Al arco iris

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Al arco iris
de Clemente Althaus


A ti mi canto ahora,
arco inmenso de paz, ansioso grita
el ala voladora:
del palacio de Dios, la fantasía
te finge la magnífica portada,
de perlas fabricada
y de varia chispeante pedrería:
por ella a socorrer del afligido
el humilde gemido
al suelo baja celestial querube;
y abre a los cielos venturosa entrada
al alma justa que, de Dios llamada,
a la perenne bienandanza sube.
¿O eres arco triunfal, resplandeciente
de vivas joyas y celestes flores,
por donde pasan coronada frente
los altivos etéreos vencedores?
¿O vastísimo puente
que sobre el mar del éter te levantas,
y paso das a gigantescas plantas?
En ti vio la feliz animadora
griega Mitología
listada zona, cual ninguna bella,
que, enviada al suelo por su real señora,
en los húmedos aires descogía
de Juno la lindísima doncella.
Mas ya murieron los argivos mitos,
y sus bellos errores,
de genios infinitos
en mar, tierra, aire y cielo creadores:
ya la esposa de Júpiter no manda
a la hija de Taumante,
ni ya eres, Iris, la lujosa banda
que señala su vuelo rutilante.
Y la Musa suspira
mirando para siempre disipada
tan hermosa mentira.
Mas de la fe cristiana la esperanza
en ti contempla la señal gloriosa
de la inmortal alianza
en que Dios a los hombres prometía
que jamás el furor de su venganza
a confiar a las ondas tornaría.
Por castigar a las inicuas gentes,
al Creador ingratas,
rompió el abismo sus profundas fuentes
y el cielo desató sus cataratas:
y quedarse amagaron
de sus tesoros líquidos vacías,
lanzando sin reposo sus torrentes
cuarenta noches y cuarenta días:
y cubrieron las aguas resonantes
valles, bosques, praderas,
y los que nunca las bebieron antes,
abrasados desiertos:
a las fuertes ciudades altaneras
de la mar más distantes,
la suerte cupo de tragados puertos:
en vano a sus altivos moradores
por siempre preservarlos prometía
de las iras del húmedo elemento
la vasta lejanía,
pues portentoso súbito océano
vieron que del oscuro firmamento
sobre sus frentes pálidas caía.
Y en vano hasta las cumbres, nunca holladas
por mortales pisadas,
de los montes al cielo más cercanos,
se subieron los últimos humanos:
como islas eminentes,
ya sumergida toda humilde playa,
los Andes y el altísimo Himalaya,
aun asomaban las enhiestas frentes;
mas poco resistieron
al mar que sin descanso los devora,
y al fin del todo sepultados fueron
por el agua creciente vencedora:
y la tierra mar era,
mar inmenso sin islas ni ribera;
mar que, azotado de tormenta brava,
y no contento de invadir el suelo,
se avecinaba al tenebroso cielo,
nuevo mar que en el mar se derramaba.
El sol, oscuro en la mitad del día,
náufrago parecía:
y el vengador enojo soberano
sólo miraba aquí por toda parte
densa noche en vastísimo océano
donde alzaba la Muerte su estandarte.
Y salvo la inocente
familia del Patriarca,
y cuantos animales escondía
en su recinto salvador el Arca,
murió de Adán, el infeliz linaje
y las especies animadas todas,
y cuanto, en la ancha tierra sumergida
y en el leve elemento que la ciñe
tuvo soplo de vida:
y en ese nuevo tenebroso caos
iba moviendo la segura prora
esa gigante reina de la naos,
de las aguas impávida señora:
sola, en tanta rüina,
que perdonó la cólera divina.
¡Cuán plácido y alegre reirías
a aquellas almas pías,
cuando por vez primera,
tras los largos horrores
de inundación tan fiera,
encendiste en el cielo tus colores!
¡Cuál te enviarían bendición ufana,
en su primer reposo,
aquellos solitarios moradores
del húmedo universo silencioso!
¡Cuánto, por sus postreros descendientes,
su corazón colmaba de alegría
tu vista, ofrecedora de que nunca
