Amadeo I/XXIV

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XXIV

En lo restante de aquel Otoño, esta Nación sin ventura, como cuerpo en que circula sangre viciada, se llenó de granos, manchas eruptivas y forúnculos, síntomas de la enfermedad o gran barullo pronosticado por Ferreras. En todo el territorio del Norte, alta Cataluña, Maestrazgo, provincias de Levante, apareció la sarna de las partidas carlistas, y tras ellas vino el picor y desazón de las partidas republicanas. No sabía el Gobierno a dónde acudir primero: aquí salía del paso rascándose; allá se aplicaba emolientes; nos contentábamos con ir viviendo, con ir tirando, mientras el mal estuviera limitado a la fea y desapacible afección dermatológica... Continuaban infructuosamente mis diligencias para encontrar a la Madre Mariana. Si por una parte me dolía mi orfandad, por otra tuve algunas satisfacciones de carácter doméstico. La intranquilidad en que Obdulia y yo vivíamos se calmó con las noticias que de Villaviciosa trajeron el ordinario y otras ordinarias personas. Lejos de mejorar, Aquilino iba de mal en peor, por la falsa soldadura de la clavícula, y aún tenía camastro para otros dos meses o más. Eso íbamos ganando.

Con los dinerillos que dio a mi mujercita la Marquesa de Navalcarazo, por ciertas labores de aguja, y algo que yo ganaba escribiendo en El Diario del Pueblo, fundado por mi amigo Valero de Tornos, pagábamos nuestro pupilaje, y aún nos restaba para menudencias y honestos placeres. Debo decir, entre paréntesis, que en mi Obdulia se armonizaba el romanticismo con las cualidades del perfecto economista. Gracias a ella podíamos regalarnos diariamente en La Perla, yo con mi café, ella con su vasito de leche merengada.

Los billetes del periódico nos permitían el goce del teatro: en el Circo de Paúl nos entreteníamos oyendo a la Williams, actriz bonita y salada que con el gracioso Rosell representaba el Mambrú, pieza de circunstancias llena de picardía. En el Teatro Circo vimos dos o tres veces el famoso zarzuelón Barba Azul; en Capellanes nos descuajábamos de risa con la desvergonzada revista Los prófugos de Ultramar, sátira del escándalo de los Dos Millones que, según la gente maliciosa, afanaron Sagasta y el pollo antequerano.

Pero lo que más nos encantaba y divertía era el arte maravilloso de la célebre prestidigitadora Benita Anguinet, en Variedades. Titulábase la función Los milagros de la brujería, y como yo había sido un poco brujo hallaba singular deleite en aquel espectáculo de escamoteos, sorpresas, juego de luz y tinieblas, que confundían la mentira con la realidad. Era la Anguinet una señora simpática, gorda sin menoscabo de su agilidad: encontraba yo en ella un parecido notable con Pepita Izco, heroína de mi breve idilio místico y sensual de Durango. Por esta razón eran más calurosos mis aplausos a la mágica de opulentas carnes y sortilegios diabólicos. Una noche, estando Obdulia y yo en segunda fila, vi en la primera a mi pasado amor María de la Cabeza Ventosa de San José. Estaba con Alberique. A la salida nos miraron con desdén olímpico, como diciendo adiós pobreza. Les pagamos en peor moneda, riéndonos descaradamente de su inflado empaque burgués.

Entrado ya Diciembre, el buen pueblo republicano de Madrid agregó al interés de los teatros un motincillo callejero, nuevo síntoma de la grave dolencia hispana. Hallábase una noche deliberando la Junta Suprema del Consejo de la Federación Española, cuando sonaron tiros en la Puerta del Sol. ¿Qué ocurría? Que los Comités de los distritos habían acordado, por sí y ante sí, lanzarse a la calle. Corriose la trifulca a la Plaza de Antón Martín, tradicional baluarte republicano, y allí fue sofocada por las tropas que llevó el General Pavía. Entre los revolucionarios figuraban el famoso Espiga, el comandante Decref y Carlos Caro, Cerrudo y otros paisanos. Hubo bastantes heridos y un solo muerto, el lacayo del coche de Ruiz Zorrilla, víctima inocente del celo de un diputado, señor Boceta, que se empeñó en recorrer el campo de batalla en el propio carruaje oficial del Presidente del Consejo.

Los treinta y cinco prisioneros de aquella descabellada intentona fueron puestos en libertad a la mañana siguiente... A mi parecer, produjeron aquel fugaz movimiento Las Hojas Revolucionarias que, a falta del periódico Tribunal del Pueblo, publicaban mis amigos de la calle de la Montera. Entre aquellas Hojas obtuvo enorme circulación la titulada El Rey se va, escrita por la propagandista republicana Modesta Periú. No era ella la única hembra que valerosamente luchaba por la Causa, pues otra, llamada Guillermina Rojas, anduvo a tiros con las tropas de Pavía en la plaza de Antón Martín.

