Ángel Guerra/011

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Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo II - Los Babeles

de Benito Pérez Galdós


IV[editar]

Aquella noche, cuando Dulce entró en la guarida de los Babeles, la primera persona que vio fue su madre, que salía de la cocina, encendido el rostro, desgreñada la blanquecina crencha, y con todas las trazas de haber padecido recientemente uno de aquellos arrechuchos que perturbaban su claro juicio. Alegrose la pobre señora de ver a su hija, más que por verla por recibir de ella el socorro que esperaba, y antes de que la joven acabara de sacarlo de su portamonedas, ya doña Catalina estaba echándole las uñas.

-¡Ay, hija de mi alma, qué a tiempo has venido! Estamos con el chocolatito de esta mañana... ¡Y ese fanfarrón, ese hombre ordinario, que no fue persona hasta que le casaron conmigo, se atreve a ponerme unos morros así, porque no le mantengo el pico!... ¿Pero de dónde he de sacarlo yo, si él no lo trae, el muy gandul?... Te digo que así no se puede vivir. Me puse muy mala, y todavía me duran los temblores... ¿ves? Lo que yo le digo: siendo él quien es, hijo de unos miserables pasteleros que tenían un tenducho ahí... ¿sabes? en la rinconada de la calle del Pez, gente tan desconceptuada que por allí no parecía un alma a comprar; siendo yo quien soy, y teniendo por parte de papá la parentela que todo el mundo conoce, tanto que me casaron por engaño, eso es sabido, aquellos infames tutores... en fin, ¿a qué recordar?... pues digo, que siendo cada cual quien es, debiera ese puerco echarme memoriales para dirigirme la palabra. Pues no señor. ¿Sabes lo que me ha llamado esta noche? Me ha llamado doña Urraca, la Reina de Bastos y qué sé yo... y ha dicho que ojalá me muera mañana... Allá están él y Pito arreglando el país con el vecino ese, D. José Bailón...

Desde el pasillo miró Dulce a la sala, que hacía de comedor, y oyó las voces de su padre y compañeros de tertulia; los tres gritando como demonios. Densa y pestífera humareda de tabaco llenaba la habitación.

-No entres ahí, que te asfixiarás -le dijo su madre, conduciéndola a un gabinete próximo.

-Y Arístides, ¿está? -preguntó Dulce.

-¡Esperándote como agua de Mayo, el pobrecillo! Le prometiste darle siquiera para cigarros... ¡Pobre hijo, con tanto talento, tantísima disposición para todo... verle así, imposibilitado de brillar!... Como que podría ser gobernador, y hasta mayordomo de Palacio, si no estuviéramos dejados de la mano de Dios... Anda tan mal de ropa que ni se atreve a salir a la calle. Parte el corazón verle así... y considerar que hay tanto necio y tanto mamarracho con el dinero de sobra.

En el gabinete donde entró la joven, dos hombres yacían en sendos camastros. El uno, Arístides, se levantó súbitamente al verla. El otro continuó tendido, roncando panza arriba, la boca abierta, los mofletes encendidos y sudorosos; era el propio Naturaleza.

-Hola, Dulce -dijo Arístides abrazando a su hermana-. ¡Qué cara te vendes!

Entre tanto, doña Catalina trataba de despertar al otro durmiente, empleando tirones de orejas, pellizcos, bofetadas, y por último cosquillas. Se desperezó el coloso, bostezó abriendo un palmo de boca antes de abrir los ojos, estiró a un tiempo las cuatro patas, y por fin trató de ponerse vertical.

-Dromedario, levántate, que tienes que bajar a escape a la tienda. Mira, entérate bien, fíjate... Pagas estos dos duros a cuenta de lo que se debe, y te traes dos latas de sardinas, medio kilo de jamón, seis huevos, cuatro panecillos, y de la taberna una botella de Valdepeñas, para que esos borrachones no tengan nada que decir... Anda, despabílate, que ya nos falta poco para dar las boqueadas.

