Aurora roja/Parte I/V
V
Juan llevó a la Exposición el grupo de Los Rebeldes, una figura de una trapera, hecha en París, y el busto de la Salvadora. Estaba contento; había ambiente para su obra.
Algunos decían que el grupo de Los Rebeldes recordaba demasiado a Meunier; que en la Trapera se veía la imitación de Rodin; pero todos estaban conformes en que el retrato de la Salvadora era una obra exquisita, de arte tranquilo, sin socaliñas ni martingalas.
A los pocos días de inaugurarse la Exposición, Juan tenía ya varios encargos.
Satisfecho de su éxito, y para celebrarlo, invitó a su familia a comer un día en el campo. Fue un domingo, una tarde de mayo, hermosa.
-Vamos a la Bombilla -dijo Juan-. Eso debe ser muy bonito.
-No, suele haber demasiada gente -replicó Manuel-. Iremos a un merendero del Partidor.
-Donde queráis; yo no conozco ninguno.
Salieron de casa, la Ignacia, la Salvadora, Juan, Manuel y el chico; siguieron la calle de Magallanes, entre las dos tapias, hasta salir por el antiguo camino de Aceiteros, frente al cementerio de San Martín. Las copas de los negros cipreses se destacaban por encima de las tapias en el horizonte luminoso. Pasaron por delante del camposanto; había allí sombra y se sentaron a contemplar los patios a través de la verja.
-¡Qué hermoso es! -dijo Juan.
El cementerio, con su columnata de estilo griego y sus altos y graves cipreses, tenía un aspecto imponente. En las calles y en las plazoletas, formadas por los mirtos amarillentos, había cenotafios de piedra ya desgastados, y en los rincones, tumbas, que daban una impresión poética y misteriosa.
Mientras contemplaban el camposanto, aparecieron los dos Rebolledos y el señor Canuto.
-?Qué, se va de paseo? -elijo el jorobado.
-Sí, a merendar -contestó Juan-. ¿Si quieren venir con nosotros?
-Hombre... vamos allá.
Siguieron todos reunidos el curso del canalillo. Luego, abandonándolo y a campo traviesa, marcharon en dirección de Amaniel.
Bajaron el repecho de una colina.
Se veía enfrente una vallada ancha, dorada por el sol, y en el fondo, sobre el cielo de turquesa, el Guadarrama, muy azul, con sus cumbres de plata bruñida. Resplandecía el césped cuajado de flores silvestres, brillaban los macizos de amapolas como manchas de sangre caídas en la hierba, y en los huertos, entre las filas de árboles frutales, se destacaban con violencia las rosas rojas, los lirios de color venenoso, las campanillas de las azucenas y las grandes flores extrañas de los altos y espléndidos girasoles.
Un estanque rectangular ocupaba el centro de una de las huertas, y por su superficie plana, negra y verdosa, nadaban los patos, blancos como copos de nieve, y al cortar el agua dejaban en ella un temblor refulgente de rayos deslumbradores.
-Pero esto es muy bonito -decía Juan a la Salvadora-;todo el mundo me ha dicho que Madrid era muy feo.
-Yo no sé, como no he visto nada -replicó ella sonriendo.
Desde una loma se veían unos merenderos hundidos entre árboles. Se oía el rumor de los organillos.
-Vamos a meternos en uno de éstos -dijo Juan. Bajaron hasta llegar frente a un arco con este letrero:
A LOS PLACERES DE VENUS
HAY PIANO Y MUCHO MOVIMIENTO
-No vaya a venir aquí golfería -dijo Manuel a su hermano. -Quiá, hombre.
Entraron, y por una rampa en cuesta, entre boscaje, bajaron a un cobertizo de madera con mesas rústicas, espejos y unas cuantas ventanas con persianas verdes. A un lado había un mostrador como de taberna; en medio, un organillo con ruedas.
No había mas que tres o cuatro mesas ocupadas, y en el mostrador, un viejo y varios mozos de café.
