Apología de Sócrates (de Azcárate tr.)

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

ARGUMENTO.



La apología puede dividirse en tres partes, cada una de las que tiene su objeto.

En la primera parte, la que precede á la deliberacion de los jueces sobre la inocencia ó la culpabilidad del acusado, Sócrates responde en general á todos los adversarios que le han ocasionado su manera de vivir léjos de los negocios públicos y sus conversaciones de todos los dias en las plazas, en las encrucijadas y en los paseos de Atenas. Sócrates, se decia, es un hombre peligroso, que intenta penetrar los misterios del cielo y de la tierra, que tiene la maña de hacer buena la peor causa, y que enseña públicamente el secreto. Sócrates responde que jamás se ha mezclado en las cosas divinas; que su enseñanza no era como la de los sofistas que exigian un salario, si bien sobre este último punto no habia acusacion. En fin, en apoyo de esta enseñanza popular, esforzándose en hacer ver á los unos su falsa ciencia, y á los otros su ignorancia, invoca una mision sagrada recibida del dios de Delfos. Era este el camino de congraciarse, teniendo en frente los resentimientos profundos que hacia mucho tiempo habia excitado su punzahte ironía? No; toda esta justificacion, que elude los cargos más bien que los rechaza, sólo podia servir para aumentar la desconfianza de los jueces, prevenidos ya en su contra.

Así es que su verdadero valor y su interés aparecen por entero en la consecuencia moral, que Sócrates procura deducir con tanta profundidad como ironía. Dice que ha conversado sucesivamente con los poetas, con los políticos, con los artistas y con los oradores; es decir, con los hombres que pasan por los más hábiles y los más sabios de todos; y como ha visto en los unos y en los otros, en medio de su exagerada pretension á una sabiduría y á una habilidad universales, igual incapacidad para justificarlos hasta en el dominio limitado de su respectivo arte, declara que sus ojos la sabiduría humana es bien poca cosa, ó más bien, que no es nada si no se inspira en la única verdadera sabiduría, que reside en Dios, y que sólo se revela al hombre por las luces de la razon.

Pero los enemigos de Sócrates no se contentaron con acusaciones generales, y formularon, por boca de Melito, estas dos acusaciones concretas: primero, que corrompia á los jóvenes; segundo, que no creia en los dioses del Estado y que los sustituia con extravagancias demoniacas. Estos dos cargos se llamaban y apoyaban el uno al otro, porque tenian por fundamento comun el crímen de ultraje á la religion.

Sobre el primer punto, Sócrates responde solamente que por su interés personal no era fácil que corrompiera á los jóvenes, porque los hombres deben esperar más mal que bien de aquellos à quienes dañan. Su defensa sobre el segundo punto no es más categórica. Porque, en lugar de probar á Melito que cree en los dioses del Estado, Sócrates cambia los términos de la acusacion, y prueba que cree en los dioses, puesto que hace profesion de creer en los demonios, ¡hijos de los dioses. ¿Pero estos dioses son los de la república? Sobre esto nada dice.

Su arenga toma de repente un carácter de elevacion y fuerza, cuando invocando su amor profundo á la verdad y la energía de su fe en la mision de que se cree encargado, revela, delante de los jueces, el secreto de toda su vida. Si no ha vivido como los demás atenienses; si no ha ejercido las funciones públicas, no ha sido por capricho ni por misantropía. Obedecia resueltamente la voluntad de un Dios, que desde su juventud le estrechaba á consagrarse á la educacion moral de sus conciudadanos. Así es que contra sus intereses más caros, se ha visto, aunque voluntariamente, convertido en instrumento dócil de la Divinidad. ¿Y no preveia las luchas y los odios que debia causarle semejante mision? Sí; pero estaba resuelto á sacrificar en su obsequio hasta la vida. Esta confianza admirable, que enlaza y domina el debate, hace ver claramente que Sócrates cuidaba ménos del resultado de su causa que del triunfo de sus doctrinas morales. En este último discurso, que le es permitido, sólo ve la ocasion de dar una suprema enseñanza, la más brillante y eficaz de todas.

Se nota, sin embargo, una gran oscuridad sobre la naturaleza de ese demonio familiar, que Sócrates invoca tantas veces. ¿Era en él la luz de la conciencia, singularmente fortalecida y aclarada por la meditacion y por una especie de exaltacion mística? No hay dificultad en creerlo. Pero tambien hay materia para suponer, fundándose en algunos pasajes del Timeo y del Banquete, que Sócrates admitia, como todos los antiguos, la existencia de séres intermedios entre Dios y el hombre, cuya inmensa distancia llenan mediante la diferencia de naturaleza, y ejercen en un ministerio análogo al de los ángeles en la teología cristiana. Los griegos los llamaban demonios, es decir, séres divinos. ¿Y era alguno de estos genios el que se hacia escuchar por Sócrates? Piénsese de esto lo que se quiera, la duda no desvirtúa en nada el efecto moral de las páginas más originales de la Apología.

En la segunda parte, comprendida entre la primera decision de los jueces y su deliberacion sobre la aplicacion de la pena, Sócrates, reconocido culpable, declara sin turbarse que se somete á su condenacion. Pero su firmeza parece convertirse en una especie de orgullo, que debió herir á los jueces, cuando rehusando ejercitar el derecho que le daba la ley para fijar por sí mismo la pena, se cree digno de ser alimentado en el Pritáneo á expensas del Estado, que era la mayor recompensa que en Atenas se dispensaba á un ciudadano. Moralmente tuvo razon; pero bajo el punto de vista de la defensa, no puede negarse que esta actitud altanera debió aumentar el número de los votos que le condenaron á muerte.

Este era indudablemente el voto secreto del acusado, puesto que en la última parte de la Apología, una vez pronunciada la pena, dejó ver una alegría que no era figurada. Su demonio familiar le habia advertido el resultado que daria el procedimiento, inspirándole la iden de no defenderse, y su muerte era á sus ojos la suprema sancion de sus doctrinas y el último acto necesario de su destino. Así es que la idea que desde aquel acto le preocupó más, fué probar que miraba la muerte como un bien. De dos cosas, una: ó la muerte es un anonadamiento absoluto, y entonces es una ventaja escapar por la insensibilidad á todos los males de la vida, ó es el tránsito de un lugar á otro, y en este caso ¿no es la mayor felicidad verse trasportado á la mansion de los justos? Esta despedida de la vida, llena de serenidad y de esperanza, deja tranquilo el pensamiento sobre la creencia consoladora y sublime de la inmortalidad; creencia que una boca pagana jamás habia reconocido hasta entonces con palabras tan terminantes. Ella implica ciertamente la distincion absoluta del alma y del cuerpo y la espiritualidad del alma.

Aquí se ve que la Apología de Sócrates, si bien está escrita en la forma ordinaria de las defensas forenses, en el fondo es ménos política que filosófica, y Platon no la ha sometido tanto al exámen de los ciudadanos de Atenas, como á la de los filósofos y moralistas de todos los países. Si su objeto principal hubiera sido justificar civilmente la conducta de su maestro, su defensa sería pobre, porque no consiguió probar, ni la falsedad de las acusaciones intentadas contra Sócrates, ni su inocencia ante las leyes atenienses. Sócrates habia atacado realmente la religion y las instituciones religiosas de Atenas? Esta es la cuestion.

Siendo la religion, como las leyes mismas, una parte esencial de la constitucion, el atacarla, sea valiéndose de la ironía, ó por medio de una polémica franca, era un crímen de Estado. Además, no sólo era un derecho, sino que era un deber en todo ciudadano acusar y perseguir públicamente ante los tribunales al autor de tales ataques. Y es preciso confesar, que el hombre que en el Eutifron se burla de los dioses del Olimpo; que califica de cuentos insensatos las tradiciones mitológicas y de tráfico ridículo las ceremonias del culto; el hombre que se pone en guerra abierta con el politeismo, no podia sustraerse á la acusacion de impiedad. Hé aquí por qué Platon le defiende mal. Pero, á decir verdad, importa poco á sus ojos, y quizá entraba en su plan, sacrificar la defensa legal á fin de probar la superioridad moral de su maestro sobre los hombres de su tiempo, por la profunda incompatibilidad de sus creencias con las de éstos. Sócrates no hubiera aparecido como un gran filósofo, si hubiera sido absuelto. Entre otros caractéres, & su originalidad no consiste en haber creido en un solo Dios en pleno politeismo? Y no consiste su grandeza en haberlo dicho, y en haber muerto por haberse atrevido á decirlo?


APOLOGÍA DE SÓCRATES.



Yo no sé, atenienses, la impresion que habrá hecho en vosotros el discurso de mis acusadores. Con respecto á mí, confieso que me he desconocido á mí mismo; tan persuasiva ha sido su manera de decir. Sin embargo, puedo asegurarlo, no han dicho una sola palabra que sea verdad.

Pero de todas sus calumnias, la que más me ha sorprendido es la prevencion que os han hecho de que esteis muy en guardia para no ser seducidos por mi elocuencia. Porque el no haber temido el mentís vergonzoso que yo les voy a dar en este momento, haciendo ver que no soy elocuente, es el colmo de la impudencia, á menos que no llamen elocuente al que dice la verdad. Si es esto lo que pretenden, confieso que soy un gran orador; pero no lo soy á su manera; porque, repito, no han dicho ni una sola palabra verdadera, y vosotros vais á saber de mi boca la pura verdad, no ¡por Júpiter! en una arenga vestida de sentencias brillantes y palabras escogidas, como son los discursos de mis acusadores, sino en un lenguaje sencillo y espontáneo; porque descanso en la confianza de que digo la verdad, y ninguno de vosotros debe esperar otra cosa de mí. No seria propio de mi edad, venir, atenienses, ante vosotros como un jóven que hubiese preparado un discurso.

