Al primer vuelo/X

De Wikisource, la biblioteca libre.
IX
Al primer vuelo
de José María de Pereda
Capítulo X: De tiros largos
XI

Capítulo X

De tiros largos

Así se presentaron en Peleches al rayar las doce y media, el boticario don Adrián Pérez y su hijo Leto: el primero radiante de gozo, y el segundo no tan acoquinado como era de temerse por lo que de él se sabe. El motivo de esta novedad consistía, siguiendo la imagen del bañista perezoso, apuntada por don Alejandro en la botica, en que Leto, antes de la gran zambullida en el caserón de los Bermúdez, había ido preparando el equilibrio de las dos temperaturas con un par de fregoteos bastante regulares. El uno se lo dio en el Casino; el otro, al salir de misa mayor al día siguiente, que era de fiesta, es decir, el día mismo del convite. En el Casino tuvo que picar algo en la conversación general, aludido de intento por Bermúdez; y más aún que en la conversación, en la golosina que irradiaban en aquel antro desabrido, los ojos y la silueta de la hechicera sevillana; porque Leto, al fin y al cabo, era mozo de buen gusto, y mujeres de aquel arte que le miraran a él con el interés bondadoso con que le miraba Nieves a menudo, no habían pasado ni pasarían jamás por Villavieja.

Esto por de pronto. Además, al deshacerse la tertulia y ya despidiéndose de él, le había dicho don Alejandro con gran encarecimiento, mientras le apretaba una mano con las dos suyas:

-Mañana, después que comamos en Peleches, iremos a ver el yacht; pero de cerca y como debe ser visto. Conste que está usted notificado.

-«¡Después que comamos... a ver el yacht!» -repetía el mozo en sus adentros, enredado en las confusiones más extrañas, mientras respondía al expresivo Bermúdez cuatro palabras, mal urdidas, de cortesía-. ¿Qué plural era aquél de «comamos»? ¿Cuántos y quiénes entraban en él?

Sin desembrollar este lío, que pasó por su cabeza como un relámpago, oyó que le decía Nieves, por despedida también y también muy afectuosa:

-Y al subir a comer con nosotros, no se le olviden a usted ciertas acuarelas que deseamos ver.

Esto ya estaba más claro; pero no todo lo que debía de estar. Era indudable que su padre se había despachado a su gusto aquella tarde en la botica.

En cuanto salieron del Casino los de Peleches, le faltó tiempo a él para largarse hacia su casa. En dos zancadas llegó; en breves palabras enteró a su padre de todo lo que acababa de pasarle, y en pocas más le satisfizo el boticario la curiosidad, declarándole todo lo ocurrido aquella tarde en la botica. Por cierto que don Adrián subió la bocamanga izquierda hasta el codo, y el arco de las cejas hasta el casquete, a fuerza de rascarse y de admirarse al ver que Leto, de quien esperaba un estampido, en lo del convite no puso el menor reparo, y en lo de las acuarelas se despachó con tres «carapes» seguidos y unos muy dulces restregones de manos a las barbas.

Al salir la gente de misa mayor, Leto, como de costumbre, se quedó, con otros amigos, enfrente del pórtico echando un pitillo, un párrafo y algunas ojeadas maquinales a las villavejanas de todos los días; y hablando, fumando y mirando, vio salir a Nieves con su padre. Bien le había parecido la noche antes la sevillana en la penumbra mal oliente del Casino, con el sombrerito de paja y la túnica de color de barquillo; pero ¡cuidado si tenía que ver en plena luz meridiana, vestida de obscuro y con la cara monísima encuadrada en los pliegues graciosos de su mantilla de pura casta andaluza! No pudo menos de declarárselo así al fiscal que estaba a su lado comiéndola con los ojos, ni, al notar que le recordaba algo con los suyos, quizá lo de las acuarelas, dejar de acercarse a ella y a su padre para ofrecerles sus respetos, con la mejor intención, eso sí, pero bien sabe Dios que con las más fuertes ligaduras de sus nativas desconfianzas en el espíritu.

