A fuego lento: 36

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Capítulo VI[editar]

Después de cenar bajaron a la playa que estaba desierta. Los guijarros, bajo sus pies, crujían como nueces. En el cielo, lustrosamente negro, brillaban miríadas de estrellas titilando en el agua. El mar y el cielo se confundían en una inmensa mancha caótica salpicada de puntos luminosos. El faro alargaba con intermitencia sus antenas rectilíneas esclareciendo el oleaje. En lontananza pestañeaban minúsculas luces, unas de las barcas de pesca, otras de los pueblos circunvecinos. De pronto vieron acercarse un bulto con un farolillo. Rosa tuvo miedo. Era un pescador de crevettes que venía con la red a la espalda y una chistera en la mano. Entre las colinas chispeaban, como luciérnagas, las lámparas de los chalets y las villas.

-¡Qué reposo, qué silencio! -exclamó Rosa.

-No se oye más que el flujo y reflujo del mar -añadió Plutarco.

De los bañistas, unos estaban en sus casas, otros habían ido al Casino de Ault, al teatro, o a jugar a los petits chevaux.

Después de haberse paseado de un extremo al otro de la playa, se sentaron sobre los galetes que, a su frescor mineral, unían el del relente y el efluvio marino.

Alguno que otro perro ladraba en el sosiego de la noche, con ladrido enigmático.

Baranda se echó boca arriba fijando los ojos en la bóveda estrellada.

-¿A qué obedece el movimiento del mar? -preguntó Rosa.

-A las atracciones del sol y de la luna -respondió Plutarco.

-Todo en la naturaleza parece inmóvil, menos el mar -añadió Rosa.

-Pura ilusión -repuso Baranda-. Esas constelaciones puede que sean las mismas que admiraron los pastores de Caldea. A poco que se observe se nota que todo cambia. Copérnico fue el primero en destruir el error geocéntrico demostrando que la tierra es un planeta como los demás, que gira en torno del sol. Esas estrellas son soles como el nuestro, rodeados de satélites. Parecen fijos y se mueven. Cambian de lugar, aproximándose o alejándose tinos de otros. Muchos han desaparecido y otros nuevos les reemplazan. Todo cambia, todo se modifica. El sol se dirige hacia la constelación de Hércules...

El médico hablaba natural y desordenadamente siguiendo la onda errátil de su pensamiento medio dormido por la brisa.

-¡Qué maravilloso es el mundo estelar! -dijo Plutarco-. Si tuviera tiempo me consagraba a la astronomía. Es una de las ciencias que más me cautivan.

-¿Y distan mucho esas estrellas unas de otras? -continuó preguntando Rosa con la curiosidad del ignorante a quien domina un gran espectáculo.

-Mercurio dista del sol -contestó Baranda poniendo en prensa la memoria- quince millones de leguas...

-Es para volverse loco -le interrumpió Plutarco.

-Venus, veintiséis. Saturno, treinta y siete. Marte, cincuenta y seis. Júpiter, ciento noventa y dos... Todos giran alrededor del sol y a la vez sobre sí mismos, arrastrando en pos de sí su cortejo de satélites.

Rosa sintió como un vértigo. Su imaginación no podía concebir semejantes distancias.

-¿Y cómo ha podido medirse la rapidez con que se mueven? -continuó Rosa.

-Sabemos -contestó Baranda- que los átomos se mueven en una proporción de quinientos a dos mil metros por segundo. No es aventurado suponer que un cuerpo celeste, que se compone de innumerables átomos, alcance una velocidad de treinta a ochenta kilómetros durante el mismo espacio de tiempo. Pero de poco te asombras. Hay estrellas cuya luz, a pesar de su rapidez vibratoria de trescientos mil kilómetros por segundo, tarda siglos en llegar hasta nosotros.

-Lo que a mí realmente me anonada -prosiguió Rosa- es el espacio, ese espacio sin fin...

-Si es difícil comprender lo infinito en el espacio -replicó Baranda-, figúrate lo difícil que será comprenderle tratándose de un ser, es decir, de algo infinito. El espacio es y no puede menos de ser infinito. Supongamos el universo encerrado en una esfera. Más allá del límite de sus paredes habrá espacio siempre.

Hubo un silencio. La respiración metálica del mar infundía en el alma medio mística de Rosa un terror secreto. Aquella inmensidad no podía moverse por sí sola, según ella. Alguien, una causa superior, la imprimía, sin duda, aquella eterna agitación, aquel eterno ir y venir que daba angustia y que era como una alegoría de las pasiones humanas. Cada generación busca su playa, contra la cual se estrella después de luchar con las corrientes encontradas, con los huracanes y de tropezar aquí y allá contra los arrecifes...

-¿Por qué unas estrellas son de un color y otras de otro? -preguntó Rosa apartando los ojos del mar y volviéndoles hacia arriba.

-Eso obedece, desde luego -contestó Baranda-, a su composición química. Sabido es que en ellas se ha hallado sodio, manganesio, calcio, bismuto, hierro, mercurio, antimonio, etc. El P. Secchi ha sometido al espectroscopio más de trescientas estrellas. El espectro de los soles blancos, como Sirio y otros, le dio las rayas del hidrógeno, del sodio y el manganesio. El color blanco, responde a la juventud; el amarillo, a la edad viril que tira a la vejez, y el rojo, a la decrepitud y la muerte. El mismo sol declina, como lo prueban sus manchas y sus fáculas.

-Llegará un día entonces -prosiguió Rosa- en que no haya estrellas...

-No, porque a las que van desapareciendo sucederán las nebulosas, que es el período gestativo del astro, como quien dice.

-¿Y qué son las nebulosas?

-La nebulosa no es una concepción abstracta, como creen algunos. Es una especie de bruma lechosa y multiforme, visible al telescopio y aun a la simple vista. Ejemplo: la vía láctea. El sol, al principio, fue una nebulosa, es decir, una atmósfera difusa que se ha ido condensando poco a poco. El día en que se solidifique acabará la especie humana y entonces se podrá, como ha dicho Faye, pasear por su corteza como se anda sobre las lavas de los volcanes apagados.

El presentimiento de la desaparición absoluta, de lo inútil del esfuerzo humano ante el enigma del universo, les sumió en una tristeza silenciosa, casi visceral.

-Kant fue el primero, ¿verdad, doctor? en explicar el origen del mundo por la hipótesis de la nebulosa primitiva -dijo Plutarco.

-Sí, entre los modernos; pero su hipótesis tiene mucho de fantástico y poco o nada de consistente. La verdadera, la confirmada por la termodinámica, es la de Laplace. Kant afirmaba que la nebulosa primitiva se componía de partículas independientes que se movían alrededor del centro con rapidez autónoma. Laplace sostenía que la nebulosa era una atmósfera gaseosa y elástica cuyas capas se movían de consumo en torno de un eje común.

¿Saben ustedes que hace frío? -se interrumpió incorporándose.

Después, levantándose la solapa del gabán, añadió:

-Debe de ser tarde.

-Sobre las once -contestó Plutarco.

-Pues a casa.

La fosforescencia del mar llamó la atención de Rosa.

-Son los protistas, de Haeckel -dijo Baranda encaminándose hacia la cuesta que conducía de la playa a la terraza del Hotel Continental-: organismos microscópicos, monocelulares que pueblan profusamente la superficie marina.

El pueblo dormía. Sólo alguna que otra luz brillaba en la oscuridad de las colinas. Un piano sonaba a lo lejos, los perros ladraban a intervalos en el sosiego de la noche, con ladrido enigmático, mientras el mar hervía rompiéndose contra los derrumbaderos y las peñas.