Por esta razon, la única gracia, atenienses, que os pido es que cuando veais que en mi defensa emplee términos y maneras comunes, los mismos de que me he servido cuantas veces he conversado con vosotros en la plaza pública, en las casas de contratacion y en los demás sitios en que me habeis visto, no os sorprendais, ni os irriteis contra mí; porque es esta la primera vez en mi vida que comparezco ante un tribunal de justicia, aunque cuento más de setenta años.

Por lo pronto soy extraño al lenguaje que aquí se habla. Y así como si fuese yo un extranjero, me disimulariais que os hablase de la manera y en el lenguaje de mi país, en igual forma exijo de vosotros, y creo justa mi peticion, que no hagais aprecio de mi manera de hablar, buena ó mala, y que mireis solamente, con toda la atencion posible, si os digo cosas justas ó nó, porque en esto consiste toda la virtud del juez, como la del orador: en decir la verdad.

Es justo que comience por responder á mis primeros acusadores, y por refutar las primeras acusaciones, antes de llegar á las últimas que se han suscitado contra mí. Porque tengo muchos acusadores cerca de vosotros hace muchos años, los cuales nada han dicho que no sea falso. Temo más á estos que á Anito y sus cómplices[1], aunque sean estos últimos muy elocuentes; pero son aquellos mucho más temibles, por cuanto, compañeros vuestros en su mayor parte desde la infancia, os han dado de mí muy malas noticias, y os han dicho, que hay un cierto Sócrates, hombre sabio que indaga lo que pasa en los cielos y en las entrañas de la tierra y que sabe convertir en buena, una mala causa.

Los que han sembrado estos falsos rumores son mis más peligrosos acusadores, porque prestándoles oidos, llegan los demás á persuadirse que los hombres que se consagran á tales indagaciones no creen en la existencia de los dioses. Por otra parte, estos acusadores son en gran número, y hace mucho tiempo que están metidos en esta trama. Os han prevenido contra mí en una edad, que ordinariamente es muy crédula, porque erais niños la mayor parte ó muy jóvenes cuando me acusaban ante vosotros en plena libertad, sin que el acusado les contradijese; y lo más injusto es que no me es permitido conocer ni nombrar á mis acusadores, á excepcion de un cierto autor de comedias. Todos aquellos que por envidia ó por malicia os han inoculado todas estas falsedades, y los que, persuadidos ellos mismos, han persuadido á otros, quedan ocultos sin que pueda yo llamarlos ante vosotros ni refutarlos; y por consiguiente, para defenderme, es preciso que yo me bata, como suele decirse, con una sombra, y que ataque y me defienda sin que ningun adversario aparezca.

Considerad, atenienses, que yo tengo que habérmelas con dos suertes de acusadores, como os he dicho: los que me están acusando há mucho tiempo, y los que ahora me citan ante el tribunal; y creedme, os lo suplico, es preciso que yo responda por lo pronto á los primeros, porque son los primeros à quienes habeis oido y han producido en vosotros más profunda impresion.

Pues bien, atenienses, es preciso defenderse y arrancar de vuestro espíritu, en tan corto espacio de tiempo, una calumnia envejecida, y que ha echado en vosotros profundas raíces. Desearia con todo mi corazon, que fuese en ventaja vuestra y mia, y que mi apología pudiese servir para mi justificacion. Pero yo sé cuán difícil es esto, sin que en este punto pueda hacerme ilusion. Venga lo que los dioses quieran, es preciso obedecer á la ley y defenderse.

Remontémonos, pues, al primer origen de la acusacion, sobre la que he sido tan desacreditado y que ha dado á Melito confianza para arrastrarme ante el tribunal. ¿Qué decian mis primeros acusadores? Porque es preciso presentar en forma su acusacion, como si apareciese escrita y con los juramentos recibidos. «Sócrates es un impío; por una curiosidad criminal quiere penetrar lo que pasa en los cielos y en la tierra, convierte en buena una mala causa, y enseña á los demás sus doctrinas.

Hé aquí la acusacion; ya la habeis visto en la comedia de Aristofanes, en la que se representa un cierto Sócrates, que dice, que se pasea por los aires y otras extravagancias semejantes, que yo ignoro absolutamente; y esto no lo digo, porque desprecie esta clase de conocimientos; si entre vosotros hay alguno entendido en ellos (que Melito no me formule nuevos cargos por esta concesion), sino que es sólo para haceros ver, que yo jamás me he mezclado en tales ciencias, pudiendo poner por testigos á la mayor parte de vosotros.

Los que habeis conversado conmigo, y que estais aquí en gran número, os conjuro á que declareis, si jamás me oisteis hablar de semejante clase de ciencias ni de cerca ni de léjos; y por esto conocereis ciertamente, que en todos esos rumores que se han levantado contra mí, no hay ni una sola palabra de verdad; y si alguna vez habeis oido, que yo me dedicaba á la enseñanza, y que exigia salario, es tambien otra falsedad.

No es porque no tenga por muy bueno el poder instruir á los hombres, como hacen Gorgias de Leoncio, Prodico de Ceos é Hippias de Elea. Estos grandes personajes tienen el maravilloso talento, donde quiera que vayan, de persuadir á los jóvenes á que se unan á ellos, y abandonen á sus conciudadanos, cuando podrian estos ser sus maestros sin costarles un óbolo.

Y no sólo les pagan la enseñanza, sino que contraen con ellos una deuda de agradecimiento infinito. He oido decir, que vino aquí un hombre de Paros, que es muy hábil; porque habiéndome hallado uno de estos dias en casa de Callias hijo de Hiponico, hombre que gasta más con los sofistas que todos los ciudadanos juntos, me dió gana de decirle, hablando de sus dos hijos: — Callias, si tuvieses por hijos dos potros ó dos terneros, ¿no tratariamos de ponerles al cuidado de un hombre entendido, á quien pagásemos bien, para hacerlos tan buenos y hermosos, cuanto pudieran serlo, y les diera todas las buenas cualidades que debieran tener? ¿Y este hombre entendido no deberia ser un buen picador y un buen labrador? Y puesto que tú tienes por hijos hombres, ¿qué maestro has resuelto darles? ¿Qué hombre conocemos que sea capaz de dar lecciones sobre los deberes del hombre y del ciudadano? Porque no dudo que hayas pensado en esto desde el acto que has tenido hijos, y conoces á alguno? — Sí, me respondió Callias. — ¿Quién es, le repliqué, de dónde es, y cuánto lleva? — Es Éveno, Sócrates, me dijo; es de Paros, y lleva cinco minas. Para lo sucesivo tendré á Éveno por muy dichoso, si es cierto que tiene este talento y puede comunicarlo á demás.

Por lo que á mí toca, atenienses, me llenaria de orgullo y me tendria por afortunado, si tuviese esta cualidad, pero desgraciadamente no la tengo. Alguno de vosotros me dirá quizá: — pero Sócrates, ¿qué es lo que haces? ¿De dónde nacen estas calumnias que se han propalado contra tí? Porque si te has limitado á hacer lo mismo que hacen los demás ciudadanos, jamás debieron esparcirse tales rumores. Dinos, pues, el hecho de verdad, para que no formemos un juicio temerario. Esta objecion me parece justa. Voy á explicaros lo que tanto me ha desacreditado y ha hecho mi nombre tan famoso. Escuchadme, pues. Quiza algunos de entre vosotros creerán que yo no hablo sériamente, pero estad persuadidos de que no os diré más que la verdad.

La reputacion que yo haya podido adquirir, no tiene otro origen que una cierta sabiduría que existe en mí. ¿Cuál es esta sabiduría? Quizá es una sabiduría puramente humana, y corro el riesgo de no ser en otro concepto sabio, al paso que los hombres de que acabo de hablaros, son sabios, de una sabiduría mucho más que humana.

Nada tengo que deciros de esta última sabiduría, porque no la conozco, y todos los que me la imputan, mienten, y sólo intentan calumniarme. No os incomodeis, atenienses, si al parecer os hablo de mí mismo demasiado ventajosamente; nada diré que proceda de mí, sino que lo atestiguaré con una autoridad digna de confianza. Por testigo de mi sabiduría os daré al mismo Dios de Delfos, que os dirá si la tengo, y en qué consiste. Todos conoceis Querefon, mi compañero en la infancia, como lo fué de la mayor parte de vosotros, y que fué desterrado con vosotros, y con vosotros volvió. Ya sabeis qué hombre era Querefon, y cuán ardiente era en cuanto emprendia. Un dia, habiendo partido para Delfos, tuvo el atrevimiento de preguntar al oráculo (os suplico que no os irriteis de lo que voy á decir), si habia en el mundo un hombre más sabio que yo; la Pythia le respondió, que no habia ninguno. Querefon ha muerto, pero su hermano, que está presente, podrá dar fe de ello. Tened presente, atenienses, porque os refiero todas estas cosas; pues es únicamente para haceros ver de donde proceden esos falsos rumores, que han corrido contra mí.