Mientras hablaban los tres, la goma villavejana se chupaba los dedos y no sabía de qué lado ponerse ni qué majadería inventar para que Nieves se clavara... ¡lo mismo que la goma de todas partes! y las hembras peripuestas la miraban de reojo al pasar a su lado, de los pies a la cabeza, ¡igual que todas las presuntuosas de todo el mundo! porque son achaques esos que están en la masa de la sangre, aun en la de los que usan taparrabo... Posible es que Nieves no se fijara en los unos ni en las otras, aunque cueste creerlo por lo que se sabe del prodigioso alcance de vista que tienen las mujeres guapas para esos lances y otros parecidos; pero podría apostarse algo bueno a que en la comparación que hizo mentalmente, después de mirarle de arriba abajo en menos de dos segundos, del Leto que tenía delante, vestido de día de fiesta, con el Leto de la víspera, desaliñado, ardoroso y con el pelo alborotado y la barba revuelta, aunque ambos eran buenos mozos, optaba por el segundo; es decir, por el Leto del billar, en calidad, se entiende, de mujer artista y esforzada.

En esto salió don Adrián con la levita nueva, bastón de caña, sombrero de copa muy alto, y dos dedos de cuello de camisa fuera del corbatín; se arrimó al grupo y saludó muy cortés a los señores; apareció el juez e hizo lo mismo; después Rufita González con su madre; casi al mismo tiempo Codillo y las tres Indianas, y enseguida hasta otra docena más de los notables que habían hecho ya la visita obligada a Peleches. Los Vélez, escurridos y lacios de vestido y de carnes, pasaron de largo hacia la izquierda, saludando con una cabezada muy ceremoniosa. Las chaparrudas Carreñas, hechas un brazo de mar, pero de mar siniestro y bravo, saludaron con los abanicos y carraspeando, y se fueron por la derecha.

El grupo seguía creciendo y llegó a ocupar media plazoleta con los gomosos adyacentes y otros desocupados de diferentes pelajes. Luego se puso en movimiento todo junto, aunque cambiando de forma como masa de agua que se acomoda al cauce que la guía, en dirección a la Costanilla, camino de Peleches y a la vez de la Glorieta, adonde se dirigían todos los elegantes de Villavieja entonces, por imperio de la moda.

En la Glorieta dieron Nieves y su padre unas cuantas vueltas con las adherencias que traían desde la Colegiata, y seguidos del propio zaguanete de gomosos, cosa que encendió las iras de las villavejanas desperdigadas y desatendidas entonces por sus habituales cortejantes, y les dio motivo para despellejar viva a la pobre Nieves. Sábese que quien más apretó la dentellada en aquella puja de mordiscos fue la Escribana mayor, que, según fama, se bebía los vientos por el hijo del boticario. Le había visto al salir de misa y subiendo a la Glorieta, y en la Glorieta misma, arrimado a la sevillana, y en gran intimidad con ella algunas veces. ¡El grandísimo pazguato que jamás tuvo dos palabras al caso para pagarla las muchas con que ella le había buscado la lengua en más de cuatro ocasiones! Así es que en cuanto se retiraron Nieves y su padre a Peleches, que fue muy pronto, y el boticario y Leto a su botica, se armó en la Glorieta la de Dios es Cristo entre los galanes villavejanos y las respectivas damas, que no querían ser plato de segunda mesa... mientras Maravillas, sentado en el último banco hacia el mar, solo, quietecito y sosegado, flagelaba con su eterna sonrisa de compasivo desdén, aquel cuadro de miserias humanas, fruto natural y lógico del lamentable resabio de ir a misa y creer en Dios.

Viniendo a lo que importa, fue el caso que Leto bajó a la villa bastante satisfecho de su hazaña; que a pesar de estar bien vestido, cambió de corbata y de chaleco después de arreglarse el pelo, de cepillarse mucho las barbas y la ropa y de lavotearse las manos; que al volver a la botica, donde le aguardaba su padre en conversación con el mancebo, llamó a Cornias (luego se sabrá quién era este personaje) y le dio varias órdenes con mucho encarecimiento; que después fue a su atril, y de un cartapacio que tenía allí muy escondido bajo papelotes y libracos, sacó hasta una docena de obras suyas, entre acuarelas y dibujos, escogidas, muy escogidas, en su abundante colección; que las envolvió convenientemente, y que diez minutos después, él y su padre atravesaban la plazoleta inundada de sol, que achicharraba, en dirección a Peleches.

-Ya ves, Leto -le decía muy regocijado su padre, y por lo bajo para que no se enteraran de la conversación las gentes que volvían de la Glorieta-, cómo el león no es tan fiero como le pintan. Muchas veces nos alucinamos... eso es... nos ofuscamos, por ver y juzgar de lejos las cosas. Y a ti, ¡caray! te ha pasado mucho de eso. Dígotelo, porque al fin vas, ¡caray! vas, sí, señor, y sin grandes resistencias, y hasta llevas esas pinturillas contigo... ¡bien llevadas, muy bien llevadas! eso es; muy bien llevadas, por lo mismo que te las han pedido y desean verlas... Yo pensé... ¡ahí tienes!... que no te prestarías a ello, porque hasta de mí las has escondido siempre, por esas rarezas, ¡caray! que nunca he podido explicarme... eso es... Pero la fuerza de las cosas ha querido que el león se te vaya a la mano; y, como te decía antes, no te ha parecido tan fiero como visto a larga distancia... eso es... y ya te das a partido, ¡caray!

