Amalia/Pílades enojado

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Pílades enojado

Don Cándido se estremeció.

Daniel cambió de fisonomía como si le hubiesen quitado una cara y puesto otra: antes visiblemente alterada y descompuesta, ahora tranquila y casi risueña.

Un criado apareció, y anunció a una señora.

Daniel dio orden de que entrase.

-¿Me iré, hijo mío?

-No hay necesidad, señor.

-Es verdad que yo no quisiera irme, sino esperar a que tú salieras para acompañarte.

Daniel sonrióse. Y en ese momento, una mujer que sonaba como si estuviese vestida de papel picado, con un moño federal de media vara, y unos rulos negros, duros y lustrosos, sobre una cara redonda, morena y gorda, tal como si el médico Rivera, marido de la rubia Merceditas, se hubiese vestido de mujer, apareció en la puerta de la sala.

-¡Oh! -exclamó Don Cándido.

-Adelante, Misia Marcelina -dijo Daniel.

-¿Ah, sois vosotros?

-Los mismos.

-Pílades y Orestes.

-Exactamente.

-Aqueste es Pílades -dijo Doña Marcelina extendiendo la mano a Don Cándido.

-Señora, usted es una mujer fatídica -contestó retirándose de Doña Marcelina.

-No cabe en tus entrañas Ni el amor ni la amistad, pecho de bronce.

-¡Ojalá fuese yo de bronce todo entero! -repuso Don Cándido suspirando.

-Especialmente el cuello, ¿no es verdad, amigo mío? -observó Daniel.

-¡Qué! ¿Está sentenciada al sacrificio la cabeza de Pílades?

-No, señora; ni usted se meta a repetir semejantes barbaridades; yo no soy unitario, ni nunca lo he sido, ¿entiende usted?

-¿Y qué importa la cabeza?

-No importa la cabeza de usted, que es.., pero la mía...

-Y la vuestra, ¿qué importa ante las hecatombes que ha presenciado el mundo? ¿La cabeza de Antonio y de Cicerón no fueron tiradas en el Capitolio, como me leía el inmortal Juan Cruz? ¿No os llevaría la posteridad en sus alas?

-El diablo debía llevársela a usted en sus cuernos.

-¿Veinte y tres puñaladas, no acabaron con César?

-Daniel; si esta mujer no es mensajera de Satanás, poco le falta. Es una mujer fatídica, es bruja, o hija de bruja. Cada vez que nos hemos acercado a ella, o a su casa, nos ha sucedido una desgracia. Como tu antiguo maestro, como tu viejo amigo, que tiene por ti estimación, cariño, simpatías, te pido, te mando que despaches a esta mujer, que parece que anda con el diablo prendido del vestido.

-Calla esa lengua con que en rudo alarde Al sexo bello difamáis, cobarde.

-¿Bello? ¿Usted bella? -y Don Cándido apuntaba con el dedo a Doña Marcelina.

-Señor Don Daniel, ¿qué es esto?

-Échala, Daniel.

-¿En qué horrible celada caen mis pasos?

-Todo esto no es más sino que el señor es un poco excéntrico -dijo Daniel mirando a Doña Marcelina, sin poder ya disimular la risa que le saltaba en el alma y en la cara.

-¡Ah, debe haber hecho sus estudios en la literatura inglesa! -exclamó aquélla, paseando una mirada despreciativa por toda la figura de Don Cándido, que permanecía parado a una buena distancia de su antagonista-. Si hubiera, como yo, educádose en la literatura griega y latina, otra cosa sería. Lo perdono.

-¿Usted sabe el latín y el griego? ¿Usted?

-No, pero conozco el fondo de esas lenguas muertas.

-¿Usted?

-Yo, hombre prosaico.

-Daniel, échala, hijo mío, mira que un loco hace ciento.

-¿Cómo, señor Don Daniel, un hombre de la altura literaria de usted, en relación con seres tan vulgares, cuya muerte es como su vida, oscura y silenciosa?... Pero no; vivamos en constante y lírica armonía. Los tres hemos pasado por terribles peripecias dramáticas. Vivamos juntos, y muramos juntos. He aquí mi mano -y Doña Marcelina se adelantó hacia Don Cándido.

-No quiero, déjeme usted -repuso Don Cándido retrocediendo.

-Venid y ante las aras de la patria juremos en unión salvar a Roma.

-No quiero.

-Doña Marcelina -dijo Daniel, que ya no podía tenerse de risa, y que sentía profanar con ella el tristísimo estado de su espíritu-, Doña Marcelina, usted tiene algo que decirme; pasaremos a mi escritorio.

-Sí, entremos.