Cuando supe la respuesta del oráculo, dije para mí; ¿Qué quiere decir el Dios? ¿Qué sentido ocultan estas palabras? Porque yo sé sobradamente que en mí no existe semejante sabiduría, ni pequeña, ni grande. ¿Qué quiere, pues, decir, al declararme el más sabio de los hombres? Porque él no miente. La Divinidad no puede mentir. Dudé largo tiempo del sentido del oráculo, hasta que por último, despues de gran trabajo, me propuse hacer la prueba siguiente: —Fuí á casa de uno de nuestros conciudadanos, que pasa por uno de los más sabios de la ciudad. Yo creia, que allí mejor que en otra parte, encontraria materiales para rebatir al oráculo, y presentarle un hombre más sabio que yo, por más que me hubiere declarado el más sabio de los hombres. Examinando pues este hombre, de quien, baste deciros, que era uno de nuestros grandes políticos, sin necesidad de descubrir su nombre, y conversando con él, me encontré, con que todo mundo le creia sabio, que él mismo se tenia por tal, y que en realidad no lo era. Despues de este descubrimiento me esforcé en hacerle ver que de ninguna manera era lo que él creia ser, y hé aquí ya lo que me hizo odioso á este hombre y á los amigos suyos que asistieron á la conversacion.

Luego que de él me separé, razonaba conmigo mismo, y me decia: —Yo soy más sabio que este hombre. Puede muy bien suceder, que ni él ni yo sepamos nada de lo que es bello y de lo que es bueno; pero hay esta diferencia, que él cree saberlo aunque no sepa naďa, y yo, no sabiendo nada, creo no saber. Me parece, pues, que en esto yo, aunque poco más, era mas sabio, porque no creia saber lo que no sabia.

Desde allí me fuí á casa de otro que se le tenia por más sabio que el anterior, me encontré con lo mismo, y me granjeé nuevos enemigos. No por esto me desanimé; fuí en busca de otros, conociendo bien que me hacia odioso, y haciéndome violencia, porque temia los resultados; pero me parecia que debia, sin dudar, preferir á todas las cosas la voz del Dios, y para dar con el verdadero sentido del oráculo, ir de puerta en puerta por las casas de todos aquellos que gozaban de gran reputacion; pero ¡oh Dios! hé aquí, atenienses, el fruto que saqué de mis indagaciones, porque es preciso deciros la verdad; todos aquellos que pasaban por ser los más sabios, me parecieron no serlo, al paso que todos aquellos que no gozaban de esta opinion, los encontré en mucha mejor disposicion para serlo.

Es preciso que acabe de daros cuenta de todas mis tentativas, como otros tantos trabajos que emprendí para conocer el sentido del oráculo.

Despues de estos grandes hombres de Estado me fuí á los poetas, tanto á los que hacen tragedias como á los poetas ditirámbicos[2] y otros, no dudando que con ellos se me cogeria in fraganti, como suele decirse, encontrándome más ignorante que ellos. Para esto examiné las obras suyas que me parecieron mejor trabajadas, y les pregunté lo que querian decir, y cuál era su objeto, para que me sirviera de instruccion. Pudor tengo, atenienses, en deciros la verdad; pero no hay remedio, es preciso decirla. No hubo uno de todos los que estaban presentes, inclusos los mismos autores, que supiese hablar ni dar razon de sus poemas. Conocí desde luego que no es la sabiduría la que guia á los poetas, sino ciertos movimientos de la naturaleza y un entusiasmo semejante al de los profetas y adivinos; que todos dicen muy buenas cosas, sin comprender nada de lo que dicen. Los poetas me parecieron estar en este caso; y al mismo tiempo me convencí, que á título de poetas se creian los más sabios en todas materias, si bien nada entendian. Les dejé, pues, persuadido que era yo superior á ellos, por la misma razon que lo habia sido respecto á los hombres políticos.

En fin, fuí en busca de los artistas. Estaba bien convencido de que yo nada entendia de su profesion, que los encontraria muy capaces de hacer muy buenas cosas, y en esto no podia engañarme. Sabian cosas que yo ignoraba, y en esto eran ellos más sabios que yo. Pero, atenienses, los más entendidos entre ellos me parecieron incurrir en el mismo defecto que los poetas, porque no hallé uno que, á título de ser buen artista, no se creyese muy capaz y muy instruido en las más grandes cosas; y esta extravagancia quitaba todo el mérito á su habilidad.

Me pregunté, pues, á mí mismo, como si hablara por el oráculo, si querria más ser tal como soy sin la habilidad de estas gentes, é igualmente sin su ignorancia, ó bien tener la una y la otra y ser como ellos, y me respondí á mí mismo y al oráculo, que era mejor para mí ser como soy. De esta indagacion, atenienses, han nacido contra mí todos estos odios y estas enemistades peligrosas, que han producido todas las calumnias que sabeis, y me han hecho adquirir el nombre de sabio; porque todos los que me escuchan creen que yo sé todas las cosas sobre las que descubro la ignorancia de los demás. Me parece, atenienses, que sólo Dios es el verdadero sabio, y que esto ha querido decir por su oráculo, haciendo entender que toda la sabiduría humana no es gran cosa, ó por mejor decir, que no es nada; y si el oráculo ha nombrado á Sócrates, sin duda se ha valido de mi nombre como un ejemplo, y como si dijese á todos los hombres: «el más sabio entre vosotros es aquel que reconoce, como Sócrates, que su sabiduría no es nada.»

Convencido de esta verdad, para asegurarme más y obedecer al Dios, continué mis indagaciones, no sólo entre nuestros conciudadanos, sino entre los extranjeros, para ver si encontraba algun verdadero sabio, y no habiéndole encontrado tampoco, sirvo de intérprete al oráculo, haciendo ver á todo el mundo, que ninguno es sabio. Esto me preocupa tanto, que no tengo tiempo para dedicarme al servicio de la república ni al cuidado de mis cosas, y vivo en una gran pobreza á causa de este culto que rindo á Dios.

Por otra parte, muchos jóvenes de las más ricas familias en sus ocios se unen á mí de buen grado, y tienen tanto placer en ver de qué manera pongo á prueba á todos los hombres que quieren imitarme con aquellos que encuentran; y no hay que dudar que encuentran una buena cosecha, porque son muchos los que creen saberlo todo, aunque no sepan nada ó casi nada.

Todos aquellos que ellos convencen de su ignorancia la toman conmigo y no con ellos, y van diciendo que hay un cierto Sócrates, que es un malvado y un infame que corrompe á los jóvenes; y cuando se les pregunta qué hace ó qué enseña, no tienen qué responder, y para disimular su flaqueza se desatan con esos cargos triviales que ordinariamente se dirigen contra los filósofos; que indaga lo que pasa en los cielos y en las entrañas de la tierra, que no cree en los dioses, que hace buenas las más malas causas; y todo porque no se atreven á decir la verdad, que es que Sócrates los coge in fraganti, y descubre que figuran que saben, cuando no saben nada. Intrigantes, activos y numerosos, hablando de mí con plan combinado y con una elocuencia capaz de seducir, há largo tiempo que os soplan oido todas estas calumnias que han forjado contra mí, y hoy han destacado con este objeto á Melito, Anito y Licon. Melito representa los poetas, Anito los políticos y artistas y Licon los oradores. Esta es la razon porque, como os dije al principio, tendria por un gran milagro, si en tan poco espacio pudiese destruir una calumnia, que ha tenido tanto tiempo para echar raíces y fortificarse en vuestro espíritu.

Hé aquí, atenienses, la verdad pura; no os oculto ni disfrazo nada, aun cuando no ignoro que cuanto digo no hace más que envenenar la llaga; y esto prueba que digo la verdad, y que tal es el origen de estas calumnias. Cuantas veces querais tomar el trabajo de profundizarlas, sea ahora ó sea más adelante, os convencereis plenamente de que es este el orígen. Aquí teneis una apología que considero suficiente contra mis primeras acusaciones.

Pasemos ahora á los últimos, y tratemos de responder á Melito, á este hombre de bien, tan llevado, si hemos de creerle, por el amor á la patria. Repitamos esta última acusacion, como hemos enunciado la primera. Héla aquí, poco más ó ménos: Sócrates es culpable, porque corrompe el los jóvenes, porque no cree en los dioses del Estado, y porque en lugar de éstos pone divinidades nuevas bajo el nombre de demonios.

Hé aquí la acusacion. La examinaremos punto por punto. Dice que soy culpable porque corrompo la juventud; y yo, atenienses, digo que el culpable es Melito, en cuanto, burlándose de las cosas sérias, tiene la particular complacencia de arrastrar á otros ante el tribunal, queriendo figurar que se desvela mucho por cosas por las que jamás ha hecho ni el más pequeño sacrificio, y voy á probároslo.

Ven acá, Melito, dime: ¿ha habido nada que te haya preocupado más que el hacer los jóvenes lo más virtuosos posible?

Nada, indudablemente.

Pues bien; dí á los jueces cuál será el hombre que mejorará la condicion de los jóvenes. Porque no puede dudarse que tú lo sabes, puesto que tanto te preocupa esta idea. En efecto, puesto que has encontrado al que los corrompe, y hasta le has denunciado ante los jueces, es preciso que digas quién los hará mejores. Habla; veamos quién es.

Lo ves ahora, Melito; tú callas; estás perplejo, y no sabes qué responder. Y no te parece esto vergonzoso? ¿No es una prueba cierta de que jamás ha sido objeto de tu cuidado la educacion de la juventud? Pero, repito, excelente Melito, ¿quién es el que puede hacer mejores á los jóvenes?

Las leyes.

Melito, no es eso lo que pregunto. Yo te pregunto quién es el hombre; porque es claro que la primer cosa que este hombre debe saber son las leyes.

