¿Inocentes o culpables?/X

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Pasaron varios meses. José seguía visitando a Carlota y sus amores marchaban en una inteligencia perfecta. Como la señora y su hija estaban siempre ocupadas se había convenido recibirle los domingos. Allí José averiguaba si irían el jueves a lo de Ferreol, y en caso negativo, él también se abstenía. Cuando quedaban un momento solos, Carlota le informaba la hora en que iría a misa el día festivo más próximo, para hacer en la Iglesia comercio de miradas. Nuestro joven, pues, era feliz y avanzaba confiado hacia el porvenir entreviendo celajes sonrosados.

Pensaba pedir en breve la mano de la niña para formalizar un compromiso, que a la vez de alentarlo lo dejase tranquilo a este respecto. Esperaba solamente la terminación del año, para ver si don Guillermo le aumentaba el sueldo. Entre tanto se curaba, y según la opinión del médico, iba en vías de un restablecimiento completo. Si su sueldo no mejoraba tenía su proyecto: librar una batalla en su casa para que sus padres lo habilitasen y poder abrir un Registro de tienda y mercería.

Así seguía, igual y monótona su existencia, hasta que un día, en el momento de llegar a su acomodo, fue llamado por don Guillermo.

Como no tenía ningún trabajo entre manos se sorprendió.

-¡Bah! se dijo, he venido un poco tarde y el viejo me va a echar una raspa.

Miró a sus compañeros y los encontró tan mustios y silenciosos que comprendió al instante que algo grave sucedía.

José era muy precavido y sintió no haber traído su revólver.

Así fue que cuando entró al escritorio de D. Guillermo lo primero que hizo fue reconocer los objetos para tener presentes aquellos que pudiesen servir de arma en caso necesario.

-Buenos días, señor -dijo al ver a su patrón.

D. Guillermo lo mira sin contestarle. Estaba tétrico y sombrío. Se conocía que una tormenta moral rugía en su alma. En un rincón se encontraba Guillermo recostado contra el muro y con una mano cubriéndose la frente y parte de los ojos, que estaban rojos, lo que decía que había llorado mucho. Su aspecto revelaba tanta desesperación que movía a lástima.

José comenzó a comprender algo.

-¿Sabe Vd., -dijo al fin D. Guillermo con voz bronca-, de que éste -señalando a su hijo- haya gastado dinero en este tiempo pasado?

-No, señor.

-¡Diga Vd. la verdad, porque es muy posible que salga Vd. de aquí para la Policía!

José perdió su paciencia, y su temperamento nervioso prevaleció a despecho de todos sus deseos de mantenerse prudente.

-¿Yo? ¿yo a la cárcel? Mídase, señor, en lo que dice, porque de lo contrario...

-¡Me amenaza Vd.! -vociferó el comerciante; pero ya contenido algún tanto.

-No, señor; no lo amenazo; pero respeto a condición de que se me respete a mi turno.

-¿Pero cómo me quiere Vd. hacer tan tonto para que lo crea que no sabe nada del dinero que ha derrochado su amigo de parrandas?

-Él no ha tenido ninguna parte -sollozó noblemente Guillermo desde el rincón.

-¡Cállate tú, sinvergüenza! -gritó el padre.

-En fin, puede ser -continuó secamente el dueño del Registro-; pero si no ha sido Vd. cómplice directo, lo ha arrastrado llevándolo a casas de perdición. ¡Ah! Vd. ha sido fatal para mi casa y nadie me quitará que su mala compañía es la que ha corrompido a mi hijo: hemos concluido: ¡puede Vd. retirarse para siempre de esta casa!

José veía en desgracia a Guillermo y quería ser noble; por esto no había interrumpido a su padre; pero cuando vio que se lo arrojaba como a un leproso estalló:

-Usted es un viejo crápula y ladrón. Sépase, roñoso hipócrita, que su hijo ha sido el que me ha enseñado el camino de los burdeles y que cuando yo entré a esta casa apenas si sabía que existieran.

-¡Retírese Vd., insolente!

-¿Vd. cree que le tengo miedo? no quiero retirarme: si Vd. está en su casa, yo tengo el derecho de exigir los días que se me deben y un papel que atestigüe mi honradez, porque no soy un perro para que se me arroje de esta manera a la calle.

El comerciante, furioso, avanzó para tomarlo de un brazo, pero listo como el rayo José alzó una silla por el respaldo y lo ensartó del pecho.

-Modérese, señor, que por la fuerza no va a conseguir nada -dijo el joven en medio de la consiguiente agitación, pero con admirable sangre fría.

Los demás empleados habían oído el altercado y cuando comprendieron por el ruido de los muebles en que tropezaban José y su patrón, que algo más grave sucedía, ocurrieron aceleradamente.

Era tiempo, porque Guillermo viendo mal parado a su padre había querido separarlo a José, pero este que no conoció bien sus intenciones lo rechazó con una patada. El hijo iba a embestir nuevamente, cuando entraron en tropel los empleados.

El dependiente principal se interpuso entre los combatientes abrazando la silla.

-Deje, señor -le dijo a su patrón-, y Vd. también, Dagiore: esto no conduce a nada -y mientras ellos seguían gritando los otros dependientes los separaron.

-Venga Vd. conmigo: se lo pido como un servicio de amistad -dijo el principal a José. Este lo siguió y fue a su sitio habitual, que estaba en los escritorios que daban a la calle.

-¿No ve que no sólo me arroja injustamente de su casa, sino que pretendía darme de empujones? -decía José al principal mientras caminaban por angostos senderos que limitaban hasta el techo las piezas de género superpuestas.

-Está hoy intolerable, y creo que vamos a salir todos.

-¿Pero qué es lo que ha sucedido?

-Ha encontrado un pagaré de dos mil fuertes falsificado por Guillermo: se ha averiguado que hacía mucho de esto, pero renovaba los pagarés. Yo lo había dicho que el día menos pensado iba a hacer una trastada. Se metía en todo, daba órdenes contrarias a las mías y hacía asientos en los libros; pero don Guillermo, que lo consentía, tiene la culpa de lo que pasa.

-¿Y será eso no más?

-Ahí está lo que no se sabe.

-¡Pero yo no lo he visto hacer lo que pudiera llamarse grandes gastos!

