Amalia/Cómo una sola puerta tenía tres llaves

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Cómo una sola puerta tenía tres llaves

Acababan de dar las cinco de la tarde en el reloj de San Francisco; y el sol, próximo a su ocaso, no prometía por mucho tiempo ese recuerdo de su pasado esplendor que se llama crepúsculo, porque la tarde estaba nebulosa, cargado el aire de esos vapores densos y húmedos tan comunes en Buenos Aires, en la estación del invierno, que en el año de 1840 había anticipado sus rigores desde los últimos días del mes de abril.

La calle de Comercio, donde no hay, sin embargo, comercio ni comerciantes, estaba casi desierta en ese momento, y de las pocas personas que la transitaban eran dos hombres que venían caminando a prisa en dirección al río: uno de ellos cubierto con una capa azul, corta y sin cuello, como la que usaban los antiguos caballeros españoles y los nobles venecianos; y el otro vestía un sobretodo blanco que le llegaba hasta el tobillo.

-De prisa, mi querido maestro, de prisa, porque la tarde se nos va -dijo el personaje de la capa azul a su compañero de levitón blanco.

-Si hubiéramos salido más temprano, no tendríamos que andar a este paso fatigoso, precipitado, incómodo que llevamos -contestó aquel último, poniendo bajo su brazo izquierdo una larga caña de la India con un puño de marfil que llevaba en su mano, y siguiendo el paso ligero de su compañero.

-No tengo yo la culpa; esta naturaleza del Plata, más veleidosa que sus hijos, es la que me ha engañado: hace dos horas que el cielo estaba limpio; contaba con media hora de crepúsculo, y de repente el cielo se ha cargado, se ha embozado el sol, y he perdido en mi cálculo; pero no importa, ya estamos cerca y trabajará usted de prisa.

-Trabajará usted de prisa.

-Eso he dicho.

-¿Pero en qué especie de ocupación?

-Adelante, mi querido maestro, adelante.

-¿Quieres que te diga una cosa, mi estimado y querido Daniel?

-Pero sin pararnos.

-Sin pararnos.

-Sin digresiones.

-Sin digresiones.

-¿A ver, qué cosa?

-Que tengo un miedo justísimo, razonable, profundo.

-¡Ah!, señor, usted tiene dos cosas que lo acompañan siempre.

-¿Y cuáles, mi Daniel querido y amado?

-Un caudal inagotable de adjetivos, y una dosis de miedo entre el cuerpo, que no acabará usted de digerirla en su vida.

-Bien, bien: de lo primero hago alarde, porque eso no prueba otra cosa que los vastos estudios que he hecho en nuestro rico, fecundo y elocuente idioma. En cuanto a lo segundo, te diré que yo no he tomado la dosis sino cuando, poco más o menos, todos nos hemos enfermado de un mismo mal en Buenos Aires, y...

-Silencio y despacio -dijo el individuo de la capa, en quien los lectores habrán reconocido a su amigo Daniel, como en su interlocutor al antiguo maestro de primeras letras, empleado en otro tiempo por la Comisión Topográfica, según la hoja de sus servicios públicos.

-Silencio y despacio -había dicho Daniel al llegar con su acompañante a la prolongación de la calle de Balcarce, cuya línea irregular son los tres últimos ángulos de las calles de San Lorenzo, de la Independencia y de Luján, según se llamaban entonces.

Los dos personajes siguieron por ella en dirección a Barracas muy tranquilamente; llegaron a la de Cochabamba, y, siendo Daniel quien dirigía la marcha, doblaron hacia el río y se pararon a la puerta de una casa, al principio de esa calle de Cochabamba, a la derecha.

-Dé usted vuelta con precaución y vea si alguien viene -dijo Daniel a su compañero en el momento de llegar a la puerta.

La caña de la India cayó al suelo inmediatamente, como era la costumbre del señor Don Cándido Rodríguez, cuando a costa del puño de marfil, policeaba con sus ojos el camino que acababa de andar.

-Nadie, mi querido Daniel.

Y el joven, con la mayor calma y sangre fría, abrió la puerta con una llave que traía en su bolsillo; hizo entrar a su acompañante, y, cerrando otra vez la puerta, volvió a guardar su llave en el bolsillo.

Don Cándido, entretanto, se había puesto más blanco que la alta y almidonada corbata de estopilla, tan adherida siempre a su persona como su caña de la India.

