Aita Tettauen/Segunda parte/II

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Segunda parte - Capítulo II[editar]

«¿Y Talavera?» preguntaba el médico.

-Talavera está con Echagüe... allá... detrás de la loma. No podemos verlo... Pero los tiros y el humo dicen que los moros cargan por aquella parte.

En efecto, los moros se corrían hacia las alturas del Renegado: querían envolver a Echagüe. Pero allí tenían la peor de las posiciones, por causa de los cantiles que precipitaban el suelo hacia la mar. Con todo su valor insensato, nada lograron a la postre. Talavera y Borbón les sacudieron de firme en todo el resto de la tarde, y al fin, los que no pudieron ganar el monte se arrojaron por el cantil abajo, para esconderse entre las peñas donde reventaban las olas. Ya anochecía cuando Santiuste y los demás vieron regresar a O'Donnell con Zabala hacia el Serrallo; después bajó Echagüe. Todos traían cara de haber cumplido su deber con fruto. El llamado Dios de las Batallas les había dado el éxito de cada día... No fue ciertamente victoria sin quebrantos, pues muertos quedaron siete oficiales y cuarenta y tres soldados. Los heridos fueron doscientos sesenta, contándose entre ellos tres jefes y catorce oficiales.

En marcha hacia su campamento, situado entre el Otero y la Veguilla, no lejos del Cuartel general, Juan sintió el descenso de su entusiasmo, al ver que en una camilla traían al pobre Pulpis gravemente herido. Metiose con él en la tienda, decidido a ser el primero en asistirle, y pasó una noche tristísima oyendo los lamentos del capitán, acribillado a balazos y con una grave herida en la cabeza. Aunque el médico aseguró que no había peligro de muerte, no se calmaba el afán de Santiuste ante el lastimoso estado de su amigo, ni este se conformaba con que le enviaran, como cuerpo inútil, a los hospitales de Ceuta, privándole de compartir las glorias de Simancas en los restantes lances de la guerra... Pero el descorazonamiento del cronista no llegó a las frialdades más negras hasta la siguiente mañana, cuando le dio por recorrer todo el lugar de la acción del 30. Los heridos que en las tiendas de sanidad veían eran cientos, y a él le parecieron miles. Los muertos que vio recoger y conducir a las sepulturas, formaban en su mente fúnebre legión. Iba el capellán castrense de un lado para otro echando responsos con militar presteza, y a su paso desaparecían bajo la tierra tantos y tantos jóvenes que horas antes fueron vigorosos, sentían intensamente la alegría de vivir, y se juzgaban mantenedores del honor de su patria. Por esta caían en el hoyo, como los musulmanes perecían también por el honor de la suya, juntándose debajo de la tierra los dos honores, que en la descomposición de la carne quedarían reducidos a un honor solo.

El noble corazón del orador y poeta sintió la misma lástima ante los muertos berberiscos que ante los cristianos. Estos eran enterrados con mayor respeto; los otros por simple ley de sanidad, para que no corrompieran el aire. Vio en los moros caras muertas de pavorosa hermosura. Muchos contraían los labios con sonrisa de burla o de orgullo desdeñoso. Las cabezas rapadas, oprimidas por el lío de cuerdas de pelo de camello, al modo de turbante, tenían el color de las calabazas de peregrino; las manos, por fuera negras, amarillas por la palma, ofrecían con sus crispados dedos las más extrañas formas... las piernas flacas y de color terroso, en algunos teñidas de sangre, mostraban, como los brazos, inverosímiles contorsiones y posturas de una gimnasia fantástica. Todo esto lo vio y pensó Juan, observando cómo los vivos se desembarazaban de los muertos. Los cadáveres moros, que yacían no lejos del mar, eran arrojados por el cantil abajo, y algunos quedaban con medio cuerpo en el agua y medio en las rocas, para el equitativo reparto entre aves y peces.

Empezó a soplar aquel día Levante furioso, que por la noche trajo abundante lluvia. Vio Santiuste que el África se envolvía en nube de tristeza, y que los vivos colores de su suelo se desleían en un medio fangoso y opaco. Del mismo modo, en el alma del solitario joven se iba marchitando y desluciendo la ilusión de guerra. Quizás, pensó, no había visto aún bastante guerra para conocer y juzgar fríamente este aspecto de la acción humana, tan antiguo como el mundo... Quizás influía en su ánimo el feísimo cariz del tiempo, la lluvia constante, la suciedad del piso y la consiguiente inacción del Ejército, que además de aburrirse, sufría escasez por no andar muy corriente el servicio de bucólica. Las operaciones, en aquellos húmedos días, de suelo enfangado y pardo cielo, no tuvieron importancia: redujéronse a tentativas aisladas de los moros contra los fuertes que dominaban el Serrallo.

