Aire artista

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AIRE ARTISTA

No debe ser por falta de talento. Quizá seapor aquello de las tentaciones sobre el cercado ajeno; pero si así fuese, convendría confinar los artistas al terruño.

Pocos son los que en su obra manifiestan una reacción espontánea de su sensibilidad sobre el medio que la forma.

La tutela de Europa parece perpetuarse, sin admitir aptitudes para la emancipación artística.

Diríase que Sud América todavía está pagando vasallaje, á usanza antigua, enviandoanualmente su tributo de jóvenes selectos al minotauro de ultramar.

De los libros que se publican por aquí, tal vez sólo un diez por ciento son nativos.

Los demás son extranjeros: pertenecen á países muy remotos ó á tierras que jamás han existido.

La Arabia y la China, por ejemplo, no sospechan cuántos cantores entusiastas tienen en estas latitudes.

Por la mágica virtud del consonante, muchas de nuestras damas quedan de repente convertidas en japonesas amorosas.

Provincianos que ni siquiera han llegado á Buenos Aires, viven boulevardeando entre bosques de algarrobos.

Difícil sería convencer á algunos de que la calle Flori la no es la rue de la Paix.

En los talleres de nuestros pintores predominan los cielos extranjeros y los rostros de grisetas parisienes.

Nuestras estatuas, aun las de los criollos más representativos y raizales, sestean por ahí en los parques, bajo arboledas forajidas, ostentando carnes griegas, cuando no cabezas de bellota.

Todo esto no sucede porque aquí se carezca de modelos propios, sino porque los hábitos de coloniaje pueden todavía más que la decantada independencia.

Aun no ha tomado la raza posesión absoluta de su tierra. Aquí arrinconada en Buenos Aires, parece poseída de terror supersticioso por los cataclismos volcánicos de la cordillera ó por los huracanes empenachados de crines y de flechas en las pampas.

Pasadas las tragedias de la lanza indígena y del trabuco peninsular, los deudos seguimos guardando luto riguroso, sin atrevernos á registrar las gavetas de los abuelos ni á revisar siquiera el sitio en que expiraron.

El placer dentro del propio domicilio es mal visto. Se cree indispensable ir á gozar á Europa, como si las bellezas de aquí fuesen prohibidas.

Aun los que tienen afición al aire libre, prefieren ir á buscarlo á otras naciones, desdeñando éste de la Patagonia, saturado por dos mares, retemplado en los cráteres, perfumado por el trópico y servido en las irisadas copas de cristal que brune el polo.

Fuéranse anualmente nuestros artistas á esa región cordillerana, y el arte nativo florecería en originalidades sorprendentes.

Sea debido al estado higrométrico del aire, ó á la refracción del sol sobre las nieves, ó al brillo metálico de la polvareda en suspensión, el hecho es que tales atmósferas tienen su belleza peculiar, cuya revelación podría labrar la celebridad de los pintores.

Resuelvanse éstos á compartir con los colonos de vanguardia el pan moreno del fogón improvisado, y ya serían recompensados con creces en la dulzura interminable del ambiente y la opulencia sin fin de los paisajes.

Su sangre pasaría por el tamiz lustral del aire virgen, ganando no solamente pujanza fisiológica, sino el brío necesario para redimir el pensamiento de las dictaduras escolares.

La vida en el desierto reacciona contra las opresiones ejercidas por las multitudes sobre la individualidad. Entre tanta grandeza se ve uno diminuto con relación al universo, pero se agiganta con relación al prójimo. La atmósfera personal ondea libremente, sin más roces que los de las sedas del aire y los del brillo del sol.

La misma soledad influye en que el sentimiento deje las miserias humanas, para torhar á la armonía con el corazón eterno de las cosas.

Ese regreso al alma cósmica inspira prepotencias de soberanía individual, que al restablecer el hilo directo entre la sensación y el pensamiento, afianzan la fe en sí mismo é incitan á la audacia de la sinceridad.