-Es que debía en muchas partes y se conoce que ha querido pagar sus trampas, porque muchos de los que le habían prestado dinero, ya cansados, lo amenazaban con cobrarlo al viejo.

José entonces recordó los regalos que había hecho Guillermo a Josefina.

-Vaya una cosa linda; pero yo soy el que paga el pato, dijo.

-Quédese aquí un momento que voy a verlo.

D. Guillermo la había emprendido nuevamente con su hijo y tuvieron que quitárselo, porque en su furor volvía a golpearlo.

Hombre vulgar, no comprendía que podía haber probado, en esta ocasión, con una conducta elevada, la regeneración de su hijo. Ese mismo día llamó urgentemente al mayordomo de la estancia que poseía en Arrecifes, y cuando a los dos días bajó este, le entregó a Guillermo dándole toda clase de poderes para que lo hiciera marchar derecho.

-Señor -le dijo el principal-, es conveniente que arreglemos esto: por Vd. y por todos: es preciso que evitemos incidentes enojosos.

-Dagiore merecería un correctivo: es un insolente.

El principal necesitaba de su puesto, pero apreciaba mucho a José: así es que dijo:

-Es joven, señor, y en este asunto no tiene ninguna culpa.

-¡Lo defiende Vd.!

-Señor, digo lo que hay.

D. Guillermo, que recién había conocido la fibra enérgica de José, deseaba también terminar el asunto, porque no dejaba de pensar con recelo que un joven tan decidido podría vengarse asestándole un mal golpe.

-Arregle Vd. esto entonces: páguele todo el mes y escriba un simple certificado que yo firmaré; pero que no vuelva a presentarse en esta casa.

El principal fue a cumplir esta orden y se la comunicó a José.

-Ponga Vd. bien la palabra honradez, porque mi salida coincide con un robo que ha hecho Guillermo.

-Pierda Vd. cuidado.

Cuando fueron a entregarle el sueldo íntegro, aunque por el Código le correspondía más, no quiso recibir sino los días que iban corridos.

Se despidió cariñosamente de sus compañeros y recién supieron estos la extensión del aprecio que le profesaban.

Sería la una del día cuando salió a la calle. Se encontró perplejo sin saber dónde ir. Con todo se sentía alegre. Al fin decidió ir al Café Tortoni a pasar el tiempo hasta que llegara la hora de costumbre para retirarse a su casa. No encontró ningún amigo entre los pocos parroquianos que estaban en el Café. Pidió un oporto y se puso a hojear las revistas ilustradas que se encontraban sobre la mesa. Luego meditó sobre su situación. Su idea anterior de abrir un registro volvió a ocurrírsele, tomando mayor cuerpo en su mente. Hasta pensó en una competencia con don Guillermo, situando su negocio cercano al de su ex-patrón, y como su imaginación corría y se había emocionado por la afectuosa despedida que le hicieron sus compañeros, veía llegado el momento, en que ofreciéndoles mayor sueldo, lo dejaban a don Guillermo para venirse con él.

Luego bajaba con bastante recelo a la realidad de las cosas y se preguntaba si su padre le facilitaría el dinero necesario.

Así anduvo alimentándose de proyectos e ilusiones dos semanas, hasta que cansado de aburrirse las horas del día en que vagaba sin rumbo ni objeto y mermándosele los pocos pesos que tenía, resolvió participar a su madre lo que pasaba.

Dorotea se puso muy seria, pero cuando José expuso bien los hechos y le mostró el certificado, sintió un gran alivio: al menos su hijo no era ladrón, y convino con él en que don Guillermo era un mal hombre.

Pasando luego a la idea acariciada por José de instalar un registro, volvió la madre a ponerse seria y con acento triste dijo:

-Yo no la desapruebo, porque creo que serías juicioso, pero estoy plenamente segura de que tu padre te negará su ayuda. Tú no sabes cómo está. Sería preciso que permanecieses aquí todo el tiempo que lo pasa entre nosotros. ¡Ay! tu padre concluirá mal, y me parece que nos amenaza una desgracia.

-¡Dios mío! ¿y cómo yo no he sabido nada?

-Te hemos ocultado, porque creíamos que pasaría. Anda muy mal de la cabeza.

José quedó profundamente sorprendido, y el noble sentimiento del amor filial se despertó en su pecho brusco y enternecido, colmando por primera vez de secretas simpatías a su desgraciado padre, y un acerbo remordimiento empezó a punzarle las entrañas por su conducta pasada, al recordar que solían trascurrir meses sin verle.

-¡Quién sabe todavía! -dijo-, él tiene rarezas y un genio brusco; puede ser que viendo un médico la cosa pase pronto.

Dorotea se echó a llorar.

-Tú me ocultas algo, mama -gritó perplejo José, abrazándose a Dorotea.

-No hijo: hace varios días que estaba por contarte lo que pasaba; de todos modos habías de saberlo y sólo por una casualidad no te has encontrado en alguna de las escenas que han tenido lugar. Dagiore hacía tiempo que andaba muy fastidioso y lleno de ideas raras, yo lo sufría sin contrariarle, hasta que ahora cinco días se presentó un oficial de Policía al cual él acompañaba. Había ido a llamarlo para que tomara preso al Mayor, diciendo que lo quería asesinar.

José empezó a comprender la gravedad del caso, y se le nublaron los ojos.

-El oficial conocía a Paz -continuó la madre, y empezó recién a dudar del hecho, porque Dagiore había expuesto muy bien toda una historia en la Comisaría, pero sin dar el nombre del que decía premeditaba un crimen contra su persona. Entonces el de la policía le hizo varias preguntas, tu padre se confundió y al fin concluyó por decir que había más de cien que lo querían matar. Comprenderás cómo quedé. El oficial le dio toda la razón y le dijo que le mandara el nombre de los cien para ponerlos presos y salió con Paz. Yo le escribí entonces al Mayor, que se abstuviera de venir, y él me contestó, allí está su carta -dijo Dorotea señalando una cómoda-, que ya en el Café había Dagiore provocado incidentes parecidos, y concluía aconsejándome lo hiciese ver con un médico. Ya había pensado yo esto mismo, y viendo que salía lo hice seguir de lejos con Clara. Vio esta que entró al Café, y me trajo la noticia. Entonces me tapé y fui a ver al doctor R... Quiso la suerte que lo encontrara y consintió en ir a ver a Dagiore al Café sin demostrarle que era médico. Me hizo infinidad de preguntas sobre su vida pasada, si bebía, si había mantenido proyectos y si le iba mal en el negocio o había perdido dinero de cualquier manera. A todo le respondí con los informes que podía darle y nos separamos quedando él en venir a casa a comunicarme el resultado de su reconocimiento. Volvió a la hora y me dijo que sería su cura muy difícil, porque la enfermedad había hecho muchos progresos, pero que con todo, era preciso probar. Recetó una bebida para que tomara por cucharadas y me dijo que hiciera lo posible por impedir que se embriagase y que si ocurría alguna novedad lo mandase llamar.

