Aita Tettauen/Tercera parte/IX

De Wikisource, la biblioteca libre.

Tercera parte - Capítulo IX[editar]

La voluntad del Excelso estaba bien clara. España sería dueña de Tettauen, aunque otra cosa dijese un Kaid de las tropas acampadas al Oeste, el cual nos mandó un emisario con la notificación de que ellos defenderían la ciudad hasta morir, y que no se hablara de rendición ni cosa tal... Ni aun le dejamos concluir, y despachado fue sin ceremonia. Luego se nos dijo que algunos de estos valientes de última hora, entrando en la ciudad, ocuparon las baterías que protegen las principales puertas del recinto... Supimos también que no éramos nosotros la única Junta de vecinos inclinados a la rendición, pues otras dos se habían formado en la Alcaicería y barrio de Curtidores, y nuestro primer cuidado en el resto del día fue ponernos en comunicación con ellos. ¡Oh, qué desconsolado y afanoso aquel día que los cristianos llamaban Domingo, 5 de Febrero! En algunos puntos de la ciudad, tumulto y hervidero de riñas; en otros soledad de cementerio; en todos escombros, restos del pillaje, sangre, lodo y basura. Si bien éramos pocos los partidarios de la rendición, lo corto del número se compensaba con la calidad de las personas, con su valor y poderío. Esto se vio claramente aquella tarde, cuando se acordó desalojar de revoltosos riffeños y anyerinos la batería de Bab-el-aokla. Siete estacas en manos de siete señores realizaron felizmente la breve operación militar.

De estas cosillas y otras no pude enterarme por mí mismo, y de ello tuvo la culpa El Gazel, que, como español, es un pozo de astutas maldades... Antes de seguir, Señor mío, confesarte quiero un horrendo pecado que cometí aquella tarde, y que me puso a dos dedos del infernal abismo. Y fue que en vez de evitar yo la compañía del execrable Gazel, dejé a mi alma en la libertad de gustar de ella... Señor, no supe resistir a la tentación del renegado cuando quiso llevarme a su casa prometiéndome el descanso y la dulzura que nuestros amargados humores necesitaban. Vive el pérfido español junto a la gran Mezquita, en casa de regular apaño para una existencia cómoda. Sus mujeres habían mandado a Tánger o Arsila, no estoy bien seguro, dejando aquí de servidumbre a un negrito vivaracho. Apenas entramos Torres y yo en la casa y nos tumbamos sobre los blandos almohadones, trajo el negrito una garrafa de aguardiente y vasos para beberlo... Yo me resistí; hice muchos ascos; pero tales fueron las instancias de El Gazel y tan extremados y persuasivos sus elogios de la virtud de aquel licor, que me determiné a probarlo... ¡Ay, Señor!, nunca lo hubiera hecho, pues catarlo fue lo mismo que sentir el ardiente deseo de nuevas pruebas y cataduras, y a medida que cataba, mi cabeza se iba inflamando en insanas alegrías...

Para castigar mi olvido de la sacra ley que nos prohíbe beber zumo fermentado de uvas, el Señor permitió que yo me encendiera en un bárbaro apetito de beber más y más, hasta llegar a un estado de infernal demencia... Ya no necesitaba yo que El Gazel me ofreciera nuevas tomas de aquel veneno, porque yo mismo, espoleado por un gusto superior a toda razón, cogí la botella, llenaba el vaso mío y el del otro... En fin, Señor, que se me fueron a los aires la cabeza, los nervios, el sentido, y perdí mi conciencia musulmana, y se hizo polvo la torre de mi fe. No puedo decirte la cantidad de vasitos que llevé a mi boca; sí te digo que mi borrachera fue de las más soberanas que se han conocido en la historia del vicio, y mi pecado de los que no pueden ser redimidos sino con una vida entera de abstinencia. ¡Ay, ay, ay!, lágrimas amargas corren de mis ojos al referirlo, Señor. Ten piedad de mí, y encomiéndame a la misericordia del Benigno.