-¿Pero qué es esto? ¿Qué casa misteriosa y recóndita es ésta a que me conduces, mi querido Daniel?

-Es una casa como otra cualquiera, mi querido señor -dijo Daniel levantando el picaporte de una puerta al zaguán y entrando a una pieza que servía de sala, yendo el señor Don Cándido casi pegado a los pliegues de la capa de su discípulo.

-Espere usted aquí -le dijo Daniel, pasando a una habitación contigua a la sala, donde había una de esas camas de matrimonio que necesitan una escalera para su ascensión. Daniel levantó la colcha de zaraza que la cubría, se convenció de que no había nadie oculto bajo aquella mole inmensa; pasó en seguida a otras dos habitaciones en que repitió la misma operación que con la colcha de la cama, en cuatro catres de lona muy pobremente cubiertos, pero con mucho aseo y con algunas mallas en las fundas, últimos restos de una pasada opulencia en la reina de aquella Roma; registró en fin todo cuanto en aquella casa podía ocultar una persona, y, saliendo al pequeño patio, afirmó a la pared una escalera de mano, y subió a la azotea: no quedaba ya sino un cuarto de hora o veinte minutos de claridad.

Daniel recorrió con una mirada de águila toda la extensión que descubría desde aquel punto. No había en derredor de él ninguna eminencia que dominase el lugar en que se encontraba. Al frente de la casa se descubría una hermosa quinta; al fondo, el hueco y las casuchas de donde comienza la calle de San Juan; a la derecha, unos cuartos en ruina; a la izquierda, una casa antigua y vacía que daba a la barranca, y a la cual se abría una pequeña ventana en la cocina de la casa. Daniel examinó todo esto en un minuto y descendió al patio.

-¡Mi querido y estimado y bien amado señor Don Cándido! -gritó desde allí.

-¿Daniel? -contestó con voz trémula desde la sala el maestro de primeras letras.

-Ha llegado el momento de trabajar -le dijo el discípulo-, y sobre todo, de no tener miedo -continuó al verlo pálido como un cadáver.

-¡Pero Daniel, esta casa! ¡Esta soledad! ¡Este misterio! ¡En las circunstancias en que vivimos!... Mi posición de empleado secreto de Su Excelencia el señor Ministro y...

-Señor Don Cándido, usted ha desparramado la noticia de la rebelión del general La Madrid.

-¡Daniel! ¡Daniel!

-Es decir, me lo dijo usted a mí, y tanto vale decir estas cosas a uno solo, como a mil.

-Pero tú no me perderás, Daniel -exclamó el pobre Don Cándido, próximo a caer de rodillas delante del joven.

-Al contrario, para salvar a usted le hice dar un empleo que hoy comprarían con cien mil pesos muchos otros.

-Es por eso que yo te daría mi borrascosa, huérfana y trémula existencia -exclamó Don Cándido abrazando fuertemente a Daniel.

-Bien, eso era lo que, yo quería que usted me repitiera; vamos ahora al trabajo: trabajo de cinco minutos solamente.

-De un año, de dos, no importa.

-Suba usted -dijo Daniel señalando la escalera a Don Cándido.

-Hasta la azotea.

-¿Y qué quieres que haga en la azotea?

-Suba usted.

-¡Pero nos van a ver!

-Suba usted con mil...

-Ya estoy en la azotea.

-Y yo también -dijo el joven poniéndose en tres saltos al lado de su compañero-, ahora sentémonos en el suelo.

-Pero hombre...

-¡Señor Don Cándido!

-Ya estoy, Daniel.

El joven sacó del bolsillo de su levita un pliego de papel marquilla, un compás, un lápiz; desdobló el papel, lo extendió sobre el piso de la azotea, y dijo con una voz que no admitía réplica:

-Señor Don Cándido: un croquis de todos los alrededores de esta casa, en diez, minutos, porque no tenemos sino quince de luz.

-Pero...

-A grandes líneas: no necesito detalles: distancias y límites solamente. Dentro de diez minutos baje usted a la sala, donde me encontrará.

Un sudor frío inundaba la frente de Don Cándido, porque a medida que la escena se hacía mis misteriosa, creía ver más cerca de sí el cuchillo de la Mashorca. Pero de otro lado estaba la mirada fascinadora de Daniel, su influencia moral que le dominaba en cuerpo y alma, y el secreto de la imprudente revelación.