-¿Y ha tomado tata esa bebida?

-Eso ha sido lo peor. Por la tarde vino muy apesadumbrado, yo lo acaricié, le tomé de las manos y le dije que estaba enfermo y que era preciso curarse y tomar remedios. Trate de infundirle confianza, pero cuando vio la botella y la cuchara se deshizo en gritos e imprecaciones, diciendo que yo trataba de envenenarlo: cogió un palo y yo tuve que abandonarle la botella, la que guardó cuidadosamente en un baúl que cierra con llave y donde mete una porción de porquerías.

-¿Y has vuelto a ver al médico?

-Ayer; le conté lo que había sucedido y me dijo entonces, meneando la cabeza, que no había más que aislarlo en un establecimiento médico para que se sujetase a un régimen.

-¡Dios mío, qué fatalidad! y tan sano y fuerte que ha sido siempre.

-Me dijo, además, el doctor que si no nos decidíamos a dar este paso, estuviésemos prevenidos, porque podría en un momento de exasperación cometer algún acto violento.

-¡Qué desgracia, señor, qué desgracia! -murmuraba, paseándose por la habitación, José.

Una idea generosa cruzó por su imaginación: se figuró que hablando él a su padre le volvería la razón: pensaba llenarlo de consuelos y hablarle de la fundación del Registro, haciéndole ver que ya estaba viejo y que necesitaba descanso. En su noble entusiasmo no dudaba convencerle de que debía dejar el Café y que era a su hijo al que le había llegado el turno de trabajar para toda la familia.

Le participó su propósito a Dorotea.

Esta hizo un movimiento de duda con la cabeza.

-Sin embargo -dijo- es bueno probar todos los medios: es tu padre y debes procurar de llevarle algún consuelo.

José tomó su sombrero y se dirigió al Café.

Entró y se acercó al pequeño mostrador que estaba situado a la derecha de la entrada.

Carlos, el dependiente principal, estaba allí.

El joven preguntó por su padre.

-Está en mi cuarto -contestó Carlos-: allí se lo pasa todo el día: no hace más que pasearse y no quiere que lo hablen.

-Tengo que verle.

¡Ah! no le aconsejo.

No obstante esta prevención, José se dirigió adonde se le había indicado que estaba su padre, una habitación que conocía bien, situada en el fondo de la casa.

Dagiore, fumando un cigarro de la paja y con la vista clavada en el suelo, se paseaba de un extremo a otro. La expresión de su cara era torva y su mirada vaga e indecisa.

No sintió las pisadas de José y recién reparó en él cuando este llegó a los dinteles del cuarto.

Sin embargo, no lo reconoció en el primer instante y al ver a un hombre todo su cuerpo se estremeció.

-Tata... soy yo.

-¡Ah! ¡ah! Buenos días.

-¿Cómo le va, tata? Me habían dicho que estaba un poco enfermo, y venía a verlo.

-Sí, estoy enfermo.

-¿Qué siente?

-Yo no sé: todos me quieren hacer mal.

-No tenga cuidado, tata, aquí estoy yo para defenderlo.

-¡Ah! tú no puedes hacer nada, nada... no sabes... son unos ladrones: ¿no había nadie en el patio cuando entraste?

-Nadie, tata.

-Ah, se esconden, la policía está formada de bandidos: a ellos los ayuda la policía.

Y así siguió en su delirio el pobre Dagiore.

José, con mucho trabajo, consiguió llevarlo a su casa.

Dagiore, tan pronto como entró, se dirigió a la pieza en que estaba el baúl y se sentó en el mismo: en esa postura se entregaba a la meditación, y su cerebro, como reloj descompuesto que marca pleno día cuando nuestro pedazo de tierra esquiva las caricias del sol, empezaba a forjar fantasmas reflejando las impresiones que le enviaban sus sentidos, quebradas o en gibas deformes y amplísimas.

El médico fue llamado varias veces; recetó cloral, porque Dagiore dormía muy poco, y prescribió que se continuase con la anterior bebida.

Dorotea hizo los posibles esfuerzos para que tomara ambas cosas, pero el enfermo se resistía obstinadamente.

Entonces empezaron a vaciarle los remedios en la comida. Esto dio mal resultado, porque Dagiore parece que se apercibió y la idea de que pretendían envenenarlo se robusteció más en él.

La casa, con este motivo, estaba desquiciada y se vivía en un sobresalto continuo, esperando por momentos una catástrofe. Muchas personas aconsejaban a Dorotea que se decidiese a mandarlo al Hospicio, pero ella aceptando la idea, iba dejando pasar los días no resolviéndose a tomar una medida tan extrema, ilusionada con los intervalos de calma que solía presentar el enfermo.

En una de estas circunstancias Dorotea dio un buen consejo a José.

-No puedes estar así -le dijo-, es preciso que trates de acomodarte.

-Yo lo quisiera -respondió el joven-; ¿pero, dónde?

-Hay que hacer la diligencia: ¿por qué no ves al doctor Ferreol?