Son, Sócrates, los jueces aquí reunidos.

¡Cómo, Melito! ¿Estos jueces son capaces de instruir á los jóvenes y hacerlos mejores?

Sí, ciertamente.

¿Pero son todos estos jueces, ó hay entre ellos unos que pueden y otros que no pueden?

Todos pueden.

Perfectamente, ¡por Juno! nos has dado un buen número de buenos preceptores. Pero pasemos adelante. Estos oyentes que nos escuchan, ¿pueden tambien hacer los jóvenes mejores, ó no pueden?

Pueden.

¿Y los senadores?

Los senadores lo mismo.

Pero, ni querido Melito, todos los que vienen á las asambleas del pueblo ¿corrompen igualmente á los jóvenes ó son capaces de hacerlos mejores?

Todos son capaces.

Se sigue de aquí, que todos los atenienses pueden hacer los jóvenes mejores, menos yo; sólo yo los corrompo; ¿no es esto lo que dices?

Lo mismo.

Verdaderamente, ¡buena desgracia es la mia! Pero continúa respondiéndome. ¿Te parece que sucederá lo mismo con los caballos? ¿Pueden todos los hombres hacerlos mejores, y que sólo uno tenga el secreto de echarlos á perder? ¿O es todo lo contrario lo que sucede? ¿Es uno solo ó hay un cierto número de picadores que puedan hacerlos mejores? ¿Y el resto de los hombres, si se sirven de ellos, no los echan á perder? ¿No sucede esto mismo con todos los animales? Sí, sin duda; ya convengais en ello Anito y tú ó no convengais. Porque seria una gran fortuna y gran ventaja para la juventud, que sólo hubiese un hombre capaz de corromperla, y que todos los demás la pusiesen en buen camino. Pero tú has probado suficientemente, Melito, que la educacion de la juventud no es cosa que te haya quitado el sueño, y tus discursos acreditan claramente, que jamás te has ocupado de lo mismo que motiva tu acusacion contra mí.

Por otra parte te suplico ¡por Júpiter! Melito, me respondas á esto. —Cuál es mejor, ¿habitar con hombres de bien ó habitar con pícaros? Respóndeme, amigo mio; porque mi pregunta no puede ofrecer dificultad. ¿No es cierto que los pícaros causan siempre mal á los que los tratan, y que los hombres de bien producen á los mismos un efecto contrario?

Sin duda,

Hay alguno que prefiera recibir daño de aquellos con quienes trata á recibir utilidad. Respóndeme, porque la ley manda que me respondas. ¿Hay alguno que quiera más recibir mal que bien?

No, no hay nadie.

Pero veamos; cuando me acusas de corromper la juventud y de hacerla más mala, ¿sostienes que lo hago con conocimiento ó sin quererlo?

Con conocimiento.

Tú eres jóven y yo anciano. ¿Es posible que tu sabiduría supere tanto á la mia, que sabiendo tú que el roce con los malos causa mal, y el roce con los buenos causa bien, me supongas tan ignorante, que no sepa que si convierto en malos los que me rodean, me expongo á recibir mal, y que a pesar de esto insista y persista, queriéndolo y sabiéndolo? En este punto, Melito, yo no te creo ni pienso que haya en el mundo quien pueda creerte. Una de dos, ó yo no corrompo á los jóvenes, ó si los corrompo lo hago sin saberlo y á pesar mio, y de cualquiera manera que sea eres un calumniador. Si corrompo á la juventud à pesar mio, la ley no permite citar á nadie ante el tribunal por faltas involuntarias, sino que lo que quiere es, que se llama aparte á los que las cometen; que se los reprenda, y que se los instruya; porque es bien seguro, que estando instruido cesaria de hacer lo que hago á pesar mio. Pero tú, con intencion, léjos de verme é instruirme, me arrastras ante este tribunal, donde la ley quiere que se cite a los que merecen castigos, pero no á los que sólo tienen necesidad de prevenciones. Así, atenienses, hé aquí una prueba evidente, como os decia ántes, de que Melito jamás ha tenido cuidado de estas cosas, jamás ha pensado en ellas.

Sin embargo, responde aún, y dinos cómo corrompo á los jóvenes. ¿Es segun tu denuncia, enseñándoles á no reconocer los dioses que reconoce la patria, y enseñándoles además á rendir culto, bajo el nombre de demonios, á otras divinidades? ¿No es esto lo que dices?

Sí, es lo mismo.

Melito, en nombre de esos mismos dioses de que ahora se trata, explícate de una manera un poco más clara, por mí y por estos jueces, porque no acabo de comprender, si me acusas de enseñar que hay muchos dioses, (y en este caso, si creo que hay dioses, no soy ateo, y falta la materia para que sea yo culpable) ó si estos dioses no sou del Estado. ¿Es esto de lo que me acusas? ¿O bien me acusas de que no admito ningun Dios, y que enseño á los demás á que no reconozcan ninguno?

Te acuso de no reconocer ningun Dios.

¡Oh maravilloso Melito! ¿por qué dices eso? ¡Qué! ¿Yo no creo como los demás hombres que el sol y la luna son dioses?

No ¡por Júpiter! atenienses, no lo cree, porque dice que el sol es una piedra y la luna una tierra.

¿Pero tú acusas á Anaxagoras, mi querido Melito? Desprecias los jueces, porque los crees harto ignorantes, puesto que te imaginas que no saben que los libros de Anaxagoras y de Clazomenes están llenos de aserciones de esta especie. Por lo demás, ¿qué necesidad tendrian los jóvenes de aprender de mí cosas que podian ir á oir todos los dias á la Orquesta, por un draema á lo más? ¡Magnífica ocasion se les presentaba para burlarse de Sócrates, si Sócrates se atribuyese doctrinas que no son suyas y tan extrañas y absurdas por otra partel Pero dime en nombre de Júpiter, ¿pretendes que yo no reconozco ningun Dios?

Sí, ¡por Júpiter! tú no reconoces ninguno.

Dices, Melito, cosas increibles, ni estás tampoco de acuerdo contigo mismo. A mi entender parece, atenienses, que Melito es un insolente, que no ha intentado esta acusacion sino para insultarme, con toda la audacia de un imberbe, porque justamente sólo ha venido aquí para tentarme y proponerme un enigma, diciéndose á sí mismo:—Veamos, si Sócrates, este hombre que pasa por tan sabio, reconoce que me burlo y que digo cosas que se contradicen, ó si consigo engañar, no sólo á él, sino á todos los presentes. Efectivamente se contradice en su acusacion, porque es como si dijera: —Sócrates es culpable en cuanto no reconoce dioses y en cuanto los reconoce.— Y no es esto burlarse? Así lo juzgo yo. Seguidme, pues, atenienses, os lo suplico, y como os dije al principio, no os irriteis contra mí, si os hablo á mi manera ordinaria.

Respóndeme, Melito. ¿Hay alguno en el mundo que crea que hay cosas humanas y que no hay hombres? Jueces, mandad que responda, y que no haga tanto ruido. ¿Hay quien crea que hay reglas para enseñar á los caballos, y que no hay caballos? ¿Que hay tocadores de fláuta, y que no hay aires de fláuta? No hay nadie, excelente Melito. Yo responderé por tí si no quieres responder. Pero díme: hay algun que crea en co as propias de los demonios, y que, sin embargo, crea que no hay demonios?

No, sin duda.

¡Qué trabajo ha costado arrancarte esta confesion! Al cabo respondes, pero es preciso que los jueces te fuercen á ello. Dices que reconozco y enseño cosas propias de los demonios? Ya sean viejas ó nuevas, siempre es cierto por tu voto propio, que yo creo en cosas tocantes á los demonios, y así lo has jurado en tu acusacion. Si creo en cosas demoniacas, necesariamente creo en los demonios; no es así? Sí, sin duda; porque tomo tu silencio por un consentimiento. Y estos demonios no estamos convencidos de que son dioses ó hijos de dioses? ¿Es así, sí ó nó?

Sí.

Por consiguiente, puesto que yo creo en los demonios, segun tu misma confesion, y que los demonios son dioses, hé aquí la prueba de lo que yo decia, de que tú nos proponias enigmas para divertirte á mis expensas, diciendo que no creo en los dioses, y que, sin embargo, creo en los dioses, puesto que creo en los demonios. Y si los demonios son hijos de los dioses, hijos bastardos, si se quiere, puesto que se dice que han sido habidos de ninfas ó de otros séres mortales, ¿quién es el hombre que pueda creer que hay hijos de dioses, y que no hay dioses? Esto es tan absurdo como creer que hay mulos nacidos de caballos y asnos, y que no hay caballos ni asnos. Así, Melito, no puede ménos de que hayas intentado esta acusacion contra mí, por sólo probarme, y á falta de pretexto legítimo, por arrastrarme ante el tribunal; porque á nadie que tenga sentido comun puedes persuadir jamás de que el hombre que cree que hay cosas concernientes á los dioses y á los demonios, pueda creer, sin embargo, que no hay ni demonios, ni dioses, ni héroes; esto es absolutamente imposible. Pero no tengo necesidad de extenderme más en mi defensa, atenienses, y lo que acabo de decir basta para hacer ver que no soy culpable, y que la acusacion de Melito carece de fundamento.

Estad persuadidos, atenienses, de lo que os dije en un principio; de que me he atraido muchos odios, que esta es la verdad, y que lo que me perderá, si sucumbo, no será ni Melito ni Anito, será este odio, esta envidia del pueblo que hace víctimas á tantos hombres de bien, y que harán perecer en lo sucesivo à muchos más; porque no hay que esperar que se satisfagan con el sacrificio sólo de mi persona.