Leto, sonriendo de cierta manera habitual en él, contestó a su padre:

-¡Si supiera usted la procesión que me anda por dentro!...

-¡Ay, Leto del alma! -replicó don Adrián parándose en firme-. Pues si a procesiones fuéramos... ¡quién, en casos tales, no las llevará consigo, en más o en menos, caray, hasta hacerle temblar las choquezuelas? Vamos a una casa extraña y de mucho viso, a una mesa quizás opípara... eso es... dos hombres acostumbrados a la vida obscura y metódica... de lo más metódica y sencilla... eso es... La emoción... el sobresalto si quieres, es de necesidad... Pero una cosa es eso, y otra muy diferente lo otro que a ti te pasa, o te pasaba... En fin, de esto no hay para qué volver a hablar, Leto. Pero he de repetirte, en conclusión, lo que te dije anoche: hay que sacar fuerzas de flaqueza en ciertos lances de la vida... y hacerse superior, eso es, a las nativas debilidades... porque no hay hombre sin hombre... y todos nos debemos mutuos servicios y respetos... eso es... Tú eres mozo; nada te falta, es verdad... y acaso no te falte nunca, por mucho que vivas, si la venturosa quietud de Villavieja continúa inalterada y no te sale un competidor en el oficio, como no me ha salido a mí desde que soy boticario; pero es posible que te salga, porque lo malo cunde y no anda ya lejos de nosotros... o que te convenga cosa mejor que la que poseas; y entonces, ¡caray! bueno es tener valedores... y bien sabes tú que la casa de Peleches raya en todas partes tan alto como la que más... y puesto que nos dan la vaquilla, corramos con la soguilla, ¡caray!... y muy agradecidos, sí, señor; y el corazón en la punta de la lengua, eso es; y el que tiene algo en la cabeza, como no dejas de tenerlo tú, noble y honrado además, sí, señor, que lo manifieste, ¡caray! si llega el caso de hacerlo, con entereza y con fe, que esto no está reñido con la buena educación, ni siquiera, eso es, con la cristiana humildad. Cuando Dios da al hombre el caudal de las ideas, no se le da, ¡caray! para que le guarde con avaricia, ni tampoco para que le despilfarre, contrahecho o a escondidas y con vergüenza: no, señor, ¡caray! no, señor... como vienes haciendo tú... Eso es.

Dio dos golpecitos con su caña en el suelo, y continuó marchando calle arriba.

Leto, pensativo y bastante risueño, pero sin contestarle una palabra, hizo lo mismo a su lado.

Así llegaron a Peleches, en cuyo saloncito de labor, o mejor dicho, estudio de Nieves, con las puertas del balcón abiertas de par en par para que entrara a borbotones el nordeste que corría, saturado de los efluvios de la mar, fueron recibidos por los señores de la casa y por don Claudio Fuertes, que también estaba convidado a comer.

Nieves había cambiado su traje obscuro por otro casi blanco; y al verla así Leto, blanco el vestido, blanca, nacarina la tez, azules los ojos y el cabello rubio, como no se le ocurrían más que tontadas, enseguida se la forjó nereida, o cosa así, de las fantásticas regiones submarinas, enviada allí por los genios protectores de Peleches, envuelta en una ráfaga salobre de las que inundaban la estancia sin cesar. En otra mirada rápida en derredor del saloncillo aquel, se le antojó haber visto la blanda, inteligente mano de un artista, colocando cada mueble, cada libro y cada cachivache en el único sitio que le correspondía; y ¡otra bobada mayor! aun marcó con la vista en las paredes y sobre muebles determinados, los lugares y los aparatos en que sus acuarelas, a no ser tan malas como eran, hubieran hecho un lucidísimo papel.

Pensar esta bobada y clavar Nieves los ojos en el cartapacio que él llevaba entre manos, y hasta preguntarle enseguida con ellos si las traía, fue todo uno. El mozo se halló con aquel tiro tan inesperado, como contrabandista cobarde delante de los carabineros. Sin detenerse apenas a saludar como debía, desató el fardo y entregó el contenido con las manos trémulas, pero resuelto a todo.

