Amalia/Manuela Rosas

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Manuela Rosas

Ya que hemos dejado al lector en conocimiento de la situación política y militar, en sus grandes manifestaciones, a la época a que hemos llegado en nuestra historia, es necesario conducirle ahora a un más minucioso conocimiento individual de los personajes que caracterizan la época, y que han de contribuir al desenlace de los acontecimientos que habrán de fijar la suerte respectiva de los protagonistas de la obra, a que nos vamos a acercar bien pronto.

Manuela Rosas es el rasgo histórico más visible, después de su padre, en el cuadro de la dictadura argentina.

En 1840 ella no es una sombra, sin embargo, de lo que fue más tarde, pero en esa época ella empezaba a ser la primera víctima de su padre y el mejor instrumento, sin quererlo ser y sin saberlo, de sus diabólicos planes.

Manuela estaba en la edad más risueña de la vida: contaba apenas de veinte y dos a veinte y tres años. Alta, delgada, talle redondo y fino, formas graciosas y ligeramente dibujadas; fisonomía americana, pálida, ojerosa, ojos pardo-claro, de pupila inquieta y de mirada inteligente; frente poco espaciosa pero bien dibujada; cabello castaño oscuro, abundante y fino; nariz recta, y boca grande, pero fresca y picante; tal era Manuela en 1840.

Su carácter era alegre, fácil y comunicativo. Pero de vez en cuando se notaba en ella, después de algún tiempo, algo de pesadumbre, de melancolía, de disgustos; y sus vivos ojos eran cubiertos alguna vez por sus párpados irritados; lloraba, pero lloraba en secreto como las personas que verdaderamente sufren.

Su educación de cultura era descuidada, pero su talento natural suplía los vacíos de ella.

Su madre, mujer de talento y de intriga, pero vulgar, no había hecho nada por la perfecta educación de su hija. Y huérfana de madre hacía dos años, Manuela no contaba, a la época que narramos, con otro ser que debiera interesarse por ella, que su padre; porque su hermano era un bellaco rudo inclinado al mal, y sus parientes se cuidaban mucho de Juan Manuel, pero nada de Manuela.

Su corazón había sentido dos veces ya la tierna serenata del amor a sus cerradas puertas; pero las dos veces la mano de su padre vino a echar los cerrojos de ellas, y la pobre joven tuvo que ver los más bellos encantos de la vida de una mujer a través del cristal de su imaginación.

Su padre había decretado el celibato eterno de aquella criatura sabedora de todas las miserias, de todas sus intrigas y de todos sus crímenes; porque entregaría todos esos importantes secretos con el corazón de la joven.

Ella, además, era su instrumento de popularidad. Con ella lisonjeaba el amor propio del plebeyo alzado de repente a condición distinguida en la amistad del jefe federal. Con ella trasmitía su pensamiento a sus más abyectos servidores. Con ella, en fin, sabía la palabra y hasta el gesto de cuantos se acercaban a comprar con una oficiosidad viciosa o criminal algún destino, algún favor, algún título de consideración federal.

Su hija, además, era el ángel custodio de su vida; velaba hasta el movimiento de los párpados de los que se acercaban a su padre; vigilaba la casa, las puertas y hasta los alimentos.

Nos acercamos a esta mujer desgraciada en los momentos en que su salón está cuajado de gentes, y ella es allí la emperatriz de aquella extraña corte.

Pero nuestra mirada no puede divisar bien las fisonomías; es necesario acercarse a ellas porque una densa nube de humo de tabaco eclipsa la luz de las bujías.

Los principales miembros de la Sociedad Popular hacen su visita de costumbre en ese momento. Y fuman, juran, blasfeman y ensucian la alfombra con el lodo de sus botas o con el agua que destilan sus empapados ponchos.

Allí está viva y palpitante la democracia de la Federación. Gaetán, Moreira, Merlo, Cuitiño, Salomón, Parra, fuman y conversan mano a mano con los diputados García, Beláustegui, Garrigós, Lahitte, Medrano, etc.; con los generales Mansilla, Rolón, Soler, etc, también. Larrazábal, Mariño, Irigoyen, González Peña, conversan en otro grupo mientras sus esposas, federalizadas hasta la exaltación, rodean a Manuela con Doña María Josefa Ezcurra, la comadre de Merlo, la ahijada de éste, la sobrina de aquél; parientas en fin de todo género y de toda rama de aquellos corpulentos troncos sobre que reposaba la santa e inmaculada causa federal.