Misterios son de otro mundo, Cosas secretas de Dios.

-¡Cruz, diablo! -exclamó Don Cándido haciéndole la señal de la cruz, cuando Doña Marcelina pasó con Daniel al escritorio.

-Ha llegado Douglas -dijo aquélla después de haber cerrado la puerta del escritorio.

-¿Cuándo?

-Esta madrugada.

-¿Y salió?

-Anteayer. He aquí la carta.

Daniel leyó la que le entregaba Doña Marcelina, uno de sus correos secretos, como se sabe, y quedó pensativo en su silla por más de diez minutos; tiempo que empleó aquélla en reconocer los títulos de las obras que había en los estantes, sonriendo y meneando la cabeza, como si saludase a antiguas conocidas.

-¿Podría usted dar con Douglas, antes de las tres de la tarde?

-Sí.

-¿Con seguridad?

-En este momento está durmiendo el intrépido marino.

-Bien, pues, necesito que usted le hable.

-Ahora mismo.

-Y le diga que tengo necesidad de él antes de la noche.

-¿Aquí?

-Sí, aquí.

-Así lo haré.

-Fijemos hora: lo espero de las cuatro a las cinco de la tarde.

-Bien.

-No pierda usted el tiempo, Doña Marcelina.

-Iré volando en alas del destino.

-No, vaya usted caminando, nada más; no es bueno en esta época hacerse notable, ni por andar muy de prisa, ni por andar muy despacio.

-Seguiré el vuelo de sus ideas.

-Adiós, pues, Doña Marcelina.

-Los dioses sean con vos, señor.

-¡Ah! ¿Cómo se halla Gaete?

-El hado lo ha salvado.

-¿Se levanta?

-Todavía yace en su lecho.

-Tanto mejor para mi amigo Don Cándido. Adiós pues, Doña Marcelina.

Y mientras ésta salía del escritorio por la puerta que conducía a la sala, Daniel pasaba por otra, en el extremo opuesto, que conducía a su aposento, llevando en su mano la carta que había recibido.

Don Cándido se paseaba en la sala, cuando volvió Doña Marcelina; y súbitamente la dio la espalda, y se puso a mirar un retrato del padre de Daniel.

Doña Marcelina acercóse hasta él, y le dijo, poniéndole la mano en el hombro al mismo tiempo:

-¿Sabes tú padecer?

-No, señora, ni quiero saberlo.

-¡Gaete vive! -continuó Doña Marcelina ahuecando la voz.

La trompeta del juicio no hubiera hecho la impresión que esas dos palabras en el tímpano donde se estrellaron.

-Y me ha dado memorias para vos -prosiguió aquélla, siempre con la mano sobre el hombro de su Pílades.

-Señora, usted ha hecho pacto con el diablo para Perder mi alma. Déjeme usted; déjeme usted por amor de Dios.

-Os busca.

-Pues yo no lo busco a él, ni a usted.

-Está celoso como un tigre.

-Que reviente.

-Vos le habéis arrebatado el corazón de Gertrudis.

-¿Yo?

-Vos.

-Señora, usted está loca de atar; déjeme usted.

-Y moriréis bajo el puñal de Bruto.

-Si usted no se va, doy voces para que vengan y la echen.

-Y chorreará del fierro la sangre de vuestro protervo corazón.

-¡Santa Bárbara!, Daniel.

-Silencio.

-Usted es un espía de ese malvado fraile. ¡Ahora lo comprendo! ¡Daniel!

-¡Silencio!, no llaméis a Daniel.

-Y voy a hacer que la aten a usted con la soga del pozo. ¡Daniel!

-¡Silencio!

-No quiero callarme, no quiero; usted ha venido de espía.

Daniel entró a la sala, atraído por los descompasados gritos de Don Cándido, y comprendiendo, poco más o menos, lo que estaba pasando, preguntó con una cara muy seria:

-¿Qué víctima se inmola en sacrificio?

-Viene de espía, Daniel, viene de espía -dijo Don Cándido señalando a Doña Marcelina.

-¡Delira con las sombras de su crimen! -exclamó aquélla sonriendo, saludando con la mano a Daniel, y saliendo de la sala; mientras su Pílades se esforzaba en persuadir a Daniel que aquélla era una mujer espía de Gaete.

-Trataremos de eso, amigo mío, pero por ahora no vuelva usted a gritar tan descompasadamente, a lo menos por un cuarto de hora.

Y el joven volvió a las habitaciones interiores.

-No es nada; era una escena entre dos personajes, los más originales que he visto en mi vida, y que en otra circunstancia me harían gozar mucho -dijo Daniel al volver a su alcoba, y dirigiéndose al doctor Alcorta y a Eduardo, que estaban allí hacía largo tiempo.

