Aita Tettauen/Segunda parte/XIII

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Segunda parte - Capítulo XIII[editar]

No se sabe lo que duró este delirio, y sí que a la madrugada, cuando aún no mostraba el Oriente ni presagios de aurora, salió Juan de su tienda, solo, sin más compañía que un palo, llevando a cuestas los dos petates, el suyo y el que le había confiado Pedro Antonio. Atravesó casi todo el campamento, recogido en medio de la plácida obscuridad; pasó por las tiendas de Baza, de Segorbe, del Primero de montaña, de San Fernando, de Bailén, de Soria, de Iberia, hasta llegar a la Aduana. A las guardias dijo: «Voy a la Aduana para embarcarme», y ningún obstáculo halló en su camino... Reconociendo el disforme edificio que le habían designado como depósito de los que volvían a la patria, y en el cual vio como un vasto panteón de muda blancura, erigido en las tinieblas, torció a mano derecha y anduvo un corto trecho hasta dar en la margen del río Alcántara... Por la ribera pantanosa, chapoteando en el fango, llegó a un puentecillo jorobado que había visto de día... Detúvole el temor de tropezar con centinelas o escuchas; pero cerciorado de que no había nadie, pasó a la otra orilla, donde un lugar seco, entre juncales, brindábale a cambiar tranquilamente de vestido. Quitose el chaquetón; endilgó sobre la camisa la chilaba parda; de cintura abajo quedó desnudo de pie y pierna, calzadas las babuchas amarillas, después de refregarlas en la tierra húmeda para que tomaran aspecto de prendas muy usadas. Con todo lo demás, lo que se quitó y lo que no se puso, hizo un envoltorio que arrojó al río. Desliado y vuelto a liar con esmero el pañuelo retorcido y nada limpio que llevaba en su cabeza al modo de turbante, creyó que su facha moruna era de intachable propiedad... Echando a andar resueltamente río arriba, no se le ocultaban las dificultades de su situación... Podría engañar su figura, que con la corta barba que se había dejado crecer podría pasar por rostro agareno; pero desconociendo el árabe, ¿cómo engañar con la palabra? Ocurriole la salvadora idea de fingirse mudo...

Enfermo y sin palabra podría mendigar, hasta que el Acaso, en quien confiaba ciegamente, le llevase a donde pudiera descubrirse y hacer vida de paz... Hallábase en aquellos instantes el infeliz poeta y orador en un estado de absoluta confusión. Si alguien le preguntara cuál era su objeto al disfrazarse, y a dónde iba, no habría podido dar respuesta. Una inquietud mecánica le movía; su voluntad se encaminaba hacia un fin abstracto, nebuloso, como las promesas de ultratumba. No obstante su estado mental de éxtasis ambulatorio, cuando aclaró el día y pudo distinguir los contornos del paisaje, a su derecha los cerros en que suponía las avanzadas moras, a su frente la torre Geleli, Cuartel general de Muley el Abbás, tuvo una visión vaga del peligro que corría... Pero sus piernas, como si funcionasen en franca independencia, seguían llevándole adelante por la margen derecha del Río Martín, de curso perezoso, con lentas ondas, de las cuales dijo Santiuste que eran el paso de un río pensativo.

Constituidas en cabeza directora de todo el ser, las piernas de Juan seguían impávidas su camino; la vista recelaba; el oído no estaba tranquilo; el corazón dejábase caer en la indiferencia de la vida y la muerte... Ya era día claro; ya distinguía los verdes naranjales que alfombran la vega de Tetuán; pasó junto a chozas que parecían abandonadas, junto a huertos con cerca de cañas, y ningún ser viviente encontraba en su camino... Llegó a un lugar apacible, como glorieta rústica formada por cipreses viejos y arbustos lozanos. Sentándose a reposar, contempló la bella Naturaleza que le rodeaba, y en tal contemplación sintió hambre, mas no vio con qué podría repararla... Tras un descanso que él no podría decir si fue largo o breve, las piernas recobraron súbitamente su poder directivo, y se lanzaron a un andar acelerado, sin pedir permiso al corazón ni a la mente. Los ojos miraban a la otra parte del río, considerando que si hubiera en éste un vado seguro, el hombre procuraría recabar de sus piernas que le pasaran a la orilla derecha... En esto oyó rumor de voces humanas... Eran voces de mujer, confundidas con ladridos de un perrillo juguetón. Se sobrecogió; mas no quisieron parar las piernas, por más que el hombre les ordenó que contuviesen su marcha rítmica...

Vio Santiuste tres figuras extrañas que por la vereda marchaban hacia él: se componía cada cual de un pesado envoltorio de tela blanca, que por debajo dejaba ver dos piernas gordas y amoratadas, los pies con babuchas; por encima una mofletuda cara medio cubierta con la misma tela burda, a manera de embozo sostenido por un brazo gordinflón. Por un momento dudó Juan si eran hombres o mujeres las estantiguas que veía; luego, recordando noticias y cuentos del personal marroquí, cayó en que eran moras viejas y fuera de uso. Tras ellas venían dos chicos ágiles, morenos, las cabezas rapadas, conservando un mechón junto a la oreja: jugaban con un perro. Llevado de sus piernas autónomas, Santiuste se vio muy cerca de aquella gente, y con maquinal impulso, movido del hambre que sentía, alargó una mano en demanda de algo de comer; pero, sin olvidarse de que debía parecer mudo, sólo echó de su boca sonidos inarticulados, que a su parecer imitaban perfectamente el ladrido de los que perdieron o no adquirieron jamás el uso de la palabra. Rodeado por aquella caterva, que no le mostraba compasión, oyó Juan un lenguaraje que para él no tenía ningún sentido; mas por los ademanes y el rostro de las feas y vetustas mujeres comprendió que le reñían, que le increpaban, que le preguntaban su nombre, nacionalidad y condición...

