Aita Tettauen/Segunda parte/VII

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Segunda parte - Capítulo VII[editar]

«¿Es grave tu herida, Leoncio?».

-¿Yo qué sé? Una bala me pasó el muslo, y un tajo de yatagán me lo acabó de arreglar... Ahora me sale mucha sangre. Si no me curan pronto, no sé qué será de mí. Arrea, Juan.

Juan y el zaguero avivaron el paso, y Leoncio calló. Pasado un buen rato, dejose oír de nuevo su extenuada voz: «Juan, ¿viste la hombrada de Prim? ¡Qué tío más valiente! Creí que a él y a todos nos acababan esos perros».

-Vi la hombrada, Leoncio... la vi y creí que era sueño... También te digo que si no llega en aquel momento por la derecha el General Zabala con cuatro batallones, y sacude a los moros como les sacudió, la hazaña de Prim quizás no habría sido más que un heroísmo inútil, y con hablar de muerte gloriosa, ya estaba el asunto despachado... Yo pongo en su lugar de honor a mi General, al General del Segundo Cuerpo, don Juan Zabala, gran soldado, de valor sereno, de vista penetrante para la oportunidad. Si no es por él, Leoncio, todo se pierde... ¡Y cuántos muertos, Dios mío! De infieles y cristianos ha quedado el campo lleno. Quítale a la guerra el poquito interés que le da el ser arte y el ser ciencia, y no queda más que un pasatiempo de caníbales... ¿Qué dices?... ¿Por qué callas?

-Con cada palabra que echo de la boca, se me va un gran pedazo de vida... Estoy admirado... de la sangre que tenemos en el cuerpo... porque con salirme tanta, todavía queda sangre dentro. Arrea, Juan.

Llegaron por fin a la tienda-hospital; mas era tanta la afluencia de heridos, que los médicos no tenían manos para curarlos. Mientras los propios soldados aplicaban a Leoncio un vendaje provisional para contener la hemorragia, Santiuste consolaba a su amigo con frases afectuosas y esperanzas de pronta curación, y viéndole más animado con el vino y pan que le dieron, se permitió reprenderle en esta forma: «Esto te pasa por meterte a farolear, Leoncio, pues tú no has venido aquí a combatir, sino a componer las armas de los que combaten... Lo que hoy te ha pasado te servirá de escarmiento... y no volverás a pintar el diablo en la pared, que maldita gracia tendrá que dejes viuda a Mita y huérfano a tu hijo».

El recuerdo de su cara familia ausente afligió a Leoncio: algunas lágrimas mojaron su rostro antes de la cura. En esta desahogó su dolor con gritos más que con llanto, y estuvo muy firme. Allí quedó con la pierna sepultada en parches y vendas, condenado a inmovilidad absoluta durante luengos días. «Mira, Juan, vas a hacerme un favor -dijo a su amigo-: vete por ahí, y búscame a Señá Ignacia... ¿No sabes?, es la cantinera del Tercer Cuerpo; una mujer muy buena y muy socorrida para todo. Le dices que estoy con una pata hecha cisco; que venga a verme, y me traiga de aquel aguardiente de caña que alegra y cría sangre. Después de la soba que me ha dado el físico, tengo una sed horrible, y necesito del aguardiente para que el agua no me encharque... Corre, hijo, y tráemela prontito».

Corrió Juan por las calles del campamento, y aunque no tardó en encontrar a la hombruna y bondadosa Ignacia, esta, con muy buena voluntad, pero sin poder zafarse del sinnúmero de parroquianos que la asediaban, no acudió a Leoncio hasta mucho después de recibido el encargo. Vagando en acecho de la Ignacia, Santiuste vio al Coronel del Príncipe, don Cándido Pieltaín, en la entrada de una tienda, con el brazo derecho en cabestrillo, fumando, en conversación con dos o tres oficiales. Más allá, otra tienda, en cuya puerta se agolpaban curiosos atrajo su atención: el bloque de gente, en su mayor parte artilleros, que cerraba la entrada, no le permitió ver más que las botas de un hombre yacente, al parecer muerto... Alargando más el hocico, vio el cuerpo hasta la cintura... le alumbraban más velas de las que para el uso común se encendían en el campamento. Era el Coronel don Francisco Barroeta, jefe de la Artillería que se batió aquella tarde en orden abierto. Tal ira y turbación le causó el ver a sus valientes artilleros retroceder una y otra vez ante el ataque de los moros, que la serenidad no volvió a su ánimo, y al retirarse a la tienda se pegó un tiro... Exaltación insana del sentimiento del honor militar le precipitó a la muerte. ¡Qué desdicha! Oyendo contar el lance, Santiuste lloraba, maldecía con toda su alma las brutales guerras, y las vanas historias que de ellas se escriben para inducir a los hombres a poner sus preciosas vidas en un punto caballeresco... Cuando al Hospital de sangre volvía, ya capturada la cantinera, llegaban a su oído aquí y allá los comentarios del gran suceso reciente, burbujas de la acción heroica, que aún hervía en todos los corazones... ¡Qué oportunidad la de Zabala!... De los veinte hombres que formaban la escolta de infantería de Prim, no habían quedado más que seis... ¡Ah, España, cuánto sacrificio por ti!...

