Amalia/El primero acto de un drama

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El primero acto de un drama

De todos cuantos allí había, Amalia era la única que no conocía a Doña María Josefa Ezcurra; pero cuando al pasar al salón vio de cerca aquella fisonomía estrecha, enjuta y repulsiva; aquella frente angosta sobre cuyo cabello alborotado estaba un inmenso moño punzó, armonizándose diabólicamente con el color de casi todo el traje de aquella mujer, no pudo menos de sentir una impresión vaga de disgusto, un no sé qué de desconfianza y temor que la hizo dar apenas la punta de sus dedos cuando la vieja le extendió la mano. Pero cuando Agustina la dijo: «Tengo el gusto de presentar a usted a la señora Doña María Josefa Ezcurra», un estremecimiento nervioso pasó como un golpe eléctrico por la organización de Amalia, y sin saber por qué, sus ojos buscaron los de Eduardo.

-¿No me esperaría usted con esta tarde tan mala? -prosiguió Agustina, dirigiéndose a Amalia, mientras todos se sentaban en redor de la chimenea.

Pero fuera casual o intencionalmente, Doña María Josefa quedó sentada al lado de Eduardo, dándole la derecha. Amalia se guardó bien de presentar a Eduardo. Todos los demás se conocían desde mucho tiempo.

-En efecto, es una agradable sorpresa -contestó Amalia a la señora de Mansilla.

-Misia María Josefa se empeñó en que saliéramos; y como ella sabe cuán feliz soy cuando vengo a esta casa, ella misma le dio orden al cochero de conducirnos aquí.

Daniel empezó a rascarse una oreja, mirando el fuego como sí él sólo absorbiese su atención.

-Pero, vamos -prosiguió Agustina-, no somos nosotras solas las que se acuerdan de usted; aquí está Madama Dupasquier, que hace más de un año que no me visita; aquí está Florencia, que es una ingrata conmigo, y, por consiguiente, aquí está el señor Bello. Además, aquí tengo el gusto de ver también al señor Belgrano, a quien hace años no se le ve en ninguna parte -dijo Agustina, que conocía a toda la juventud de Buenos Aires.

Doña María Josefa miraba a Eduardo de pies a cabeza.

-Es una casualidad; mis amigos me ven muy poco -respondió Amalia.

-Y si yo no veo a usted, Agustina, a lo menos no negará usted que mi hija hace mis veces muy frecuentemente -dijo Madama Dupasquier.

-Desde el baile, no la he visto sino dos veces.

-Pero usted vive aquí tan perfectamente que casi es envidiable su soledad -dijo Doña María Josefa, dirigiéndose a Amalia.

-Vivo pasablemente, señora.

-¡Oh, Barracas es un punto delicioso! -Prosiguió la vieja-, especialmente para la salud -y señalando a Eduardo, dijo a Amalia:

-¿El señor se estará restableciendo?

Amalia se puso encendida.

-Señora, yo estoy perfectamente bueno -la contestó Eduardo.

-¡Ah, dispense usted! Como lo veía tan pálido.

-Es mi color natural.

-Además, como lo veía a usted sin divisa; y con esa corbata de una sola vuelta, en un día tan frío, creí que vivía usted en esta casa.

-Mire usted, señora -se apresuró a decir Daniel para evitar una respuesta que por fuerza, o había de ser una mentira, o una declaración demasiado franca, que convenía evitar-: en esto de frío es según uno se acostumbra; los escoceses viven en un país de hielo y andan desnudos hasta medio muslo.

-¡Cosas de gringos; pero como aquí estamos en Buenos Aires! -replicó Doña María Josefa.

-Y en Buenos Aires donde este invierno es tan riguroso -agregó Madama Dupasquier.

-¡Ha hecho usted poner chimenea, misia María Josefa? -preguntó Florencia que, como todos, parecía empeñarse en distraerla de la idea que había tenido sobre Eduardo, y que todos parecían adivinar.

-Demasiado tengo que hacer, hija, para ocuparme de esas cosas; cuando ya no haya unitarios que nos den tanto trabajo, pensaremos un poco en nuestras comodidades.