Trasladado a Ceuta el capitán Pulpis con todos los remiendos que en su agujereado cuerpo pudo hacer la Facultad, quedó Juan más desconsolado y triste. Asistir y curar al herido, charlar con él, más en broma que en serio, cuando le veía en buena disposición mental, era inefable consuelo para el alma de Santiuste, encendida siempre en fuego de amor al prójimo... Pero Dios, que miraba por el hombre bueno y piadoso, le deparó, a cambio de la amistad perdida, otra de bastante precio; y fue que a punto de ver partir a Pulpis, hizo conocimiento con un clérigo castrense, llamado don Toribio Godino, el cual, desde las primeras palabras, se le reveló como varón sencillísimo, de corazón generoso y ameno trato.

Grandes coloquios tuvieron el cura y el desengañado poeta en aquellos días de calma tediosa, arrimados al hueco menos frío de una tienda. Franqueándose uno y otro, como si toda la vida se hubieran conocido, resultó que el señor Godino era primo de doña Celia, la señora de Centurión; que había sido muy amigo del coronel Villaescusa, padre de la famosa Teresita; que a esta y a la Manuela, su madre, las conocía como si las hubiera... dado a luz... Peor era la madre que la hija, pues esta tenía buen corazón, y si pecaba era por despojar a los ricos para dar a los pobres. Gracias a ella don Toribio no se había muerto de hambre en el invierno del 57, que fue de los más crudos. Teresa robaba a los ángeles su figura y modos para meterse en líos de caridad. Era un contrasentido, un disparate moral... De confianza en confianza, hizo don Toribio historia de los hechos culminantes de su vida, ya bastante larga, pues andaba al ras de los setenta. En su juventud había conocido y tratado a famosos clérigos, como Ruiz Padrón, Muñoz Torrero y otros, de quienes se le pegó el tufillo liberal, que no pudo echar fuera de sí en sucesivos años. Fue perseguido el 24 con tal encarnizamiento, que si no se refugiara en Portugal, le habrían quitado la vida. Repatriado en tiempos de la Regencia, vivió gracias a la protección del señor Garelly, y de don Javier de Burgos, que si no le estimaba mucho como sacerdote, apreciábale como latinista... Míseramente pudo sostenerse en curatos rurales, luchando con la malquerencia de facciosos más o menos encubiertos. Siguió hasta el 50 amparado de la obscuridad, sin poder aspirar a mejor acomodo; pero en aquella fecha se desencadenó contra él furioso viento de persecución, sin saber de dónde venía, y obligado a trasladarse a Madrid, se le acusó de masonismo y se le retiraron las licencias. Tales injusticias y crueldades indujeron al don Toribio a ser poco discreto en la manifestación de sus ideas, un tanto libres en todo lo que no perteneciese al dogma. Siempre fue ortodoxo; mas no lo creían así sus colegas, sin duda por ser hombre que al pie de la letra practicaba el in dubiis libertas. Por fin le vino Dios a ver en la persona del General Zabala, el cual, apiadado de él y juzgándole sin prejuicios ni malquerencias, le sacó de aquel anticipado Purgatorio y le trajo al clero castrense, donde el pobre señor respiró viéndose rodeado de compañeros buenos y tolerantes. En su ardiente gratitud, aplicaba al digno General el Deus nobis haec otia fecit, y se sentía capaz de dar la vida, si necesario fuese, por la de su noble bienhechor.

En sucesivas conversaciones, cuando lo permitía el ocio del campamento, Santiuste confió al buen clérigo algunos particulares de su vida; y una tarde, viniendo a parar a sus recientes dudas o desfallecimientos en la fe y devoción de la guerra, le dijo: «¿Cree usted, amigo don Toribio, que existe el llamado Dios de las Batallas? ¿Cree usted en esa confusión del Marte pagano con nuestro Cristo Redentor, que jamás cogió una espada? ¿Qué piensa usted de la Virgen, como dispensadora del triunfo en las guerras, al modo de aquellas diosas que tomaban partido por los griegos o por los troyanos? ¿Al Apóstol Santiago le tiene usted por verdadero general de españoles y matador de moros? ¿Dónde está el texto de Cristo en que dijera a sus discípulos: 'montad a caballo y cortadme cabezas de los hijos de Agar?'».