Tan acosado se vio el vagabundo, y tal temor le entró de aquellas, más que mujeres, bestias en dos pies, que no se opuso a que los suyos echaran a correr hasta ponerse a distancia de tan bárbaros gestos y de las voces airadas, incomprensibles. Metiose Juan por un prado, entre arbustos, sin saber a dónde saldría, y en su retirada recibió la horrorosa pedrea con que le despidieron los dos moritos acompañantes de las endiabladas hembras. En el momento de agachar la cabeza para guardarla del nublado, recibió detrás de la oreja una peladilla que le hizo ver el sol y la luna. La descalabradura no era cosa de juguete: de ella salió un hilo de sangre que puso el cuello del pobre Juan como si le hubieran degollado. La mano se llevó a la parte dolorida, retirándola ensangrentada... Y al punto las piernas, azuzadas por el desastre, dieron todo el impulso posible a sus musculares resortes, lanzándose a la carrera por un terreno desigual, aquí blando y cubierto de hierba, allá pedregoso... Ello es que fue a parar, jadeante, a otro sitio despejado, donde igualmente oyó voces de mujeres... Creyérase que el bello sexo, objeto siempre de sus afectos más vivos, le perseguía, tomando las formas menos gratas a la vista y la imaginación, como emblemas de remordimiento o de castigo.

La carrera que llevaba el prófugo terminó frente a un extraño grupo, formado por tres mujeres, un hombre y un asno... Una de las hembras estaba en pie, las otras a gatas, arrancando hierbecillas de entre la espesa vegetación de un extenso prado que abrillantaban las gotas del rocío. En la misma actitud, cuchillo en mano, había visto Santiuste, en campos españoles, a las aldeanas cogiendo verdolagas y cardillos. La mujer que estaba en pie, más vieja que las otras, parecía también de superior categoría, aunque no se marcaba mucho la diferencia: las tres eran ordinarias, nada limpias y de dudosa belleza. Vestían faldas azules, calzaban babuchas rojas, y en la cabeza llevaban pañuelo de colorines, liado con un arte nuevo a los ojos de Santiuste. La que parecía principal era la única que llevaba medias, y en el busto un chal amarillo, de crespón, muy usado... El burro pacía con avidez de atrasado apetito, y el hombre, tan pequeño que bien podría llamarse enano, vestía un haraposo balandrán azul, y se cubría la coronilla con un gorrete del mismo color. Calzaba viejísimas babuchas que parecían de tierra; su rostro era lívido, con bigote lacio; su edad difícil de precisar.

Al llegar Santiuste junto a tan extraña gente, el lenguaje que hablaban a español le sonó... La mujer principal le vio venir entre curiosa y asustada... Temeroso él de ser mal recibido, señaló con la izquierda mano su herida, que manaba sangre, y se llevó al pecho la otra, inclinándose como persona humilde que pide socorro a un prójimo desconocido... La del chal habló así: «¿Quién sodes tú, desdichado? ¿Qué es tu demanda?».

Y otra de las que gateaban, dijo: «Tírate atrás, que atemorizas. Por el Dio de Israel dinos tus coitas... que bien se cata que has trocado tu ley para venir ende acá».

Y la del chal siguió: «Ya sabemos quién te ha ferido. Oye de mí: so mujer buena, y mi corazón sabe apiadar de ti mas que seas culposo...».

Absorto quedó el pobre fugitivo ante lo que veía y oía. Aunque ya se preparaba para soltar los mugidos que le harían pasar por mudo, contestó en habla de cristiano a las expresiones afectuosas de la señora con medias. Preguntado de nuevo por su nombre, patria y condición, no repuesto aún del trastorno mental que el hambre y la fiebre le producían, habló de este modo: «Yo soy Juan el Pacificador... Si sois amantes de la guerra, matadme, porque yo enseño a condenar los males de la guerra; si sois gente piadosa, curadme esta herida y dadme algún alimento, que por Dios vivo os juro que no puedo ya con mi alma».

Las dos que cogían hierbas dejaron esta operación para ponerse a lavarle la herida con agua de un cercano arroyuelo. Entre tanto, la del chal le dijo: «Agora veráis que hais topado con familia bondadosa. Afloja tu pena, y ven a mi casa, do toparás remedio y paz... Monta en el asno, y seguro venrás a la cibdad...». Al enano, luego que Juan se encaramó en la cabalgadura, le dijo: «No intraremos por Bab-el-aokla, que allí fincan hombres recios de mucha guerra... Daremos güelta por porta alta, donde no mancarán los portaleros amistosos... No tener cuidado, y vámonos aina... Arre, adelantre vos; nosotras adetrás con hierbas de curación... Arre... arre, hijos, sin amedranto... que naide haberá que pesquise... Porta alta, Esdras... ca por allí salvamos sin peligración».

Ved aquí por qué extraño modo penetró Juan el Pacífico en la poética Tettauen, dulce nombre de ciudad, que significa Ojos de Manantiales.