Don Cándido era un vulgar ingeniero, pero lo que se le exigía en ese momento era una cosa demasiado fácil, Y antes de los diez minutos todo su trabajo estaba perfectamente concluido. Las distancias eran tan cortas, que la vista pudo suplir la falta de instrumentos.

Concluido el croquis, descendió Don Cándido, cuando empezaba a apagarse la luz del crepúsculo en el cielo, y cuando, por consiguiente, todo el interior de la casa empezaba a estar en tinieblas. Con la caña de la India, el plano, el lápiz y el compás en las manos, el buen hombre no pudo menos de llamar a su querido Daniel antes de decidirse a entrar en las habitaciones oscuras.

-¿Está hecho? -le preguntó aquél, saliendo a recibirlo al patio.

-Ya, ya está. Pero es necesario ponerlo en limpio, arreglarlo y...

-Concluir todo lo que haya que hacer en él, en el curso de esta noche para entregármelo mañana antes de las diez.

-Bien, mi querido Daniel. Pero ahora nos iremos de esta casa, ¿no es verdad?

-Ya no tenemos nada que hacer en ella -dijo Daniel encaminándose al zaguán, completamente oscuro.

Pero en el momento de ir a poner la llave en la cerradura, otra llave entró en ella por la parte exterior de la puerta, y la abrió con tanta prontitud que apenas dio tiempo a Don Cándido para pegarse como una sombra a la pared del zaguán, y a Daniel para retroceder dos Pasos y llevar su mano a uno de los bolsillos de su levita. Esta acción fue instintiva sin embargo, porque Daniel hacía algunos minutos ya que esperaba por momentos sentir abrir aquella puerta, pero él esperaba ver entrar por ella una mujer, varias mujeres quizá, pero no un hombre. Entretanto, era un hombre el que entró, y Daniel sacó entonces de su bolsillo aquel mismo instrumento mortífero con que salvó a Eduardo en la noche del 4 de mayo, y que todavía no hemos podido ver a clara luz para dar su nombre o su definición.

El individuo recién llegado hizo la misma operación que había hecho Daniel, es decir, cerró por dentro la puerta y se guardó la llave.

Don Cándido temblaba de pies a cabeza y hacía esfuerzos inauditos por rarificar su cuerpo contra la pared, pero todo esto eran flores.

El zaguán estaba oscurísimo.

Al darse vuelta el recién llegado y caminar el primer paso hacia adentro, rozó su brazo contra el pecho de Don Cándido, y dando un salto hacia el ángulo de la puerta:

-¿Quién está ahí? -exclamó con una voz pujante, tirando al mismo tiempo de un cuchillo de quince pulgadas, cuya aguzada punta fue a tocar el hombro de Don Cándido al estirarse el brazo que la dirigía.

La oscuridad era sepulcral, y un silencio profundo sucedió a la interrogación del desconocido.

-¿Quién está ahí? -repitió-. Conteste usted o le mato por unitario, porque sólo los unitarios hacen emboscadas a los defensores de la Federación...

Nadie respondió.

-¿Quiénes? Conteste porque le mato -repitió el amable interrogador que, sin embargo, lejos de querer dar un paso hacia adelante, se perfilaba lo más que le era posible en el ángulo de la puerta, extendiendo el brazo, armado de su cuchillo, hacia adelante.

-Servidor de usted, mi distinguido y estimado señor, a quien no tengo el honor de conocer, pero a quien aprecio muchísimo -contestó Don Cándido con una voz tan trémula y meliflua que inspiró al desconocido todo el valor que le faltaba y de que había querido hacer alarde un momento antes.

-¿Pero quiénes usted?

-Un humilde servidor suyo.

-¿Su nombre?

-¿Tiene usted la bondad de abrirme la puerta y dejarme pasar, mi distinguido y apreciable señor?

-Ah, no quiere usted decir su nombre, porque es algún unitario, algún espía, ¿eh?

-Señor de toda mi estimación, yo soy capaz de hacerme ahorcar en servicio del Ilustre Restaurador de las Leyes, gobernador y capitán general de la provincia de Buenos Aires, encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación, Brigadier Don Juan Manuel de Rosas, marido de su difunta esposa la señora heroína Doña Encarnación Ezcurra de Rosas; que en paz descanse, padre de la señorita federal Doña Manuelita de Rosas y Ezcurra, hermano del señor ilustre federal Don Prudencio, Don Gervasio, Don...

