Amalia/El comandante Cuitiño

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Capítulo V.

El comandante Cuitiño


Los caballos pararon a la puerta de la casa de Rosas, y después de un momento de silencio, Rosas hizo una seña con la cabeza a su hija, que comprendió al momento que su padre la mandaba a saber qué gente había llegado. Y salió, en efecto, por el cuarto de escribir, alisando con sus manos el cabello de sus sienes, cual si quisiese con esa acción despejar su cabeza de cuanto acababa de pasar, para entregarse, como era su costumbre, a cuidar y velar por los intereses y la persona de su padre.

-¿Quién es, Corvalán? -le dijo al encontrarse con el edecán en el pasadizo oscuro que daba al patio.

-El comandante Cuitiño, señorita.

Y volvió Manuela con Corvalán adonde estaba su padre.

-El comandante Cuitiño -dijo Corvalán luego que pisó la puerta del comedor.

-¿Con quién viene?

-Con una escolta.

-No le pregunto eso. ¿Cree usted que soy sordo para no haber oído los caballos?

-Viene solo, Excelentísimo Señor.

-Hágalo entrar.

Rosas permaneció sentado en una cabecera de la mesa; Manuela se sentó a su derecha en uno de los costados de ella, dando la espalda a la puerta por donde había salido Corvalán; Viguá frente a Rosas, en la cabecera opuesta; y la criada, poniendo otra botella de vino sobre la mesa a una señal que le hizo Rosas, se retiró para las habitaciones interiores.

La rodaja de las espuelas de Cuitiño se sintió bien pronto sobre el suelo desnudo del gabinete y de la alcoba de Rosas; y este célebre personaje de la Federación apareció luego en la puerta del comedor, trayendo en la mano su sombrero de paisano con una cinta roja de dos pulgadas de ancho, luto oficial que hacía vestir el gobernador por su finada esposa; y cubierto con un poncho de paño azul, que no permitía descubrir su vestido sino de la rodilla al pie. Su cabello desgreñado caía sobre su tostado semblante, haciendo más horrible aquella cara redonda y carnuda, donde se veían dibujadas todas las líneas con que la mano de Dios distingue las propensiones criminales sobre las facciones humanas.

-Entre, amigo -le dijo Rosas examinándolo con una mirada fugitiva como un relámpago.

-Muy buenas noches. Con permiso de Vuecelencia.

-Entre. Manuela, ponle una silla al comandante. Retírese, Corvalán.

Y Manuela puso una silla en el ángulo de la mesa, quedando así Cuitiño entre Rosas y su hija.

-¿Quiere tomar alguna cosa?

-Muchas gracias, Su Excelencia.

-Manuela, sírvele un poco de vino.

A tiempo que Manuela extendía su brazo para tomar la botella, Cuitiño sacó su mano derecha, doblando la halda del poncho sobre el hombro, y tomando un vaso, sin soltarlo, se lo presentó a Manuela para que le echase el vino, pero al poner sus ojos en el vaso, un movimiento nervioso le hizo temblar el brazo, y temblando hasta hacer golpear la botella contra el vaso, echó una parte de vino en éste, y otra en la mesa: la mano y el brazo de Cuitiño estaban enrojecidos de sangre. Rosas lo echó de ver inmediatamente y un relámpago de alegría animó súbito aquella fisonomía encapotada siempre bajo la noche eterna y misteriosa de la conciencia. Manuela estaba pálida como un cadáver; y maquinalmente retiró su sillón del lado de Cuitiño cuando acabó de derramar el vino.

-¡A la salud de Vuecelencia y de Doña Manuelita! -dijo Cuitiño haciendo una profunda reverencia y tomándose el vino, mientras Viguá se desesperaba haciendo señas a Manuela para que se fijase en la mano de Cuitiño.

-¿Qué anda haciendo? -preguntó Rosas con una calma estudiada, y con los ojos fijos en el mantel.

-Como Vuecelencia me dijo que volviese a verlo después de cumplir mi comisión...

-¿Qué comisión?

-¡Pues!, como Vuecelencia me encargó...

-¡Ah!, sí, que se diese una vuelta por el Bajo. Es verdad, Merlo le contó a Victorica no sé qué cosas de unos que se iban al ejército del salvaje unitario Lavalle, y ahora recuerdo que le dije a usted que vigilase un poco, porque este Victorica es buen federal, pero no puede negar que es gallego, y a lo mejor se echa a dormir.

-¡Pues!

-¿Y usted anduvo por el Bajo?

-Fui por ese lado de la Boca, después de haber convenido con Merlo lo que teníamos que hacer.

-¿Y los halló?

-¡Sí, fueron con Merlo, y, a la seña que me hizo, los cargué!

-¿Y los trae presos?

-¡Y que los traía! ¿No se acuerda Vuecelencia lo que me dijo?

-¡Ah, es verdad! Como estos salvajes me tienen la cabeza como un horno.

-¡Pues!

