Al primer vuelo/II

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I
Al primer vuelo
de José María de Pereda
Capítulo II: La tesis de Don Alejandro
III

Capítulo II

La tesis de Don Alejandro

De grandes emociones fue para Nieves el día del estreno de aquellos hábitos para ir a retratarse con ellos; pero no tan hondas como las que sintió su padre en el momento de verla aparecer a la puerta de su gabinete, calzándose los guantes y diciéndole al mismo tiempo: «cuando quieras, papá», con una sonrisilla de ojos y de media boca (porque la otra media la tenía ocupada con una penquita de albahaca) que venía a significar: «¿qué te parece de tu hija con estos flamantes atavíos?» Hasta entonces, en el colegio o fuera del colegio, con los vestidos un poco más largos o un poco más cortos, siempre había sido Nieves para su padre una niña, más alta o más baja, más hecha o menos hecha; pero una niña al cabo, «la niña», como él la llamaba hablando con su ama de llaves o con el primero que se le ponía por delante; la niña, con los gustos y los deseos y descuido propios y naturales de la edad del candor y de la inocencia; pero ¡canástoles! desde aquel momento crítico, con aquel talle ceñido y sutil que ponía de relieve formas, anchuras y redondeces jamás notadas por él; con aquel mirar receloso por debajo del ala del sombrero, medio borgoñón, medio macareno, y aquel crujir de faldas y asomar, rozando el borde de la fimbria, de unos pies como almendras azucaradas, y aquel resbalar de la luz sobre las ondas de sus cabellos rubios... ¡canástoles! era muy otra cosa. En todo aquello había mucha más canela de la que se había él figurado, y cabía más de otro tanto si se quería suponer. En aquella cabecita graciosa se reflejaban pensamientos de cierta especie, y en aquel cuerpo saleroso, latidos... ¡y vaya usted a saber! Pero, señor, ¿en dónde había tenido el ojo bueno hasta entonces? Porque aquello no podía ser la obra repentina, el milagro de algunos jirones de tela y unos cuantos cintajos de más. No, ¡canástoles! aquello allá estaba de por sí, más adentro o más afuera; pero allá estaba... No tenía duda: para estimar una estatua en todo su merecido valor, había que verla colocada en su pedestal. ¡Canástoles, canástoles, si daba que rumiar el caso, para un hombre de los planes y de las ideas que él tenía en el meollo!

-Pues vamos andando, hija del alma -contestó, como distraído, a la insinuación de Nieves, sin dejar de mirarla con su único ojo, muy abierto, ni de pensar lo que pensaba-. Te cae bien, bien de verdad, el atalaje ese que te pones por primera vez... ¡No, no, y llevar le llevas con una soltura!... ¡Canástoles con la chiquilla!... A ver, a ver por detrás... No te pares, no: sigue, sigue andando... ¡Mejor que mejor! ¡Canástoles con la criatura de antes de ayer!... A la calle ahora... Eso es... así se anda... como el sol y la luna... ¡Ajá!

Y la criatura aquella salía ya patio adelante entre la fuente y los rosales de las macetas, que en aquel momento solemne la saludaban, la una con sus rumores más blandos, y las otras con su fragancia más exquisita, mientras, desde la galería del piso, la vieja ama de llaves, rondeña de pura casta, la echaba saetas, lo mismo que si pasara la Virgen en la procesión de Viernes Santo.

El retrato salió bien, como tenía que salir con aquel modelo tan a propósito y aquel fotógrafo tan acreditado. Nunca don Alejandro lo había puesto en duda. Pero ¡qué le importaba a él en aquellos instantes el retrato de su hija? Lo que le importaba era lo otro, lo otro, ¡canástoles! lo que en su concepto no daba espera, y por lo cual lo puso «sobre el tapete» en cuanto volvieron a casa los dos y tomaron un respiro.

-Repito lo dicho, hija del alma -comenzó diciendo-: estás de perlas vestidita de mujer; vamos, como si hubieras nacido así...

-Si no he perdido la cuenta -respondió Nieves-, me lo llevas dicho como treinta veces en menos de dos horas.

