Aita Tettauen/Segunda parte/IX

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Segunda parte - Capítulo IX[editar]

Si consideramos al Ejército español empantanado en las marismas del río Capitanes como un gran cuerpo de hombre, y en todas las partes de este cuerpo, entrañas, miembros, sangre y piel, suponemos el cruel padecimiento resultante de la horrible situación moral y física, debemos afirmar que el dolor más intenso y vivo estaba en el cerebro; y el cerebro era O'Donnell. Hombre bien templado para el infortunio, lo soportaba con estoica entereza. Pudo decir a su Ejército, imitando a Felipe II: «Os he traído a luchar con los hombres, no con las tempestades». Pero más justo y más filósofo que aquel Rey, pensaba que si era suya toda la gloria de haber iniciado aquella guerra, no debía culpar del desastre a la casualidad, sino a sí mismo. ¿Cómo no vio que la marcha de Ceuta al valle de Tetuán por la costa representaba un enorme desgaste de fuerza y de tiempo? ¿No previó que a la mitad de este arduo camino tenía que adoptar una de estas resoluciones igualmente desastrosas: o dejar a la espalda la mitad de su Ejército para sostener la comunicación con Ceuta, o aprovisionarse por mar, corriendo el riesgo de que las tormentas le interceptaran el pan y las municiones? ¡Y el enemigo siempre en posiciones altas, desde las cuales, con fuerza inferior a la de los españoles, podía precipitarles al mar!

En verdad que si O'Donnell tuviera pecados, bien purgada quedaría su alma con aquel intenso martirio, suficiente a franquearle de par en par las puertas de la gloria eterna. Pero en los pecados del General no podía buscarse la razón suprema de lo que parecía horrendo castigo, porque era hombre puro, de una sencillez y rectitud admirables en su vida moral; y en cuanto a la vida política, los actos de los gobernantes no constituían estados éticos bien definidos. En todo esto y en la pavorosa situación de su Ejército, incomunicado por el mar furioso y por la tierra, plagada de enemigos, pensaba el General. Si alguna luz de consuelo podía brillar en su angustiada mente, era la que una y otra vez expresaba con esta idea: «La única ventaja mía en el presente desastre es que jamás General alguno, en guerras antiguas o modernas, mandó soldados tan resistentes, tan sufridos, tan dispuestos al sacrificio como estos que yo he sacado de España...». Pero inmediatamente después de reflexión tan consoladora, venía la contraria, la negra, la que tomaba su fatídica fuerza de la claridad de la anterior: «Si este temporal dura días, y no hay medio de traer víveres, y los moros nos atacan, toda esta noble juventud, esta flor de España, perecerá...».

Contra tal idea se rebelaba su fe cristiana, su fe española, virtud grande de una raza aventurera que confía en salir de todos los atascaderos que pone en su camino la fatalidad, y al fin sale; no se sabe cómo, pero sale. Hay una Providencia especial para los locos... Como hombre sereno, de los que no cuentan con la colaboración del Acaso, O'Donnell no podía confiar extremadamente en la Providencia de los locos. Algo pensó en ella, pero sin darle agasajo en su pensamiento, y este lo consagró por entero a buscar y resolver los medios de salir de aquel pantano mortal. ¡Adelante o atrás...! Dos muertes probables pesaban menos que una muerte segura.

En su tienda permanecía el caudillo dando órdenes, recibiendo partes de los Jefes de Cuerpo, partes de Sanidad, partes de Provisiones. Algunos ratos, quedándose solo, porque sus ayudantes habían ido a convocar para el Consejo de Generales que debía celebrarse aquel día, se paseaba con las manos a la espalda en el sentido más largo de la tienda, el cual sólo permitía tres o cuatro medidas de compás de sus largas piernas. Sin mover los labios, creyérase que hablaba con el suelo; volviendo en torno las miradas, dijérase que quería interpretar como lenguaje las sacudidas convulsas de la lona, y la trepidación de los mástiles que sostenían la tienda. Cansado de andar, a la puerta salía... interrogaba al viento, que respondía con silbos aterradores; a la mar, que no paraba en su mugir hondo...