-Esto parece una casa de baños -dijo Juan-; parece que por una de esas ventanas se ha de ver el mar. ¿No es verdad?
Se acercó uno de los mozos a la mesa a preguntarles lo que deseaban.
-Pues, nada; queremos merendar.
-Tendrán ustedes que esperar algo.
-Sí; esperaremos.
En esto, el señor viejo que estaba en el mostrador salió de allá, se acercó a ellos, les saludó respetuosamente, agitando la gorra en la mano, y, sonriendo, dijo:
-Señores: soy el amo de este establecimiento, en donde han tomado ustedes asiento y se les servirá un alimento con un buen condimento, que aquí hay un buen sentimiento, aunque poco ornamento, y si alguno está sediento, se le traerá un refrescamiento; conque vean este documento -y enseñó una lista de los precios - y ande el movimiento.
Ante un discurso tan absurdo, todo el mundo quedó asombrado; el viejo se sonrió y remató su perorata exclamando:
-¡Mátala! ¡Viva la niña!
Leyeron la lista de los precios; llamaron al mozo, quien los dijo que, si les parecía bien, podrían trasladarse a un cuarto que daba a la terraza, donde estarían solos.
Subieron por unas escaleras a un barracón largo, dividido en compartimientos, con un corredor a un lado.
Un par de chulos de chaqueta corta y pantalón de odalisca, sacaron el organillo a la terraza. Iba entrando gente, y las parejas comenzaban a bailar.
Trajeron la merienda, el vino y la cerveza, y se iban a poner a comer, cuando volvió el amo del merendero y saludó con la gorra en la mano.
-Señores -dijo: -Si están ustedes bien en este departamento y sienten desfallecimiento, deben dedicarse pronto al mandamiento y echar fuera el entristecimiento, el descontendo y el desaliento. Por eso digo yo, y no miento, mi mejor argumento: ¡Ande el movimiento!
Rebolledo, el jorobado, que miraba al viejo sonriendo, agazapado en su silla como un conejo, terminó la alocución gritando:
-¡Mátala! ¡Viva la niña! .
El viejo sonrió y ofreció su mano al jorobado, quien se la estrechó cómicamente. Todos, se echaron a reír a carcajadas, y el viejo, muy satisfecho de su éxito, se marchó por el corredor. Al único a quien no le pareció bien la cosa fue al señor Canuto, que murmuró:
-¿A qué viene este burgante con esas teorías?
-¿Qué teorías? preguntó Juan algo asombrado.
-Esas simplezas que viene diciendo, que no son más que teorías... alegorías, chapucerías y nada más. Eso es.
-En vez de tonterías, dice teorías el señor Canuto -advirtió Manuel a Juan, por lo bajo.
-¡Ah, vamos! Comieron alegremente al son del pianillo, que tocaba tangos, polcas y pasodobles. La terraza, poco a poco se había llenado de gente.
-Qué, ¿echamos un baile, señora Ignacia? -dijo Perico a la hermana de Manuel.
-Yo, ¡Dios bendito! ¡Qué barbaridad!
-Y usted, ¿no baila? -preguntó Juan a la Salvadora.
-No, casi nunca.
-Yo la sacaría a usted si supiera. Anda, tú, Manuel. No seas poltrón.
Sácala a bailar.
-Si quiere, vamos.
Salieron por el corredor al patio enlosado, mientras el organillo tocaba un pasodoble. Bailaba la Salvadora recogiéndose la falda con la mano, con verdadera gracia y sin el movimiento lascivo de las demás mujeres.
Cuando acabó el baile, Perico Rebolledo, algo turbado, le pidió que bailara con él.
Al volver Manuel al sitio donde había merendado, tropezó en el corredor con dos señoritos y dos mujeres. Una de éstas se volvió a mirarle. Era la Justa. Manuel hizo como que no la había conocido y se sentó al lado del señor Canuto.