Con la excelente cura que se le hizo, y el remedio de aguardiente de caña sobre la gran cantidad de agua que había bebido, pasó regularmente la noche el buen Leoncio. Por indicación apremiante del herido, Ignacia le dejó media botella del bendito licor, y Juan, que no se había de separar de él, quedó en darle las tomas con la periodicidad conveniente. Horrible fue la noche en la lúgubre tienda: de los ocho heridos graves que había en ella, murieron tres, y dos, según opinión de los médicos, no pasarían de la mañana siguiente. El castrense que allí prestaba servicio fue relevado por don Toribio Godino, a quien su amigo Santiuste, por confortarle el estómago desmayado, obsequió con una copita del bálsamo de caña. «No sabes, hijo mío -le dijo el cura-, cuánto te agradezco este precioso sostén de las facultades. Con el trabajo de esta noche... y cuenta que ya he despachado para el Purgatorio a más de cincuenta... con tanto ajetreo de Sacramentos, sin parar, sin parar, a este, al otro, al de más allá, hasta las palabras rituales se me helaban en la boca y no querían salir... Dios te lo premie, hijo... y te lo aumente».

Ya la luz del alba clareaba en la entrada de la tienda, cuando Leoncio, que había caído en hondo letargo, despertó con cierta inquietud llamando a voces a su amigo. «Aquí estoy -dijo incorporándose Santiuste, que también descabezaba un sueño-. ¿Te sientes mal? ¿Te molesta la herida?».

-No es la herida: es una idea, una idea, Juan, que me atormenta y no me deja descansar...

-Dímela... Será una idea de las que trae la fiebre... y las ideas de la fiebre son locas... No hagas caso.

-Arrímate más a mí, Juan... más. Que no oiga nadie lo que tengo que decirte.

-Nadie lo oirá, Leoncio... Los más próximos están muertos, y los más lejanos duermen.

-Pues lo que me atormenta... a ti, a ti solo te lo digo... lo que me atormenta es que hoy... poco antes de que Prim cogiera la bandera, cuando los moros venían hacia acá y nos arrollaban... vi a mi hermano Gonzalo... No se me despintó... era él...

-Tu hermano moro... el que se hizo moro... ya sé.

-Le vi primero vivo entre los que mandaban... A caballo venía muy arrogante, con un albornoz de tela vaporosa... Debajo llevaba un traje de seda verde... Turbante blanco... Era él, te digo... No sé el tiempo que pasó hasta que volví a verle. Fue antes de caer yo herido, en el momento más terrible de la carga de los de Córdoba... Le vi muerto, la cabeza partida por un tremendo sablazo; el caballo muerto también y todavía pataleando... Mi hermano tenía los ojos vidriados, fijos; la boca muy abierta y rasgada, mostrando todos los dientes, blancos... una boca de risa que daba mucho miedo... El albornoz se había desgarrado, y era todo hilachas manchadas de sangre y barro. Se veía el pecho ensangrentado... ensangrentado el magnífico traje verde...

-¿No sería azul, Leoncio?... Recuerda bien. En esos momentos de emoción trágica, es cosa muy fácil confundir los colores.

-No, Juan; era verde...

-Pues yo sostengo que era azul, Leoncio -dijo Santiuste con pleno convencimiento de lo que decía, poniendo toda su atención en aquel asunto.

No puede omitir el historiador que después de media noche, sintiéndose el buen poeta de la Paz muy desconsolado del estómago, y además falto de calor en todo su cuerpo, probó el precioso licor de Ignacia. Tan bien le supo la media copita, y tan eficaz reparo notó en sus entrañas después de beber, que repitió la medicación dos o tres veces en el curso de la madrugada, disputándola por droga de maravillosos resultados. «Pues te digo que azul y no verde, y en ello insisto -prosiguió Santiuste bajando más la voz-, porque yo también he visto a tu hermano... Le vi, como tú, vivo y muerto, y toda la descripción que me has hecho de su figura y arreo concuerda con lo que yo vi, menos lo del traje verde».

-Pues sería, como dices, azul; que nada de particular tiene que, trastornadas mi vista y mi cabeza, trabucase yo los colores... Pero dime, Juan: ¿cómo conociste a Gonzalo si no le has visto nunca?

-¡Ah!... yo me entiendo... Respóndeme: ¿se parecen tu hermano Gonzalo y tu hermana Lucila?