Todo ese día maduró la idea y se convenció de que no tenía otro camino. Estaba muy abatido por la enfermedad de su padre y su propia situación. La impotencia que lo engrillaba, no pudiendo satisfacer sus necesidades y deseos, hízole ver, por vez primera, pálidas y descarnadas las realidades tristes que en ciertas fases presenta la existencia, y los girones de su orgullo sentíalos caer, como deleznable escoria, al golpe de los desaires que avivaban su despecho. Se sentía humillado y su ánimo desfallecía cada vez más. Desde que salió del Registro no se había animado a volver a casa de su novia. Iba descendiendo por grados, esquivaba a sus antiguos camaradas y experimentaba una vergüenza punzadora al darse cuenta de su falsa posición y de su haraganería, hasta cierto punto obligada, porque habiendo su familia avanzado en rango, los empleos humildes le estaban vedados por la religión de las preocupaciones.

Varias veces salió con la decisión de ver a Ferreol, pero presa de un desaliento melancólico, que le debilitaba las piernas y la cabeza, vagaba como una sombra alrededor de los muros de la casa de gobierno, y se volvía a su casa, sin haber hecho la más leve tentativa por hablarlo. Pensó en interesar a Víctor, pero desechó luego esta idea al recordarle su vanidad ulcerada, que Carlota podría saber que andaba buscando acomodo.

En una de estas veces, se decidió al fin: lo habló y le pidió un empleo.

El pobre José quedó lleno de ilusiones con las promesas que le hizo el Ministro: ignoraba que ese mismo día había repetido idéntica cosa a tres o cuatro pretendientes.

-Con el mayor gusto -le dijo-, lo tendré presente en la primera vacante; pero hágame un recuerdito: vuelva de cuando en cuando.

-Si Vd. se digna decirme el día, señor.

-Pásese el lunes que viene.

Fue el lunes y el Ministro le dijo que volviera el miércoles, volvió el miércoles y le dijo que lo viera el sábado, y así lo tuvo por más de un mes.

Muchas veces, no bien lo avisaba, le decía con tono muy amable:

-¿Cómo está, mi amigo? No hay nada todavía para Vd., pero no lo olvido; tenga paciencia y dese una vueltita.

Aquello era una farsa que se le jugaba. En su candidez, José se preguntaba por qué no le diría con franqueza si pensaba no emplearlo.

Cansado de estas dolorosas tentativas que hacía para conseguir un sueldo, resolvió no volver, y desde entonces pasaba los días, con un humor negro, en el Café de su padre. Contribuía a afligirlo más su traje y sus botines, que exigían inmediato relevo. ¡Ah! cuando se veía así crujía de exasperación y maldecía de la vida. Recordaba a sus amigos y los encontraba infames. El infeliz con su criterio desquiciado no pensaba que él era quien se aislaba no concurriendo a los sitios de costumbre: en cuanto a Juan Diego y Andrés se encontraban absorbidos en sus estudios, pues los exámenes se acercaban.

Dagiore seguía de mal en peor. En uno de sus días buenos, Dorotea, por consejo del médico, le instó a que fuese al Café, pues hacía varias semanas que no salía de casa. Carlos estaba prevenido para que lo estimulase a entrar en vida normal, ocupándose de los trabajos que hacía anteriormente. Todo fue inútil: primero quiso arrojar del Café a un parroquiano al cual insultó sin motivo, y si no es Carlos que intercede lo habría pasado mal indudablemente, y después volvió como en tiempos anteriores a buscar la soledad aislándose en el cuarto del dependiente. De allí tenía que sacarlo José para llevarlo a su casa, caminando a su lado en el trayecto, lleno de vergüenza. Carlos le guardaba siempre respeto y obedecía su autoridad. Cada vez que Dagiore le exigía rendimiento de cuentas le entregaba hasta el último peso del cajón.

Poco después ya casi no salía. Con la idea de que lo querían envenenar él mismo se preparaba la comida. La aberración del gusto se había producido y abismaba ver cómo echaba en una cacerola velas de sebo, desperdicios y cáscaras de legumbres que sacaba del cajón de la basura, a lo cual unía pedazos de carne, con la particularidad de que no echaba sal al extraño potaje.

Cuando le parecía que estaba bien cocinado, en vez de comerlo, lo guardaba en el baúl y al cabo de tres o cuatro días lo sacaba y en pocos momentos devoraba la preparación ya podrida.

Dorotea no podía impedir que su marido comiese estas porquerías, porque cuando estaba preparándolas defendía su cacerola con la bravura de un perro a quien se trata de arrebatar el hueso que roe.

A Victoria y María les causaba hilaridad; Clara las acompañaba y aun la misma Dorotea solía participar de estos crueles festejos; que venían a atestiguar la existencia en la naturaleza humana de cosas doblemente dolorosas, porque a su natural tristeza, hay que agregar la tristeza de la risa que inspiran.

Era también digno de notar en Dagiore, cómo sus alucinaciones del oído y de la vista guardaban relación con sus ideas pasadas.

Es sabido que las masas italianas, en su generalidad, han seguido las opiniones anticlericales que triunfaron con el hecho político de la ocupación de Roma y la propaganda ardorosa de sus tribunos, cumpliéndose así, una vez más, la ley histórica de la turnidad en las fases con que se ostenta el espíritu humano al sucederse las generaciones en el dominio de las sociedades.

Dagiore, pues, como la mayoría de sus paisanos, era masón.

De noche se lo pasaba en vela, paseando por el patio y el comedor, cuidando de que la casa permaneciese alumbrada, porque la oscuridad le inspiraba grandísimo terror. La familia se encerraba en sus piezas para poder dormir con alguna tranquilidad, y a la mañana cuando Dorotea y Clara se levantaban, Dagiore, con las facciones alteradas, débil y rendido se dirigía al lado de su baúl y allí se acostaba como un perro receloso. Hacía, por lo menos, tres meses que no se mudaba camisa ni ropa interior y cuando Dorotea le instaba mucho, lo más que concedía el enfermo era colocar la camisa limpia encima de la otra inmunda.

Al preguntarle su esposa o José por qué no dormía de noche, contestaba invariablemente:

-Me persiguen una punta de jesuitas puercos y canallas: no me dejan dormir; abren agujeros en la azotea y me empiezan a hacer burla.

-Pero, tata -le contestaba José-, esos agujeros quedarían.

-Los tapan: son unos bregantes: yo los he visto, pero tienen comprada a la policía.

Carlos iba de cuando en cuando y como no veía las cosas de cerca, creía que la familia exageraba el estado de su patrón, y con la esperanza de que pudiese sanar, en cuyo caso lo premiaría, y también porque lo temía, continuaba haciéndole honrada entrega de las ganancias del Café.