Sin poder precisar ahora las necedades que hice y dije en mi vergonzosa embriaguez, sé que mis carcajadas debieron de oírse en los picos de El Dersa, y que, sensible al mal ejemplo de mi perverso amigo, pronuncié frases vejatorias contra el Dios Único, injurias contra el santo Profeta y sus mujeres Khadidja, Aicha y María la Copta, y contra su afamada camella Koswa, poniéndolas a todas, camella y mujeres, como hoja de perejil... ¡Ya ves, Señor, qué monstruosos pecados! Verdad que yo no supe lo que decía; pero mi ignorancia no me disculpa, porque con plena conciencia hice la primera catadura del maldecido brebaje... Por fin caí en profundo sopor, que tal es el término y resolución de estas crisis infernales. Los españoles, dueños de un lenguaje riquísimo en voces picarescas y desvergonzadas, llaman a estos sueños vinosos dormir la mona. No sé cuánto tiempo estuve tendido en las alfombras de El Gazel... no sé cómo salí a la calle después de esta primera mona... Me contó luego un amigo que salí vociferando, suponiéndome montado en Koswa, la camella del Profeta, y que proferí no sé qué atrocidades indecentes contra el Sultán, contra el Majzen y contra la respetable Junta de Principales... A esta mona primera, otra siguió, la cual dormí ¡oh vilipendio!, en el último escalón del pórtico de la sagrada Mezquita, y en este sopor fui más estrafalario y licencioso que en el primero. Soñé que estaba yo en brazos de la blanca y tersa Yohar, y que delante tenía, en una bandeja de plata, la cabeza del profeta Yahia, aderezada con buen golpe de sal para que tuvieran tiempo de adorarla sus discípulos los pacificantes...

No puedo precisar la hora de mi despertar de la segunda mona. Me sentía con todos los huesos doloridos, el entendimiento envuelto en pesadísima niebla, la memoria como desleída en una papilla opaca... Quise levantarme, y no pude: mi voluntad era otra papilla espesa, en la cual no podía vibrar ninguna resolución... Chiquillos hebreos y moros vinieron a hacerme compañía; perros vi escarbando en las basuras, y unos y otros, con distinto lenguaje, me dijeron que yo estaba dejado de la mano de Allah y que nunca obtendría perdón. Pero no debió de abandonarme enteramente Dios Misericordioso, porque mi fiel Ibrahim, que toda la noche me había buscado por la ciudad, halló a su amo en la situación lamentable que para mi vergüenza describo. «Sidi -me dijo sentándose a mi lado-, bendiga Dios el instante en que te encuentro. Grandes calamidades sufrimos, y es bueno que juntos señor y criado hablen del remedio de tantas desdichas. Sabrás que los salteadores han vuelto, y no hallando en el Mellah nada que robar, han saqueado viviendas de moros... Sidi, no extrañes que no te cuente con pormenores lo que ha pasado esta noche, porque estoy sin aliento; mi cuerpo se desmaya, se aniquila; la vida se me quiere escapar, sin que con toda mi voluntad pueda detenerla».

-¿Estás herido, Ibrahim? ¿Cuál es tu mal? Por Allah que si no es hambre, no entiendo qué mal pueda ser.

-No se me va la vida por la puerta de ninguna herida, sino por otra puerta, no hecha con arma blanca ni arma de fuego...

Diciendo esto se retiró presuroso, dejándome sobrecogido, y a poco tornó a mi presencia con los alientos más desmayados. Su voz salía del pecho como de un fuelle roto las ráfagas débiles del aire. «Por Allah Reparador, lo que tú padeces, Ibrahim, es el cólera. Vete pronto a casa, aunque vayas arrastrándote. Acuéstate, y que Maimuna te haga té bien caliente».

-A tu casa no voy, Sidi, si no me das escolta de los ángeles Djebreil e Israfil, ni tú irás tampoco, porque tu casa está llena de maleficio. ¿No te dije que la maga Mazaltob, al ir con el falso motivo de pedirnos limosna, cuando tú estabas en la batalla, fue a poner en tu morada el más nefando sortilegio que inventaron los demonios? Yo sospeché, Sidi Mohammed El Nasiry; te conté mis barruntos, y tú soltaste la risa. Pues lo que yo sospeché y temí ha salido cierto, y ahora no puedes ir a tu albergue, porque está lleno de infernales espíritus que después de quitarte la vida, te cogerán por los cabellos y te arrastrarán a la Gehenna.