Caída así de repente la venda pedagógica, se abre para las pupilas un mundo nuevo, donde la luz asombra con su infinita variedad de escalas, y donde el aire se revela con sensibilidades propias, como si estuviese henchido de fuerzas encendidas y de corazones palpitantes.

Fácil es suponer que en tal estado de ánimo, no hay necesidad de pedir prestadas las pupilas al Ticiano, para entender todo lo que dice una aurora en sus gradaciones desde el negro carmesí hasta el blanquecino rosicler.

Soltar las riendas sobre el cuello del caballo, dejar que éste marche paso a paso ramoneando tallos tiernos, y cruzarse uno de brazos para que desde la cumbre nevada de una cordillera remota se le venga encima un diluvio de colores, es una delicia que si no fuera andina, podría llamarse olímpica.

La nariz se dilata respirando las flores silvestres maceradas por la tropilla, y uno cree que ese perfume proviene de los miosotis y violetas dibujados por un rayo crepuscular en el abanico de nieblas de una sierra.

Se vuelve la boca agua de repente, y no es porque uno se haya acordado del naranjado proverbial del Veronės, sino porque el apetito se despierta goloso, ante un melón kilométrico, rebanado en mil pedazos sobre la colina por un reflejo de plata.

Una especie de fiebre ascencional se apodera del espíritu, al sentirse éste requerido desde arriba por incitaciones punzantes.

Sobre la zona de verdes vagos en que se extiende la llanura, se destaca el rosa osbeuro de las barrancas, para seguir ascendiendo en franjas de rojo ferruginoso, violeta humeante, azules turbios, celestes clarificados, hasta dibujar con blanco leal de rieve iluminada, esa línea misteriosa del confin, tras la cual se van los ojos á mirar seres ausentes y soñaciones lejanas.

De algún rincón del horizonte llegan á la sangre dardos vivos y cálidos: pinceladas rojas como el labio mordido en un exceso, al lado de encajes destrozados y de madejas de oro en ondulación de cabelleras rubias, todo desvaneciéndose en palideces de mejilla joven, hasta diluirse en el perfil lilial del hielo, rico en curvas de senos y gargantas.

Al reflejo oblicuo del ocaso, el hielo romboidal de los volcanes, se convierte en gigantescas pantallas de cristal, donde la combustión del oro interno imita en la gradación de sus matices todas las agonías y desmayos de la tarde. Los enormes bloques blancos se enrojecen un instante, para licuar después sus vermellones en tonalidades de fresa azucarada. La nieve tierna llega á veces á reproducir el rosado desvanecido de la carne núbil, velado por el traslúcido lino de una blusa; y al fin toda la montaña se uniforma en un tinte provocativo de miel nítida y clara.

La neblina tejida en la superficie de los lagos, baja de cumbre en cumbre con abandono de sonámbula, porfiando por cuajar otra vez entre las sierras las nubes del oro evaporado durante el día en las minas asoleadas.

Cuando no queda sino medio disco de sol visible de este lado de los Andes, las transiciones de luz son infinitas. Parece que todas las líneas del paisaje se confundiesen y borrasen reflejadas en la hondura de un espejo giratorio. Donde estaban las felpas rojas y las carnes blancas sugiriendo los misterios de una alcoba, se encuentra la mirada con una caverna de ceniza humeante; los estanques rizados por cisnes blancos se transforman en cejas de tiniebla con inmóvil tristeza de lechuzas; y donde el nácar de una nube había perfilado la cadera de una ondina, surgen melancólicos remansos de mercurio.

Cuando el sol ha realizado su tramonto, circula por el cielo una convulsión de calofrío, que va desvaneciendo en gasas de carmín humoso y gris violáceo los grumos intensos que flotaban en lagunas cremosas y azufradas.

Los montes lejanos adquieren un tinte negriazul, que sobre una atmósfera de perla, recalca las sinuosas cintas del confín.