ya con furor tan ciego
el agua inundadora vencería
la grave tierra y el ardiente fuego!
Mas hoy, al verte desde playa ajena,
no asoma al labio placentera risa,
mas rompe en llanto mi profunda pena
tú su patria recuerdas al ausente;
que blasón y divisa,
cual del astro divino procedente,
tú de los Incas fuiste,
antiguos reyes de mi patria triste.
¡Cuán larga edad, en su feliz carrera,
los peruanos ejércitos, triunfante
te pasearon del Sol en la bandera,
por la mitad de América gigante!
Y en civilizadora
noble conquista y generosa guerra,
(¡cuán otras ¡ay! de aquellas que la Aurora
mandó después a su remoto suelo!)
grande fuiste por ellos en la tierra,
como grande te ostentas en el cielo.
Tú en la sagrada Cuzco, en la radiante
casa del Sol divina, mereciste,
con singular decoro,
sacros honores y aposento de oro;
y allí, de muro a muro dilatada,
tu imagen fiel resplandeció gloriosa,
con el propio matiz y la luz misma
con que hoy a mi mirada
brillas, del claro Sol inmenso prisma.
¡Ay! Pronto la insaciable
codicia de los hijos de Castilla
por tierra echó tan rara maravilla;
y cuantas plagas vomitó el Averno
el suelo de los Incas devastaron:
piedad demuestra y corazón humano
con inerme rebaño tigre hambriento,
al lado puesto del león hispano
que hijos de Manco devoró sin cuento:
palacios, templos, todo lo derriba,
la humilde choza y la ciudad altiva,
con prestas manos el furor hesperio;
y en sólo un punto el peruano imperio
se cubre todo de confusas ruinas,
cual si de furibundo
terremoto las iras repentinas,
estremeciendo la mitad de un mundo,
la tornaran vastísimo desierto,
de escombros sólo y de pavor cubierto.
La Cruz, ¡oh cielos! instrumento un día
del más infame bárbaro suplicio:
la Cruz a quien de un Dios el sacrificio
en instrumento convirtió de vida
y en Iris salvador del universo,
fue por bando tan crudo y tan perverso
a su primer empleo restituida:
y el sagrado madero,
la gloriosa señal de los Cristianos,
en tan inicuas manos
fue la sangrienta cruz de un pueblo entero.
Mas ¡oh justicia celestial! no sola
corrió sangre peruana; pronto a mares
por do quiera corrió sangre española,
y españoles cayeron a millares;
no por la mano de la gente nuestra,
mas por su propia furibunda diestra:
cual codiciosos, en infame lucha,
se acuchillan feroces bandoleros
por el rico tesoro
de opulentos inermes pasajeros,
a quienes su traidora acometida
con el tesoro arrebató la vida;
así con viles fratricidas manos
los ciegos castellanos
contra sí convirtieron las espadas
en sangre de los Incas empapadas.
Y el arma fue la hidrópica codicia
con que el cielo enemigo,
vengador de los Incas, los forzaba
a darse por sí propios el castigo.
Y desde entonces de gemir no cesa
mi triste patria, de discordias presa:
que en vano, oh Iris, en combates ciento
admiró el universo vencedores
del pendón castellano
los unidos pendones vengadores
que ostentaban tus vívidos colores
y la imagen del astro soberano:
¡Ah! no siguió la paz a la victoria,
de la preciosa libertad estraga
el sumo bien nuestra feroz locura,
y la tremenda pena expïatoria
aún en nosotros, con el crimen, dura.
Pero dé ya lugar a la clemencia,
y nos excuse la última rüina
la venganza divina,
con tan largo castigo satisfecha:
y cual tú sueles, arco lisonjero,
tras tenebrosa tempestad deshecha,
asomar, de bonanza mensajero;
y como ahora sonreír te miro,
de oro húmedo listado y tierna gualda,
de puro añil, de viola y de zafiro,
y de púrpura ardiente y de esmeralda,
así la Paz alegre y venturosa
asome al cielo de la patria mía,
y largos siglos nos consuele y ría,
madre del Arte y del Progreso esposa.


(1861)


Esta poesía forma parte del libro Obras poéticas (1872)