-Pues yo no hago poner una chimenea en cada cuarto, porque Mansilla se resfría al salir del lado del fuego -dijo Agustina.

-Demasiado calor ha de tener hoy Mansilla -continuó Doña María Josefa.

-¿Cómo? ¿Está enfermo el señor general? -preguntó Amalia.

-El nunca está sano -contestó Agustina-, pero hoy no lo he sentido quejarse.

-No, no tiene calor de enfermedad -repuso la vieja-, tiene calor de entusiasmo. ¿No saben ustedes que hace tres días se está festejando la derrota de los inmundos unitarios en Entre Ríos? Pues no hay un solo federal que no lo sepa.

-Precisamente hablábamos de eso cuando ustedes entraron -dijo Daniel-; ha sido una terrible batalla.

-¡En que bien las han pagado!

-¡Oh, de eso yo le respondo a usted! -dijo Daniel.

-Y yo también -agregó Eduardo-; y si no hubiera sido que la noche era tan oscura...

-¿Cómo la noche? Si la batalla fue de día, señor Belgrano -observó Doña María Josefa.

-Eso es; fue de día, pero quiso decir mi amigo que si no hubiera sido la noche no se escapa ninguno.

-¡Ah!, por supuesto. ¿Y ha asistido usted a alguna de las fiestas, señor Belgrano?

-Hemos paseado juntos las calles admirando la embanderación -contestó Daniel, que temblaba de que Eduardo hablase.

-¡Y qué lindas banderas hay! ¿De dónde sacarán tantas, señora? -dijo la picaruela de Florencia, dirigiéndose a Doña María Josefa.

-Las compran, niña, o las hacen las buenas federales.

-Sí, pues yo soy muy buena federal, y me guardaré muy bien de emplear mis manos en eso. Cuando Mansilla me lo pidió el año pasado, se las mandé pedir prestadas al señor Mandeville, y desde entonces las tengo, y son las que uso: ni se las vuelvo más. ¿Y usted ha puesto, Amalia?

-No, Agustina, ¡esta casa está tan retirada!

-¡Bien hecho, hacen un ruido las malditas banderas! Y después de eso, los muchachos: Eduardita casi se cayó hoy de la azotea por querer subir hasta una bandera.

-¡Oh, esta casa no está tan lejos! -dijo Doña María Josefa.

-Pero como las del teatro, no hay ningunas; ¿ha ido usted al teatro, Doña María Josefa?

-No, Florencita, yo no voy al teatro. Pero he sabido que ha habido mucho entusiasmo; ¿ha estado usted, señor Belgrano?

-Pues mire usted, el día que yo vaya, por fuerza la voy a usted a buscar, y hemos de ir, ¿no es verdad?

-No te incomodes, niña, yo no voy al teatro -contestó la vieja con un gesto de mal humor al ver que nadie, y especialmente Florencia, la dejaba conversar con Eduardo.

-El teatro es el centro más a propósito para expresarse el entusiasmo de los pueblos -dijo Daniel.

-Sí, pero con tanta gritería no dejan oír la música -agregó Agustina.

-Esa grita es la más bella música de nuestra santa causa -dijo Daniel con una cara la más seria del mundo.

-Cabal, eso es hablar, -dijo la vieja.

-¿Florencia, por qué no toca usted el piano un momento?

-Ha tenido usted una buena idea, Amalia. Florencia, ve a tocar el piano.

-Bien, mamá. ¿Qué le gusta a usted, Doña Josefa?

-Cualquiera cosa.

-Pues bien, venga usted. Yo canto muy mal, pero por usted voy a cantar delante de gente mi canción favorita, que es el Natalicio del Restaurador. Venga usted junto al piano -y Florencia se puso de pie delante de Doña María Josefa, para dar más expresión a su invitación.

-¡Pero, hija, si ya me cuesta tanto levantarme de donde me siento!

-¡Vaya que no es así! Venga usted.