Las paredes de aquel salón tenían oídos y boca para repetir al Restaurador de las Leyes lo que allí se decía; pero no podían tener unos ni otra para el general Lavalle. No había, pues, miedo.

Cada grupo describía a su modo la situación política, pero ninguno disentía en opinión respecto al triunfo cierto del Restaurador sobre sus inmundos enemigos.

Según unos, la cabeza de Lavalle iba a ser puesta en una jaula en la plaza de la Victoria.

Según otros, todo el ejército prisionero debía venir a ser pasado a cuchillo por la Sociedad Popular, en la plaza del Retiro.

Las mujeres tomaban su parte también. Ellas declaraban que las unitarias, madres, esposas, hijas, hermanas de los traidores que traía Lavalle, les debían ser entregadas para cortarles la trenza y tenerlas después a su servicio.

Manuela no hacía sino volver los ojos de uno a otro grupo, oyendo ese certamen del crimen, en el cual todos competían por ganarse el triunfo en la emisión de una idea más criminal que las otras.

Para Manuela esto no era sorprendente, sin embargo, porque la repetición de esta escena le había hecho perder su admiración primitiva. Pero tampoco gozaba de ella, porque en su corazón de veinte y dos años no podía ser música agradable un coro perpetuo de juramentos y de maldiciones. Además, la costumbre de tratar a aquella gente le había dado el conocimiento de su importancia real, y ella sabía que no tenían para su padre ni aun la noble fidelidad del perro; que no eran otra cosa que esclavos envilecidos que venían delante de ella a jactarse de un sentimiento que era en ellos, más que otra cosa, la inspiración de sus instintos malos, y de su conciencia sometida al miedo y a la voluntad de su amo.

Pero en cambio, las demás mujeres gozaban por ella.

La una admiraba la elocuencia de su marido.

La otra renegaba del suyo porque no gritaba tanto como los otros. Pero se contentaba con que todos oyeran que ella hablaba por él.

Y otra, en fin, se envanecía de poder repetir a Manuela las palabras de su marido, que ésta no oía bien entre el tumulto.

Mercedes Rosas, que también hacía parte de la reunión, se alegraba a su vez porque las miradas de los hombres se dirigían a ella a la par que a Manuela, cuando hablaban del degüello y exterminio de los unitarios para defender así la Federación, al Restaurador y a las federales, palabras galantes con que los oradores de aquella asamblea cortejaban a las amables damas que allí había.

Y por último, Doña María Josefa Ezcurra gozaba por todos ellos y por todas ellas.

Larrazábal acababa de declarar en alta voz que él no esperaba sino la autorización de Su Excelencia para ser el primero que mojase su puñal en la sangre de los unitarios.

-Eso es hablar como buen federal -dijo Doña María Josefa en alta voz-. Por la tolerancia de Juan Manuel se han ido del país los unitarios que hoy vienen con Lavalle.

-Vienen a su tumba, señora -la contestó un hermano federal-, y debemos felicitarnos de que se hayan ido.

-No, señor, no -replicó Doña María Josefa-. Al seguro llevan preso; y mejor habría sido el matarlos antes de que se fuesen.

-¡Cabal! -gritó Salomón.

-Sí, señor, cabal -prosiguió la vieja-. Y no es lo peor la clemencia de Juan Manuel, sino que cuando él da una orden de prender a algunos unitarios, los comisionados se ponen a papar moscas, y los unitarios se les escapan.

Los ojos de la vieja, chiquitos, colorados y penetrantes, se clavaron en Cuitiño, que de pie, a dos pasos de ella, arrojaba una bocanada del humo de su cigarro.

-Y no es peor tampoco que se les escapen -continuó-, sino que cuando los buenos servidores de la Federación les dicen dónde están escondidos, van allá y los mismos unitarios los embaucan como a muchachos.

Cuitiño se dio vuelta.

-¿Qué, se va, comandante Cuitiño?

-No, señora Doña María Josefa, pero yo sé lo que. me hago.

-No siempre.

-Siempre, sí, señora. Yo sé matar unitarios y he dado pruebas de ello. Porque los unitarios son peores que perros, y yo no estoy contento sino cuando veo su sangre. Pero usted está con indirectas.