Quizá me dirá alguno: ¿No tienes remordimiento, Sócrates, en haberte consagrado á un estudio que te pone en este momento en peligro de muerte? A este hombre le daré una respuesta muy decisiva, y le diré que se engaña mucho al creer que un hombre de valor tome en cuenta los peligros de la vida ó de la muerte. Lo único que debe mirar en todos sus procederes es ver si lo que hace es justo ó injusto, si es accion de un hombre de bien ó de un malvado. De otra manera se seguiria que los semi-dioses que murieron en el sitio de Troya debieron ser los más insensatos, y particularmente el hijo de Fhetis, que, para evitar su deshonra, despreció el peligro hasta el punto, que impaciente por matar á Hector y requerido por la Diosa su madre, que le dijo, si mal no me acuerdo: Hijo mio, si vengas la muerte de Patrocio. tu amigo, matando á Hector, tu morirás porque

Tu muerte debe seguir á la de Hector;
él, despues de esta amenaza, despreciando el peligro y la muerte y temiendo más vivir como un cobarde, sin vengar á sus amigos,
¡Que yo muera al instante![3]

gritó, con tal que castigue al asesino de Patrocio, y que no quede yo deshonrado.

Sentado en mis buques, peso inútil sobre la tierra[4]

¿Os parece que se inquietaba Fhetis del peligro de la muerte? Es una verdad constante, atenienses, que todo hombre que ha escogido un puesto que ha creido honroso, ó que ha sido colocado en él por sus superiores, debe mantenerse firme, y no debe temer ni la muerte, ni lo que haya de más terrible, anteponiendo á todo el honor.

Me conduciria de una manera singular y extraña, atenienses, si despues de haber guardado fielmente todos los puestos á que me han destinado nuestros generales en Potidea, en Anfipolis y en Delio[5] y de haber expuesto mi vida tantas veces, ahora que el Dios me ha ordenado, porque así lo creo, pasar mis días en el estudio de la filosofía, estudiándome mí mismo y estudiando á los demás, abandonase este puesto por miedo á la muerte ó á cualquier otro peligro. Verdaderamente esta seria una desercion criminal, y me haria acreedor á que se me citara ante este tribunal como un impío, que no cree en los dioses, que desobedece al oráculo, que teme la muerte y que se cree sabio, y que no lo es. Porque temer la muerte, atenienses, no es otra cosa que creerse şabio sin serlo, y creer conocer lo que no se sabe. En efecto, nadie conoce la muerte, ni sabe si es el mayor de los bienes para el hombre. Sin embargo, se la teme, como si se supiese con certeza que es el mayor de todos los males. ¡Ah! ¿No es una ignorancia vergonzante creer conocer una cosa que no se conoce?

Respecto á mí, atenienses, quizá soy en esto muy diferente de todos los demás hombres, y si en algo parezco más sabio que ellos, es porque no sabiendo lo que nos espera más allá de la muerte, digo y sostengo que no lo sé. Lo que sé de cierto es que cometer injusticias y desobedecer al que es mejor y está por cima de nosotros, sea Dios, sea hombre, es lo más criminal y lo más vergonzoso. Por lo mismo yo no temeré ni huiré nunca de males que no conozco y que son quizá verdaderos bienes; pero temeré y huiré siempre de males que sé con certeza que son verdaderos males.

Si, á pesar de las instancias de Anito, quien ha manifestado, que ó no haberme traido ante el tribunal, ó que una vez llamado no podeis vosotros dispensaros de hacerme morir, porque, dice, que si me escapase de la muerte, vuestros hijos, que son ya afectos à la doctrina de Sócrates, serian irremisiblemente corrompidos, me dijéseis: Sócrates, en nada estimamos la acusacion de Anito, y te declaramos absuelto; pero es á condicion de que cesarás de filosofar y de hacer tus indagaciones acostumbradas; y si reincides, y llega á descubrirse, tú morirás; si me dieseis libertad bajo estas condiciones, os responderia sin dudar: Atenienses, os respeto y os amo; pero obedeceré á Dios ántes que á vosotros, y miéntras yo viva no cesaré de filosofar, dándoos siempre consejos, volviendo á mi vida ordinaria, y diciendo á cada uno de vosotros cuando os encuentre: buen hombre, ¿cómo siendo ateniense y ciudadano de la más grande ciudad del mundo por su sabiduría y por su valor, cómo no te avergüenzas de no haber pensado más que en amontonar riquezas, en adquirir crédito y honores, de despreciar los tesoros de la verdad y de la sabiduría, y de no trabajar para hacer tu alma tan buena como pueda serlo? Y si alguno me niega que se halla en este estado, y sostiene que tiene cuidado de su alma, no se lo negaré al pronto, pero le interrogaré, le examinaré, le refutaré; y si encuentro que no es virtuoso, pero que aparenta serlo, le echaré en cara que prefiere cosas tan abyectas y tan perecibles á las que son de un precio inestimable.

Hé aquí de qué manera hablaré á los jóvenes y á los viejos, á los ciudadanos y á los extranjeros, pero principalmente á los ciudadanos; porque vosotros me tocais más de cerca, porque es preciso que sepais que esto es lo que el Dios me ordena, y estoy persuadido de que el mayor bien, que ha disfrutado esta ciudad, es este servicio continuo que yo rindo al Dios. Toda mi ocupacion es trabajar para persuadiros, jóvenes y viejos, que antes que el cuidado del cuerpo y de las riquezas, ántes que cualquier otro cuidado, es el del alma y de su perfecciona miento; porque no me canso de deciros que la virtud no. viene de las riquezas, sino por el contrario, que las riquezas vienen de la virtud, y que es de aquí de donde nacen todos los demás bienes públicos y particulares. Si diciendo estas cosas corrompo la juventud, es preciso que estas máximas sean una ponzoña, porque si se pretende que digo otra cosa, se os engaña ó se os impone. Dicho esto, no tengo nada que añadir. Haced lo que pide Anito, ó no lo hagais; dadme libertad, ó no me la deis; yo no puedo hacer otra cosa, aunque hubiera de morir mil veces... Pero no murmureis, atenienses, y concedme la gracia que os pedí al principio: que me escucheis con calma; calma que creo que no os será infructuosa, porque tengo que deciros otras muchas cosas que quizá os harán murmurar; pero no os dejeis llevar de vuestra pasion. Estad persuadidos de que si me haceis morir en el supuesto de lo que os acabo de declarar, el mal no será sólo para mí. En efecto, ni Anito, ni Melito pueden causarme mal alguno, porque el mal no puede nada contra el hombre de bien. Me harán quizá condenar á muerte, ó á destierro, ó á la pérdida de mis bienes y de mis derechos de ciudadano; males espantosos á los ojos de Melito y de sus amigos; pero yo no soy de su dictámen. A mi juicio, el más grande de todos los males es hacer lo que Anito hace en este momento, que es trabajar para hacer morir un inocente.

En este momento, atenienses, no es en manera alguna por amor á mi persona por lo que yo me defiendo, y sería un error el creerlo así; sino que es por amor á vosotros; porque condenarme sería ofender al Dios y desconocer el presente que os ha hecho. Muerto yo, atenien ses, no encontrareis fácilmente otro ciudadano que el Dios conceda à esta ciudad (la comparacion os parecerá quizá ridícula) como á un corcel noble y generoso, pero entorpecido por su misma grandeza, y que tiene necesidad de espuela que le excite y despierte. Se me figura que soy yo el que Dios ha escogido para excitaros, para punzaros, para predicaros todos los dias, sin abandonaros un solo instante. Bajo mi palabra, atenienses, difícil será que encontreis otro hombre que llene esta mision como yo; y si quereis creerme, me salvareis la vida.

Pero quizá fastidiados y soñolientos desechareis mi consejo, y entregándoos á la pasion de Anito me condenareis muy à la ligera. ¿Qué resultará de esto? Que pasareis el resto de vuestra vida en un adormecimiento profundo, á ménos que el Dios no tenga compasion de vosotros, y os envie otro hombre que se parezca á mí.

Que ha sido Dios el que me ha encomendado esta mision para con vosotros es fácil inferirlo, por lo que os voy a decir. Hay un no sé qué de sobrehumano en el hecho de haber abandonado yo durante tantos años mis propios negocios por consagrarme á los vuestros, dirigiéndome á cada uno de vosotros en particular, como un padre ó un hermano mayor puede hacerlo, y exhortándoos sin cesar á que practiqueis la virtud.

Si yo hubiera sacado alguna recompensa de mis exhortaciones, tendriais algo que decir; pero veis claramente que mis mismos acusadores, que me han calumniado con tanta impudencia, no han tenido valor para echármelo en cara, y menos para probar con testigos que yo haya exigido jamás ni pedido el menor salario, y en prueba de la verdad de mis palabras os presento un testigo irrecusable, mi pobreza.