-¡Qué niña ésta! -dijo la vieja con una sonrisa satánica-. Vaya; vamos pues; dispense usted, señor Belgrano -y al decir estas palabras la vieja, fingiendo que buscaba un apoyo para levantarse, afirmó su mano huesosa y descarnada sobre el muslo izquierdo de Eduardo, haciendo sobre él tal fuerza con todo el peso de su cuerpo, que transido de dolor hasta los huesos, porque la mano se había afirmado precisamente en lo mas sensible de la profunda herida, Eduardo echó para atrás su cabeza, sin poder encerrar entre sus labios esta exclamación:

-¡Ay, señora! -quedando en la silla casi desmayado, y pálido como un cadáver.

Daniel llevó su mano derecha a los ojos, y se cubrió el rostro.

Todos, a excepción de Agustina, comprendieron al momento que en la acción de Doña María Josefa podía haber algo de premeditación siniestra, y todos quedaron vacilantes y perplejos.

-¿Le he hecho a usted mal? Dispense usted, caballero. Si yo hubiera sabido que tenía usted tan sensible el muslo izquierdo, le hubiera a usted pedido su brazo para levantarme. ¡Lo que es ser vieja! Si hubiera sido una muchacha no le habría dolido a usted tanto su muslo izquierdo. Dispense usted, buen mozo -dijo mirando a Eduardo con una satisfacción imposible de ser definida por la pluma de un hombre; y fue luego a sentarse junto al piano, donde ya estaba Florencia.

Por una reacción natural en su altiva organización, Amalia se despejó súbitamente de todo temor, de toda contemporización con la época y las personas de Rosas que allí estaban; levantóse, empapó su pañuelo en agua de Colonia; se lo dio a Eduardo que empezaba a volver en sí del vértigo que había trastornádolo un momento; y separando bruscamente la silla en que había estado sentada Doña María Josefa, tomó otra y ocupó el lugar de aquélla al lado de su amado, sin cuidarse de que daba la espalda a la cuñada y amiga del tirano.

Agustina nada había comprendido, y se entretenía en hablar con Madama Dupasquier sobre cosas indiferentes y pueriles, como era su costumbre.

Florencia tocaba y cantaba algo sin saber lo que hacía. Doña María Josefa miraba a Eduardo y a Amalia, y sonreía y meneaba la cabeza.

Daniel parado, dando la espalda a la chimenea, tenía en acción todas las facultades de su alma.

-No es nada, ya pasó, no es nada -dijo Eduardo al oído de Amalia, cuando pudo reanimarse un poco.

-¡Pero está endemoniada esta mujer! Desde que ha entrado no ha hecho otra cosa que hacernos sufrir -le contestó Amalia, bañando con su mirada tan tierna y amorosa la fisonomía de Eduardo.

-Muy bueno está el fuego -dijo Daniel alzando la voz, y mirando con algo de severidad a Amalia.

-Excelente -dijo Madama Dupasquier-, pero...

-Pero, perdone usted, señora, los disfrutaremos solamente hasta las diez o las once -la interrumpió Daniel, alcanzando que Madama Dupasquier iba a hablar de retirarse, dirigiéndola al mismo tiempo una mirada que la inteligente porteña comprendió con facilidad.

-Justamente, ésa es mi idea -repuso la señora-; es preciso que saboreemos bien el gusto de esta visita, ya que tan pocas veces nos damos este placer.

-Gracias, señora -dijo Amalia.

-Tiene usted razón -agregó Agustina-, y yo también me estaría hasta esas horas, si no tuviera que ir a otra parte.

-Es muy justo -dijo Amalia, cambiando con Madama Dupasquier una mirada bien inteligente sobre la razón algo impertinente que acababa de dar Agustina.

-¿Qué tal, lo he hecho bien? -preguntó Florencia a Doña María Josefa, levantándose del piano.

-¡Oh, muy bien! ¿Se le pasó a usted el dolor, señor Belgrano?

-Ya, sí, señora -respondió Amalia con prontitud y sin dar vuelta la cabeza para mirar a Doña María Josefa.

-No me vaya usted a guardar rencor, ¿eh?

-Si no hay de qué, señora -dijo Eduardo, violentándose en dirigirle una palabra.

-Lo que prometo es no decir a nadie que tiene usted tan sensible el muslo izquierdo, a lo menos a las muchachas, porque si lo saben todas van a querer pellizcarle ahí para verlo desmayarse.

