilla repleta de ricos chorizos y butifarras, con otras vituallas de consideración.

-Padre Carantoña -dijo Nazaria al despedir al fraile-. Hágame un favor. Si ve a Rumaldilla en la tienda o jugando en la calle, dígale que suba.

Aquella tarde sintiose la insigne carnicera bastante molestada de la dispepsia que padecía. Hallábase en disposición de abofetear a todo el género humano, porque las malas digestiones exacerbaban su carácter agrio y despótico. Desconfiando de los médicos, sólo se aplicaba remedios que llamaremos populares, recomendados por las comadres de la vecindad, los unos del orden supersticioso, los otros del género terapéutico familiar; y como se los administraba todos a la vez o in solidum, sin criterio, sin tino, la buena mujer estaba cada día peor. Por eso aquella tarde, se oyeron muchas veces sus vehementes gritos de mando: «-Rumalda, a la botica. -Rumalda, a casa de la tía Pistacha... que te de aquellos polvos...».

En estos y otros lances, recibió una visita altamente honrosa. La sala se llenó de negro, quiero decir que entró en ella el padre Gracián acompañado de otro clérigo, no tan grande como Su Reverencia, pero también bastante talludo. El padre Gracián era bien recibido en una y otra parte y muy querido del vecindario de Madrid, porque a todas las casas que se honraban con su presencia, y eran muchas (aunque él no pecaba de pedigüeño ni de entrometido, como algunos individuos monacales), llevaba siempre una misión desinteresada y evangélica. El palacio del rico y el cuarto numerado del pobre abrían con igual amor sus puertas a aquel enemigo del escándalo, a aquel trabajador incansable de la viña del Señor, a aquel guerrero de la moral cristiana, a aquel perseguidor de las malas costumbres. Hacía la propaganda de los matrimonios leales y bien acordados, de las familias pacíficas; llevaba por todas partes el pabellón de las reconciliaciones y de la paz; perseguía sin tregua las irregularidades, los odios domésticos, los amancebamientos, los desórdenes, y su mayor gloria era encarrilar un marido extraviado, enderezar una esposa torcida, atraer un hijo pródigo, ablandar a un padre cruel. No abandonaba ni un punto su arriesgado puesto de combate enfrente de las baterías de Satanás, y exponía su noble pecho a las burlas, a las injurias, a la mala interpretación, con tal de defender el baluarte de Cristo en que asentaba su planta, y no dejarse quitar un palmo de terreno, sino antes bien ganar al pecado palmos, varas y leguas.

La Pimentosa se turbó al verle entrar. Ella, que no respetaba nada en el mundo, respetaba al clérigo por un sentimiento natural adquirido desde la cuna y, si se quiere, mamado con la leche. Ofreció una silla al Padre y otra al Hermano que acompañaba al Padre.

-No, no me siento -dijo con áspera voz Gracián, blandiendo su sombrero de teja, como si fuera un montante para cortar cabezas-; nos vamos enseguida. Yo no vengo aquí como el padre Carantoña a tomar chocolate y a recibir morcillas; vengo a arrojar una semilla fructífera en este erial; vengo a arrojar una palabra en este desierto, con esperanza de que alguna vez sea oída... Me intereso por vosotros porque sois pecadores. El sano no necesita de médico, el leproso sí. Conocí a la señora Nazaria en casa de D. Pedro Rey, y allí supe su mala vida. Conocí a López en casa de D. Felicísimo, y allí supe su extravío. Pues bien, aquí vengo hoy con el mismo fin que me trajo la semana pasada; vengo a deciros: «Casaos, casaos, casaos, que estáis perdiendo vuestras almas y dando mal ejemplo». Soy misionero de Cristo, apóstol de gentiles, y veo que no es preciso ir al Asia ni al África para encontrar salvajes. Aquellos son mejores que vosotros, porque ellos son nacidos ciegos, y vosotros, que nacisteis con vista, cerráis los ojos a la luz. Vuestra unión ilícita es un pecado mortal para vosotros y un escándalo para los fieles. Casaos, almas de cántaro, y vivid como Dios manda y la sociedad desea.

