A fuego lento: 27

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Capítulo XV[editar]

La muerte de Petronio produjo al principio cierta dolorosa sorpresa en la colonia sur-americana. Cada cual la comentó a su modo.

-No me coge de improviso -exclamó Baranda.

-Era un alcohólico. Y los borrachos acaban por lo común suicidándose.

-¡Pobrecito! -gimió doña Tecla-. No puedo olvidar que era paisano mío.

Marco Aurelio apenas pudo dar cuenta de lo sucedido. ¡Fue tan rápido! Además, él no estaba presente. Escribía en aquel momento una carta a don Olimpio pidiéndole cien francos.

A Plutarco tampoco le sorprendió.

-¿No dije que iba a acabar de mala manera? No se puede vivir impunemente como él vivía.

-Me parece estarle viendo -decía Marco Aurelio- con aquel andar lánguido y tortuoso de quien no está habituado a pisar en calles iguales y rectas, sorteando centenares de transeúntes encontradizos. Hablaba siempre a gritos, moviendo los brazos como quien nada en seco.

-Me acuerdo -añadía por lo bajo don Olimpio, dirigiéndose a los hombres- de que recién llegado a París, andaba como loco. -«¿Quién es ésa?» -me preguntaba a cada paso. -«Una cocota». -«¿Una cocota?» -«Sí, una cocota de un luis». -«¿De un luis? ¡Si parece una gran señora!» -«¡Ay, amigo, le replicaba yo. ¿Qué pensará usted cuando vea a las grandes en el Casino de París o en el Bois?» Luego me preguntaba cómo había que hacer para conseguirlas. -«Mírelas, sígalas -le contestaba yo-. Ellas le abordarán. ¡Cosa más fácil!» (Y don Olimpio aprovechaba la coyuntura para echarla de corrido y conocedor del cocotismo elegante). -El pobre, continuaba, salía siempre pitando porque le sacaban el quilo. -«¡Qué mujeres más metalizadas!, decía. Aquí hay que andar con cuatro ojos!» -¡Pobre, pobre!

-Si hubiera seguido los consejos del doctor -repuso Plutarco- el día en que vino a pedirle doce luises... El doctor estaba dispuesto a pagarle el viaje de regreso a Ganga, a pesar de las necedades que escribió contra él, cuando unos cuantos canallas se conchavaron para apedrearle.

Don Olimpio empezó a pestañear y a tragar saliva.

-Pero no había modo de arrancarle de París.

La Presidenta, que solía reírle los chistes, tuvo para él unas cuantas palabras de simpatía. Observándole una vez, pensó que debía de ser maestro en el arte de hacer gozar a las mujeres. Semejante presunción tomaba cuerpo cuando le veía andar cayéndose sobre las caderas como buey que baja una cuesta; pero nunca pudo atraparle, porque Petronio, sobre visitarla de higos a brevas, andaba aturdido entre el alcohol, la timba y los cafés-conciertos.

Alicia y la Presidenta estaban ansiosas de saber el efecto qué había producido en Rosa un anónimo que la mandaron.

Se habían confabulado para hacerla romper con Baranda. En ese anónimo la decían que el doctor estaba mal de dinero (y no mentían), que ya no sentía por ella ni amor ni cariño y que estuviese alerta porque de un momento a otro, podía plantarla.

Baranda comprendió en seguida, tan pronto como Rosa le enseñó la carta, que todo aquello era obra de Alicia en complicidad con la Presidenta. En el ánimo de Rosa quedó, sin embargo, cierta desconfianza. Lloró abrazada al médico recordándole lo mucho que le quería y pronosticándole que se arrojaría al Sena si la abandonaba. El médico se mostraba más apasionado de ella cada día. La blancura deslumbrante de su piel y el azul mimoso de sus pupilas irradiaban sobre él una especie de sugestión lasciva inexplicable. Rosa había adquirido una melancólica belleza otoñal; su ingenio se había aguzado con los años, la lectura y el continuo roce intelectual con el médico, y su sensibilidad de francesa se impregnó de la caliente morbidez tropical de su querido. Éste salía aturdido de sus brazos, con el oído lleno de arrullos, la boca de besos anchos, húmedos y sonoros y el cuerpo tembloroso de eléctricas caricias...

¿Por qué no se resolvía a vivir de una vez con ella lejos, donde Alicia no pudiera sorprenderles? ¿Por qué se resignaba a seguir viviendo con aquella histérica, con aquella víbora, como él decía?

-¡Lógica, lógica! -exclamaba-. ¿Es que la lógica existe fuera de nuestra razón? ¡Quién penetra en lo subconsciente, quién explica el automatismo de nuestra vida interior!