Sonrió el castrense mirando al suelo, y rascándose la barba, no afeitada en seis días, respondió de este modo a la consulta: «Hijo mío, nos hemos encontrado esas tradiciones de fe, y tenemos que respetarlas sin meternos en libros de Teologías. A mí, la verdad, no me caben en la cabeza Dios guerrero, ni Jesucristo militar, ni Nuestra Señora con bastón de Capitana Generala; pero eso pertenece al conjunto de creencias y de actos sacramentales que me dan de comer. De todo ese conjunto como, y el alimento es cosa capital, hijo mío; pues si yo observo los ayunos y abstinencias que la Iglesia me manda, no estoy por pasar hambre todo el año. Ya sabes que el abad de lo que canta yanta. Yo canto todo lo que sea preciso para un yantar moderado y sin gula. Y no te digo más, que con lo dicho basta para que sepas la opinión de un capellán de tropa que sabe cumplir sus deberes... Y ya que de comer tratamos, sabrás que nos esperan fatigas y no pocos ayunos, fuera de los días de rúbrica, porque vamos hacia el Sur. ¿No lo sabías? Sí: de esta ratonera en que estamos no podemos salir más que escabulléndonos por la costa. Ya tienes al Tercer Cuerpo, que manda el general Ros, acampado en esa parte del Tarajar: ya han empezado allá las obras que han de proteger nuestro camino. Hacia Río Martín vamos, de donde subiremos a Tetuán, si Dios lo quiere, pues aunque no exista el de las Batallas, Dios hay que sobre todos los actos de los hombres impera, así moros como cristianos...».

Recluido Juan en el campamento del Otero, apenas se dio cuenta de la acción del 12, en que Prim, con los regimientos del Príncipe, de Granada, cuatro compañías de Almansa, cazadores de Vergara y otras fuerzas, acudió a la defensa del camino que abrían los ingenieros junto al reducto del Príncipe Alfonso, para franquear la marcha a lo largo de la costa. Atacaron los moros con fiereza; pero pudo más Prim, que los destrozó y dispersó, secundado por el coronel del Príncipe, don Cándido Pieltaín, y el coronel de Granada, don Miguel Trillo... En esta rápida y vigorosa acción, murió el coronel de Artillería don Juan Molíns. Gran duelo hizo todo el Ejército a este ilustrado y valiente militar... La acción del 15, parte por lo que pudo ver, parte por lo que le contaron, la relató Santiuste en las dos cartas que escribió a Madrid, con corta diferencia en el sentido y tono de una y otra. El nubarrón de moros que descargó por el boquete de Anyera parecía como un diluvio de hombres. Tras los de a pie, que no bajarían de catorce mil, se desgajaron de la altura como unos mil de caballo, turbamulta vistosa, pintoresca, de pasmosa agilidad y gallardía en sus movimientos. Se creyó, y luego quedó plenamente confirmado, que al frente de los gallardos jinetes venía Muley el Abbás, hermano del Emperador y caudillo de su Ejército.

El incansable inglés Lassausaye y el General Gasset, con fuerzas del primer Cuerpo, reciben dignamente a toda aquella caterva; mientras avanza O'Donnell hasta el centro de la línea de combate, el General García desbarata la falange mora, haciéndola retirar hacia el mismo boquete por donde había entrado en escena; hasta muy cerca de la bahía de Benzú persigue Lassausaye a los jinetes, que huyen, con la fantástica presteza que ponían en todos sus movimientos: se les ve como una nube de saltamontes que levanta el vuelo... Tendidos sobre el cuello de sus veloces caballos, al viento los alquiceles blancos, parecían visiones de hipogrifos que tornan a sus cuadras mitológicas, entre el cielo y la tierra. ¡Hermosa y teatral acción, tan decisiva y brillante para los españoles, que algunos pudieron creer reproducida la milagrosa intervención del Apóstol Santiago! Por esto decía Santiuste en su carta a Lucila y Vicentito: «No vimos a Santiago; pero allí estaba... yo sentí estremecido el suelo por las herraduras de su caballo».