El primero que llegó al Consejo convocado por O'Donnell fue Turón, el General más soldado que en aquel Ejército había, y se dice que era el más soldado, porque siempre se resistió a politiquear, y consagraba todo su ser a la devoción de la milicia y al culto de la ordenanza. De carácter adusto y seco, y de pocas palabras, solía tener en algunas ocasiones chispazos de gracejo. «¡Dichoso tiempo, Turón -le dijo O'Donnell-, y dichoso valle de Capitanes!». Y él replicó: «Llamémosle el valle de Josafat». Inapreciable General de división, era la misma exactitud en el cumplimiento de las órdenes que se le daban; brazo inflexible, con cuya ciega obediencia podía contar siempre el pensamiento que dirigía los actos de la campaña... Tras él llegó el General García, Jefe de Estado Mayor, en quien descollaba el arte de organización y el conocimiento estratégico, carácter duro y esencialmente militar como el de Turón. Su colaboración técnica fue para O'Donnell de gran provecho en la tan heroica como desatinada marcha de Ceuta al Río Martín, cortando divisorias y marismas. Como conductor de tropas a la lucha, García ilustró su nombre con uno de los actos más eficaces para el éxito de aquella escabrosa marcha, protegiendo con el Segundo Cuerpo, en los riscos de Monte Negrón, el paso del resto del Ejército por los desfiladeros de la costa... Acompañados de los Generales de división Orozco, Gasset, don Enrique O'Donnell, Quesada y Rubín, llegaron Ros de Olano y Prim, ambos con el cuello del capote subido hasta las orejas, la risueña cara del primero enrojecida por el fresco húmedo; la del segundo sombría en su color pálido verdoso.

Ya están en Consejo... La tarde, hosca y ceñuda como la cara de Prim, redobló la furia de los elementos. Estos dirían: «¡Consejitos a mí!...». Mientras deliberan los señores, conviene advertir que la Providencia de los cristianos no dejó a estos en completo abandono como las apariencias indicaban. Aquella Providencia, o la que llaman de los locos (no sé cuál sería), hizo tan sólo un medio mutis, quedándose al paño entre los montes, fija la atención en los desgraciados hijos de España. Si es cierto que no les protegió de un modo ostensible sosegando las olas, hízoles el precioso favor de obscurecer el entendimiento de la morisma, para que a esta no se le ocurriera desembarazarse de cristianos, cosa facilísima en la precaria situación de estos. La Providencia musulmana debía de estar durmiendo en aquellos tres días, pues no se explica de otro modo que los moros dejaran pasar tan hermosa coyuntura para caer sobre los españoles y aniquilarlos, sin que quedara uno para traer la noticia. Que Mahoma se volvió tonto, quizás por bebedizos que le dieron las Providencias de acá, no podemos dudarlo. La cabeza de Muley el Abbás, o de los que dirigían entonces el cotarro moruno, no dio de sí en aquellos días más resolución que soltar algunas gavillas de berberiscos a robar las mulas y caballos que pastaban en las marismas (y a pacer se les echó, ¡animalitos!, por economía de la cebada), mientras otros hostilizaban las avanzadas del Segundo Cuerpo. Pero el General Prim los espantó con los cazadores de Alba de Tormes y Chiclana y algunas fuerzas de Castilla y Toledo. Salieron estos infelices pisando fango, empapados los ponchos, a pelear por aquellos cerros, y gracias que la humedad no había inutilizado los cartuchos. Como insistieran los moros, unas cuantas granadas certeras les persuadieron a tomar el portante, dejando en poder de nuestros soldados las caballerías que ya tenían por suyas... ¿Quién pudo dudar que Mahoma se había dormido en las deliciosas ociosidades de su Cielo...?

En una tienda-cocina del Cuartel General, hallábanse, ya entrada la noche, el Comandante Castillejo y Leoncio heridos leves, dos Oficiales y Juan Santiuste enfermos de calentura, y Aníbal Rinaldi, el único sano de la reunión; el único no, que también allí estaba en perfecta salud don Toribio Godino. Sanos y enfermos habían puesto un reparo a su extenuación con los bocadillos y tragos de lo añejo que generosos les repartieran O'Donnell y Ros de Olano. Ya era público en el campamento que el Consejo de Generales había determinado que, al amanecer el día siguiente, salieran para Ceuta en busca de víveres todas las acémilas, escoltadas por algunos batallones al mando de Prim.

