Aita Tettauen/Primera parte/IV

De Wikisource, la biblioteca libre.

Primera parte - Capítulo IV[editar]

Vibraban todos los presentes al son de estos roncos trompetazos. Lucila, sin poder impedir que se le saltaran las lágrimas, decía: «Este Juan es un loco, que dice tonterías bonitas». Halconero, deshaciéndose en entusiasmo que le mantenía rebelde al sueño, mandó traer Jerez para festejar al trompista y regalarse todos. Cogiéndole un momento aparte, Lucila dijo a Santiuste: «Hágame el favor, Juanito, de no contar estas cosas tan rimbombéricas cuando esté mi niño delante. Yo quise acostarle; pero cualquiera le arranca de aquí cuando viene usted con estas tocatas. Mírele allí junto a su padre, comiéndosele a usted con los ojos... Se trastorna, se desvela, y luego las malas noches me tocan a mí: no es usted quien las pasa. Ya tenemos jaqueca para toda la noche con lo que usted ha dicho del Cid, de Cortés, de Pizarro y del Gran Capitán o del Gran Teniente... Buena la hemos hecho. Acostadito el niño y sin poder dormir, empiezan las preguntas; y yo, que soy tan ignorante, me veo negra para responderle. Con que hágame el favor de dejar la trompa cuando esté aquí mi hijo; coja el flautín o la zambomba, y cuéntenos algo que nos entretenga y nos haga reír».

El buen Jerez prodigado por Halconero avivó los fuegos patrióticos de la tertulia, cuidando el amo de la casa de ser el primero en las alegres expansiones. Alborotadamente trataron de diversos puntos relacionados con la guerra, y Carrasco y Santiuste afirmaron que Moros y Cristianos son en alma y cuerpo diferentes, como el día y la noche. Ansúrez, cuya natural capacidad ilustraba todas las cuestiones, sostuvo que las apariencias de desemejanza las daba, más que la religión y el lenguaje, el hecho de no existir en la Morería lo que aquí llamamos modas. El moro no sabe lo que es esto. Sus armas, sus vestidos, sus hábitos, sus alimentos, se perpetúan al través de los siglos, y lo mismo se eternizan sus modos de sentir y de pensar. Aquí, por el contrario, tenemos la continua mudanza en todo: modas en el vestir, modas de política, modas de religión, modas de filosofía, modas de poesía. Ideas y artes sufren los efectos del delirio de variedad... Hoy se llevan estas corbatas; mañana serán otras. Hoy se gobierna por este sistema; mañana será por el contrario. Filósofos y sombrereros, poetas y peinadoras, tienen su figurín distinto para cada quince años. Al otro lado del Estrecho les dura un figurín, para todo, la friolera de diez o doce siglos... Y así, hemos dado en creer que esta permanencia es señal de poca o ninguna civilización, lo cual no es justo, pues ni ellos son bárbaros por no conocer las modas, ni nosotros civilizados por tenerlas y seguirlas tan locamente. La civilización consiste en ser buenos, humanos y tolerantes, en hacer buenas leyes y en cumplirlas...

No expresó el agudo celtíbero estas ideas en la forma que aquí se les da, sino con la frase seca, desnuda y categórica que usar solía. Las presentes páginas sólo transmiten textualmente el final, que fue de este modo: «Entre las cosas santas y buenas que nos recomendó Jesucristo al fundar nuestra doctrina, yo no he podido encontrar nada que sea recomendación de las modas. Dijo: «amaos los unos a los otros»; pero no dijo: «sed veletas en el pensar y en el vestir, en el comer y en el edificar». Y aunque nada dijo de estas veleidades de los hombres, entiendo que las condenó en el Desierto cuando el Demonio quiso tentarle. Sabéis que le llevó a un alto, y mostrándole toda la tierra, se la ofreció en dominio si le adoraba. Para mí que le dijo: «Ahí tienes el mundo de las modas: adórame y será tuyo». El Señor, a mi parecer, contestó: «Vete al infierno tú y tus modas, y no tientes al Señor tu Dios».

Sin comprender la sutil argumentación del viejo Ansúrez, los amigos la tomaron a chacota, y por divertida más que por razonable la celebraron... Y a otra cosa. Aunque Lucila llamaba disparates a las huecas declamaciones del joven de la trompa, y se burlaba de él por disimular su devoción de las cosas guerreras, se alegraba de verle entrar, y no perdía sílaba de sus peroratas, exuberantes de elocuencia y de histórica poesía. Clavijo, Santiago, los Alfonsos, el Cid, la cruz de las Navas, la cruz del Cardenal Mendoza, la cruz de Lepanto y otras famosas cruces; las torres de Granada, las carabelas de Colón, los tercios de Flandes y demás estrofas sublimes del gran poema, conmovían todo su ser, y le disparaban el corazón a un palpitar loco; de su pecho irradiaba un calorcillo que encendía en su rostro matices de embriaguez dulce. Cierto que procuraba repeler hacia adentro la emoción; pero no siempre lo conseguía, pues la viveza y humedad de los ojos desmentían las burlonas palabras.