Volvió la Salvadora de bailar, con las mejillas rojas y los ojos brillantes, y se puso a abanicarse.
-¡Olé ahí las chicas bonitas! -dijo el jorobado-. Así me gusta a mí la Salvadora; coloradita y con los ojos alegres. Señor artista, fíjese usted y vaya tomando apuntes.
Ya me fijo -contestó Juan.
La Salvadora sonrió ruborizada y miró a Manuel, que estaba violento. Trató de buscar el motivo del malestar de Manuel, cuando sorprendió una mirada de la justa, fija, dura, llena de odio.
-Será la que vivió antes con él -pensó la Salvadora, y, con indiferencia, la estuvo observando.
En esto vino el mozo, y, acercándose a Manuel, le dijo:
-De parte de aquella señora, que si quiere usted pasar a su mesa.
-¡Gracias! Dígale usted a esa señora que estoy aquí con mis amigos.
Al recibir la contestación, la justa se levantó y fue acercándose por la galería adonde estaba Manuel.
-Viene hacia aquí esa pelandusca -dijo la Ignacia.
-Más te vale ver lo que quiere -añadió la Salvadora con ironía. Manuel se levantó y salió al corredor.
-¿Qué? -exclamó de un modo agresivo-. ¿Qué hay?
-Na -contestó ella-. ¿Es que no te dejaban ésas salir?
-No; es que a mí no me daba la gana.
-¿Quién es esa que está contigo? ¿Tu querida? -y señaló a la Salvadora.
-No.
-¿Tu novia?... Chico, tienes mal gusto. Parece un fideo raído.
-¡Pchs! Bueno.
-¿Y ese de los pelos?
-Es mi hermano.
-Es simpático. ¿Es pintor?
-No; es escultor.
-Vamos, artista. Chico, pues me gusta. Preséntame a él.
Manuel la miró y sintió una impresión repelente. La Justa había tomado un aspecto de bestialidad repulsiva; su cara se había transformado haciéndose más torpe; el pecho y las caderas estaban abultados; el labio superior lo sombreaba un ligero vello azulado; todo su cuerpo parecía envuelto en grasa, y hasta su antigua expresión de viveza se borraba, como ahogada en aquella gordura fofa. Tenía todas las trazas de una mujerona de burdel que ejerce su oficio con una perfecta inconsciencia.
-¿Dónde vives? -la preguntó Manuel.
-En la calle de la Reina, en casa de la Andaluza. No es cara la casa. ¿Irás?
-No -dijo Manuel secamente, y, volviéndole la espalda, se acercó adonde estaban los suyos.
-Muy flamenca, guapetona -dijo el jorobado.
Manuel se encogió de hombros con indiferencia.
-¿Qué le has dicho? -preguntó Perico-. Se ha quedado paralizada.
El organillo no dejaba de tocar un momento; la justa, su compañera y los dos señoritos, comenzaron a ponerse impertinentes. Reían, gritaban, tiraban huesos de aceituna. La Justa miraba siempre a la Salvadora de una manera fulminante.
-¿Por qué me mira así esa mujer? -y la Salvadora hizo esta pregunta a Manuel, sonriendo.
-¿Qué sé yo? -contestó él con tristeza-. ¿Vámonos?
-Estamos bien aquí, hombre -dijo Juan.
-¿Os habéis incomodado porque he hablado con ésa? -preguntó Manuel a la Salvadora.
-¿Nosotras? ¿Por qué? -y la Salvadora volvió rápidamente la cabeza y le relampaguearon los ojos.
Uno de los señoritos salió a bailar con la Justa, y, al pasar por delante de donde estaba Manuel y los otros, hizo en voz alta algún comentario insultante acerca de las melenas de Juan.
-Vámonos -repitió Manuel.
A sus instancias, se levantaron; pagó Juan y salieron.
-Ahí va uno que se lleva la merienda guardada -dijo uno de los que bailaban al ver pasar al jorobado.