A los pocos días de esta zaragata, los buenos y sencillos revolucionarios se las prometían muy felices. Hallándome yo una noche en la redacción de El Diario del Pueblo escribiendo mi Crónica del día, vino a darnos plática un amigo, jovenzuelo y candoroso, el más activo satélite de don Juan Contreras y del Consejo Federal, que forjaba los rayos de la revolución. «Ya la tenemos armada, querido Tito -me dijo con sigiloso misterio-. Ahora va de veras. Será cuestión de días el triunfo de la República Federal. Sevilla, Barcelona, Cádiz, Cartagena, están a punto de pronunciarse. La Junta Suprema y los prohombres han discutido largos días, triunfando al cabo la idea del levantamiento general. Esto que te digo lo sé por el propio García López...

»Puedes estar seguro, como si lo hubieras visto, de que anoche salió para Andalucía Nicolás Estévanez. ¿Crees que va de paseo o a echar discursos? No, chico. Lleva la sagrada misión de cortar todos los puentes de Despeñaperros, de levantar partidas, sublevar las poblaciones de Linares, Andújar, Bailén, La Carolina, cerrando al Gobierno toda comunicación con las plazas de Andalucía. Tú conoces a Estévanez; comprenderás lo que puede esperarse de su capacidad y audacia. Nicolás es el águila de las guerrillas. No te digo más... Dentro de algunos días podremos decir, no El Rey se va, como nuestra brava heroína la Modesta Periú, sino El Rey se ha ido. Día de júbilo tendremos. ¡Con qué gusto veré partir a don Amadeo, al Dragonetti y a los rufianes que ha traído de Italia para sus trapicheos amorosos! Lo sentiré tan sólo por la Reina, francamente lo digo. Esta doña María Victoria es tan buena y simpática que no parece Reina, sino una señora cualquiera. Yo me quito el sombrero al verla pasar, y le perdono el ser italiana. Ya sabes que cría a sus hijos. Me consta que este verano, paseando por las inmediaciones del Escorial, encontró un niño abandonado que chillaba pidiendo teta. Pues lo recogió y le dio de mamar, no con biberón, Tito, sino a sus propios pechos. Tú que sabes tanto de Historia, me dirás si has leído algún pasaje de reinas o emperatrices que hayan hecho esto...».

Tomé nota mental de los cuentos que me trajo aquel majadero inocente, y seguí observando los acontecimientos que marcaban la fiebre y el creciente malestar de la Madre España. Entre domésticos goces y fáciles trabajos transcurrieron los días de Diciembre, hasta la placentera semana de Navidad y Año Nuevo, que fue para nosotros alegre y descansada por lo que voy a referir. Se hospedó en nuestra casa por pocos días un rico labrador toledano, residente en Bargas, que nos invitó a pasar las fiestas en su campestre vivienda, holgona y bien abastada de cuanto ha menester la vida. Aceptamos con gratitud, y allá nos fuimos con él en un galerín que salía de la Cava Baja. En el viaje y en el pueblo todo nos pareció delicioso: el campo totalmente desnudo de árboles, nos encantaba; la morada de nuestro amigo y anfitrión se nos antojó palacio principesco; cuanto veíamos era reflejo del gozo de nuestras almas.

En don Casiano vimos el más cumplido, el más gallardo y obsequioso hidalgo campesino; en su mujer, doña Dulce, la más bella, la más airosa y afable dama labradora de estos reinos; en sus cinco niños, cinco ángeles que reproducían la hermosura y simpatía de sus padres. La casa, enorme y toda de planta baja, era el ideal de la humana vivienda: anchurosas estancias, patios y corrales poblados de alimaña volátil y de toda cuatropea cerdosa, ovejuna y caballar. Completo la figura del gran don Casiano diciendo que militaba en el republicanismo federal, y que tanto en él como en su linda consorte reconocimos las ideas más amplias y generosas. Estábamos, pues, Obdulia y yo en el Paraíso terrenal, y nuestra única pena era que antes de Reyes tendríamos que salir de él.

No hay que hablar de la opulencia de las comidas, del diario consumo de pollos, palomos, conejos y cabritos. Lo que digo: aquello era más que el Paraíso, era Jauja. Tenían los niños, en una de las principales habitaciones, un magnífico Nacimiento con la mar de figuras, montañas de corcho, nubes de algodón, sin fin de pastores, Reyes Magos, y un escuadrón de Húsares. Obdulia, que era maestra en artes infantiles, les completó la decoración con ramaje de carrascas, un lago cristalino, en que patinaban elefantes y camellos, y un ferrocarril que comunicaba el Cielo con la Tierra. La Nochebuena, iluminado el altarejo con innumerables candelas, brillaba como ascua de oro. Niños de la vecindad agregados a los de casa, nos regalaron con el concierto angélico de panderetas, zambombas, rabeles, cánticos y alilíes de entusiasmo.