-Y estarás en lo cierto, si es que no te has quedado corta en la cantidad -replicó su padre sin maldita la intención de bromearse-; porque es tema ese que no se me aparta del magín desde que asomaste por aquella puerta, pocas horas hace. Es cosa muy natural: ya ves tú, te dejo aquí colegialilla, como quien dice, y te encuentro hecha una real moza dos pasos más allá. Soy tu padre; tú eres mi única hija: ¡qué canástoles ha de preocuparle a uno si no son esas cosas tan agradables y tan?... En fin, que estoy en lo mío estando en esas cavilaciones y con esos recreos del ánimo... Pero aguárdate un poco, que no voy a tomar punto de ello en esta ocasión para acabar de aburrirte con otra rociada de chicoleos... ¡Pues tendría que ver la ocurrencia, canástoles! ¡Ja, ja, ja! No, hija, no: cada cosa pide su sazón y su tiempo; y una idea salta porque la empuja otra que quiere saltar también; y así, de idea en idea, cuando uno menos se lo sueña se halla con que ha formado un rosario de ellas que no tiene fin, y se ha visto y se ha revuelto entre los cascos medio mundo... ¿Eh?... ¿Te vas enterando tú?

-Ni esto -respondió Nieves señalando con la uña del dedo pulgar la mitad de la yema del índice de su diestra.

-Pues ya irá saliendo el caso poco a poco -dijo su padre echándose a reír y apoyando ambas manos sobre los respectivos muslos-; ya irá saliendo... Con que mucho ojo ahora, para que no se te pase por alto el hilo.

Nieves, a todo esto, no sabía si reírse o si apenarse, porque lo cierto era que nunca había oído ni visto a su padre hablar de aquel modo ni de aquellas trazas; y así sucedía que tan pronto enseñaba los dientecillos prietos y esmaltados, como fruncía el entrecejo o carraspeaba sin necesidad; pero sin apartar la mirada, entre curiosa y tímida, del ojo sano y algo cobardón de su padre.