Daniel, al separarse de Doña Marcelina la primera vez, era a ellos a quienes había venido a buscar en su dormitorio, con la carta que había conducido Mr. Douglas, el contrabandista de unitarios, como se sabe ya.

Al entrar la primera vez, Daniel se había dirigido al doctor Alcorta, diciéndole:

-He aquí lo que acabo de recibir por Montevideo. El doctor Alcorta tomó el papel y leyó:

París, 11 de julio de 1840. El vicealmirante Mackau ha sido nombrado para mandar la expedición del Río de la Plata, en lugar del vicealmirante Baudin. Partirá inmediatamente. El señor Mackau, perteneciente a una familia distinguida de Francia, tiene la gloria de haber terminado las cuestiones que tuvo Francia con Santo Domingo y Cartagena. Es notable por su intrepidez, y los que hayan leído la historia marítima de Francia, recordarán su bella acción de armas con la Critie, un buque de guerra inglés. En la guerra que desgraciadamente existió últimamente entre la Francia y la Inglaterra, el señor Mackau, que apenas tenía diez y siete años, se hallaba a bordo de un bergantín de guerra francés en clase de guardiamarina. La peste diezmó la tripulación del buque francés, y no sobrevivió a sus estragos otro oficial que el guardiamarina Mackau. Lleno de una noble satisfacción por hallarse mandando un buque de guerra francés, determinó confirmar la elección de la suerte por un ilustre hecho de armas. Pronto se encontró con un buque de guerra inglés: era la Critie. Después de un combate prodigioso Mackau rindió al buque enemigo que estaba mandado por un antiguo teniente de marina. Este pundonoroso marino fue a la presencia de su vencedor; y al considerar que éste no era sino un joven guardiamarina de diez y siete años al mando de una tripulación diezmada por la peste, fue tan grande su pesar que rindió la vida a la fuerza de su tormento. Su afectísimo, etc.

-Todo se combina para que los sucesos marchen a su fin, amigos míos -dijo el doctor Alcorta, después de leer.

-Sí; a su fin, ¿pero cuál?

-¿No oyes que viene una expedición, Daniel?

-Que llegará tarde, y que entretanto inspira las cartas que escriben al general desde Montevideo para que no exponga su ejercito y espere esa expedición, que, o no vendrá, o si viene hará que Rosas transe con los franceses, antes de llegar las fuerzas al Janeiro.

-¡Pero sería una infamia de parte de la Francia! -repuso Eduardo.

-En política no se miden las acciones por la moral individual de los hombres, Eduardo.

-¿Y es positivo que le den esos consejos al general Lavalle? -preguntó el doctor Alcorta.

-Sí, señor; se los dan los más de la Comisión Argentina que no quieren esperar nada sino de un grande ejército.

-¡Ah, si yo fuera Lavalle! -exclamó Eduardo.

-Si tú fueras Lavalle estarías ya loco. El general está contrariado por todos y por todo. La resistencia del comandante Penau a desembarcar el ejército en el Baradero, en vez de llevarlo a San Pedro, ha hecho que el general pierda tiempo, y caballos que lo esperaban en el primer punto. La hostilidad de Rivera le traba todas sus medidas desde hace un año. El alucinamiento de los doctores unitarios le hace concebir un mundo de esperanzas risueñas, de facilidades deslumbrantes sobre las simpatías que hallará en la provincia, y el general viene, y toca la realidad, y no halla tales simpatías. Un centenar de cartas contradictorias le llegan todos los días de Montevideo, a él, a sus jefes, a sus oficiales, que avance, que no avance, que espere, que no espere. Diez hombres no piensan del mismo modo. Y el general duda, vacila, teme marchar contra opiniones, respetables por el nombre que llevan, y marcha con lentitud, hoy distrayendo sus fuerzas en perseguir a un caudillejo, mañana a otro, y somos 3 de setiembre y no está a una legua de Luján; y entretanto, Rosas se repone moralmente, sus hombres van volviendo en sí del primer momento, y se acercará a la ciudad, quizá para verla y volverse; o quizá para que corra mucha sangre, que hace quince días, ocho días se hubiera podido evitar -dijo Daniel con un acento desconsolador y triste que impresionó visiblemente a sus amigos.

-Todo eso es la verdad, y este pueblo sufrirá toda la ira de Rosas, como la ha empezado a sufrir ya -repuso el doctor Alcorta.