-Me alegro que me haya comprendido.

-Yo sé lo que me hago.

-El comandante Cuitiño es nuestra mejor espada -dijo Garrigós.

-Así se lo digo todos los días a Peña para que aprenda -dijo Doña Simona González Peña, una de las más entusiastas federales, y que ostentaba, más que su entusiasmo, unas hermosas barbas negras.

-Pero no es época de espadas -observó Doña María Josefa, sino de puñal. Porque es a puñal que deben morir todos los inmundos salvajes asquerosos unitarios, traidores a Dios y a la Federación.

-Así es -dijeron algunos.

-El puñal, esa es el arma que deben tener los buenos federales -continuó Doña María Josefa.

-¡Cabal, el puñal! -gritó Salomón.

-¡Sí, que mueran a puñal, a puñal! -repitieron otros, y todos en seguida hicieron este magnífico coro de la Federación.

-¡A puñal, pero en el pescuezo! -dijo Doña María Josefa relampagueándole los ojos.

-Y que el cuchillo esté mellado, con eso les duele -agregó Gaetán, hombre amulatado y de una figura la más repugnante posible.

-Yo lo que siento es que los serenos tengan fusiles, porque Mariño no quiere sino fusilar a los que llevan a su cuartel -dijo otro personaje de la reunión.

-¡Vaya, si es muy escrupuloso este Mariño! Por eso tuvo tantos miramientos con la viudita de Barracas.

-Ha dicho muy bien la señora Doña María Josefa: el puñal debe ser el arma de los federales, y en adelante yo daré mis órdenes -dijo Mariño queriendo lisonjear a aquella arpía para que no continuase.

-Que acabe el Restaurador con los que vienen, y nosotros acabaremos con los que están dentro -dijo Garrigós, embutido entre su alta corbata, como era su costumbre.

-A la primera orden que nos dé el Restaurador, la primera cabeza que corte yo, se la he de traer a usted, Doña Manuelita -dijo Parra.

Manuela hizo un gesto de repugnancia y volvió los ojos a la mujer de Don Fermín Irigoyen, que tenía a su lado.

-Los unitarios son demasiado feos para que quiera verlos Manuelita -dijo Torres buscando el ponerse de acuerdo con la hija de su padre.

-Así es, pero degollados se han de poner muy buenos mozos -contestóle Doña María Josefa.

-Si a la niña no le gustan ver esas cosas yo no le he de traer la cabeza que le he ofrecido -replicó Parra-, pero los hombres, sí; los hombres es preciso que veamos todos las cabezas de los unitarios, sean lindos o feos -continuó dirigiéndose a Torres-; porque aquí no hemos de andar con gambetas. Todos somos federales y todos debemos lavarnos las manos en la sangre de los traidores unitarios.

-¡Cabal! -gritó Salomón.

-Eso es hablar -dijo Merlo.

-Y el que no quiera hacer lo que los restauradores, que han de morir por el señor Don Juan Manuel de Rosas y su hija, que alce el dedo -dijo Gaetán.

-Mándeme, Doña Manuelita, y mándeme donde quiera, que yo solo basto para traerle un rosario de orejas de los traidores unitarios.

Manuela volvió los ojos a todas las mujeres que allí había. Buscaba alguna simpatía de sexo, alguna armonía blanda de espíritu, algún signo de resignación que la fortaleciese. Pero nada... nada... nada. Allí no había en hombres y mujeres sino fisonomías duras, encapotadas, siniestras. En ésta el oído, en aquélla el vicio; en ésa la abyección de la bestia, en la otra la prostitución y el cinismo: he ahí todo cuanto rodeaba a aquella mujer joven en cuyo corazón la Naturaleza no había sido avara quizá de afectos tiernos y delicados, pero en el cual la infernal escuela en que la ponía su mismo padre estaba encalleciendo sus sensibles fibras, al roce de las más rudas y torpes impresiones.

-¡Sí, todos debemos contribuir a dar un grande ejemplo para que la Federación quede afianzada sobre bases inconmovibles de diamante! -exclamó el diputado García, con el énfasis y la petulancia que era habitual a sus palabras.

-¡Bravo!

-¡Ese será el día grande de la patria, el día que se apague esta fiebre de libertad que nos devora -continuo el orador-. Fiebre santa que no se apagará sino con la sangre de los esclavos unitarios.