-¡Por vida del ocho de bastos! -exclamó éste interrumpiendo de pronto su descosido relato-. ¡A que estoy yo dándote que cavilar y hasta que temer con estos recovecos y estas parsimonias, lo mismo que si pensara en salirte a lo mejor con alguna historia del otro mundo? ¡Ja, ja, ja! Pues estaría bueno eso, ¡canástoles! Nada, hija, nada: todo se reduce a una especie de recuento de cosas y de planes que yo pensaba hacerte dentro de unos días, y se me ha antojado hacértele ahora mismo, desde que he notado que no necesitas el aprendizaje ni de esos pocos días siquiera para desempeñar en regla tu nuevo papelito de señorita formal... Y ahí tienes la razón de los treinta y tantos piropos que te llevo echados en un periquete... Esperaba verte con cierta inseguridad al principio... ¿eh? con cierto encogimiento, y hasta... En fin, al asunto, ¡qué canástoles! que todavía, por el empeño de huir del perejil, se me va a plagar de ello la frente. Al caso, pues, he dicho; y el caso, sin más rodeos, es éste: hay dos modos... dos principales, entiéndelo bien, de colarse por las puertas del mundo: el uno de sopetón, y el otro por sus pasos contados. Yo soy partidario de este modo, y hasta le considero de necesidad, como el conocer letra a letra el silabario para aprender a leer de corrido y como se debe. ¿Estás tú? Pues bueno. Tú sales del limbo ahora; te coge una modista que lo entiende, te emperejila y engalana a uso de mujer que es hija de un padre rico y bien relacionado en la tercera capital de España, y me dice a mí: «ahí está esa alhaja, preparadita para brillar entre las más resplandecientes. Dela usted el pase, y adentro con ella...» «Poco a poco», respondo yo entonces, no a la modista, sino a ti, que lo has oído: «a la parte de allá de esa puerta hay mucho bueno; pero también mucho malo: lo uno y lo otro tienta y seduce por igual, y todo ello anda revuelto y salta a los ojos voraces, hecho una ensalada. Hay, por consiguiente, que aprender a mirar, y que educar y fortificar el estómago antes de colarse ahí con la posible seguridad de que no se nos dé gato por liebre a lo mejor del cuento...» ¿Estás tú? Pues aplica ahora el símil a la realidad del caso nuestro, y te digo: mira, Nieves, yo, en tu lugar, a tu edad, en tu posición, con tus racionales esperanzas de una larga y regalona vida, tan regalona como decorosamente quepa en una mujer honrada y de buena y cristiana educación, no comenzaría a gustar los placeres lícitos del mundo por lo más revuelto y lo mayor, sino por lo más tranquilo y más pequeño; no me expondría a corromper mis buenos instintos con los aires viciados y los ejemplos peligrosos de la vida social de las grandes ciudades, sino que me prepararía debidamente con otros aires más puros y otros ejemplos más... vamos, más... ¡Canástoles! pongámoslo en plata y acabemos: quisiera yo, Nieves de mi alma, que, ante todo, nos fuéramos, pero en seguidita, por una temporada tan larga como pudieras resistirla tú, a Peleches, al solar de tus mayores, donde yo nací y deseo morir, cuanto más tarde, por supuesto; a Peleches, digo, donde no has estado nunca, porque la fuerza de las cosas lo ha querido así, no porque a mí se me haya pasado por alto la necesidad, como te consta por lo que me has oído lamentarlo a cada instante. ¡Oh, y cómo había de lucirnos en el cuerpo y en el alma esta determinación llevada a cabo en ocasión y en época tan oportunas! Sin obligaciones escolares tú; desligado yo de las trabas de mis negocios apremiantes, porque, en previsión de este caso, he ido arreglando las cosas a mi gusto con el sosiego y el pulso necesarios; libre tú, libre yo, con el tiempo y el dinero de sobra en aquella comarca tan alegre y tan saludable... Peleches, por sí, no es gran cosa para divertirse una mocita como tú; pero a dos pasos está la villa donde hay un poco de todo lo que hay aquí, hasta gentes bien educadas, con su correspondiente sociedad y respectivas diferencias de nivel, pero sencillo y noble y aun patriarcal si se quiere; y además de ello, pintorescas y sanas costumbres populares, horizontes admirables y ambiente salutífero. De todo ello te puedes henchir, hija mía, sin el menor riesgo de que te perjudique ni en la salud física ni en la moral: antes al contrario, caerá como fecundante rocío sobre la hermosa primavera de tu vida, y dando mayor firmeza y desarrollo a lo mucho bueno que ya tienes, hará que sea mejor que ello todavía lo que vayas acopiando. Ya sabes la fe que tengo yo en ciertos principios de higiene, aun puestos en práctica en los sitios y ocasiones menos a propósito para acreditarlos. No tiene escape, Nieves: dame un aire puro, y yo te daré una sangre rica; dame una sangre rica, y yo te daré los humores bien equilibrados; dame los humores bien equilibrados, y yo te daré una salud de bronce; dame, finalmente, una salud de bronce, y yo te daré el espíritu honrado, los pensamientos nobles y las costumbres ejemplares. In corpore sano, mens sana. Es cosa vista... salvo siempre, y por supuesto, los altos designios de Dios. Me lo has oído muchas veces; y no podrás negarme que durante tu niñez, a falta del aire libre de mi tierra, te has sorbido la mitad del que corre a caño suelto en los paseos más desahogados de Sevilla. Pues si la receta no falla ni en naturalezas míseras y enclenques y de mal enderezados pensamientos, ¡qué prodigios no obrará en la tuya, que es modelo de naturalezas ricas, nobles y bien equilibradas? Miel sobre hojuelas, hija mía... Para concluir de una vez: véate yo en Peleches alegre y satisfecha y triscando como suelta cabritilla, aclimatada a aquellos lugares y aquellas costumbres medio bravías y medio urbanas, y de tu cuenta dejo el señalarme entonces el día y la hora para hacer tu presentación al mundo ruidoso de las grandes capitales... Con el temple de las armas que hayas adquirido de ese modo, que te entren moscas aquí... ni en San Petersburgo... Y éste es el caso, mondo y lirondo.