En la cara de la Pimentosa parecían fluctuar batallando la cólera y el respeto, y con turbada lengua se disculpó así:

-Bueno, ya lo sé... ¡Caramba, qué trompeta de Padre!.. No soy sorda... Yo bien sé que Su Reverencia habla con razón. Pero yo me voy a separar de Tablas, yo reniego de Tablas, que es un holgazán, que me está comiendo lo que gano y lo que heredé de mi difunto.

-Pues separaos, por la Virgen Santísima -dijo Gracián con más suaves modos-. Si él es un borracho, un haragán y un libertino, váyase enhoramala. Ayer lo calentó las orejas en casa del Sr. Carnicero. Pero él no desea romper esta unión ilícita, sino casarse. Tiene buen fondo. Decidid una cosa u otra; estáis llenos de pecados, vivís como fieras, no como cristianos.

-Padre, por amor de Dios -dijo Nazaria aterrada por las palabras del clérigo-. No me caliente la cabeza. Estoy esta tarde que si me acercan a la lumbre, ardo. El mal que padezco...

-Sí, ya sé que padeces un mal insufrible. ¿Pero de qué proviene ese mal? Proviene de tus infames vicios, de la glotonería primero, de la cólera después y de otros grandes y deplorables pecados. Luego no quieres atenerte a la medicina ni al dictamen de entendidos físicos, sino que te entregas a la superstición. Has de saber que es ultrajar a Dios y a los santos creer que con palitroques pasados por los pies de una imagen se curan las enfermedades, y que el romero guisado al compás de un credo sirve para hacer buen quilo. ¡Error, necedad, irreverencia, sacrilegio!... No veo en esta casa más que escándalo y profanación -añadió colérico, revolviendo sus ojos y mirando las estampas que llenaban las paredes-. ¿Qué significan estos retratos de toreros confundidos con los santos más venerables? ¿Qué significan esas muletas y esos estoques, banderillas y puyas, colocadas en pabellón y como al modo de ofrenda al pie de la Santísima Virgen? ¿Y esa cabeza de toro que tiene pendiente de cada cuerno un Niño Jesús de alcorza?... Mujer escandalosa, hasta en los adornos de esta casa se conoce que reinan aquí la profanación, el escándalo y el vicio.

-Así tenía mi marido la casa -dijo Nazaria alzando su nariz provocativa, por donde entró un chorro de aire que sonaba a resoplido de fragua.

-Bueno estaría también tu marido -dijo Gracián, haciendo un mohín de escarnio-. Los sentimientos de la gente de esta casa se revelan hasta en lo más insignificante. Pues si fuera a ocuparme de todo lo que hay aquí de reprensible, ¿qué diría, señora Nazaria, qué diría de la bárbara crudeza con que es tratada esa pobre niña, o mujer canija, hija del señor Tablas?... Os tratáis como duques, y ella se confunde con los más lastimosos pordioseros. ¿Qué tal? ¿Es esto cristiano, es esto honrado? Pero donde no hay verdadera familia no puede haber sentimientos humanitarios ni caridad. Casaos, casaos, reconciliaos con Dios y con la Iglesia, no me cansará de decirlo. Si así lo hacéis, después todo se os hará fácil. Salvad vuestra alma, y no contaminéis otras almas que aún están puras. Curaos de vuestro daño, y así ninguno que esté próximo a vosotros se contaminará de él... Os amonesto por tercera vez, y os amonestaré la cuarta y la quinta, porque yo, que he despreciado tantas veces la muerte, ¿qué caso puedo hacer de vuestra resistencia? Nazaria, vuelve en ti, oye mis consejos. Citando tu corazón de un grito, corre a la iglesia, no te detengas. Me hallarás en mi confesionario. Adiós.

Sin hacer reverencia alguna, impávido, formidable, como el guerrero que ha cumplido su deber en lo más recio de un combate, salió seguido del Hermano. Cuando bajaba la escalera, Tablas subía.