Con excepción de Santiuste, que liado en su manta se dejaba caer nuevamente en el nirvana, todos comentaron el suceso, viendo algunos los peligros antes que las ventajas, y confiados otros en que el Conde de Reus triunfaría de los astutos marroquíes y de los elementos desencadenados. Castillejo, que era el más pesimista, veía dificultosa la ida, y mucho más la vuelta, pues no era de creer que los moros perdiesen el sentido, y con el sentido, las ocasiones de hacernos daño. Rinaldi, que a sus pocos años debía la felicidad del optimismo, confiaba en el éxito de la operación; según él, con poco que protegieran la marcha del convoy Echagüe por el Norte y O'Donnell por el Sur, las acémilas llegarían felizmente. En lo que todos estaban conformes era en que el temporal no tenía trazas de ceder, y su duración sería de nueve días, cómputo de los prácticos: faltaban todavía siete... El único que discrepaba de este vaticinio fue don Toribio, y no tardó en manifestarlo: sus articulaciones, así como sus callos, le anunciaban cambio de tiempo. El buen señor se sentía barómetro, y no necesitaba para las predicciones meteorológicas más instrumento que su propio cuerpo... Este le decía que los fuelles del Levante desmayarían pronto, y que ya había corrido Eolo las órdenes para que viniesen los fuelles del Norte a orear la tierra y aplacar las aguas.

No todos se burlaron del empirismo del capellán: algunos de los presentes sentían en su naturaleza la indicación higrométrica y barométrica, y otros se atenían a la tesis popular y marinera de los nueve días, como duración de los fuertes Levantes. En esta y otras discusiones entreveradas de somnolencias, pasaron parte de la noche, y a la madrugada sintieron el barullo de la salida de Prim con sus batallones y la recua de mulas. Quiso Dios que acertase don Toribio en sus predicciones, porque al rayar el día calmó notoriamente el viento, y hallándose Prim con su convoy como a una legua del campamento de Capitanes, los soldados que iban de vanguardia dieron la voz de ¡barco, barco!, y en efecto, a poco de este aviso vieron todos claramente el humo de un vapor que doblaba la punta del Hacho. Desde el Cuartel general se vio también la embarcación que desafiaba el oleaje, todavía imponente, y creyéndose ya seguro el socorro, un ayudante de O'Donnell salió escapado a decir a Prim que retrocediera.

El barco que allá lejos navegaba con tremendas cabezadas y balances, era el Duero, vapor destinado al transporte de víveres: tras él vendrían otros. El viento seguía calmado; pero la mar, aún alborotada y ceñuda, no quería deponer su braveza, y la aproximación de buques a la costa parecía poco menos que imposible. Con todo, el aspecto del cielo, que rápidamente se despejaba de nubes; los rayos del sol, que se desenfundaban de celajes, traían a todos los corazones alegría y esperanza. De hora en hora mejoraba el tiempo; la vista lejana del barco, que valiente acometía las olas como el hermano fuerte que acude al socorro del hermano moribundo, a todos daba la impresión de la Providencia, sin que nadie se metiera a discernir si era la cristiana o la de los locos.

A medida que avanzaba el día, la esperanza se iba metiendo más en los corazones de aquella gente infeliz... Ya no veían un barco solo, sino muchos. El júbilo del Ejército elevaba su número al infinito. Todos ellos cabeceaban gallardamente sobre las olas. Inmensa muchedumbre de soldados y oficiales los contemplaba con risueña expectación, midiendo los espacios que las atrevidas naves recorrían en cada instante, y acortando las distancias más con el deseo que con la vista... Por fin, viéndolos frente a Capitanes, desde tierra los aclamaban, agitando pañuelos, toallas y hasta sábanas para significar el gozo de la visita. Llegaron los buques a tan poca distancia de la costa, que desde esta se leían fácilmente los letreros que en sus costados habían puesto para anunciar lo que traían: Arroz, harina, cebada, heno, patatas, tocino, tabaco...

¡Comer, vivir! Buena es la gloria; pero no queráis encender esta divina luz en una lámpara sin aceite... Y O'Donnell, ¿qué decía, qué pensaba? Descollando por su lucida estatura en el grupo de Oficiales Generales que contemplaban los vapores despenseros, no dejaba traslucir en su rostro alegría, vibrante, como tampoco en las horas de incertidumbre dejó entrever la desesperación. Si algo expresaba su sonrisa sutil era el convencimiento de que el socorro no le causaba sorpresa. Lo esperaba, lo tenía por seguro. Un caudillo de tropas regulares no podía recibir sus elementos de guerra de manos de la casualidad... Y volviendo la corva espalda al mar y los azules ojos a la tierra, dijo a Turón, que a su lado iba: «No hay que descuidarse... Ya tenemos víveres... Pero el enemigo querrá que los partamos con él».