Dagiore no daba, un solo real para los gastos de la familia y Dorotea solía encontrarse en grandes estrecheces. Había pedido dinero a Carlos, pero este sólo lo entregó cantidades insignificantes, contestando a todas las razones que le exponían:

-Pero si yo no quiero la plata para mí. Que me diga él que les dé y yo les entrego todo.

Una mañana, Dorotea lo abordó, con este mismo motivo y por centésima vez:

-Es preciso que me des dinero para el gasto.

-No tengo.

-¡Cómo no vas a tenerlo! ¿Quieres que vea el baúl?

Dagiore rió estúpida y falsamente, como si cediera, a la fuerza de un secreto resorte; una mirada extraviada y de brillo siniestro alumbró su rostro enjuto, y muy despacio, con mucha calma, dijo a su mujer:

-Yo te voy a degollar, no te descuidas.

No era esta la primera vez que la había amenazado, por esto Dorotea continuó:

-Bueno, puedes matarme, pero a tus hijos tienes que darles de comer.

-¿Y por qué no trabajan? ¿Por qué no vendes esos muebles de la sala? ¿Acaso sirven para nada?

Así contestaba todas las objeciones, pero sin desembolsar un solo peso.

Dorotea se encontraba por esta causa con nuevos disgustos, pues las cuentas de los gastos de consumo crecían y a cada momento la importunaban exigiéndole el cobro, porque ella, pensando que Dagiore le suministraría fondos, había ido demorando día por día a sus acreedores con formales promesas de pago.

Al reunirse para almorzar un mal puchero, la madre se quejó desoladamente.

-Esto no es vida -dijo-, y si no quiere darnos dinero no habrá más remedio que hacer lo que él dice y se venderán el piano y los otros muebles.

Los ojos de José se humedecieron. Contuvo sus lágrimas y se levantó de la mesa. En su cuarto la desesperación que le ahogaba hizo crisis, tirando las sillas y accionando presa de un furor convulsivo.

-Sí -se decía, en un monólogo entrecortado-: esto no es vida: aquí no se come, no se duerme, ni se puede tener la menor tranquilidad: ¡y pensar que estamos sufriendo horriblemente cuando tata ha de tener ese baúl lleno de dinero!...

Las angustias porque pasaba la familia Dagiore habrían terminado haciendo llevar el enfermo al Hospicio; pero Dorotea pesaba muchas razones para dilatar este hecho: su sagaz espíritu femenino la hacía adivinar los comentarios del barrio y se figuraba oír que en un círculo de conocidas exclamaba misia Mercedes:

-¿Cómo no va a volverse loco ese pobre hombre con el trato que le dan en su casa? Debe haber sufrido mucho al ver que se derrochaba su dinero y que era siempre pospuesto en las alegrías de la familia. Más parecía un sirviente que el dueño de casa, como que siempre ha andado con el fundillo descosido y no hay ejemplo de que nadie lo haya visto una sola vez en la sala.

José también tenía sus escrúpulos para aconsejar se tomase esa medida: era su padre, y además, podría suponerse que lo inducía lo difícil de su situación.

El día antes, estando en la puerta del Café, había visto pasar por la bocacalle a Carlota, acompañada de la madre y con una china sirvienta que las seguía cargando un gran bulto envuelto en diarios viejos.

Iban a llevar costuras de ropa blanca, que cosían para una tienda del centro y que las pagaban muy bien. Su primer propósito fue seguirlas para tener la dicha de contemplar a Carlota; pero se contuvo, pensando acerbamente, que la joven podría verlo en la mala facha que le comunicaba su traje usado. Por estas vergüenzas que le inspiraba su vanidad, hacía más de tres meses que no visitaba a Carlota y ni siquiera pasaba por cerca de su casa. José no estaba impresentable, pero por no andar como antes, se figuraba que iba peor que un pordiosero. En el Registro sacaba a precio de factura géneros finísimos y se mandaba hacer trajes con sastres que eran clientes de don Guillermo, y que por lo mismo le cobraban barato. Viéndolo, bien, pues, su posición no era extrema; pero se había desalentado de tal modo, que no habría encontrado palabras para solicitar crédito en una sastrería: de pensarlo solamente sentía anudársele la voz en la garganta y como le debía a uno algunos pesos, se sentía violento a cada golpe que oía en la puerta de su casa.

Cuando vio a Carlota y a la madre, pensó que si hubiese seguido visitando y con franqueza las hubiese impuesto de su falta de trabajo, las dos se habrían interesado en su suerte y por sus empeños tendría ya conseguido un empleo dado por Ferreol. Sus ideas iban amoldándose a las difíciles circunstancias que se había creado; pero sus juiciosos proyectos no pasaban de ahí: en esa cabeza de dilettanti no entraba la concepción de la vida práctica, llena de dificultades y con los tenaces esfuerzos que impone, y en la cual hay que seguir... seguir haciendo estaciones, hasta llegar a la tumba, y hollando las marchitas flores de la ilusión que caen de la frente del pobre viajero de la vida junto con los jirones de su orgullo. El recuerdo fresco que tenía de Carlota y la escena del comedor le inspiraron la idea de ver nuevamente a Ferreol.

Se arregló lo mejor que pudo, y muy triste, pensando que se humillaba mucho, se dirigió a la casa del Ministro. Al llegar, su decisión le abandonó y siguió de largo hasta la bocacalle. Después volvió, algo más tranquilo, y haciendo un gran esfuerzo penetró al zaguán. Agitó, sin resultado, varias veces la campanilla. Nadie acudía al llamado. Sin embargo, José veía pasar por el segundo patio a la mucama y a varios sirvientes. Al fin, uno de estos se decidió a venir, con un paso lerdo y revelando mal modo en su aspecto de bruto taimado.

-¿Qué se le ofrecía?

-¿Está el doctor? -preguntó José.

-No recibe.

-¿Tendría la bondad de entregarle esta tarjeta?

-Es inútil; vuelva más tarde; ha dicho que no recibe.

-Llévesela, sin embargo; nada se pierde.

Al rato volvió la mucama, la misma pretendida de Víctor:

-Dice el señor que lo vea en el Ministerio.