-A propósito de fiebre -dijo Mariño al general Soler, casi al oído, mientras el diputado continuaba su estupenda peroración ante su popular auditorio-. A propósito de fiebre, ¿sabe usted general que el cura Gaete se nos va?

-He oído que está malo, ¿qué diablos tiene?

-Una fiebre cerebral espantosa.

-¡Hola!

-De muerte.

-¿Desde cuándo?

-Creo que hace cinco o seis días.

-¡Malo!

-¡En todo el delirio no habla sino de magnetismo; de Arana, de dos que dice él mismo que no quiere nombrar, de una porción de disparates!

-¿Y al Gobernador no lo nombra?

-No.

-Entonces puede morirse cuando quiera.

-Sin embargo, era un buen federal.

-Y mejor borracho.

-Dice usted bien, general, y es probable que el origen de su fiebre sea de alguna tranca.

-De todos modos, si Lavalle triunfa, el diablo se había de llevar al fraile a las pocas horas.

-Y a muchos con él.

-¿A usted y a mí por ejemplo?

-Puede ser.

-Todo puede ser.

-Y no es eso lo peor.

-¿Cómo, general?

-Digo que es lo peor el que no podemos asegurar que no triunfará.

-Cierto.

-Lavalle es arrojado.

-Pero tenemos triple número de fuerza.

-Yo he tomado el cerrito de la Victoria con un tercio de fuerza de la que defendía su altura.

-Pero eran españoles

-¡Pues! Eran españoles. Lo que quiere decir, señor Mariño, que sabían batirse y morir peleando.

-No son menos valientes nuestros soldados.

-Lo sé. Y luego, pueden ser vencidos como lo fueron los españoles, a pesar de su valor.

-Pero la justicia está de nuestra parte.

-Sobre el campo de batalla no hay justicia, señor Mariño.

-Tenemos el entusiasmo.

-Ellos también.

-De manera que...

-De manera que se van a batir, y el diablo sabe quién ganará.

-General, estamos de acuerdo.

-Ya lo sé.

-He querido saber sus opiniones de usted a ese respecto.

-Ya lo sé también.

-No me admira esa perspicacia, general; usted ha vivido mucho en la revolución.

-Me he criado en ella.

-Pero nunca habría habido en ella un cataclismo peor que el que sufriríamos los federales, si triunfase Lavalle.

-Sería asunto concluido.

-Para todos.

-Especialmente para usted y para mí, señor Mariño.

-¿Especialmente?

-Sí.

-¿Y por qué, general?

-¿Con franqueza?

-Sí, con franqueza.

-Porque a mí me aborrecen no sé por qué, y a usted por mashorquero.

-¡Oh!

-Yo sé que no deben quererme.

-Y yo sé que no soy mashorquero, en el sentido de esa palabra.

-Bien puede ser, pero como no hemos de tener un tribunal que nos juzgue, tendremos que hacernos matar o emigrar.

-¡Y la emigración debe ser una cosa terrible, general Soler! -exclamó Mariño meneando la cabeza.

-Esa es la palabra; yo la he sufrido varias veces, y sé que es terrible.

-Entonces es preciso que todos resistamos hasta lo último.

-Quién sabe si podremos contar con todos.

-También tengo esa duda.

-Las defecciones son cosas naturales en todas las revoluciones.

-¡Ah, y los enemigos encubiertos son los peores!

-Los más terribles.

-Pero a mí no se me escapan... Ahí tiene usted uno.

-¿Quién?

-Ese que entra.

-Pero ése es un muchacho.

-Sí, es muchacho de veinte y cinco años. Todo el mundo lo cree el mejor federal, pero para mí no es otra cosa que un unitario disfrazado.

-Eso no vale nada.

-Ya lo sé, pero es unitario.

-¿Su nombre?

-Bello; Daniel Bello; es hijo de un verdadero federal; hacendado, socio de los Anchorenas; y de gran prestigio en la campaña.

-Entonces está bien guardado.

-El mozo este es además muy protegido de Salomón; y entra y sale en todas partes.

-Entonces, mi amigo, es preciso saludarlo -dijo el general Soler.

-Sí; pero ya está apuntado -contestó Mariño, y ambos volvieron a los grupos.