Almácigo de robles

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ALMÁCIGO DE ROBLES

Uno de los tantos fenómenos de esterilidad contemporánea,—decía para mí mismo, al echar una mirada escrutadora sobre esa parte del barbecho.

¡Nada! O las semillas que me vendieron en Buenos Aires como de paternidad indisputable, debían ser de cartón; ó si de roble fueron, el cautiverio del envase fué bastante largo para consumar tan horroroso infanticidio.

¡Y á qué indignarse? Qué otra cosa es el comercio, so capa de redentor de la existencia, sino un estancamiento sistemático en las fuentes de la vida?

A todas partes llega su intervención avariciosa. Su gran sistema consiste en interponerse entre el hambre y el fruto, entre la sed y la frescura, entre el racimo y el labio, entre el jugo y la arteria, entre el amor y la fecundidad.

Las férreas llaves de arcas y graneros ¿qué son sino crueles torniquetes incrustados en la vida natural?

Si hubiera un oído suficientemente sensibilizado para analizar todas las amarguras de que se formó ese chirrido estridente de las tumbas del oro, oiría los ayes de la espiga cuando la trilladora le desgarra el seno, lechoso y turgente por el ansia del surco; y los aullidos del bosque cuando al rostro de los especuladores que lo destrozan tira en sus astillas manojos de puñales; y oiría el ibah despectivo de la oveja, cuando en nombre de la civilización la dejan sin hijos ni camisa en la llanura.

Se oirían muchos vagidos acabados en estertores, y muchos himnos de vida rematando en elegía.

Allá, entre los cristales del champaña, reverberaría la putrefacción del sol nostálgico: en la panza burgués de las barricas, roja de ira la dulzura de las viñas, afinaría en secreto el filo de sus fermentos asesinos; que en cuanto á la sangre exprimida en los talleres, sería de oírla chorrear trágicamente, recontando gota á gota, en interminable rosario de rubies, las atrocidades infinitas de los hombres.

El latigazo perfumado de un rosal vecino me interrumpió esos pensares. Un gajo de rosas se deshojó contra mi frente; las meditaciones huyeron como mariposas de fuego; y yo seguí vagando por los senderos de la huerta, deteniéndome á trechos para manosear el brote lanuginoso de un sarmiento, ó la cola aterciopelada de mi perro.

No hay como el campo para amansar las rebeliones. Mi salida de Buenos Aires había tenido ese objeto: ansiaba el aire libre que brune y abrillanta las asperezas dejadas por el cataclismo en el guijarro; anhelaba ese silencio felposo que hila vendajes de seda sobre las heridas incurables...

¡Por qué, pues, protestar en ese sitio?

Esas plantas florecidas me daban una gran lección de ideología.

A pesar de los despojos brutales de los hombres, seguían allí esas obreras silenciosas, renovando sus maravillas de dibujo y colorido en sus dechados.

La verdad es que las rosas, además de sus labores de arte, afilaban sus espinas; pero esa es culpa de los poetas: á fuerza de compararlas con las novias, las han contagiado de crueldad, y á fuerza de reclinarlas sobre el corazón humano, les han encendido la pasión por la sangre. ¡No os asombréis! Las rosas son sadistas...

Mas, esto es harto ajeno á una sencilla narración de chacarero, siempre inclinado, por pasioncilla gremial, á motejar al comerciante.

El caso es que yo me propuse armonizar mi paz interna con la placidez campestre, y dejar que la virgínea tierra neuqueniana comprobase el linaje real de esas semillas.

Una mañana, tras varias noches de bochorno, mi vista se detuvo con sorpresa ante el almácigo de robles.

Sobre el polvoroso vientre del barbecho aparecían unas protuberancias, á modo de volcancitos empenachados de verdura.

Mi primera impresión fue de ironía.

No pude evitar una sonrisa sarcástica ante la pedancia cómica de aquella cuna de gigantes.

Después recordė su estirpe, y poseído de respeto, me hinqué sobre la arena para observarlos.

Pasó por mi mente la imagen de una selva crujidora, é instintivamente me miré las manos, absorto de que ellas hubiesen originado tanta grandeza.

Hasta ese instante no me había dado cuenta cabal de las altas potencias que cualquier hombre tiene condensadas en la punta de las uñas.

Me examinė las extremidades de los dedos, penetrado del asombro tímido que inspiran los botones fulminantes de una gran máquina explosiva.

Dentro de esas pulpas de carne rosada y palpitante—brotes del árbol donde durmió su desastrosa siesta el padre Adán—senti la palpitación secreta de nuestra ley profunda.

Volviendo la mirada á mi pequeño robledal, observé en el polvo huellas recientes de una lucha ciclópea.

El alumbramiento de esas bellotitas debió ser tormentoso.