Quizá parecerá absurdo que me haya entrometido á dar á cada uno en particular lecciones, y que jamás me haya atrevido á presentarme en vuestras asambleas, para dar mis consejos á la patria. Quien me lo ha impedido, atenienses, ha sido este demonio familiar, esta voz divina de que tantas veces os he hablado, y que ha servido á Melito para formar donosamente un capítulo de acusacion. Este demonio se ha pegado á mí desde mi infancia; es una voz que no se hace escuchar sino cuando quiere separarme de lo que he resuelto hacer, porque jamás me excita á emprender nada. Ella es la que se me ha opuesto siempre, cuando he querido mezclarme en los negocios de la república; y ha tenido razon, porque há largo tiempo, creedme atenienses, que yo no existiria, și me hubiera mezclado en los negocios públicos, y no hubiera podido hacer las cosas que he hecho en beneficio vuestro y el mio. No os enfadeis, os suplico, si no os oculto nada; todo hombre que quiera oponerse franca y generosamente á todo un pueblo, sea el vuestro ó cualquiera otro, y que se empeñe en evitar que se cometan iniquidades en la república, no lo hará jamás impunemente. Es preciso de toda necesidad, que el que quiere combatir por la justicia, por poco que quiera vivir, sea sólo simple particular y no hombre público. Voy á daros pruebas magníficas de esta verdad, no con palabras, sino con otro recurso que estimais más, con hechos.

Oid lo que á mí mismo me ha sucedido, para que así conozcais cuán incapaz soy de someterme á nadie yendo contra lo que es justo por temor á la muerte, y como no cediendo nunca, es imposible que deje yo de ser víctima de la injusticia. Os referiré cosas poco agradables, mucho más en boca de un hombre, que tiene que hacer su apología, pero que son muy verdaderas.

Ya sabeis, atenienses, que jamás he desempeñado ninguna magistratura, y que tan sólo he sido senador. La tribu Antioquida, á la que pertenezco, estaba en turno en el Pritaneo, cuando contra toda ley os empeñasteis en procesar, bajo un contesto, á los diez generales que no habian enterrado los cuerpos de los ciudadanos muertos en el combate naval de las Arginusas[6]; injusticia que reconoceis y de la que os arrepentisteis despues. Entonces fuí el único senador que se atrevió á oponerse á vosotros para impedir esta violacion de las leyes. Protesté contra vuestro decreto, y á pesar de los oradores que se preparaban para denunciarme, á pesar de vuestras amenazas y vuestros gritos, quise más correr este peligro con la ley y la justicia, que consentir con vosotros en tan insigne iniquidad, sin que me arredraran ni las cadenas, ni la muerte.

Esto acaeció cuando la ciudad era gobernada por el pueblo, pero despues que se estableció la oligarquía, habiéndonos mandado los treinta tiranos á otros cuatro y á mí á Tolos[7], nos dieron la órden de conducir desde Salamina á Leon el salaminiano, para hacerle morir, porque daban estas órdenes á muchas personas para comprometer el mayor número de ciudadanos posible en sus iniquidades; y entonces yo hice ver, no con palabras sino con hechos, que la muerte á mis ojos era nada, permitaseme esta expresion, y que mi único cuidado consistia en no cometer impiedades é injusticias. Todo el poder de estos treinta tiranos, por terrible que fuese, no me intimidó, ni fué bastante para que me manchara con tan impía iniquidad.

Cuando salimos de Tolos, los otro cuatro fueron á Salamina y condujeron aquí Leon, y yo me retiré á mi casa, y no hay que dudar, que mi muerte hubiera seguido á mi desobediencia, si en aquel momento no se hubiera verificado la abolicion de aquel gobierno. Existe un gran número de ciudadanos que pueden testimoniar de mi veracidad.

¿Creeis que hubiera yo vivido tantos años si me hubiera mezclado en los negocios de la república, y como hombre de bien hubiera combatido toda clase de intereses bastardos, para dedicarme exclusivamente á defender la justicia? Esperanza vana, atenienses; ni yo ni ningun otro hubiera podido hacerlo. Pero la única cosa que me he propuesto toda mi vida en público y en particular es no ceder ante nadie, sea quien fuere, contra la justicia, ni ante esos mismos tiranos que mis calumniadores quieren convertir en mis discípulos.

Jamás he tenido por oficio el enseñar, y si ha habido algunos jóvenes ó ancianos que han tenido deseo de verme á la obra y oir mis conversaciones, no les he negado esta satisfaccion, porque como no es mercenario mi oficio, no rehuso el hablar, áun cuando con nada se me retribuye; y estoy dispuesto siempre á espontanearme con ricos pobres, dándoles toda anchura para que me pregunten, y, si lo prefieren, para que me respondan á las cuestiones que yo suscite.

Y si entre ellos hay algunos que se han hecho hombres de bien ó pícaros, no hay que alabarme ni reprenderme por ello, porque no soy yo la causa, puesto que jamás he prometido enseñarles nada, y de hecho nada les he enseñado; y si alguno se alaba de haber recibido lecciones privadas ú oido de mí cosas distintas de las que digo públicamente á todo el mundo, estad persuadidos de que no dice la verdad.

Ya sabeis, atenienses, por qué la mayor parte de las gentes gustan escucharme y conversar detenidamente conmigo; os he dicho la verdad pura, y es porque tienen singular placer en combatir con gentes que se tienen por sábias y que no lo son; combates que no son desagradables para los que los dirigen. Como os dije ántes, es el Dios mismo el que me ha dado esta órden por medio de oráculos, por sueños y por todos los demás medios de que la Divinidad puede valerse para hacer saber á los hombres su voluntad.

Si lo que digo no fuese cierto, os seria fácil convencerme de ello; porque si yo corrompia los jóvenes, y de liecho esen ya corrompidos, seria preciso que los más avanzados en edad, y que saben en conciencia que les he dado perniciosos consejos en su juventud, se levantasen contra mí y me hiciesen castigar; y si no querian hacerlo, seria un deber en sus parientes, como sus padres, sus hermanos, sus tios, venir á pedir venganza contra el corruptor de sus hijos, de sus sobrinos, de sus hermanos. Veo muchos que están presentes, como Criton, que es de mi pueblo y de mi edad, padre de Critobulo, que aquí se halla; Lisanias de Sfettios, padre de Esquines, tambien presente; Antífon, tambien del pueblo de Cefisa y padre de Epigenes; y muchos otros, cuyos hermanos han estado en relacion conmigo, como Nicostrates, hijo de Zotidas y hermano de Teodoto, que ha muerto y que por lo tanto no tiene necesidad del socorro de su hermano. Veo tambien á Parales, hijo de Demodoco y hermano de Teages; Adimanto, hijo de Ariston con su hermano Platon, que teneis delante; Eartodoro, hermano de Apolodoro[8] y muchos más, entre los cuales está obligado Melito á tomar por lo menos uno ó dos para testigos de su causa.

Si no ha pensado en ello, aún es tiempo; yo le permito hacerlo; que diga, pues, si puede; pero no puede, atenienses. Vereis que todos estos están dispuestos á defenderme, á mí que he corrompido y perdido enteramente á sus hijos y hermanos, si hemos de creer á Melito y á Anito. No quiero hacer valer la proteccion de los que he corrompido, porque podrian tener sus razones para defenderme; pero sus padres, que no he seducido y que tienen ya cierta edad, ¿qué otra razon pueden tener para protegerme más que mi derecho y mi inocencia? ¿No saben que Melito es un hombre engañoso, y que yo no digo más que la verdad? Hé aquí, atenienses, las razones de que puedo valerme para mi defensa; las demás que paso en silencio son de la misma naturaleza.

Pero quizá habrá alguno entre vosotros, que acordándose de haber estado en el puesto en que yo me hallo, se irritará contra mí, porque peligros mucho menores los ha conjurado, suplicando á sus jueces con lágrimas, y, para excitar más la compasion, haciendo venir aquí sus hijos, sus parientes y sus amigos, mientras que yo no he querido recurrir á semejante aparato, a pesar de las señales que se advierten de que corro el mayor de todos los peligros. Quizá presentándose á su espíritu esta diferencia, les agriará contra mí, y dando en tal situacion su voto, le darán con indignacion.

Si hay alguno que abrigue estos sentimientos, lo que no creo, y sólo lo digo en hipótesis, la excusa más racional de que puedo valerme con él es decirle: amigo mio, tengo tambien parientes, porque para servirme de la expresion de Homero,

Yo no he salido de una encina ó de una roca[9]

sino que he nacido como los demás hombres. De suerte, atenienses, que tengo parientes y tengo tres hijos, de los cuales el mayor está en la adolescencia y los otros dos en la infancia, y sin embargo, no les haré comparecer aquí para comprometeros á que me absolvais.

¿Por qué no lo haré? No es por una terquedad altanera, ni por desprecio hácia vosotros; y dejo á un lado si miro la muerte con intrepidez ó con debilidad, porque esta es otra cuestion; sino que es por vuestro honor y por el de toda la ciudad. No me parece regular ni honesto que vaya yo á emplear esta clase de medios á la edad que tengo y con toda mi reputacion verdadera ó falsa; basta que la opinion generalmente recibida sea que Sócrates tiene alguna ventaja sobre la mayor parte de los hombres. Si los que entre vosotros pasan por ser superiores á los demás por su sabiduría, su valor ó por cualquiera otra virtud se rebajasen de esta manera, me avergüenzo decirlo, como muchos que he visto, que habiendo pasado por grandes personajes, hacian, sin embargo, cosas de una bajeza. sorprendente cuando se los juzgaba, como si estuviesen persuadidos de que seria para ellos un gran mal si les hacian morir, y de que se harian inmortales si los absolvian; repito que obrando así, harian la mayor afrenta á esta ciudad, porque darian lugar á que los extranjeros creyeran, que los más virtuosos, de entre los atenienses, preferidos para obtener los más altos honores y dignidades por eleccion de los demás, en nada se diferenciaban de miserables mujeres; y esto no debeis hacerlo, atenienses, vosotros que habeis alcanzado tanta nombradía; y si quisiéramos hacerlo, estais obligados á impedirlo y declarar que condenareis más pronto á aquel que recurra á estas escenas trágicas para mover á compasion, poniendo en ridículo vuestra ciudad, que á aquel que espere tranquilamente la sentencia que pronuncieis.