ARÍSTIDES. - (A su hermana, tomando lo que esta le dio y mirándolo a la luz de la lámpara.) ¡Cuánto te lo agradezco, chica! Me sacas de un gran conflicto. Dios te lo pague. No sé yo qué pasaría en esta casa si no hicieras tú en ella las veces de Providencia. Creo que nos devoraríamos los unos a los otros... Gracias, vuelvo a decirte. Pero espero de tu bondad que harás un esfuerzo para ponerme en situación de emprender algo... Ya ves... mi ropa en Peñíscola... Así no se puede intentar nada, ni pretender un empleo, ni siquiera acercarse a los que los dan.

-Por ahora no puedo, hijo: ten paciencia, y veremos.

-Ángel es rico. (Clavando en su hermana una mirada penetrante.) Si lo disimula contigo es por avaricia.

-No tenemos más que lo preciso para vivir.

-Porque él quiere... Su mamá es inmensamente rica... Pero ya sé que la madre y el hijo no se llevan bien. Como que la buena señora no le perdonará nunca su última barrabasada. Dile que toda precaución es poca, que le andan buscando, que han cogido a Mediavilla.

-Por falta de precauciones no será -replicó Dulce cautelosa-. Hemos dejado la casa en que vivíamos, y nos hemos ido a un tejar...

-¿Dónde?

-No digo las señas ni a Dios. Tengo miedo de toda el mundo, hasta de ti y de papá.

-¡De mí! ¿Crees que yo...?

Doña Catalina, después que logró despachar a Naturaleza, avivó la luz de la lámpara, que estaba muy mustia, y las caras de Dulce y Arístides se iluminaron. En pie, junto a la cómoda, ambos revelaban cavilosa tristeza. La de Alencastre preguntó a su hija por Ángel, y ella repitió el embuste.

-¡Por Dios, iros a un tejar...! Estaréis muy mal; ¿Por qué no os venís aquí? Nadie le descubriría. -Toda precaución es poca, mamá... ¡Venirnos aquí!... ¿Para que Policarpo y el tío Pito salieran diciéndolo a todo el mundo? Pronto lo sabrían los periódicos, y me cogerían a mi pobre Ángel como en una ratonera.

Arístides empezó a preparar la ropa que había de ponerse para salir, y su cara, durante la operación de sacudirla y cepillarla, era como espejo en que se reflejaba la mala disposición de aquellas gastadas prendas.

-Mira qué cuello de este gabán -dijo a su hermana mostrando uno de color claro y muy raído-. Pues no tengo más remedio que apencar con esta miseria, mientras tú no me rescates el mío. Nada quiero decirte de este pantalón (también era claro, moldeado a las piernas y con flecos por abajo) que es todo rodillera, y en cuanto me siento se me sube a las canillas. Y gracias que me lo ha prestado Policarpo, que si no, tendría que salir como alma en pena.

Doña Catalina y su hija se miraban cambiando mudamente su amargura, y contestando con un suspiro a cada observación del desdichado barón de Lancaster. El cual se atusó barba y cabello, y al encajarse aquellas vestimentas que el mismo Rastro desdeñaría, se miraba en un roto y deslucido espejo pendiente de la pared, consultando con él por rutinas de hombre que había sido elegante y que aún con tales andrajos no renunciaba totalmente a serlo.

-¡Lástima de figura, hijo, lástima de cara! -dijo con lamento jeremíaco doña Catalina-. ¡Tenerte Dios así, en esa desnudez, cuando podrías... qué sé yo...! Ministros hay que han llegado a serlo por lo bien apañaditos que van siempre, aunque rasos de talento. Verdad que tu padre y tú tenéis bien merecido lo que os pasa por vuestra mala cabeza. Todo el pelo que se puede echar en España con las revoluciones, lo echaron los del 68, y ya no hay más pelo que echar por ese lado. Los tiempos han cambiado: yo os lo digo. Emplead vuestro talento en hacer la felicidad del país, afianzando las instituciones, como dice D. José Bailón, y abrid la boca a ver si cogéis el higuí...