-Sí, el pueblo, señor, el pueblo, cómplice hasta cierto punto de la bárbara tiranía que le oprime, ha de pagar con su sangre, con su libertad y con su nombre, las trepidaciones de los enemigos armados del tirano, y el egoísmo de los ciudadanos, indolentes a la suerte de su patria y a la suya propia. Correrá sangre, mucha sangre si Lavalle se retira, y no habrá por muchos años que pensar en la caída de Rosas.

-Pero estamos hablando sobre conjeturas -repuso Eduardo-. Hasta ahora, el ejército sigue sus marchas. Ya veremos mañana, pasado mañana cuando más. Entre tanto, nuestro buen amigo cree como tú y como yo que nuestro plan particular es excelente. ¿No es cierto?

-Sí; lo creo muy prudente, a lo menos-contestó el doctor Alcorta, a quien Eduardo había dirigido su pregunta.

-Eran dos ideas que debías comunicarle -observó Daniel.

-Lo sé todo ya. De lo primero, dudo.

-No, señor, no dude usted; verdad es que somos pocos: apenas he podido reunir quince; pero seremos quince hombres bien resueltos. La azotea que debemos ocupar, al mismo tiempo que servirá de punto de reunión, servirá eficazmente para despejar toda la calle del Colegio, si el general, como se lo ruego, invade por Barracas, y suben sus fuerzas por la Barranca de Marcó, que es el punto más señalado. La posición que he elegido es la mejor de toda esa larga y recta calle; y con veinte y cinco hombres más que me deje el general, yo le respondo de la retirada, si llega a haber necesidad de ello.

-¿Armas?

-Tengo cuarenta y seis fusiles, y tres mil cartuchos que he hecho comprar en Montevideo, y están ya bien seguros en Buenos Aires.

-¿La señal?

-La que me avisen del ejército, si se deciden a atacar.

-¿Las comunicaciones son seguras?

-Muy seguras.

-Bien, entonces apruebo con más razón la segunda idea, porque es preciso que estén ustedes desembarazados de asuntos domésticos, para toda eventualidad. Sólo temo el momento del embarque.

-Eso es lo de menos, doctor; no habrá riesgo. Acabo de mandar llamar un agente mío para remitir con él una carta al comandante de un buque bloqueador, previniéndole y pidiéndole una ballenera armada, porque el único peligro sería encontrar alguna de las embarcaciones de la capitanía que suelen correr la costa.

-Bien pensado.

-Le diré también que él mismo determine la noche, y la hora, y la señal con que me avisará desde a bordo.

-¿El embarque será por San Isidro?

-Sí, señor. Eduardo le habrá dicho a usted todo a ese respecto.

-Sí, ya.

-¿Y cree usted que Madama Dupasquier resista al viaje?

-Lo que creo es que no resistirá quince días más de Buenos Aires. Es una de esas enfermedades que no residen en ningún órgano, que están esparramadas en la misma vida, y que la secan y la extinguen por horas. Es tan profunda la afección moral de esa señora, que ha enfermado ya el corazón y los pulmones, y la consunción la mata. Pero el aire libre la va a volver a la vida, con la misma rapidez que la falta de él la está asesinando en Buenos Aires.

-¿Y ella está bien decidida? -preguntó Eduardo.

-Anoche se convino a todo -contestó Daniel.

-Y hoy lo desea con ansiedad -agregó el doctor Alcorta-, y está conforme en que Daniel se quede. Lo ama a usted ya, amigo mío, como si fuera su hijo.

-Lo seré, señor, y no lo soy mañana, ahora mismo, porque ella se resiste. Es supersticiosa como toda mujer de corazón, y teme de un enlace contraído en estos tristísimos momentos.

-Sí, sí, es mejor que así sea. ¡Quién sabe cuál es la suerte que vamos a correr! Que se salven siquiera las mujeres -dijo el doctor Alcorta.

-Menos mi prima, señor. No hay medio de hacerla decidir.

-¿Ni Belgrano?

-Nadie, señor -contestó éste, sobre cuyo corazón había ido a fondo la interrogación del doctor Alcorta.

-Son las dos de la tarde, amigos míos. ¿Van ustedes hoy a San Isidro?

-Sí, señor, a la noche y regresaremos antes del día.

-¡Cuidado, mucho cuidado, por Dios!

-Son ya nuestros últimos viajes, señor -dijo Eduardo-, tan pronto como se embarque Madama Dupasquier quedará vacía la casa de Los Olivos.

-Hasta mañana, pues.

-Hasta mañana, señor.

-Hasta mañana, mi querido amigo.

Y los dos jóvenes abrazaron a su antiguo catedrático de filosofía, a quien Daniel acompañó hasta la puerta de la calle.