-Yo estoy ya cansado; no sé ya qué hacer con ellos. Hasta ahora no he hecho más que arrestarlos, y tratarlos como un padre trata a sus hijos calaveras. Pero no escarmientan; y yo dije a usted que era preciso que los buenos federales los tomasen por su cuenta, porque, al fin, es a ustedes a los que han de perseguir si triunfa Lavalle.

-¡Qué ha de triunfar!

-A mí no me harán sino un favor en sacarme del mando. Yo estoy en él porque ustedes me obligan.

-Su Excelencia es el padre de la Federación.

-Y, como le decía, a ustedes es a quienes toca ayudarme. Hagan lo que quieran con esos salvajes que no los asusta la cárcel. ¡Ellos han de fusilar a ustedes si triunfan!

-¡Qué han de triunfar, señor!

-Y ya le he dicho que esto mismo les diga, como cosa suya, a los demás amigos.

-En cuanto nos reunamos, Su Excelencia.

-¿Y eran muchos?

-Eran cinco.

-¿Y los ha dejado con ganas de volver a embarcarse?

-Ya los llevaron en una carreta a la policía, pues Merlo me dijo que así se lo había encargado el jefe.

-A eso se exponen. Yo bien lo siento; pero ustedes tienen razón: ustedes no hacen sino defenderse, porque si ellos triunfan los han de fusilar a ustedes.

-Estos no, Su Excelencia -dijo Cuitiño, vagando una satisfacción feroz sobre su repulsiva fisonomía.

-¿Los ha lastimado?

-En el pescuezo.

-¿Y vio si tenían papeles? -preguntó Rosas, en cuyo semblante no pudo conservarse por más tiempo la careta de la hipocresía, brillando en él la alegría de la venganza satisfecha, al haber arrancado con maña la horrible verdad que no le convenía preguntar de frente.

-Ninguno de los cuatro tenía cartas -respondió Cuitiño.

-¿De los cuatro? ¿Pues no me dijo que eran cinco?

-Sí, señor, pero como uno se escapó...

-¡Se escapó! -exclamó Rosas hinchando el pecho, irguiendo la cabeza, y haciendo irradiar en sus ojos todo el rayo magnético de su poderosa voluntad, que dejó fascinados, como el influjo de una potestad divina, o infernal, los ojos y el espíritu del bandido.

-Se escapó, Excelentísimo -contestó inclinando su cabeza, porque sus ojos no pudieron soportar más de un segundo la mirada de Rosas.

-¿Y quién se escapó?

-Yo no sé quien era, Su Excelencia.

-¿Y quién lo sabe?

-Merlo lo ha de saber, señor.

-¿Y dónde está Merlo?

-Yo no lo he visto después que hizo la seña.

-¿Pero cómo se escapó el unitario?

-Yo no sé... Y le diré a Su Excelencia... Cuando cargamos, uno corrió hacia la barranca... algunos soldados lo siguieron... echaron pie a tierra para atarlo; pero dicen que él tenía espada y mató a tres... Después, dicen que lo vinieron a proteger... y fue por ahí cerca de la casa del cónsul inglés.

-¿Del cónsul?

-Allá por la Residencia.

-Sí; bien ¿y después?

-Después vino un soldado a dar aviso, y yo mandé en su persecución por todas partes... pero yo no lo vi cuando se escapó.

-¿Y por qué no vio? -dijo Rosas con un acento de trueno, y dominando con el rayo de sus ojos la fisonomía de Cuitiño, en que estaba dibujada la abyección de la bestia feroz en presencia de su domador.

-Yo estaba degollando a los otros -contestó sin levantar los ojos.

Y Viguá, que durante este diálogo había ido poco a poco retirando su silla de la mesa, no bien escuchó esas últimas palabras, cuando dio tal salto para atrás, con silla y todo, que hizo dar silla y cabeza contra la pared. En tanto que Manuela, pálida y trémula, no hacía el menor movimiento, ni alzaba su vista por no encontrarse con la mano de Cuitiño, o con la mirada aterradora de su padre.

El golpe que dio la silla de Viguá hizo volver hacia aquel lado la cabeza de Rosas, y esta fugitiva distracción bastó, sin embargo, para que él imprimiese un nuevo giro a sus ideas, y una nueva naturaleza a su espíritu, que cambiaba, según las circunstancias, de ser, de animación y de expresión en el espacio de un segundo.

-Yo le preguntaba todo esto -dijo, volviendo a su anterior calma-, porque ese unitario es el que ha de tener las comunicaciones para Lavalle, y no porque me pese que no haya muerto.

-¡Ah, si yo lo hubiera agarrado!

-¡Si yo lo hubiera agarrado! Es preciso ser vivo para agarrar a los unitarios. ¿A que no encuentra al que se escapó?

-Yo lo he de buscar aunque esté en los infiernos, con perdón de Vuecelencia y de Doña Manuelita.

-¡Qué lo ha de hallar!

-Puede que lo encuentre.