-Acabe usted con todos los diablos, ¿cómo se llama, le he preguntado?

-Y también soy capaz de hacerme ahorcar en servicio de usted y de su amable familia; ¿tiene usted familia, mi estimado señor?

-Yo le voy a dar familia: a ver...

-¿A ver qué? -preguntó Don Cándido, yerto y ya sin fuerza para sostenerse sobre sus piernas.

-A ver: bata usted las manos.

-¿Qué bata las manos, mi querido señor?

-Pronto, porque si no le mato.

-Nuestro Don Cándido no esperó oír segunda vez esta amenaza, y se puso abatir las manos sin saber lo que aquella pantomima significaba.

Luego que el desconocido comprendió que no tenía armas en las manos, se lanzó sobre él, y poniéndole al pecho la punta del cuchillo:

-Confiéseme usted -le dijo- por cuál de ellas viene, o le clavo contra la pared.

-¿Yo?

-Sí, usted.

-¿Por cuál de ellas?

-Sí;¿viene usted por Andrea?

-¿Por misia Andreíta?... ¡Señor!...

-Acabe usted, ¿viene por Gertrudis?

-Pero señor, si yo no conozco a misia Gertrudis ni a misia Andrea, ni a su digna y respetable familia ni...

-Confiese: confiese, o le mato.

-Confiéseme usted por cuál de ellas viene, o le astillo el cráneo -dijo junto al desconocido la voz de un hombre que con una mano le tenía sujeto por el brazo derecho, y con la otra martillaba suavemente en la cabeza con una cosa durísima y pesada; hombre que, como se comprende, no era otro que nuestro Daniel, que había presenciado tranquilo la cómica escena entre el desconocido y Don Cándido, hasta que vio llegado el momento de tomar parte en ella para darla fin.

-¡Socorro!

-Silencio u os mando a los infiernos -le dijo Daniel, dando un poco más fuerte con su instrumento; cosa que dejó aturdido por un momento a quien recibió el golpe.

-¡Piedad! ¡Piedad! ¡Soy un sacerdote, el mejor federal, el cura Gaete! ¡No cometáis el sacrilegio de derramar mi sangre!

-Soltad el cuchillo, mi reverendo padre.

-Dádmelo a mí -exclamó Don Cándido buscando a tientas el brazo que tanto le había hecho temblar y recogiendo de él el formidable puñal.

-Soltad.

-¡Ya lo he dado, ya lo he dado!-exclamó el cura Gaete, según que éste era el nombre que acababa de darse. ¡Soltadme ahora! -continuó, haciendo esfuerzos por desasirse de la mano de fierro de Daniel-. ¡Soltadme! Ya os he dicho que soy un sacerdote.

-¿Y por cuál de ellas viene a esta casa, reverendo padre? -dijo Daniel parodiando la pregunta que había hecho el dignísimo cura de la Piedad a Don Cándido.

-¿Yo?

-Usted, mal sacerdote, federal inmundo, hombre canalla: usted a quien yo debería ahora mismo pisarlo como a un reptil ponzoñoso y libertar de su aspecto a la sociedad de mi país, pero cuya sangre me repugna derramar, porque me parece que su olor me infectaría. Os siento temblar, miserable, mientras mañana levantaréis vuestra cabeza de demonio para buscar sobre todas las otras la que no podéis ver en este momento, y que, sin embargo, es bastante fuerte por sí sola, pues que os hace temblar: a vos que subís a la cátedra del Espíritu Santo con el puñal en la mano, y lo mostráis al pueblo para excitarlo al exterminio de los unitarios, de quienes el polvo de su planta es más puro y limpio que vuestra conciencia...

-¡Piedad, piedad, soltadme!-exclamó el fraile a quien más arredraba la entonación de la voz y las palabras de Daniel, que caían como gotas de plomo derretido sobre su cancerosa conciencia, que el peligro material de su posición entre las manos de aquel hombre a quien no conocía, y que, como un juez terrible, tenía en sus palabras el sello de la inexorabilidad y la justicia.

-¡De rodillas, miserable!-exclamó Daniel tomando al cura Gaete por el cuello, inclinándolo hacia el suelo y consiguiendo ponerlo de rodillas sin dificultad.