Arístides contestó a su madre con una sonrisa desdeñosa, y mirando a su hermana, que no chistaba, dijo gravemente:

-No parece, sino que podemos escoger el terreno en que nos toca luchar por la vida. No; cada uno pelea donde le ponen las circunstancias, y a mí me han puesto en el peor de todos los terrenos. ¿Es culpa mía? No. Tráiganme mi gabán, y seré otro. La ropa es el 75 por 100 del ser humano. Pero con esta facha, ¿creen ustedes posible que un español haga cosa de provecho? No está en mi carácter lanzarme a la calle trabuco en mano, en día de asonada. No sirvo para eso. Los tiros me ponen nervioso. Mi papel revolucionario está reducido a formar en los corros de la hojalatería más imbécil, abrir la boca y exclamar: «¡cuándo vendrá!» y a profetizar triunfos que nunca llegan, y calcular todas las maravillas que haremos cuando vengamos... Vístame yo, y hablaremos. Ya me buscaré un terreno mejor, que los hay, vaya si los hay... ¿Creen ustedes que si yo tuviera ropa, como Guerra, iría a sacar los sargentos del cuartel, ofreciéndoles hacerles oficiales?... En fin, no hablemos más. Buenas noches.

Caló el sombrero hongo y se fue, sin hacer caso de las exhortaciones de su madre, que le instaba a quedarse para cenar de lo que Naturaleza traería pronto. No hacía medio minuto que hija y madre se habían quedado solas, cuando sonó un terrible estruendo en la sala próxima, y ambas corrieron asustadas a la puerta del gabinete para saber qué demonios ocurría. Don Simón, D. Pito y D. José Bailón, el cura renegado, vecino de la casa, y el más asiduo concurrente a la tertulia de los Babeles, habían armado tal gresca, que daba miedo oírles. El jefe de la familia se había levantado de su asiento junto a la mesa, y cogiendo una silla, golpeaba con ella el suelo, vociferando como, un demente, mientras Bailón, sentado, acariciaba la botella de cerveza medio vacía, bufando de ira, rojo como un pimiento. Y D. Pito, repantigado en una silla, con las piernas estiradas sobre otra, y echando la cabeza atrás, increpaba al techo con expresiones burlescas y roncas, que en medio de la infernal bullanga de los otros dos apenas se entendían.

DON SIMÓN. - Eso es una imbecilidad, eso es desconocer la historia; y los que tal sostengan están vendidos al oro borbónico.

DON JOSÉ. - Sópleme usted esa mosca ¡pateta! Usted no sabe lo que dice, y se lo probaré... y le enseñaré lo que es una Constitución, que no lo sabe.

DON SIMÓN. - Como no me enseñe usted las narices... ¡qué cuerno! Le digo a usted que no sabe dónde tiene la mano derecha.

DON PITO. - ¡Carando!... por vida del tío Carando, y de la tía Yemas, yo sostengo que ninguno de los dos sabe una patata del asunto.

Dulce y doña Catalina, que entraron a poner paz, no pudieron enterarse de la causa del alboroto, la cual fue que el cura renegado sostuvo que, al triunfar la revolución, debían reunirse Cortes Constituyentes, y Babel se pronunció rabioso contra esta idea, afirmando que la Constituyente no era práctica, y que la transformación de la sociedad debía hacerse en la Gaceta, por simples decretos dictatoriales. Y la disputa se agrió, arrojándose uno a otro dardos envenenados, hasta llegar a un punto en que parecía inminente la colisión, y poco faltó para que la botella de cerveza saliera volando por los aires, al encuentro de una silla de Vitoria.


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