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Un faccioso más y algunos frailes menos/XXIV

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XXIV

Rodfriquine, ¿vidiste hodie ceremoniam in capella Dolorosæ?

-¡Eheu! amice. Vidi (et invideo) satisfactionem Agni Benedictinei (vel Benigni Corderi) in desposorium suum cum puella.

-¿Quid tibi videtur?

-Ille senex, superlative frescachona illa. ¡Matrimonius slultus! Acababerit sicut rosarium albæ matutinæ.

-¡Oh fortunate senex!

-¡Oh terque quaterque beatus! Ille lætificat senectutem suam cum moza matrimoniale (vel uxore) dum nobis nulla res amatoria licet. ¡Miserere nobis, Domine, miserere nobis, qui Thesaurum Calepinum et horridos mamotretos desposamus. Gramatica muchacha nostra est.

-¡Eheu!... ¡pergaminosa et frigidissima uxor semper nobiscum in aula, in mensa, in thoro!...

Al oír este diálogo se comprenderá que anda por aquí el maligno y siempre macarrónico D. Rodriguín. En efecto, él era quien sostenía esta conversación latina con otro colegial no menos travieso, valiéndose para ello de una especie de comunicación postal establecida debajo de las carpetas por medio de un hilo corredizo que funcionaba de un puesto a otro a escondidas de los demás colegiales y de los padres. Ambos amigos afectaban hallarse muy ocupados en sus tareas estudiantiles. Ni con rumor, ni con miradas, turbaban el silencio plácido de la sala de estudio. Los asientos de uno y otro estaban cerca. El hilo corría suavemente por debajo de las mesas, llevando y trayendo un papelito, en el cual cada uno escribía su macarrón, referente por lo común a los sucesos del día, y así pasaban las horas dulcemente entretenidos con gran detrimento de la lección señalada. A veces funcionaba el telégrafo sub-carpetano tan sólo para observar que al padre Fernández se le caía la baba o que al padre Solís se le rodaba el bonete. Por poco versado que el lector esté en humanidades macarrónicas, habrá deducido del diálogo trascrito que aquella mañana se había casado D. Benigno Cordero en la capilla de los Dolores de San Isidro. Este gran suceso se verificó a fines de Junio.

Estuvo D. Benigno en aquella ocasión sereno y grave, como hombre que da cumplimiento al más importante de los deberes. Sola parecía contenta sin afectación, los muchachos estaban alegres y Crucita renegando. La bendición fue dada por el padre Gracián, con quien celebró Cordero larga conferencia en la tarde de aquel día cien veces fausto.

Dejemos ahora a esta digna familia, para quien parecerán siempre pocas todas las bendiciones del cielo, y sigamos al venerable jesuita, cuyos pasos son ahora del mayor interés. Acompañado del joven que solía pasear con él, salió del Colegio Imperial, tomó por la calle de los Estudios, y entrando en la de las Maldonadas, detuvo sus pasos en la puerta de un llamado establecimiento, cuyo nombre más propio fuera tenducho. Miró adentro, no vio a nadie, volvió a mirar, llamando, y al conjuro de la voz, moviose un enorme tinajón de hacer buñuelos que arrinconado estaba. Cayó de él una estera vieja, apartáronse dos escobas, y por el hueco que del movimiento de estas piezas resultara, viose aparecer una figura de mujercilla raquítica, que se adelantó cojeando.

-Romualda, ¿qué hacías ahí?

La muchacha se restregó los ojos.

-Estaba durmiendo -replicó.

-¿Y así cuidas tú la tienda?

¡La tienda! Sólo por prurito de hacer hipérboles podía darse este nombre al mezquino aguaducho, consistente en media docena de botellas, un gran tarro de cerezas en aguardiente, caja de latón con delantera de vidrio, medio llena de bollos y azucarillos, y un par de botijos de agua de la Arganzuela.

-Tenía mucho sueño -dijo Romualda-. Anoche me tuvieron en vela esperando a padre López, que vino entre dos luces.

-Embriagado tal vez... ¡Bendito Dios!... ¿Y ahora está tu padre en casa?

-No lo sé... subirá. Mi madrastra está en la cama.

-Sube, y si está tu padre, dile que baje al momento. Necesito darle un recado.