A la mañana siguiente, los ciegos, que recorrían el pueblo cantando villancicos, vinieron a la casa, donde se les aseguraba copiosa limosna. Eran mendigos astutos y oportunistas que variaban el sentido de sus coplas, acomodándolas a las ideas de las personas cuyo aguinaldo requerían. Y como el buen Casiano gozaba en toda la comarca fama de republicano ardiente, los ciegos cantaban de este modo el natalicio del Hijo de Dios: Camina la Virgen pura - con San José liberal - para el Santo Nacimiento. - República Federal. Venía luego el estribillo, que era el Me gustan todas, con música de El joven Telémaco.

Otras coplas copio que nos hicieron mucha gracia: En la mitad del camino - iba San José cansado. -Fue a llamar a una posada - y le salió un moderado. -A otra posada llamó, - ya fatigado de andar, - y le dijo el posadero: - entra, Pepe federal. Por aguinaldo recibieron, con la calderilla, un pan y un chorizo por barba. En la calle les encontré luego, cantando también en forma libre para halagar al pueblo cuyas ideas liberales conocían: Vinieron los pastorcitos - a besarle pies y manos; - Jesucristo muy contento - porque eran republicanos. Me contaron que en la casa del párroco, tachado de carcunda, cantaban así: Viva Jesús Nazareno, - juez de nuestra Religión. - Viva Jesús Nazareno - y don Carlos de Borbón. Frente al cura, como en todas partes, terminaban con el estribillo: Me gustan todas, - me gustan todas, - me gustan todas - en general...

Con la llegada de los Reyes Magos, día triste para los escolares, nos despedimos de nuestros espléndidos anfitriones. Trance amarguísimo era dejar las ricas ollas, y el trato exquisito de doña Dulce, su digno esposo y agraciada prole. Pero no había más remedio. Proponiéndome yo no volver a Madrid sin pasar unos días en Toledo, para que Obdulia pudiese dar un vistazo a la Catedral y demás monumentos, el propio don Casiano nos llevó en un cochecillo a la Imperial Ciudad, instalándonos en la Posada de la Sangre, donde nos pagó una semana de hospedaje. Hombre tan bueno y dadivoso despertaba en mí tal admiración y gratitud, que hube de considerarlo como un enviado de Dios.

El tiempo húmedo y ventoso no nos estorbó para recorrer y registrar las maravillas toledanas, desde la inmensa Catedral, relicario de todas las artes, hasta los últimos rincones arqueológicos, como el Cristo de la Luz y el Cristo de la Vega. Rendidos de nuestras caminatas por las empinadas y torcidas calles, nos acogíamos a nuestra Posada, al amparo de la sombra del amigo Cervantes. Una noche, cenando en anchurosa cuadra junto a la cocina, vi a la Madre Mariana que hacía por la vida en una larga mesa, poblada de arrieros y caminantes. Dos mujeres estaban a su lado, y todos los comensales departían alegremente. Con respeto supersticioso me acerqué a la Señora y le besé la mano. Ordenó ella que Obdulia y yo nos agregáramos a su compañía, y así lo hicimos gozosos. «Celebro encontrarte, querido Tito -me dijo-. Aquí me tienes descansando en esta ciudad que es uno de mis solares predilectos. Me distraigo remembrando cosas de tiempos muy lejanos. Es dulce y confortante hacer revivir los Concilios de Toledo, las cuitas del Rey Sabio, el Rito Mozárabe y charlar con los cardenales Mendoza, Cisneros, Cilíceo, Carranza, y con mis buenos amigos Juan Guas y el Greco».

Oyendo a la Señora creí encontrarme en los senos vaporosos de un mundo quimérico. Las dos mujeres que acompañaban a la divina Clío atrajeron poderosamente mi atención. La una, bella y altiva en su madurez, era la mismísima Viuda de Padilla; la otra, joven y bonita, Santa Leocadia... Entre los hombres, todos de vigorosa complexión goda o castellana, de rostros enjutos y tallas procerosas, vi al Rey Wamba, a San Ildefonso, a Jiménez de Rada y Jiménez de Cisneros, a Illán de Vargas, al Pastor de las Navas, y a otros, extranjeros españolizados, que eran sin duda Copín de Holanda, los Borgoñas y Theotocópuli. También creí reconocer al poeta Garcilaso y al comunero Padilla.