Dicho esto, afirmó otra vez don Alejandro las manos en los correspondientes muslos, y con el ojo bueno clavado en los de Nieves, y la cara muy risueña, se dispuso a recibir la contestación.

Que no se hizo esperar mucho, porque precisamente le estaba retozando a Nieves en los labios y en los ojos y en todo el cuerpo, vuelta a su ordinaria tranquilidad mucho antes de que diera fin el pintoresco discurso de su padre.

-¡Valiente caso! -dijo echándose a reír de todas veras.

-¿Por ahí le tomas? -exclamó su padre muy gozoso también, aunque no poco sorprendido.

-Y ¿por dónde si no? -replicó su hija-. ¡Pues si he estado a pique más de dos veces, en estos últimos días, de pedírtelo como un gran favor! ¿No conoces bien mis gustos?

-¡Canástoles!... De manera que todo lo que te he estado predicando...

-Sermón perdido, papá del alma... ¡Y cuidado que te había salido bien! ¡Qué lástima!

-¡Aduladora! Pues mira, aunque mis sudorcillos me había costado, por bien perdido le doy.

-¡Eso es ser rumboso!... ¿Y no tienes que pedirme algún otro favor por el estilo?

-Mujer -respondió Bermúdez después de dudar unos instantes y rascándose un poco la cabeza con un dedo-, tanto como favor, no diré; pero otro ratito de plática amistosa, nada más que amistosa, del corte de la presente, puede que sí.

-¿Sobre Peleches también? -preguntó Nieves frunciendo un poco el entrecejo monísimo.

-Precisamente sobre Peleches, tomado como punto principal de la plática, no.

-Y ¿ha de ser ahora mismo la plática esa?

-Tampoco -respondió don Alejandro, volviendo a dudar y a rascarse-. Dentro de unos días, si se me ocurre y viene a pelo; porque te advierto, para tu tranquilidad, que no es asunto de vida o muerte para ti ni para mí... Hablar por hablar, como el otro que dijo, y cosas de señor mayor... porque ya voy subiendo los cincuenta y cinco arriba, hija del alma, y hay que tenerlo todo presente a estas alturas, y mirar a muchos lados, por si a lo mejor se le van a uno los pies... y sanseacabó el viaje de repente, ¡canástoles!

-Vaya -dijo aquí Nieves con un gestecillo muy gracioso-, hazte el ancianito ahora y ponme triste a mí.

-¡Eso sí que fuera una gansada de órdago! -exclamó Bermúdez formalmente indignado contra sí mismo-, y sin maldita la necesidad; porque, hoy por hoy, siento retozarme en el corazón la vida de los treinta años... Es la pura verdad, créemela por éstas que son cruces. Dije eso... por decir.

-Pues por decir dije yo lo otro, inocente de Dios, -respondió Nieves a su padre dándole un beso en la mejilla correspondiente al ojo huero.

-Pelillos a la mar entonces, -concluyó, casi llorando de gusto, el buen Bermúdez Peleches, y pagando el beso de la hija con otro muy resonado.

-¿De modo -añadió ésta quedándose delante de la silla que antes había ocupado-, que no hay más asuntos que tratar por ahora entre los dos?

-¿Por qué lo preguntas?

-Porque tengo que hacer en otra parte de la casa... Ya ves tú, la señora de ella, y lo mejor del día gastado en conversación...

-¡Canástoles, lo que voy a salir yo ganando con un ama de gobierno tan hacendosa como tú!... Pues respondiendo a tu pregunta, digo que no hay más asuntos.

-Hasta luego entonces.

-Hasta siempre, hija del alma... ¡Ah! por si se me olvida después: ya sabes que el primer ejemplar de tu retrato ha de ser para los de Méjico. El suyo, a la hora presente, debe de estar ya si toca o llega.

Se dio por enterada Nieves con un movimiento de cabeza sin volver la cara, y salió de la estancia. Su padre salió también, pero con rumbo opuesto, y se encerró en su despacho, en el cual escribió una muy extensa carta, que mandó más tarde al correo, con sobre dirigido «Al Sr. D. Claudio Fuertes y León, comandante retirado, en Villavieja».