-¿Quiere usted sentarse, señora? -dijo Amalia girando la cabeza hacia Doña María Josefa, sin alzar los ojos y señalando una silla que había en el extremo del círculo que formaban en rededor de la chimenea.

-No, no -dijo Agustina-, ya nos vamos, tengo que hacer una visita y estar en mi casa antes de las nueve de la noche.

Y la hermosa mujer del general Mansilla se levantó, ajustándose las cintas de su gorra de terciopelo negro, que hacía resaltar la blancura y la belleza de su rostro.

En vano quiso Amalia violentarse; no pudo conseguir despejar su ánimo de la prevención que la dominaba ya contra Doña María Josefa Ezcurra: aún no había traslucido la maldad de sus acciones, pero le era bastante la grosería de la parte ostensible de ellas para hacérsele repugnante su presencia; y jamás despedida alguna fue hecha con más desabrimiento a esa mujer toda poderosa en aquel tiempo: Amalia la dio a tocar apenas la punta de sus dedos, y ni la dio gracias por su visita, ni la ofreció su casa.

Agustina no pudo ver nada de esto, entretenida en despedirse y mirarse furtivamente en el grande espejo de la chimenea, tomando en seguida el brazo de Daniel, que las condujo hasta el coche. Pero todavía desde la puerta de la sala, Doña María Josefa volvió su cabeza, y dijo dirigiéndose a Eduardo:

-No me vaya a guardar rencor, ¿eh? Pero no se vaya a poner agua de Colonia en el muslo, porque le ha de hacer mal.

El coche de Agustina había partido ya, y aún duraba en el salón de Amalia el silencio que había sucedido a la salida de ella y de su compañera.

Amalia fue la primera que lo rompió, mirando a todos, y preguntando con una verdadera admiración:

-Pero ¿qué especie de mujer es ésta?

-Es una mujer que se parece a ella misma -dijo Madama Dupasquier.

-¿Pero qué le hemos hecho? -preguntó Amalia-. ¿A qué ha venido a esta casa, si debía ser para mortificar a cuantos en ella había, y esto cuando no me conoce, cuando no conoce a Eduardo?

-¡Ah, prima mía! ¡Todo nuestro trabajo está perdido; esta mujer ha venido intencionalmente a tu casa; ha debido tener alguna delación, alguna sospecha sobre Eduardo, y desgraciadamente acaba de descubrirlo todo!

-Pero ¿qué, qué ha descubierto?

-Todo, Amalia; ¿crees que haya sido casual el oprimir el muslo izquierdo de Eduardo?

-¡Ah! -exclamó Florencia-, ¡sí, sí, ella sabía de un herido en el muslo izquierdo!

Las señoras y Eduardo se miraron con asombro.

Daniel prosiguió tranquilo y con la misma gravedad:

-Cierto, esa era la única seña que ella tenía del escapado en los asesinatos del 4 de mayo. Ella no ha podido venir a esta casa sin algún fin siniestro. Desde el momento de llegar ha examinado a Eduardo de pies a cabeza; sólo a él se ha dirigido, y cuando ha comprendido que todos le cortábamos la conversación, ha querido de un solo golpe descubrir la verdad, y ha buscado el miembro herido para descubrir en la fisonomía de Eduardo el resultado de la presión de su mano. Sólo el demonio ha podido inspirarla tal idea, y ella va perfectísimamente convencida de que sólo habiendo oprimido una herida mal cerrada aún, ha podido originar en Eduardo la impresión que le hizo, y que ha devorado con placer.

-Pero ¿quién ha podido decírselo?

-No hablemos de eso, mi pobre Amalia. Yo tengo un perfecto conocimiento de lo que acabo de decir, y sé que ahora estamos todos sobre el borde de un precipicio. Entretanto, es necesaria una cosa en el momento.

-¿Qué? -exclamaron todas las señoras, que estaban pendientes de los labios de Daniel.

-Que Eduardo deje esta casa inmediatamente y se venga conmigo.

-Oh, no -exclamó Eduardo levantándose, iluminados sus ojos por un relámpago de altivez, y parándose al lado de su amigo junto a la chimenea.