Perico se detuvo, dispuesto a pegarse con el que insultara a su padre; pero Manuel le cogió del brazo y lo empujó hacia la salida.
-Esto es lo que no pasa en ningún lado -dijo Juan-. Sólo aquí hay este afán de insultar y de molestar a la gente.
-Falta de educación -mumuró el jorobado con indiferencia.
-Y luego no pasa nada -añadió Perico-;porque a uno de estos chulapones, con toda su fachenda, se le da un golpe y se queda con él, alborota mucho y nada.
-Pero es muy desagradable -repuso Juan- eso de no poder ir a ningún lado sin que alguien trate de ofenderle a uno. En el fondo de esto -dijo después burlonamente- hay un espíritu provinciano. Recuerdo que en Londres, en uno de esos parques enormes que hay allá, por las tardes veía jugar a la raqueta a dos señores, uno gordo, bajito, con una gorrita en la cabeza, y el otro flaco, esquelético, con levita y sombrero de paja.
Yo iba con un español y un inglés, y el español, como es natural, se las echaba de gracioso. Al ver aquel par de tipos, verdaderamente ridículos, que jugaban en medio de una porción de personas que les miraban muy serios, el español dijo: «Esto no podría pasar en Madrid, porque se reirían de ellos y tendrían que dejar su juego». «Sí -contestó el inglés-; ése es el espíritu provinciano, propio de un pueblo pequeño; pero a un inglés de Londres no le asombra nada, ni por muy grande, ni por muy ridículo que sea».
-Lo partió por el eje -dijo el señor Canuto guiñando un ojo maliciosamente.
-Yo no les hubiera hecho caso -dijo la Salvadora, que no oyó el cuento de Juan.
-Ni yo -añadió la Ignacia-. ¡Jesús bendito, qué mujer! ¿Qué descaro!; ¡es una perdición!
-Bueno, bueno: por eso mismo me he querido yo marchar, por evitar una riña -saltó Manuel-; porque a vosotras os gusta armarla, y luego, si viene alguna consecuencia desagradable, entonces vienen las lamentaciones.
-Si tú tienes mal humor por el encuentro, nosotras no tenemos la culpa -repuso la Salvadora.
Manuel enmudeció y volvieron hacia Madrid, tomando el camino de la Moncloa. Después, por la calle de Rosales, se metieron en el paseo de Areneros.
Al llegar aquí había oscurecido; pasaban los tranvías, atestados, haciendo sonar sus timbres; se acercaban unos, otros huían rápidamente hasta que en el aire polvoriento se perdían las miradas rojas o verdes de sus farolillos redondos.
Desde la proximidad del hospital de la Princesa, hacia el campo, se veían paredones blancos, ventanas abiertas, iluminadas, de casas de cuatro pisos de Vallehermoso. A lo lejos se divisaba el horizonte confuso, rojizo, y los desmontes, dorados por los últimos rayos del sol, que se dibujaban en líneas rectas en el cielo.
-Da todo esto una impresión angustiosa, ¿verdad? -dijo Juan.
Nadie le contestó. Iba oscureciendo aún más; la noche arrojaba puñados de ceniza sobre el paisaje; el cielo tornaba un color siniestro, gris, sucio, surcado por algunas vagas estrías rojizas; la llama oscilante de los faroles se estremecía en el aire polvoriento.
En el final del paseo, Juan se despidió de todos. Luego, solo, se detuvo un momento a mirar el campo. Enfrente se veía la torre de ladrillo del Hospital de Clérigos; más lejos, una cúpula plomiza y los cipreses del cementerio de San Martín, destacándose en el horizonte. De la chimenea de la fábrica de electricidad salía el humo a borbotones densos, v en el aire pesado del crepúsculo iba extendiéndose paralelamente a la tierra como un escuadrón de caballos salvajes.
Y el paisaje árido, unido a la pobreza de las construcciones, a los gritos de la gente, a la pesadez del aire, al calor, daba una impresión de fatiga, de incomodidad, de vida sórdida y triste...