Mientras Romualda sube, dejando al buen clérigo y su acompañante en la puerta del establecimiento, digamos cómo de la opulencia y desahogo de la carnecería pasó aquella desmoralizada familia a la estrechez de un miserable comercio de agua y vino. En casa donde no existen ni los vínculos ni los afectos que constituyen la familia, donde la paz deja su puesto a la discordia y los vicios ocupan el lugar de la economía y la sobriedad, no pueden de modo alguno afincar las prosperidades. La actividad de Nazaria y su inteligencia no bastaban a atenuar los malos efectos de la holgazanería de López, el cual no sólo derrochaba en torpes fraucachelas lo adquirido con sus malas artes y conexiones políticas, sino que también sabía apurar, dejándolos en las puras tablas, los cajones del mostrador, llenos del pingüe esquilmo de la mañana. Nazaria no gastaba en liviandades, pero sí en lujo y ruinosos caprichos. Empeñaba una joya para comprar otra, y a ninguna prendera dejaba salir de su casa sin quitarle de las manos, a cambio de buen dinero, el rico mantón de Manila, la peineta de concha, el abanico de marfil, los soberbios encajes flamencos y otras prendas valiosas que las casas ricas de Madrid arrojan diariamente al oscuro mercado de lance. La carnecería producía mucho; pero el género de Mortanchez y Candelario no cae llovido del cielo, por lo que pronto empezó a declinar la casa, y dando tumbos y traspiés cayó, a la vuelta de un año, en el abismo del descrédito. Los acreedores se repartieron el botín y hubo una desbandada de chorizos y una dispersión de jamones, que dieron mucho que hablar a todo el barrio de San Millán. Los muebles de la casa fueron embargados, y salieron en busca de más seguro domicilio las imágenes y santicos, juntamente con los toreros. Tres o cuatro puestos del Rastro lucieron durante una semana parte muy principal del ajuar de la Pimentosa, que sólo pudo retener lo indispensable para no pedir un hueco en San Bernardino, fundado por Pontejos en aquel mismo año. Ciertos dineros no muy lucidos que se salvaron del desastre casi por milagro sirvieron a la viuda de Peralvillo para poner la tienda acuática antes descrita; y entre aquellos cuatro fementidos trastos la infeliz mujer se mecía otra vez en locas ilusiones, pensando en volver a ser favorecida de la fortuna, para sacar del comercio pequeñito un tráfico grande y rico. Ella tenía genio, sabía comprar, sabía vender, pero ignoraba el arte de guardar, que es el arte de enriquecer. Su mala estrella o su naturaleza física y moral (que esto no está bien averiguado) le agravaron el mal que ha tiempo padecía, llegando al extremo de no tener hora de completo sosiego; y si los duelos con pan son menos, la enfermedad acompañada de duelos y quebrantos cierra la puerta a todo remedio. A la escasez se unían las continuas reyertas domésticas para abatir más el espíritu de la pobre viuda de Peralvillo y poner su estómago más dolorido. Un hecho importante ocurrió poco después de la ruina. No lo pasemos en silencio por lo mucho que a ambos favorece. Se casaron; pero la legalización de aquella inmoral alianza no la hizo más pacífica, y después de los desposorios llevó López más arañazos en su rostro y ella mayor número de cardenales en su hermoso cuerpo.

El desastroso acabamiento de D. Felicísimo y el desplome de la casa en que vivía pusieron a Tablas en gran desesperación, porque él creía segura una buena manda en el testamento de su protector. Como el testamento no se encontró entre los escombros, o si se encontró lo inutilizaron hábilmente Bragas y los de la curia, quedáronse en ayunas López y los señores eclesiásticos, que también tenían sus cinco sentidos en las mandas de misas y legados piadosos. Del abintestato del Sr. de Carnicero se había aprovechado a sus anchas, sin el estorbo de repartir, el siempre venturosísimo Pipaón, a quien el cielo deparó un vástago a los nueve meses (día más día menos) de su matrimonio.

Chasqueado por aquella parte, Tablas se obstinó más y más en apretar los lazos que le unían a las sociedades secretas y al conventículo formado por Aviraneta, Rufete y comparsa. Bien se comprende que López, hombre sin letras ni palabra, incapaz de formular discretamente un juicio ni de aposentar una idea en la espesura de su cerebro, no podía ser en el club populachero más que un instrumento brutal para funcionar en días de escándalo y griterío. Todos cuantos han tenido la desgracia de trabajar en conspiraciones burdas saben perfectamente que los despabilados y parlanchines forman a sus espaldas una guardia de hombres soeces y brutales, que sirven para dar a la idea, en la ocasión precisa, su voz estentórea, su brazo salvaje y su representación apasionadamente popular. Tablas era de esta guardia, mejor dicho, era el jefe de ella, y había conseguido llevar al club a otros mocetones, que ni desmerecían de él en fuerzas corporales, ni le ganaban un ardite en talento.

Pero, desgraciadamente para él, las conspiraciones de aquel tiempo carecían de fondos. Eran conspiraciones pobres, no por esto honradas. Se esperaban auxilios; pero los auxilios no venían, porque los destinados a darlos no habían llegado aún a ese grado de candidez en que la ambición cierra los ojos y abre la mano.

Para atender a sus gastos, que no había sabido disminuir después de la miseria, Tablas se colocó en el establecimiento de coches de la posada del Dragón, con cuyo dueño tenía amistad antigua. Pero su holgazanería le vedaba siempre entrar en faenas duras, y sólo se ocupaba de cuidar el almacén de equipajes y encargos. En destino tan poco brillante aguardaba el imaginario triunfo de aquellos buenos señores del club, tan sabios, según él, o la señal de armar camorra a las autoridades. El majadero de López estaba dispuesto a todo, apretado por la miseria, la envidia y los apetitos que devoraban su alma.