José, decidido a verlo y exasperado con su mala suerte, olvidó sus comezones de vanidad y preguntó a la mucama:

-¿Víctor está?

-Sí.

-Hágame el gusto de llamarlo un momento.

El pobre joven quedó en el zaguán, violento, mortificado, y sin saber qué postura adoptar ni qué le diría a su amigo.

Salió Víctor y dándolo la mano lo saludó.

-Me va a hacer Vd. un servicio -dijo José-: tengo necesidad de ver al doctor y si Vd. pudiese pedirle que me recibiese, le agradecería infinito.

-Estamos almorzando: si Vd. quiere esperar que concluya, creo que no habrá inconveniente.

-Esperaré; sí.

-Venga; le voy a abrir la puerta de su escritorio para que se siente.

-No; puedo quedar aquí.

-De ningún modo, y al caminar juntos Víctor agregó:

-Pero, qué perdido anda Vd. ¿ha estado enfermo? lo noto más flaco.

-Sí; es verdad: no sólo yo he estado mal, sino que he tenido enfermos de gravedad en mi familia.

Víctor lo dejó en el escritorio y nuestro joven quedó intimidado: a cualquier ruido que sentía hacia la puerta de comunicación su corazón se sobresaltaba: cuarenta minutos mortales estuvo allí esperando, y apenas si su impaciencia se calmó entreviendo esperanzas que su deseo excitado le hacía soñar.

Al principio, un olor delicado de comida llegó como una ráfaga confortante a herir su olfato. Su estómago joven se sintió estimulado y como no había almorzado ese día, se puso muy triste. Miró el lujoso mueblaje de la habitación y recordó que muchas veces había pasado por allí llevando del brazo a Carlota. Su pensamiento se volvía lúcido por momentos. ¿Por qué serían unos desgraciados y otros tan felices? Su espíritu rechazaba esas injusticias absurdas del éxito y no se las explicaba: la lógica fatal del pensamiento se desenvolvía en su cerebro, paralelamente, a impulso de la acción refleja de su traje pobre y sus bolsillos vacíos: en otra situación las ideas que la asaltaran habrían sido bien distintas. Entonces todo lo esperaba del Ministro: si le daba un buen empleo, se casaría con Carlota y lo nombrarían padrino a Ferreol. Insiguiendo la corriente dulce de estas esperanzas, se enternecía por grados, veía en el Ministro un generoso protector y pensaba, dominado por las preocupaciones del momento, agradecerle toda la vida.

Luego la idea de su pequeñez lo asaltaba: ¿qué sabía? nada simplemente; pero el orgullo no tardaba de nuevo en apoderarse de su cabeza de chorlito y resurgía en él la audacia y la altanería: ¿por qué no podía él llegar a Ministro alguna vez? Se comparaba con Ferreol y le tenía lástima: ¿qué sabía el doctor? Y ¿qué había hecho? ¡Bah! un rutinero a quien sólo valía el título. Pensó en seguir sus estudios y hubo un momento en que se creyó ya Ministro y que su casa era tan lujosa como la de Ferreol y que un buen cocinero le preparaba platos exquisitos.

La puerta se abrió y apareció el Ministro; plácido, rejuvenecido por el éxito y las adulaciones: correctamente vestido y restregándose las manos cuidadas avanzó con su pedante paso de costumbre.

Las ideas de José emigraron muy lejos: se paró y el corazón empezó a latirle con fuerza:

-¿Cómo está, mi amigo?

-Mal, señor -empezó el joven tragando saliva, y como viera que el Ministro lo escuchaba callado, se decidió a decirlo todo de una vez.

-Señor. -continuó con voz emocionada-, tengo a mi padre demente, mi madre está desesperada, y yo me encuentro en una posición insostenible; vengo, señor, a suplicarle me dé la mano; debería a Vd. mi porvenir...

Creyó con esto enternecer al Ministro, pero Ferreol quedó impasible; a fuerza de oír cosas semejantes todos los días, se le habían endurecido las entrañas y creía que todos exageraban sus males.

-Haré lo posible, mi amigo, no hay vacantes ahora, y las que ocurren las provee el señor Presidante, pero yo veré a este por Vd.

-Gracias, señor, -contestó José desalentado. Todas sus esperanzas se habían disuelto como un copo de nieve expuesto a los rayos del sol.

-No crea que lo olvido. Hay que tener paciencia. Hágame un recuerdito y véame uno de estos días en el Ministerio.

Las mismas palabras de antes. El joven todavía balbuceó algunos saludos y Ferreol lo despidió con una sonrisa sin darle la mano.

Ya en la calle, una desesperación sollozante avasalló todo su ser. Pensaba en su mala suerte y se le humedecían los ojos. De pronto sus nervios se crispaban al ver lo inútil que había sido humillarse ante el Ministro. Todo el esfuerzo hecho, el desgarramiento de su pudor imponiéndolo de cosas íntimas y dolorosas hacía más grande su desencanto, porque había supuesto que Ferreol le infundiría fuerzas condolido de su desgracia y lo llevaría ese mismo día al Ministerio.

Creyó que todas las puertas se le cerraban y que no había asiento para él en el banquete de la vida. Este razonamiento acabó por completar su evolución y sobre su frente mustia vino a posarse la negra idea del suicidio.

Lo tenía resuelto y bastaría un disgusto, la menor contrariedad que irritase sus nervios para decidir la oportunidad o acelerar la hora de la catástrofe.

Una cosa le hacía esperar, sin embargo, consiguiendo que se mantuviese alentado y con esperanzas: era esto el juego de la lotería. Seguía la corriente, el ejemplo general de la sociedad, que se había acostumbrado a la lotería con un apasionamiento digno de mejor causa. Por otra parte, no era este más que un signo de la perversión moral reinante, porque el juego, con cualquier barniz que se le disfrace, es y será siempre un gran robo y una práctica inmoral, que relaja las buenas costumbres, y a cuya atracción el artesano seducido empieza por olvidar la práctica del ahorro, que significa el capital futuro: la lotería, si es cierto que enriquece a unos pocos, aunque la más de las veces favorece a los que no necesitan, arruina a muchos en cambio y lleva el desaliento al último del trabajador cuando brinda sus favores al haragán.