Pero sin hablar de la opinion, atenienses, no me parece justo suplicar al juez ni hacerse absolver á fuerza de súplicas. Es preciso persuadirle y convencerle, porque el juez no está sentado en su silla para complacer violando la ley, sino para hacer justicia obedeciéndola. Así es como lo ha ofrecido por juramento, y no está en su poder hacer gracia á quien le agrade, porque está en la obligacion de hacer justicia. No es conveniente que os acostumbreinos al perjurio, ni vosotros debeis dejaros acostumbrar; porque los unos y los otros seremos igualmente culpables para con los dioses.

No espereis de mí, atenienses, que yo recurra para con vosotros á cosas que no tengo por buenas, ni justas, ni piadosas, y menos que lo haga en una ocasion en que me veo acusado de impiedad por Melito; porque si os ablandase con mis súplicas y os forzase á violar vuestro juramento, sería evidente que os enseñaria á no creer en los dioses, y, queriendo justificarme, probaria contra mí mismo, que no creo en ellos. Pero es una fortuna, atenienses, que esté yo en esta creencia. Estoy más persuadido de la existencia de Dios que ninguno de mis acusadores; y es tan grande la persuasion, que me entrego á vosotros y al Dios de Delfos, á fin de que me juzgueis como creais mejor para vosotros y para mí.


(Terminada la defensa de Sócrates, los jueces, que eran 556, procedieron á la votacion y resultaron 281 votos en contra y 275 en favor; y Sócrates, condenado por una mayoría de seis votos, tomó la palabra y dijo:)


No creais, atenienses, que me haya conmovido el fallo que acabais de pronunciar contra mí, y esto por muchas razones; la principal, porque ya estaba preparado para recibir este golpe. Mucho más sorprendido estoy con el número de votantes en pro y en contra, y no esperaba verme condenado por tan escaso número de votos. Advierto que sólo por tres votos no he sido absuelto. Ahora veo que me he librado de las manos de Melito; y no sólo librado, sino que os consta á todos que si Anito y Licon no se hubieran levantado para acusarme, Melito hubiera pagado 6.000 draemas[10] por no haber obtenido la quinta parte de votos.

Melito me juzga digno de muerte; en buen hora. Y yo de qué pena[11] me juzgaré digno? Vereis claramente. atenienses, que yo no escojo más que lo que merezco. ¿Y cuál es? ¿A qué pena, á qué multa voy á condenarme por no haber callado las cosas buenas que aprendí durante toda mi vida; por haber despreciado lo que los demás buscan con tanto afan, las riquezas, el cuidado de los negocios domésticos, los empleos y las dignidades; por no haber entrado jamás en ninguna cábala, ni en ninguna conjuracion, prácticas bastante ordinarias en esta ciudad; por ser conocido como hombre de bien, no queriendo conservar mi vida valiéndome de medios tan indignos? Por otra parte, sabeis que jamás he querido tomar ninguna profesion en la que pudiera trabajar al mismo tiempo en provecho vuestro y en el mio, y que mi único objeto ha sido procuraros á cada uno de vosotros en particular el mayor de todos los bienes, persuadiéndoos á que no atendais & las cosas que os pertenecen ántes que al cuidado de vosotros mismos, para haceros más sabios y más perfectos, lo mismo que es preciso tener cuidado de la existencia de la república ántes de pensar en las cosas que la pertenecen, y así de lo demás.

Dicho esto, ¿de qué soy digno? De un gran bien sin duda, atenienses, si proporcionais verdaderamente la rocompensa al mérito; de un gran bien que pueda convenir á un hombre tal como yo. ¿Y qué es lo que conviene á un hombre pobre, que es vuestro bienhechor, y que tiene necesidad de un gran desahogo para ocuparse en exhortaros? Nada le conviene tanto, atenienses, como el ser alimentado en el Pritaneo, y esto le es más debido que á los que entre vosotros han ganado el premio en las corridas de caballos y carros en los juegos olímpicos[12]; porque éstos con sus victorias hacen que aparezcamos felices, y yo os hago, no en la apariencia, sino en la realidad. Por otra parte, éstos no tienen necesidad de este socorro, y yo la tengo. Si en justicia es preciso adjudicarme una recompensa digna de mí, esta es la que merezco, el ser alimentado en el Pritaneo.

Al hablaros así, atenienses, quizá me acusareis de que lo hago con la terquedad y arrogancia con que deseché ántes los lamentos y las súplicas. Pero no hay nada de eso.

El motivo que tengo es, atenienses, que abrigo la conviccion de no haber hecho jamás el menor daño á nadie queriéndolo y sabiéndolo. No puedo hoy persuadiros de ello, porque el tiempo que me queda es muy corto. Si tuvieseis una ley que ordenase que un juicio de muerte durara muchos dias, como se practica en otras partes, y no uno solo, estoy persuadido que os convenceria. ¿Pero qué medio hay para destruir tantas calumnias en un tan corto espacio de tiempo? Estando convencidísimo de que no he hecho daño á nadie, ¿cómo he de hacérmelo á mí mismo, confesando que merezco ser castigado, é imponiéndome á mí mismo una pena? ¡Qué! ¿Por no sufrir el suplicio á que me condena Melito, suplicio que verdaderamente no sé si es un bien ó un mal, iré yo á escoger alguna de esas penas, que sé con certeza que es un mal, y me condenaré yo mismo á ella? ¿Será quizá una prision perpétua? ¿Y qué significa vivir siempre yo esclavo de los Once?[13] ¿Será una multa y prision hasta que la haya pagado? Esto equivale á lo anterior, porque no tengo con que pagarla. ¿Me condenaré á destierro? Quizá confirmariais mi sentencia. Pero era necesario que me obcecara bien el amor á la vida, atenienses, si no viera que si vosotros, que sois mis conciudadanos, no habeis podido sufrir mis conversaciones ni mis máximas, y de tal manera os han irritado que no habeis parado hasta deshaceros de mí, con mucha más razon los de otros países no podrian sufrirme. Preciosa vida para Sócrates, si á sus años, arrojado de Atenas, se viera errante de ciudad en ciudad como un vagabundo y como un proscrito! Sé bien, que, á de quiera que vaya, los jóvenes me escucharán, como me escuchan en Atenas; pero si los rechazo harán que sus padres me destierren; y si no los rechazo, sus padres y parientes me arrojarán por causa de ellos.

Pero me dirá quizá alguno: —¡Qué! Sócrates, ¿si marchas desterrado no podrás mantenerte en reposo y guardar silencio? Ya veo que este punto es de los más difíciles para hacerlo comprender á alguno de vosotros, porque si os digo que callar en el destierro seria desobedecer á Dios, y que por esta razon me es imposible guardar silencio, no me creeriais y mirariais esto como una ironía; y si por otra parte os dijese que el mayor bien del hombre es hablar de la virtud todos los dias de su vida y conversar sobre todas las demás cosas que han sido objeto de mis discursos, ya sea examinándome á mí mismo, ya examinando á los demás, porque una vida sin exámen no es vida, aún me creeriais menos. Así es la verdad, atenienses, por más que se os resista creerla. En fin, no estoy acostumbrado á juzgarme acreedor á ninguna pena. Verdaderamente si fuese rico, me condenaria á una multa tal, que pudiera pagarla, porque esto no me causaria ningun perjuicio; pero no puedo, porque nada tengo, á menos que no querais que la multa sea proporcionada á mi indigencia, y en este concepto podria extenderme hasta una mina de plata, y á esto es á lo que yo me condeno. Pero Platon, que está presente, Criton, Critobulo y Apolodoro quieren que me extienda hasta treinta minas, de que ellos responden. Me condeno pues á treinta minas, y hé aquí mis fiadores, que ciertamente son de mucho abono.


(Habiéndose Sócrates condenado á sí mismo á la multa por obedecer á la ley, los jueces deliberaron y le condenaron á muerte, y entónces Sócrates tomó la palabra y dijo:)


En verdad, atenienses, por demasiada impaciencia y precipitacion vais á cargar con un baldon y dar lugar á vuestros envidiosos enemigos á que acusen á la república de haber hecho morir á Sócrates, á este hombre sabio, porque para agravar vuestra vergonzosa situacion, ellos me llamarán sabio aunque no lo sea. En lugar de que si hubieseis tenido un tanto de paciencia, mi muerte venia de suyo, y hubieseis conseguido vuestro objeto, porque ya veis que en la edad que tengo estoy bien cerca de la muerte. No digo esto por todos los jueces, sino tan sólo por los que me han condenado á muerte, y á ellos es á quienes me dirijo. ¿Creeis que yo hubiera sido condenado, si no hubiera reparado en los medios para defenderme? ¿Creeis que me hubieran faltado palabras insinuantes y persuasivas? No son las palabras, atenienses, las que me han faltado; es la impudencia de no haberos dicho cosas que hubierais gustado mucho de oir. Hubiera sido para vosotros una gran satisfaccion haberme visto lamentar, suspirar, llorar, suplicar y cometer todas las demás bajezas que estais viendo todos los dias en los acusados. Pero en medio del peligro, no he creido que debia rebajarme á un hecho tan cobarde y tan vergonzoso, y despues de vuestra sentencia no me arrepiento de no haber cometido esta indignidad, porque quiero más morir despues de haberme defendido como me he defendido, que vivir por haberme arrastrado ante vosotros. Ni en los tribunales de justicia, ni en medio de la guerra, debe el hombre honrado salvar su vida por tales medios. Sucede muchas veces en los combates, que se puede salvar la vida muy fácilmente, arrojando las armas y pidiendo cuartel al enemigo, y lo mismo sucede en todos los demás peligros; hay mil expedientes para evitar la muerte; cuando está uno en posicion de poder decirlo todo ó hacerlo todo. ¡Ah! Atenienses, no es lo difícil evitar la muerte; lo es mucho más evitar la deshonra, que marcha más ligera que la muerte. Esta es la razon, porque, viejo y pesado como estoy, me he dejado llevar por la más pesada de las dos, la muerte mientras que la más ligera, el crímen, esta adherida á mis acusadores, que tienen vigor y ligereza. Yo voy á sufrir la muerte, á la que me habeis condenado, pero ellos sufrirán la iniquidad y la infamia á que la verdad les condena. Con respecto á mí, me atengo á mi castigo, y ellos se atendrán al suyo. En efecto, quizá las cosas han debido pasar así, y en mi opinion no han podido pasar de mejor modo.