Una noche, acostando a Vicente, después de curarle la pierna con amoroso cuidado, el chiquillo le dijo: «Madrita, estoy enfadado contigo... pero muy enfadado...».

-Yo te desenfadaré, si me dices pronto en qué ha podido ofenderte tu madre.

-¡Zalamera! Estoy enfadado por tres cosas... tres perradas me has hecho...

-¿La primera...?

-Que le dices a Juanito que no nos cuente cosas de guerra... para que yo no me despabile... Pues bien te gustan a ti las cosas de guerra. ¿Crees que no te he visto llorando cuando Juan contaba lo que hizo Hernán Cortés en la Habana... o en otro punto de las Américas, no sé...? El hombre quemó sus navíos para que los hombres que iban con él no pudieran volverse acá, y luego se metió, espada en mano, por un río arriba, y conquistó un imperio de negros más grande que de aquí a la Villa del Prado... Luego te pregunto yo: «Madre, ¿quién era ese Hernán Cortés?». Y tú me respondes: «Un vago, un perdido...».

-Tiempo tienes de saber esas cosas, hijo del alma. Ahora estás enfermito, y no conviene que te calientes la cabeza, ni que pierdas el sueño. ¿Y de dónde sacas tú que soy yo guerrera? ¡Vaya una tontería! Yo no estoy en el mundo más que para cuidar a tu padre, a ti y a tus hermanitos, y las guerras de hoy, como las de tiempos pasados, me importan un bledo. Naturalmente, una es española, y cuando tocan el chin chin de las glorias de esta tierra, el corazón baila un poquito... Segunda cosa...

-Que tú, por llevarme la contraria, y porque se te ha metido en la cabeza que yo no sé montar, has escrito al tío Gonzalo... o será mi abuelo el que ha escrito, no sé... habéis escrito para que el tío no me traiga el caballo que me prometió. ¡Y yo aquí con esta pierna tiesa!... Pues te digo que así no me curaré nunca. Ya puedo doblar la rodilla sin que me duela mucho... ¿Ves cómo la doblo? Yo te digo que no me ha de costar trabajo apretar los muslos para agarrarme bien, ni meter espuelas con gana para correr... ¡hala!... correr como el viento.

-¡Ay, bobito mío... pues no estás poco avispado con tu caballo árabe!... Espera, espera un poco. La semana que entra, dice el médico que podrás andar con muletas... Lo que hemos escrito a mi hermano el moro, es que tenga preparado el caballo, y la silla, y todo, para cuando se le avise... Ahora, la tercera cosa.

-Pues... no quería decírtelo... pero te lo digo... Ya sabes que una noche contó Juanito que tú te apareciste en un castillo, y que al verte aparecer, los que allí estaban se cayeron al suelo del susto y de... de... de ver lo guapa que eras... Eras como la Virgen, o como otras vírgenes que hubo antes de la del Pilar y la del Rosario... Yo no sé... Juanito te comparó con unas vírgenes, santas o no sé qué... Para que se vea si eres mala. ¡Aquellos que estaban en el castillo te vieron aparecerte, y no quieres que te vea tu hijo! Si tú te desapareces y vuelves a salir cuando te da la gana, ¿por qué no lo haces delante de mí para que yo te vea? Todas las noches te pido este favor, y tú te ríes y me mandas a paseo.

-Y ahora también me río, bobito, porque esas apariciones son cuentos y desvaríos de Juan. Yo me aparezco... cuando entro por esa puerta. No he aprendido otra manera de hacer mi aparición.

-Bueno, bueno... Sigo muy enfadado, madrita... No creas que me desenfado con tus besos, con tus carantoñas... Y para que veas si soy bueno, me voy a dormir... No tendrás que chillarme, ni decirme que te estoy martirizando... Me dormiré ahora mismo... ya me estoy durmiendo... y no soñaré nada, no quiero... Dijo don Bruno que mañana, mañana... pasará mucha tropa... mucha tropa... Salen para la guerra... de aquí van a la guerra... Va el tío Leoncio... esta tarde lo dijo... Yo me asomaré a ver la guerra... la tropa que va a la guerra... pum, pum; chan, charanchán...