-Así -dijo después de una breve pausa-. ¡Así!, sacrílego: ministro de ese culto de sangre con que hoy profanan en mi patria la libertad y la justicia. ¡En mi persona, pide perdón a los buenos del mal que les haces, y sea el anatema que descargo sobre tu cabeza, un presagio del que te espera en el cielo! Así, de rodillas; y representa en este momento la imagen de la horda maldita a que perteneces, cuando esté de rodillas en el cadalso pidiendo misericordia a Dios, misericordia a los hombres, misericordia al verdugo; y Dios vuelva su vista, y los hombres cierren sus oídos, y el verdugo descargue el golpe de la justicia humana sobre la cabeza de los bandidos heroificados en ese reino de sangre y de delitos que llamáis Federación. De rodillas, así, como estará ante la historia desde el primero hasta el último de cuantos de vosotros habéis contribuido a la desgracia de la patria, y al extravío de las generaciones todavía. Así, fraile apóstata, de rodillas.

Y Daniel sacudió con fuerza la cabeza del cura Gaete, que se apoyó maquinalmente sobre el joven, porque un vértigo terrible estaba próximo a desmayarle.

-Ahora, otra cosa -dijo Daniel alzándolo de la ropa como un fardo.

-¡No!¡No más! ¡Piedad! -exclamó con voz desfallecida.

-¿Piedad? ¿La tenéis vosotros, sacerdotes ensangrentados de esa herejía política a que llamáis Federación? ¿Qué habéis dejado sin ofender? ¿Qué habéis dejado sin humillar y ensangrentar? ¿Qué piedra no os ha pedido piedad en la terrible noche de delitos que habéis levantado sobre el cielo de vuestra patria?

-¡Piedad!¡Piedad!

-En pie, miserable, en pie -dijo Daniel sacudiendo a Gaete y arrimándolo contra la pared.

-La llave de esta puerta que tenéis en vuestro bolsillo -dijo Daniel con una voz que no admitía réplica, y en el acto la llave empezó a martillar sobre su brazo, pues que la mano que la entregaba temblaba horriblemente.

Daniel tomó la llave, arrastró a Gaete hacia la puerta de la sala, que daba al zaguán, la abrió y diole a su reo un empujón tal, que le hizo ir rodando y caer estrepitosamente en medio de la pieza. Cerró la puerta y:

-Pronto, ahora... ¿dónde está usted? -dijo.

-Aquí -contestó Don Cándido, desde el medio del patio.

-Venga usted, con mil diablos.

-Salgamos de esta casa -dijo Don Cándido, acercándose a su discípulo y tomándose de su brazo.

Daniel tocaba ya la puerta de la calle y buscaba la cerradura para abrirla, cuando de la parte exterior otra llave entró en ella y abrióse la puerta.

-¡Santos y querubines del cielo! -exclamó Don Cándido abrazándose de la cintura de Daniel.

-Afuera, afuera -dijo Daniel casi al oído de la persona que acababa de abrir la puerta, a quien había conocido a la escasa claridad de la noche, como a tres otras más que venían con ella: las cuatro eran mujeres. Y arrastrando hacia la vereda a Don Cándido, cerró la puerta, y dando la llave a la persona primera a quien había hablado:

-Es necesario que no entre usted a su casa hasta dentro de un cuarto de hora: el cura Gaete está en la sala -le dijo.

-¡El cura Gaete! ¡Dios mío! ¡Una tragedia en mi estancia!

-No sabe quién soy; pero si se le abre la puerta podrá seguirme.

-¡Dioses inmortales!

-Sostendrá usted -continuó Daniel embozándose en la capa y hablando quedo para no ser visto ni oído de las otras mujeres- que no sabe ni quién soy, ni cómo he entrado: un solo mal rato sobre mí lo comprará usted bien caro, Doña Marcelina, pero, como hemos de ser siempre buenos amigos, mientras el reverendo cura descansa en la sala, vuelva usted a las tiendas y compre algo a las niñas -dijo Daniel, poniendo un rollo de billetes de banco en la mano de Doña Marcelina, y en seguida atravesó la calle, se reunió a Don Cándido, que lo esperaba en la vereda opuesta, y tomándolo del brazo, se sumergió en la oscura y solitaria calle de Cochabamba.