Y es en esa hora de la cordillera, cuando los escultores debían ir á descubrir líneas potentes y á sorprender, para transmitir á sus estatuas, el gesto auténtico que la eternidad hace á la vida.

En los perfiles del volcán «Antuco»», por ejemplo, sorprenderian el secreto artístico de la suavidad en la grandeza.

En el cráter desgarrado del «Copahue», encontrarían cuevas dolorosas para todas las tragedias.

En las jorobas joco—sublimes del «Domuyo», copiarían líneas inéditas para esculpir la tristeza enorme de los grandes en las soledades de la altura, y las humillaciones de la fuerza bruta ante las agilidades de la gracia azul.

Desde la cumbre del «Tromen» verían en el curso del río Neuquén la majestuosa ondulación de la libertad en el desierto.

En los repechos de Ñorquín á Trolope, se asombrarían mil años entre el laberinto de escoriales, que más parece selva milenaria de encinas petrificadas en un momento de huracán.

Es incalculable el movimiento contenido en esas rocas atónitas. Cualquiera de ellas dice epopeyas seculares, y podría ser modelo para el pedestal de cualquier gloria. Sobre la cabeza del viajero se asoman peñas tiradas boca abajo sobre la cordillera hacia el abismo, y que al ser vistas contra el fondo errante de las nubes, parecen oscilar en inmenencia de derrumbe.

Escoriales de diversas estaturas, hasta de treinta metros, obstruyen el caminito hacia la cumbre en actitud de guerreros medioevales con armadura de guijarros y penachos de líquenes agrestes. De las cuencas profundas de sus ojos de piedra, se escapan terribles pensamientos en bandadas de águilas nerviosas.

Son de ver allí las combinaciones de líneas atrevidas, donde la belleza surge del equilibrio recóndito entre el esfuerzo muscular y la serenidad del heroísmo.

En la anatomía de esos gigantes no hay vigores de hombre sino pujanzas de pueblos; ni en sus gestos lúgubres se lamenta un corazón sino ruge dolores una raza.

Y si los nervios del viajero resisten la luna y los bramidos de la noche en ese sitio, puede continuar su viaje en la seguridad de haber vivido siglos en un rato.

La inmediación á las estrellas espanta. Los dragones de hielo mueven sus escamas bajo mil flechazos tenues.

Sobre las manchas de nieve se deslizan como sudarios impalpables las sombras de las nieblas.

El aire de porcelana estalla en trizas contra el filo de las rocas.

El fondo de las cavernas se ennegrece, pero sus dentaduras resaltan con fulgor amarillento. Los buhos alineados sobre los hombros de las estatuas, llevan de roca en roca mensajes misteriosos.

La claridad lunar tiembla sobre la armadura de esos fantasmas, y así acentúa la obscuridad caótica de sus andrajos, como les enciende los alamares fosfóricos que sobre el terciopelo de los musgos ha dibujado el fiemo de las aves.

Las ráfagas agitan los penachos y hacen temblar la lividez ambiente.

El viento, al regar ceniza sobre las úlceras de lava, arranca á cada bulto quejidos de mujer atormentada.

Los centinelas de piedra exhalan resoplidos de cansancio. El ruido de los guijarros desprendidos por los tropezones del caballo, parece suficiente para romper los equilibrios y provocar el derrumbe irremediable.

Todo allí se impone como símbolo; toda línea tiene su secreto que contarnos.

Y no se diga que no vale la pena de sentir esas angustias, y que mejor es quedarse en la ciudad bajo los techos rampantes: ¡No!

Porque esas inquietudes y visiones del arte, son lo único que vale la pena de tolerar el tedio de vivir entre los hombres.

Y si los señores industriales tienen que demorar en la metrópoli cultivando sus dineros, corresponde á los artistas ir á explotar esos tesoros y á tomar posesión de aquellos cielos.