-No -prosiguió-. Alcanzo ahora toda la malignidad de las acciones de esa mujer, pero es por lo mismo que me creo descubierto, que debo permanecer en esta casa.

-Ni un minuto -le contestó Daniel con su aplomo habitual en las circunstancias difíciles.

-¿Y ella, Daniel? -le replicó Eduardo nerviosamente.

-Ella no podrá salvarte.

-Sí, pero yo puedo libertarla de una ofensa.

-Con cuya liberación se perderían los dos.

-No; me perdería yo solo.

-De ella me encargo yo.

-¿Pero vendrían aquí? -preguntó Amalia toda inquieta, mirando a Daniel.

-Dentro de dos horas, dentro de una quizá.

-¡Ah, Dios mío! Sí, Eduardo, al momento váyase usted, yo se lo ruego -dijo Amalia levantándose y aproximándose al joven; acción que instintivamente imitó Florencia.

-Sí, con nosotros, con nosotros se viene usted, Eduardo -dijo la bellísima y tierna criatura.

-Mi casa es de usted, Eduardo, mi hija ha hablado por mí -agregó Madama Dupasquier.

-¡Por Dios, señoras! No, no. Cuando no fuera más que el honor, él me ordena permanecer al lado de Amalia.

-Yo no puedo asegurar -dijo Daniel- que ocurra alguna novedad esta noche, pero lo temo, y para ese caso, Amalia no estará sola, porque dentro de una hora yo volveré a estar a su lado.

-Pero Amalia puede venir con nosotros -dijo Florencia.

-No, ella debe quedar aquí, y yo con ella -replicó Daniel-; si pasamos la noche sin ocurrencia alguna, mañana trabajaré yo, ya que hoy ha trabajado tanto la señora Doña María Josefa. De todos modos no perdamos tiempo; toma, Eduardo, tu capa y tu sombrero, y ven con nosotros.

-No.

-¡Eduardo! Es la primera cosa que pido a usted en este mundo; entréguese a la dirección de Daniel por esta noche, y mañana... mañana nos volveremos a ver, cualquiera que sea la suerte que nos depare Dios.

Los ojos de Amalia al pronunciar estas palabras, húmedos por el fluido de su sensibilidad, tenían una expresión de ruego tan tierna, tan melancólica, que la energía de Eduardo se dobló ante ella, y sus labios apenas modularon las palabras:

-Bien, iré.

Florencia batió las manos de alegría y atravesó corriendo el salón a tomar del gabinete su sombrero y su chal, repitiendo al volver:

-A casa, a casa, Eduardo.

Daniel la miró encantado de la espontaneidad de su alma, y con una sonrisa llena de cariño y dulzura, la dijo:

-No, ángel de bondad, ni a vuestra casa, ni a la de él. En todas ellas puede ser buscado. Irá a otra parte; eso es de mi cuenta.

Florencia quedó triste.

-Pero bien -dijo Eduardo-, ¿dentro de una hora estarás al lado de Amalia?

-Sí, dentro de una hora.

-Amalia, es el primer sacrificio que hago por usted en mi vida, pero créame usted, por la memoria de mi madre, que es el mayor que podría hacer yo sobre este mundo.

-¡Gracias, gracias, Eduardo! ¿Hay alguien que pudiera creer que en su corazón de usted cabe el temor? Además, si se necesita un brazo para defenderme, usted no puede poner en duda que Daniel sabría hacer sus veces.

Felizmente Florencia no escuchó estas palabras, pues había ido al gabinete a buscar la capa de su madre.

Algunos minutos después, la puerta de la casa de Amalia estaba perfectamente cerrada; y el viejo Pedro, a quien Daniel había dado algunas instrucciones antes de partir, se paseaba desde el zaguán hasta el patio, estando perfectamente acomodadas contra una de las paredes de éste la escopeta de dos tiros de Eduardo y una tercerola de caballería, mientras a la cintura del viejo veterano de la independencia estaba un hermoso puñal.

El criado de Eduardo, por su parte, estaba sentado en un umbral de las puertas al patio, esperando las órdenes del soldado, quien, según las instrucciones de Daniel, no debía abrir a nadie la puerta de la calle hasta su regreso.