Cuenta habida de relatividades, cada recién nacido debió librar con las montañas de tierra que lo cubrían un combate hercúleo por la conquista del aire.

Su estatura de dos á tres centímetros se alzaba sobre una cúspide de ruinas. Sus brazos dos briznas diminutas—se erguían á uno y otro lado del tronco microscópico, agitando al cielo dos hojitas lanceoladas, en actitud de reto para apuñalear las tempestades.

El tallo se erguía recto sobre escombros de terroncillos por él descuajados de su base.

Todos pugnaban ya por ser remedos de una columna triunfal.

Alguno de ellos aparecía oblicuo, metiendo aún el hombro á una piedrecilla que le debía pesar como un cáucaso inmoble.

Otro yacía en tierra ya marchito, rebanado en su base por la dentellada de una hormiga que vagaba por allí cortando leña.

El color verde opaco de las copitas erectas, hacía pensar en esos niños pletóricos de vida, que nacen congestionados por la asfixia.

Cuando la transmontana andina pasaba por la chacra levantando nubecillas de polvo perfumado y abatiendo las hojas amarillas, las copitas de robles, con su tamaño de lentejuelas, remedaban la ondulación solemne de los viejos ombúes.

Parecía que pretendiesen, por instinto de su predestinación, manejar prematuramente la batuta de los huracanes.

Yo nunca había sentido esa comunión casi sexual que se establece entre la tierra y el depositario de la semilla: es un vago sentimiento de fe en sí mismo y de gratitud hacia la naturaleza; es algo á modo de voluptuoso orgullo paternal.

La tierra deja de ser desde entonces esa masa inerte y cruel que nos angustia cuando pensamos en la tumba.

Yo, siempre que quitaba con el cepillo el polvo del traje, sentía en mis carnes cierto estremecimiento, como si ya los gusanos del más allá me fuesen á hincar el diente. La tierra me inspiraba asco y repugnancia invencibles, con más el odio hacia ella que se me iba acumulando, cada vez que la veía cerrarse indiferentemente sobre el cadáver de una persona amada.

Pero ese es quizá el dato más sugerente de la caída inmemorial del hombre en la sombra.

Los niños comen tierra sin asco, y los ancianos no temen el ataúd: los unos por estar recién venidos y los otros por estar más inmediatos que el hombre á la luz original. De ahí también que los bueyes no necesiten enguajes, sal y vinagre, en un prado de lechugas.

—¡Coma que es tierra limpia!—me decía Carlos Bonquet Roldán, con su agudeza ática de siempre, una noche que, acampados en el desierto neuqueniano, y de cuclillas en torno á la fogata, me vió tirar con asco un pedazo de carne, caída en la arena al cortarla del asador.

Desde entonces, cada vez que pienso sériamente en la vida y en la muerte, hallo más profundidad en la frase de ese amigo.

¿Qué si no tierra limpia y endulzada son las pulpas de las manzanas y de los labios incitantes?

No es extraño, pues, que yo continuase examinando el almácigo, con la misma curiosidad afectuosa de quien se inclina sobre la cuna de los recién nacidos.

Así como éstos alargan sus manecitas para jugar con las estrellas, los pedantísimos retoños hacían señas de familiaridad al firmamento.

¡Quizá tenían derecho!

¿Acaso no eran de estirpe milenaria?

No corría por sus fibras el jugo secreto de lo perdurable?

El vientre grávido de sus semillas maternas, no se había abierto al mundo con retortijones de impulso secular?

Allá, en los pezones de las grandes causas chupaban vigor latente.

Sus filamentos enraizaban en los telares misteriosos de la potencia cósmica.

¡Sí! razón tenían de ser altivos.

Yo era el muy pazguato en reirme de uno de ellos, al verlo acogotado por una mosca beoda de dulzura, que con fruitiva beatitud se lavaba las manos en una chispa de rocío, y engastada en el bronce tierno del cogollo, fulguraba sus tornasoles de joya japonesa.

Mi vida sana y joven tenía mucho que envidiar á la de ese brote endeble y tembloroso.

Yo era hombre y él era roble. Hoy se doblegaba bajo el peso de un insecto. Más tarde, en el Océano, con una enseña al tope, él podría vencer los temporales, improbandoles sus bostezos de fuego con el no, no! rotundo de su vaivén severo.

Hoy cabía todo él en la panza de una hormiga. Más tarde, cualquiera de sus ramas podría servirme holgadamente de ataúd...

Al llegar á este punto amargo de mis divagaciones, me alejé, mascando en despique unos pétalos de rosa, no sin oir, allá en las hondonadas del tiempo, el crujido bronco de una selva huracanada...

—Ah, del orgullo humano: —dije luego en voz alta, queriendo contestar algo al azote amoroso que daba sobre el cañón de mis botas la cola aterciopelada de mi perro....