José compraba billetes que guardaba sigilosamente en sus bolsillos. De vez en cuando llevaba allí la mano para cerciorarse de que no los había perdido. En otras ocasiones los estrujaba de la manera más tierna y enamorada, y cuando tenía seguridad de que nadie le veía consultaba las suertes con extraña voluptuosidad.

Entonces forjaba verdaderos castillos en el aire.

Era de todo punto feliz en el intervalo que paladeaba estas dulcísimas ilusiones.

Con febril impaciencia esperaba la hora de ver el extracto. Su vista se enturbiaba entonces y el corazón le latía fuertemente. Emocionado, consultaba las suertes y como no le tocara ninguna quedaba el infeliz mustio y cariacontecido, postrado y deshecho por el derroche de esperanza que había malgastado junto con su dinero.

Pero la esperanza, que es como una tenia que se rehace de un pequeño fragmento, volvía a seducirlo. En todo el tiempo que jugó la lotería, apenas sacó tres o cuatro suertes de diez patacones.

No era él sólo el iluso mal aconsejado: toda una población le acompañaba contagiada por el mal ejemplo de las alturas, y sin fuerzas en su instrucción para resistir la extraña avalancha que llevaba el descontento a todas partes; de ahí esa pugna cruel por mejorar de posición, esperando que un golpe de azar improvise recursos para poder pasear la vanidad vergonzante con atavíos de lujo, y ostentar triunfantes, predilecciones ociosas.

Como no tenía dinero le había pedido prestado a Carlos; después su reloj fue al Montepío por una bagatela y finalmente se decidió a vender sus libros.

No tenía de quien valerse y tuvo que ir personalmente. Esperó la noche, y con su carga debajo del brazo paseó como una sombra en las cercanías de la librería de viejo, esperando el momento que no hubiese gente. Entró, al cabo, con paso ligero, hizo su negocio y salió indignado estrujando unos pocos pesos sucios. Recién entonces comprendió cómo era posible comprar buenos libros por un precio ínfimo: él, que en otras ocasiones había imaginado que continuamente se equivocaban los revendedores de libros y que no conocían el precio o la importancia de las obras.

Dejaba allí su pequeña biblioteca; pero como ciertas petrificaciones que guardan el remedo de su forma anterior, su cerebro llevaba en ondulaciones confusas las especulaciones de sus autores predilectos.

Una decrepitud precoz carcomía la energía de sus ideas, y su cerebro se asemejaba a una máquina cuyos engranajes estuvieran gastados.

Era un autómata sin fuerza moral y que sólo alcanzaba a reconcentrar cierta vivacidad para derrocharla en vanas lamentaciones.

Todo esto era bien lógico y concordaba con sus antecedentes. Pertenecía a una generación, educada para la fortuna, y que el primer embate de la adversa suerte desencuaderna y aniquila.

La manera como se había modelado su ser moral, concurría también a echar su palada de sepulturero en esta triste desaparición de una energía moribunda.

Ya no tenía libros; pero la esencia de ellos mal asimilada confundía su cerebro.

La filosofía le había mostrado una humanidad de convención reglada por resortes extraños a la naturaleza, y la literatura había avivado con estopa sus pasiones inculcándole una noción falsa del amor.

También le habían imbuido desde la niñez ideas de religión que se hermanaban con el fanatismo y la superstición, y al llegar a la pubertad, no estando sus facultades bien desarrolladas, ya fue dueño de infinidad de libros que imprimieron dirección opuesta a sus pensamientos. Las ideas ultra-liberales se apoderaron luego de él y vinieron a desalojar las creencias de la infancia; Cristo dejaba de ser Dios, pero el cerebro se resentía con este salto brusco y peligroso, verdadero desgarramiento de creencias adheridas al corazón.

¡Los extremos!... ¿Puede llegar a puerto de verdad un cerebro atenaceado por todos los sistemas y todos los delirios?

Luego el estudio excesivo, una meditación continua y la amalgama de materias difíciles. Basta esto para desequilibrar una cabeza o volver idiota a un joven; porque el cerebro es como una máquina a vapor: no puede llegar sino hasta cierto grado de presión: si se ultrapasa ese límite la explosión se produce y se llama entonces divagación, monomanía o demencia.

Así se explican las aberraciones de la inteligencia y se concibe la creencia en el infierno y las ilusiones de los espiritistas, porque entonces el cerebro oscila como brújula que ha perdido el imán.

De aquí resultan las vocaciones falsas, llenando con plétora de fantaseos y esperanzas la inocente cabeza de los niños.

Había algo más aún, que contribuía a explicar el desesperante estado de José, y era la herencia fisiológica recibida de sus padres.

Tanto Dorotea y Dagiore como sus respectivas familias no habían ejercitado sus cerebros en muchas generaciones, y por lo tanto, no podían transmitir ninguna buena predisposición para el franco vuelo del pensamiento.

La naturaleza no da saltos. Es preciso repetirlo una vez más. Todo se produce por eslabones graduales. La historia misma del hombre comprueba esta verdad. Por esto, un cretino nunca procreará un ser inteligente. Cuando se ha dicho que de las clases inferiores han surgido muchos grandes hombres, ha sucedido indubitablemente que los progenitores han trabajado sus cerebros aplicando su fuerza a investigaciones humildes, pero no por eso menos fecundas para el progreso físico-moral de la especie humana. En la familia de José no existía hábito del pensamiento, y para que nuestro joven hubiera podido entrar sin peligro en ciertas especulaciones del saber humano era menester que varias generaciones de los Dagiore hubieran pensado, ejercitando sus facultades intelectuales.

También hay otra observación a hacer: si recordamos cuando se casó Dagiore, en que cada noche se retiraba al tálamo postrado por el trabajo que le demandaba la Fonda y su avaricia, tendremos más luz para darnos cuenta de la apatía horrible que dominaba a José, analizando los antecedentes de su venida al mundo en el instante mismo que fue concebido.

Aceptamos con un filósofo que no produce el hombre manifestaciones puramente físicas ni puramente morales, pero en un ejercicio manual -el de un lustrabotas, por ejemplo-, se puede cansar la cabeza, más este ejercicio no deja ni puede dejar huellas benéficas en el cerebro, porque no cultiva la inteligencia; el cerebro se cansa por acción refleja y porque es parte integrante del organismo.