¡Oh vosotros! que me habeis condenado á muerte, quiero predeciros lo que os sucederá, porque me veo en aquellos momentos, cuando la muerte se aproxima, en que los hombres son capaces de profetizar el porvenir. Os lo anuncio, vosotros que me haceis morir, vuestro castigo no tardará, cuando yo haya muerto, y será ¡por Júpiter! más cruel que el que me imponeis. En deshaceros de mí, sólo habeis intentado descargaros del importuno peso de dar cuenta de vuestra vida, pero os sucederá todo lo contrario; yo os lo predigo.

Se levantará contra vosotros y os reprenderá un gran número de personas, que han estado contenidas por mi presencia, aunque vosotros no lo apercibiais; pero despues de mi muerte serán tanto más importunos y difíciles de contener, cuanto que son más jóvenes; y más os irritareis vosotros, porque si creeis que basta matar á unos para impedir que otros os echen en cara que vivís mal, os engañais. Esta manera de libertarse de sus censores ni es decente, ni posible. La que es á la vez muy decente y muy fácil es, no cerrar la boca á los hombres, sino hacerse mejor. Lo dicho basta para los que me han condenado, y los entrego á sus propios remordimientos.

Con respecto á los que me habeis absuelto con vuestros votos, atenienses, conversaré con vosotros con el mayor gusto, mientras que los Once estén ocupados, y no se me conduzca al sitio donde deba morir. Concededme, os suplico, un momento de atencion, porque nada impide que conversemos juntos, puesto que da tiempo. Quiero deciros, como amigos, una cosa que acaba de sucederme, y explicaros lo que significa. Sí, jueces mios, (y llamándoos así no me engaño en el nombre) me ha sucedido hoy una cosa muy maravillosa. La voz divina de mi demonio familiar que me hacia advertencias tantas veces, y que en las menores ocasiones no dejaba jamás de separarme de todo lo malo que iba á emprender, hoy, que me sucede lo que veis, y lo que la mayor parte de los hombres tienen por el mayor de todos los males, esta voz no me ha dicho nada, ni esta mañana cuando salí de casa, ni cuando he venido al tribunal, ni cuando he comenzado á hablaros. Sin embargo, me ha sucedido muchas veces, que me ha interrumpido en medio de mis discursos, y hoy á nada se ha opuesto, haya dicho ó hecho yo lo que quisiera. ¿Qué puede significar esto? Voy á decíroslo. Es que hay trazas de que lo que me sucede es un gran bien, y nos engañamos todos sin duda, si creemos que la muerte es un mal. Una prueba evidente de ello es que si yo no hubiese de realizar hoy algun bien, el Dios no hubiera dejado de advertírmelo como acostumbra.

Profundicemos un tanto la cuestion, para hacer ver que es una esperanza muy profunda la de que la muerte es un bien.

Es preciso de dos cosas una: ó la muerte es un absoluto anonadamiento y una privacion de todo sentimiento, ó, como se dice, es un tránsito del alma de un lugar á otro. Si es la privacion de todo sentimiento, una dormida pacífica que no es turbada por ningun sueño, ¿qué mayor ventaja puede presentar la muerte? Porque si alguno, despues de haber pasado una noche muy tranquila sin ninguna inquietud, sin ninguna turbacion, sin el menor sueño, la comparase con todos los demás dias y con todas las demás noches de su vida, y se le obligase á decir en conciencia cuántos dias y noches habia pasado que fuesen más felices que aquella noche; estoy persuadido de que no sólo un simple particular, si no el mismo gran rey, encontraria bien pocos, y le seria muy fácil contarlos. Si la muerte es una cosa semejante, la llamo con razon un bien; porque entonces el tiempo todo entero no es más que una larga noche.

Pero si la muerte es un tránsito de un lugar á otro, y si, segun se dice, allá abajo está el paradero de todos los que han vivido, ¿qué mayor bien se puede imaginar, jueces mios? Porque si, al dejar los jueces prevaricadores de este mundo, se encuentran en los infiernos los verdaderos jueces, que se dice que hacen allí justicia, Minos, Radamanto, Eaco, Triptolemo y todos los demás semi-dioses que han sido justos durante su vida, no es este el cambio más dichoso? ¿A qué precio no comprariais la felicidad de conversar con Orfeo, Museo, Hesiodo y Homero? Para mí, si es esto verdad, moriria gustoso mil veces. ¿Qué trasporte de alegría no tendria yo cuando me encontrase con Palamedes, con Afax, hijo de Telamon, y con todos los demás héroes de la antigüedad, que han sido víctimas de la injusticia? ¡Qué placer el poder comparar mis aventuras con las suyas! Pero aún seria un placer infinitamente más grande para mí pasar allí los dias, interrogando y examinando á todos estos personajes, para distinguir los que son verdaderamente sabios de los que creen serlo y no lo son. ¿Hay alguno, jueces mios, que no diese todo lo que tiene en el mundo por examinar al que condujo un numeroso ejército contra Troya ó Ulises ó Sisifo y tantos otros, hombres y mujeres, cuya conversacion y exámen serian una felicidad inexplicable? Estos no harian morir á nadie por este exámen, porque además de que son más dichosos que nosotros en todas las cosas, gozan de la inmortalidad, si hemos de creer lo que se dice.

Esta es la razon, jueces mios, para que nunca perdais las esperanzas aún despues de la tumba, fundados en esta verdad; que no hay ningun mal para el hombre de bien, ni durante su vida, ni despues de su muerte; y que los dioses tienen siempre cuidado de cuanto tiene relacion con él; porque lo que en este momento me sucede á mí no es obra del azar, y estoy convencido de que el mejor partido para mí es morir desde luego y libertarme así de todos los disgustos de esta vida. Hé aquí por qué la voz divina nada me ha dicho en este dia. No tengo ningun resentimiento contra mis acusadores, ni contra los que me han condenado, áun cuando no haya sido su intencion hacerme un bien, sino por el contrario hacerme un mal, lo que seria un motivo para quejarme de ellos. Pero sólo una gracia tengo que pedirles. Cuando mis hijos sean mayores, os suplico los hostigueis, los atormenteis, como yo os he atormentado á vosotros, si veis que prefieren las riquezas á la virtud, y que se creen algo cuando no son nada; no dejeis de sacarlos á la vergüenza, si no se aplican á lo que deben aplicarse, y creen ser lo que no son; porque asi es como yo he obrado con vosotros. Si me concedeis esta gracia, lo mismo yo que mis hijos no podremos ménos de alabar vuestra justicia. Pero ya es tiempo de que nos retiremos de aquí, yo para morir, vosotros para vivir. ¿Entre vosotros y yo, quién lleva la mejor parte? Esto es lo que nadie sabe, excepto Dios.


  1. Los últimos acusadores de Sócrates fueron Anito, que murió despues lapidado en el Ponto, Licon, que sostuvo la acusacion, y Melito. Vease á Eutifron.
  2. Se llamaban así los poetas que hacian himnos en honor de Baco.
  3. Homero. Iliada, lib. 18, v. 96-98.
  4. Homero. Iliada, lib. 18, v. 104.
  5. Sócrates se distinguió por su valor en los dos primeros sitios, y en la batalla de Delio salvó la vida á Xenofonte, su discípulo, y á Alcibiades.
  6. Este combate fué dado por Cellicratidas, general de los lacedemonios, contra los diez generales atenienses. Estos últimos consiguieron la victoria.
  7. Tolos era la sala de despacho de los Pritaneos ó senadores.
  8. Cuando Socrates fué condenado, Apolodoro exclamó: Sócrates, lo que me aflige más es verte morir inocente! Sócrates, pasándole la mano suavemente por la cabeza, le dijo con la risa en los labios:—Amigo mio, ¿querrias más verme morir culpable?
  9. Odissea, lib. 19, v. 163.
  10. Era preciso que el acusador obtuviese la mitad más una quinta parte de votos.
  11. La ley permitia al acusado condenarse á una de estas tres penas; prision perpétua, multa, destierro. Sócrates no cayó en este lazo.
  12. Los ciudadanos de grandes servicios eran mantenidos en el Pritaneo con los cincuenta senadores en ejercicio,
  13. Eran los magistrados encargados de la vigilancia de las prisiones.