Se durmió como un ángel, a quien Marte arrullara en sus brazos. No fue tan dichosa Lucila, que padeció inquietud y desvelo hasta muy alta la noche, mortificada por visiones y pensamientos lastimosos, y por el desasosiego de su marido, con quien compartía el no muy ancho tálamo. Daba vueltas sin cesar sobre sí mismo el buen don Vicente, llevándose tras sí sábanas y mantas, con lo que quedaba desamparada de abrigo la dama celtíbera. Y sobre tantas molestias, el rico labrador pronunciaba frases incoherentes, cortadas por estruendosos regüeldos; cantaba el himno de Riego y la Marcha fusilera, dejando oír entre estas músicas alguna vaga modulación de alarido patriótico, como ecos lejanos de un tumulto callejero.

Con paciencia sufría la esposa estas incomodidades, y en la cavidad verdinegra del insomnio revolvía historias pasadas y presentes. La mirada de su hijo, dulce y quejumbrosa, con que expresaba su ardimiento militar cohibido por la cojera, permanecía estampada en la retina de la madre. Eran los ojos de Vicentín negros como los de ella, luminosos, bañados en esa tristeza cósmica que envuelve las estrellas, así en las claras como en las obscuras noches. En los ojos del niño guerrero veía Lucila algo como la regresión de un ideal que ella tenía por muerto y desvanecido; ideal que salía de su tumba para volver a la realidad viviente. También Lucila había sido guerrera, y la gallardía militar, así en los hechos como en las personas, fue objeto de su culto. Llevose el diablo estas aficiones; cambió el teatro de la vida de la joven celtíbera, y desgarrada una decoración, pusieron otra que hizo olvidar la pasada idolatría... Pues ahora, un niño inocente, precoz, enfermo, imposibilitado hasta de jugar con cosas guerreras, hacía que por la decoración nueva se transparentasen las líneas y colores de la antigua...

Otra cosa: no eran estas reapariciones de lo pasado el único suplicio de Lucila en sus horas de insomnio. Debe decirse con claridad que, desde su casamiento, ningún hombre, fuera de su buen marido, cautivó su corazón. Pero en mal hora vino el espiritual Santiuste a desmentir la regla general. No le quería, no hacía ningún cálculo de amor referente a él; pero posaba con harta frecuencia su pensamiento en la persona del desgraciado joven, como un ave cansada de volar por los espacios altos del deber. Por su cuñada Virginia conoció a Santiuste; por Leoncio supo su miseria y desamparo, y la dignidad con que el muchacho soportaba tantas desventuras. A menudo se decía: «¿Pero cómo se arreglará ese hombre para vivir con tanto apuro?... ¿Será verdad que le quería una mujer del mundo llamada Teresa? Y si le quiso y le quiere, ¿cómo le consiente tan destrozadito de ropa y tan vacío de alimento?».

El cambio de fortuna del cantor de la edad heroica colmó de satisfacción a Lucila... ¡Gracias a Dios que el pobre chico podía vivir, aunque modestamente! ¡De buena gana le habría ella cosido y arreglado la ropa, y regalado unas botas decentes para entrar con pie seguro en la nueva vida! Si le gustaba por pobre desvalido, más le agradó por las bondades de su corazón, que claramente en toda ocasión se manifestaban, y por la rectitud inflexible que movía sus acciones. Su inteligencia y saber, su facundia prodigiosa, descollaban en aquella sociedad vulgarísima como el águila caudal entre humildes y rastreros patos. Y cuando, por la declaración de guerra, desenfundó Santiuste la trompa y empezó a soltar notas de epopeya, si todos le oían con admiración, Lucila se arrebataba interiormente en un fuego de entusiasmo, que en su seno escondía con violentos disimulos. El ideal guerrero tan pronto revivía en los ojos del niño doliente, como en los labios de aquel otro niño grande que jugaba con el Romancero.

Interrumpió estas cavilaciones de la celtíbera la claridad del día que por las rendijas de la ventana se colaba, y ante ella puso la señora término a su mental suplicio, y se lanzó del lecho, dejando al esposo en postura de tranquilidad, panza arriba, estiradas las extremidades, y echando de su abierta boca los ronquidos como el resoplar cadencioso de una máquina de vapor. Vistiose a prisa la hija de Ansúrez, ávida de lanzarse al trajín casero, que era como el organismo supletorio de su ser moral... Ya no pensaba más que en despertar a la muchacha, sacándola a tirones de su camastro, y en encender lumbre. Luego prepararía el desayuno de Jerónimo, que era el primero en dejar las ociosas lanas; el de los niños, que aún dormían como pajaritos apegados al calor del nido. Pronto llegaría el panadero... Ya se sentían en la escalera los pasos de plomo del aguador... Empezaba el día, la rutina normal y fácil, el conjunto de menudas obligaciones que, al modo de tejidos de mimbres, forman el armadijo consistente de una existencia mediocre, honrada, sin luchas.