Dagiore, lo recordamos una vez más, se retiraba al tálamo postrado de cansancio, y como hemos apuntado, no eran solamente sus miembros los fatigados, porque los centros nerviosos, irradiando al cerebro esa postración, hacían que el cansancio se comunicara a su alma, por decirlo así.

Ahora bien: ¿no está perfectamente comprobado que los hijos se resienten de la situación en que se encuentran sus padres en el momento de concebirlos? Si el temor domina a los progenitores en ese instante o uno de ellos se encuentra borracho, resultará seguramente un ser débil y predispuesto a infinidad de enfermedades.

Dorotea asustada y Dagiore rendido por la fatiga, al darle la vida a José, le trasmitieron esa debilidad que podríamos llamar del momento funcional, agregada a la debilidad congénita de sus cerebros toscos.

¿Qué extraño, pues, que José, mientras no sintió penas ni privaciones viviera como una planta de invernáculo? Su energía anterior era producida por el calor del medio ambiente y podría compararse con el primer efecto de la embriaguez, en que el beodo se siente alegre o inteligente a la primera copa y apurando otras -valdría decir en nuestro caso, entrando a lo hondo de los conocimientos humanos o a etapas dolorosas de la vida- se turba y pierde la razón.

Así continuó el infeliz: pensando en la lotería para salir de su situación y acariciando a ratos la idea del suicidio: se había colocado en la pendiente funesta y muy poco le faltaba para caer en una degradación física y moral de la cual ya no sería posible libertarse.

El carácter de Dorotea se había vuelto insoportable y por la menor cosa se encolerizaba.

De todo sacaba pretexto para renegar media hora.

Cuando golpeaban la puerta de calle era un fandango la casa: corrían todas de un lado para otro, cerraban postigos, se asomaban y volvían a esconderse, mientras Dorotea chillaba:

-Vds. nunca están vestidas y yo tengo que ser para todo.

José se iba al Café, y empezó un día por comer con Carlos, hasta que se quedó a dormir una noche allí; después pasaron semanas sin que se le viese por su casa.

Dagiore seguía mal. Ahora le había dado por subir a la azotea, desde donde insultaba a los vecinos diciendo que le hacían agujeros en el techo de su cuarto.

En vano Dorotea escondía la escalera. La pared de la letrina era baja y él subía por ella haciendo escala con un cajón y una silla.

Una de estas ocasiones la aprovechó Dorotea para limpiarle el cuarto, que estaba inmundo, a tal punto, que de la puerta se percibía mal olor.

Victoria y Clara se encargaron de barrerlo y Dorotea con su otra hija pasaron a las primeras piezas.

Estaban las dos jóvenes terminando la tarea, cuando sintieron una voz desabrida que gritaba:

-¡No les he dicho que no tienen que entrar! Yo les he de dar que obedezcan a los jesuitas -y con las facciones alteradas y presa sus miembros de una agitación convulsiva, no aunaba a bajarse.

-¡Salgan, les digo! -volvió a gritar.

Victoria salió al patio y le replicó de mal modo.

-¿No ves que es para tu bien? tienes el cuarto peor que un chiquero.

Dagiore, descompuesto, no oyó más: apuntó con un revólver Bulldog que nadie en la casa sabía que tenía e hizo fuego, disparando sus cinco tiros.

Victoria corrió, pero ya tarde: una bala la había rozado el brazo izquierdo. En la puerta del comedor encontró a su madre y a su hermana, allí confundieron sus gritos de espanto y la joven se desvaneció al ver sangre en la manga de su bata.

La casa se llenó de gente y acudieron vigilantes atraídos por las detonaciones. Dagiore ya había bajado y estaba golpeando a Clara, que de miedo no se decidió a salir de la pieza. Les fue fácil tomar a Dagiore, aunque él hacía grandes esfuerzos por desasirse de los brazos que lo sujetaban.

Lo llevaron a la Comisaría; un vecino fue por médico y volvió con Catay, por ser el primero que encontró: la herida felizmente no era de gravedad; fue fácil contener la sangre y vendaron el brazo a la joven. El susto le había movido el vientre, lo que prueba una vez más que en la pobre naturaleza humana andan muy cercanas las cosas trágicas con las ridículas.

Cuando se serenaron un poco los ánimos, Clara, ostentando todavía algunos moretones en la cara, fue al Café a buscar a José. Le impuso de lo que sucedía y este llegó corriendo.

Se determinó llevar al Manicomio a Dagiore. El mismo Catay expidió el certificado; y José, con dos vigilantes, lo acompañó hasta el Hospicio. Allí al antiguo fondero tal vez encontraría a su ex-socio Vincenzo Petrelli.

Al poco tiempo, confundiéndose más sus ideas, al pensar que lo habían robado, deliraba con el objeto a que destinaba su dinero y reclamaba en todos los tonos aquel famoso hotel, que sólo estaba en su cabeza.

Catay, hablando esa tarde con don Isidro, decía

-Esto es efecto del golpe que le dio el Mayor Paz, -demostrando con tales palabras sus escasas dotes de observación.

La familia Dagiore fue entrando poco a poco en vida normal, ya repuesta de sus intranquilidades anteriores.

El misterioso baúl fue abierto: contenía alguna ropa, pedazos durísimos de pan, manojos de lana, cascotes, y muchas otras cosas que había juntado su dueño por la calle: después, en un rincón, envueltos en fragmentos de diario, trece mil y pico de pesos papel, junto con una libreta del Banco de la Provincia, que acreditaba setenta y dos mil pesos de igual moneda.

Fue una decepción para toda la familia, porque creían a Dagiore más rico.

Dorotea vio a un abogado, y se dictó la declaratoria judicial de demencia, nombrándola a ella curadora de los bienes; porque de otra manera no hubiera podido sacar el dinero del Banco.

José vigilaba el Café y manejaba el dinero que entraba.

Su energía reaccionó por esta causa. Dagiore alquilaba a una familia los altos del Café: tres piezas muy hermosas: José hizo desalojar a los inquilinos y se instaló en ellas.

A Dorotea le agradó esto: quería estar sola a su vez y desquitarse con sus hijas de las privaciones anteriores.