-Sí, yo quiero que me encuentren ese hombre, porque las comunicaciones han de ser de importancia.

-No tenga cuidado Su Excelencia; yo lo he de hallar, y hemos de ver si se me escapa a mí.

-Manuela, llama a Corvalán.

-Merlo ha de saber cómo se llama; si Su Excelencia quiere...

-Váyase a ver a Merlo. ¿Necesita algo?

-Por ahora, nada, señor. Yo le sirvo a Vuecelencia con mi vida, y me he de hacer matar donde quiera. Demasiado nos da a todos Su Excelencia con defendernos de los unitarios.

-Tome, Cuitiño, lleve esto para la familia -y Rosas sacó del bolsillo de su chapona un rollo de billetes de banco, que Cuitiño tomó ya de pie.

-Los tomo porque Vuecelencia me los da.

-Sirva a la Federación, amigo.

-Yo sirvo a Vuecelencia, porque Vuecelencia es la Federación, y también su hija Doña Manuelita.

-Vaya, busque a Merlo. ¿No quiere más vino?

-Ya he tomado suficiente.

-Entonces, vaya con Dios -y extendió el brazo para dar la mano a Cuitiño.

-Está sucia -dijo el bandido hesitando en dar su mano ensangrentada a Rosas.

-Traiga, amigo; es sangre de unitarios.

Y, como si se deleitase en el contacto de ella, Rosas tuvo estrechada entre la suya, por espacio de algunos segundos, la mano de su federal Cuitiño.

-Me he de hacer matar por Su Excelencia.

-Vaya con Dios, Cuitiño.

Y mientras salía del cuarto, con una mirada llena de vivacidad e inteligencia, midió Rosas aquella guillotina humana que se movía al influjo de su voluntad terrible, y cuyo puñal, levantado siempre sobre el cuello del virtuoso y el sabio, del anciano y el niño, del guerrero y la virgen, caía, sin embargo, a sus plantas, al golpe fascinador y eléctrico de su mirada. Porque esa multitud oscura y prostituida que él había levantado del lodo de la sociedad para sofocar con su aliento pestífero la libertad y la justicia, la virtud y el talento, había adquirido desde temprano el hábito de la obediencia irreflexiva y ciega, que presta la materia bruta en la humanidad al poder físico y a la inteligencia dominatriz, cuando se emplean en lisonjearla por una parte, y en avasallarla por otra.

Ciencia infernal cuyos primeros rudimentos los enseña la naturaleza, y que las propensiones, el cálculo y el estudio de los hombres complementan más tarde. Ciencia única y exclusiva de Rosas, cuyo poder fue basado siempre en la explotación de las malas pasiones de los hombres, haciendo con los unos perseguir y anonadar a los otros, sin hacer otra cosa que azuzar los instintos y lisonjear las ambiciones de ese pueblo ignorante por educación, vengativo por raza y entusiasta por clima.

Y si hubiera sido posible que en medio de la epopeya dramática de nuestra revolución, las utopías no hubiesen herido la imaginación de nuestros mayores, el porvenir les habría debido grandes bienes, si en vez de sus sueños constitucionales, y de su quimérica república, hubiesen consultado la índole y la educación de nuestro pueblo para la aceptación de su forma política de gobierno; y su ignorancia y sus instintos de raza para la educación de moral y de hábitos que era necesario comenzar a darle. Español puro y neto, sólo la religión y el trono habían echado raíces en su conciencia oscura; y las lanzas tumbando el trono, y la demagogia sellando el descrédito y el desprecio en los pórticos de nuestros templos católicos, dejaron sin freno ese potro salvaje de la América, a quien llamaron pueblo libre, porque había roto a patadas, no el cetro, sino la cadena del rey de España; no la tradición de la metrópoli, sino las imposiciones inmediatas de sus opresores; no por respirar el aire de libertad que da la civilización y la justicia, sino por respirar el viento libre que da la Naturaleza salvaje.

Y así, ese mismo pueblo, ese mismo potro que se revuelca desde la Patagonia a Bolivia, dio de patadas a la civilización y a la justicia, desde que ellas quisieron poner un límite a sus instintos naturales. Rosas lo comprendió, y, sin la corona de oro en su cabeza, puso su persona de caudillo donde faltaba el monarca, y un ídolo imaginario con el nombre «Federación», donde faltaban el predicador y el franciscano.

Pasar del siglo XVI de la España, a los primeros días del siglo XIX de la Francia, era más bien un sueño de poetas pastoriles, que una concepción de hombres de Estado; y los resultados de ese sueño están ahí vivos y palpitantes en la reacción que representa Rosas: ese Mesías de sangre que esperaba la plebe argentina, hija fanática de la superstición española, para entonar himnos de muerte en alabanza del absolutismo y la ignorancia: ¡ahí está Cuitiño, la mejor expresión de esa plebe, y ahí está su mano ensangrentada, el mejor canto en loor de su rey, y en homenaje de su fanatismo!