A creer a Nieves, y no hay serios motivos para lo contrario, en aquellas obras de Leto había verdaderas maravillas de arte. Bermúdez y Fuertes opinaron lo mismo; pero no eran sus votos de tan ganada autoridad como el de Nieves, la cual, para mayor confusión del aturdido Leto, no contenta con ver los cuadros sobre sus rodillas, fue colocándolos uno a uno... ¿en dónde, gran Dios! sobre los mismos muebles y en los propios sitios de las paredes en que los había imaginado él... Y a todo esto, la sevillanita, con su entrecejo algo fruncido, su frase concisa y sobria, sin extremos en la alabanza, sin apresurarse, sin sonreír más que lo preciso, deslizándose entre sillas y veladores sin tropezar con nada, sutil, airosa, discreta... en fin, que tanto por lo que decía como por el modo de decirlo, y hasta por el modo de andar, había que creerla inteligente en el arte, y desde luego sincera. Con esto y con la propensión natural de Leto a someter sus juicios al imperio de los extraños, por primera vez en su vida se creyó algo pintor y no del todo insignificante.

-Pues ahora va usted a ver mis obras -le dijo Nieves muy templada, dejando las de Leto sobre un velador-, siquiera para que aprenda usted, en vista de lo malas que son, a no ser tan avaro de las suyas.

Y como lo dijo lo hizo, sacándolas de un gran cartapacio que estaba sobre una mesita contigua a un caballete desocupado.

-La mayor parte -decía Nieves a Leto solo, aunque le acompañaban en la escena los demás personajes allí presentes-, son copias y malas: las originales son peores... No se sonría usted, porque es la pura verdad... Vea usted ese gitano... copia, dura y desentonada, y hasta sin dibujo... Una marina... ¡Qué olas, eh? Parecen de percalina... Una ventana con flores y pajaritos enjaulados: de nuestra casa de Sevilla. Esta acuarela es original: debe usted conocerlo por lo resobadita que está de color...

Por este arte siguió mostrando y juzgando la mayor parte de sus obras. A veces, mientras Leto examinaba una, teniéndola cogida con las dos manos, Nieves metía entre ellas otra suya, blanca, torneadita y olorosa, para poner el índice primoroso encima del objeto censurado; y entonces Leto perdía de vista la acuarela, porque los ojos se le iban detrás de la mano, y la atención y hasta el olfato... a don Adrián y al comandante les parecían inmejorables las pinturas, y así lo declaraban; y don Alejandro, mal avenido con las sinceridades de su hija, quería desautorizarlas explicando cómos y por qués... En cuanto a Leto, no pudiendo concebir que de aquellas manos tan bonitas salieran obras imperfectas, todo lo hallaba superior, y así lo daba a entender como podía.

-Todo eso que ustedes me dicen -insistía Nieves muy serena-, es pura cortesía. Ninguna de estas obras tiene otro mérito que el de estar hecha con grandes deseos de hacerlo mejor. Lo conozco por lo mismo que sé estimar las buenas, como las de usted; pero sigo pintando porque me entretiene, y enseño lo que pinto, como ahora, por no hacerme de rogar más tarde y porque no lo tengo a pecado mortal... Al óleo, con franqueza, pinto algo mejor que a la aguada... Ya lo verá Leto, que lo entiende, cuando pinte algo aquí... porque pienso pintar mucho... y andar más... Todos los sitios en que he puesto antes las cartulinas de usted, han de quedar ocupados por obras mías... Cuento con que me dejará usted copiar las suyas para eso.

Leto, que ya había soñado con verlas honradas allí, se llamó a engaño y declaró a Nieves que no volverían al cartapacio de la botica aquellos insignificantes borrones, puesto que le gustaban a ella; y Nieves, sin andarse en ociosos disimulos, porque conocía la sinceridad de la oferta, la aceptó de plano con gran regocijo, aunque no tanto como el que produjo en don Adrián el galante rasgo de Leto.

Andando en éstas y otras tales, llegó Catana al saloncillo para anunciar que estaba la sopa en la mesa; y al disponerse todos para ir al comedor, Leto, recordando algo de lo que había visto y oído en Madrid y leído después, haciendo un esfuerzo sobrehumano y dando diente con diente por el temor de pasarse de fino, o de estar equivocado, ofreció su brazo a Nieves, que lo aceptó placentera y como la cosa más corriente y natural del mundo.

Los demás comensales abrieron paso a la pareja, a la cual siguieron Bermúdez muy complacido, Fuertes algo maravillado, y don Adrián hasta orgulloso con aquel gallardo arranque del empecatado muchacho.