-Todo lo que pueden parecerse un hombre con barbas y una mujer sin ellas. Cuando Gonzalo era mozo, parecía mi hermana vestida de hombre.

-Los ojos son los mismos, ¿verdad?

-Tan iguales, que creíamos que se los prestaban el uno al otro para mirar...

-Y la carita hermosa de tu sobrinillo Vicente ¿no es igual a la de su tío Gonzalo?

-Tan es la misma, que, según mi padre, Vicentillo es Gonzalo que ha vuelto a nacer.

-Pues figúrate ahora si me habrá sido fácil conocerle, y si habré tenido un sentimiento grandísimo al verle cadáver... No olvidaré nunca aquel rostro noble, los ojos vidriados, la carcajada esculpida... Ha muerto por su nueva patria...

Después de una pausa en que cada cual sondeaba sus propios sentimientos, Leoncio suspiró y dijo a su amigo: «¿Crees tú, Juan, que mi hermano estará en el paraíso de Mahoma, gozando de Alá?».

-No sé, no sé -respondió Juan, poniendo una cara enteramente estúpida-; pero yo te aseguro que si no en ese paraíso, en algún otro paraíso tiene que estar.

Pasado más tiempo que el de la anterior pausa, el herido cambió de un salto la conversación diciendo: «Veo la botella caída. Es que se nos ha concluido el Sanalotodo... En cuanto aclare bien el día, te vas a buscar a Ignacia. Ten cuidado, Juan, y no compres a ese otro cantinero que llaman Borrascas... Todo lo que ese vende es veneno... Créeme a mí: como mujer de conciencia y que sepa mirar por el Ejército español, no hay otra Ignacia».

El día se presentaba espléndido. Brillaba el sol alegrando los ánimos. Fácilmente se olvidaban los horrores del trágico día de los Castillejos, para no pensar más que en la indudable gloria de la jornada. Ocho mil hombres escasos habían luchado contra más de treinta mil. Aprovechando el buen tiempo, seguiría el Ejército su marcha hacia Tetuán... Ya sabían los moros cuán caro les costaba entorpecer el camino... Aunque la herida de Leoncio no era grave ni exigía la intervención quirúrgica, se pensó en mandarle a Ceuta en el primer convoy de heridos que saliese, lo que supo muy mal al armero, pues abandonar al Ejército era su mayor pena. Santiuste trató de ver a Pedro Antonio el día 2; pero al dirigirse al campamento de la Concepción, encontró este levantado. El Tercer Cuerpo marchaba de vanguardia por el camino de Tetuán. Alarcón había partido para Ceuta. De otra novedad importante tuvo noticia Juan aquella tarde, y era que el General Zabala, Jefe del Segundo Cuerpo, estaba enfermo. Al regresar a su tienda en la noche del memorable día de los Castillejos, su cansancio era tan grande, que se arrojó en la cama de campaña sin quitarse la ropa mojada del rocío. A la siguiente mañana despertó con todo el lado derecho paralizado. Consecuencia de este percance fue que el Segundo Cuerpo quedó a las órdenes de Prim. Todo esto lo supo Juan por su amigo don Toribio, que acabó diciéndole: «Bueno es el General que ahora nos manda; pero yo me siento huérfano, porque en todo el Ejército y fuera de él no hay para mí otro don Juan Zabala...».

Al regresar a los Castillejos encontró Santiuste a su amigo Ferrer, Teniente del Príncipe, en un corro de oficiales que rodeaba a la sin par Ignacia. Esta, sin cesar en su ordinario despacho de bebidas, vendía castañas recién llegadas de Ceuta, y cigarros puros de los llamados de dos manos, porque las dos eran necesarias para fumarlos: una para tener el cigarro, y otra para el fósforo. Abrazó Juan a su amigo con verdadera efusión, pues le creía muerto en los terribles combates del día 1º «Yo también me tuve por muerto -respondió el galleguito-, y no se me quitó de la cabeza la idea de estar en el otro mundo hasta que vi que vivaqueábamos en las posiciones... y hasta que vi venir el pote... calentito... ¡Batallas... potes... la muerte, la vida!... Esta que llevamos no es para llegar a viejos». Don Toribio se entristeció después con el relato de los innumerables responsos que había echado sobre tantos y tantos muertos. La tierra estaba henchida, harta: se indigestaba de cadáveres cristianos y moros. El Infierno y el Cielo recogerían las almas... «Eso... allá Dios... No sabemos, querido Juan, no sabemos... Me preguntas por el Dios de las batallas. Ya te he dicho que no sé dónde está ese señor... no le conozco. ¿Y ese Allah, qué pito toca? Para mí, ninguno. Yo mando a todos mis muertos a donde me ordena mi ritual... Cada cual lleva su pase; van bien encomendados a la Misericordia del que hizo los Cielos y la Tierra. Para mí que la encuentran...».