Perplejo y acongojado, pregunté a Ibrahim qué sortilegio había llevado a mi casa la discípula de Satán, y él, después de alejarse otro momento para ir a un menester apremiante de su maligna enfermedad, volvió y me dijo: «Bien puedes imaginarlo, El Nasiry: es el embrujamiento más terrible; el que contra el mismo Profeta emplearon los mosaístas, y consiste en lo que se llama soplar sobre los nudos. Mazaltob, profesora en el embrujar, posee el secreto, y ahora tú eres la víctima. ¿No lo entiendes? Esa perra, es loba de Israel, hizo once nudos en una cuerda, y después de soplar en cada uno de ellos, diciendo unas oraciones endemoniadas, colgó la cuerda dentro del pozo de casa. Con esto basta para que tú, tu familia y criados sufran algún golpe de adversidad muy dura, que acabará en muerte, y el primer ejemplo tienes en mí, que me veo con el terrible corrimiento del cólera».

-¿Pero has visto tú la cuerda con los once nudos, Ibrahim?

-Pues si la hubiera visto, segura era mi muerte instantánea. Para que te convenzas, Sidi, y no dudes de que la Mazaltob te ha soplado los nudos, te bastará saber que al anochecer, hallándonos Maimuna y yo en la casa disponiendo nuestra cena, sentimos que puertas, ventanas y ventanillos daban horribles traqueteos, como si un furioso viento se paseara por todos los aposentos de la casa. Cuando tratamos Maimuna y yo de ver lo que aquello era, caímos al suelo y se nos encandilaron los ojos con un gran resplandor de relámpago verde... Vimos luego diablos que recorrían la casa, azotando con sus rabos los muebles, echando a rodar toda la loza y cristales, y entonando unos canticios desvergonzados que nos helaron la sangre en las venas... Te contaré ahora lo más grave, Sidi. He aquí que hallándonos aturdidos y deslumbrados, vino a nosotros una diabla, por más señas muy parecida a Mazaltob, y nos machacó los huesos con un palo, echando de su boca conjuros indecentes; después le quitó a Maimuna las llaves de la casa, que en la cintura llevaba; a los dos nos empujó hasta echarnos a la calle... La sentimos cerrar por dentro... Apenas pusimos el pie en la calle, a los dos nos atacó este mal... A un tiempo fuimos acometidos del primer desmayo frío de nuestro vientre. Ella echó por un lado, yo por otro. Después de mucho andar, desmayándome del cuerpo bajo... infinidad de veces, he tenido la suerte de encontrarte para decirte: «Sidi, no vayas a tu casa».

-No iré... Me has puesto en cuidado. Pero pienso que en la Fe y en las Escrituras encontraremos algún arbitrio para chasquear al perro Satán... Dime, Ibrahim: ¿me engañan mis ojos, o es verdad que amanece?

-Ya viene el día, Sidi... Bendita sea la luz del Sol. ¿Te acuerdas del capítulo Ciento y tres del Korán?

-Sí que me acuerdo. Ese capítulo recito yo todos los días en cuanto veo la luz solar. Es breve y hermoso de toda hermosura y unción. Repitámoslo juntos: «Busco un refugio contra ti, Señor del Alba, Señor del Día... Refugio contra la iniquidad de los seres malos que has creado... Refugio contra el mal de la noche sombría...».

-Refugio contra la perversidad de los que soplan sobre los nudos... Refugio contra los envidiosos.

Tres o cuatro veces repetimos con intensa devoción las sublimes palabras del Profeta. Después me dijo Ibrahim: «En otro lugar del Libro Santo encontrarás el remedio que empleó el Profeta contra el embrujamiento judaico de los once nudos. Has de leer con grandísima devoción y recogimiento once capítulos del Korán; a cada lectura de un capítulo, siempre que sea lectura con piedad, se deshará uno de los nudos, y en cuanto los once sean deshechos, desaparecerá el maleficio».