Aurora roja/Parte II/VI
VI
Casi todos los domingos había presentación de un compañero en la «Aurora roja». Los dos más curiosos, por lo exóticos, fueron un francés y un ruso.
El francés era un joven anguloso, torcido, raro, con los ojos bizcos, los pómulos salientes y una perilla de chivo.
Se presentó dando grandes apretones de mano y haciendo reverencias ceremoniosas a todos. Habló largamente de sus viajes de vagabundo. Él era el hombre de las carreteras; ninguno le entendía bien: parte porque hablaba incorrectamente el castellano, y parte porque sus teorías eran incomprensibles.
-¿Y no tienes familia, compañero? -le preguntó alguno.
-Sí -contestó él-; pero quisiera ver a mi padre, a mi madre y a mis hermanos ahorcados en un jardín reducido.
Después de contar sus aventuras, habló de que había visto a Ravachol, y cantó la canción del Pere Duchesne, a la cual el terrible anarquista había puesto letra, y que iba entonando al ir a la guillotina, en Montbrison.
Caruty, con las manos en la espalda, como si estuviera atado, y lanzando a derecha y a izquierda miradas de altivo desprecio, se puso a cantar:
Peuple trop oublieux
Nom de Dieu.
Ya se figuraba el francés que era Ravachol y que iba insultando a los burgueses. En la canción, se le aconsejaba al pueblo que no fuera generoso, que no fuera militar, que tirara todos los cuarteles a tierra, todo esto acentuado por vigorosos Nom de Dieu. Terminaba la canción, diciendo:
Luego, ya entrenado, Caruty cantó canciones socialistas y otras de café-concierto de Bruant y de Rictus...
Otro de los presentados fue un judío que se llamaba Ofkin. Era éste comisionista y viajaba por una casa de París, y vendía toda clase de esencias y de perfumes. Era un fanático, muy frío y muy seco. Tenía el pelo castaño, la barba en punta, la mirada azul; era muy pálido; en el cuello se le notaban cicatrices escrofulosas; vestía levita larga y negra, pantalón claro y sombrero de paja pequeño y flexible. Con esta indumentaria parecía un charlatán de feria. Hablaba una mezcla de castellano, de italiano y de francés.
Su conferencia fue de un carácter opuesto a la de Caruty.
La del francés, todo arte, y la del ruso, todo ciencia.
Para Ofkin, la cuestión social era una cuestión de química, de creación de albuminoides por síntesis artificiales. Transformar pronto las substancias inorgánicas en orgánicas: ésta era la base para resolver la lucha por la vida. Que tantos millones de hombres inorganizan tanta cantidad de substancia orgánica, pues todo es cuestión de volver a organizarla. Esto, aseguró el ruso que se había hecho ya; se estaba trabajando en crear el protylo, una substancia protoplasmática primitiva, parecida al bathibyus de Haecke1, con vida y crecimiento. De aquí a la creación de la célula no había mas que un paso.
El auditorio del juego de bolos no se entusiasmó con el protylo tanto como el judío ruso; se miraron todos, unos a otros, un poco asombrados.
A Manuel le produjo el efecto de que la anarquía de aquel señor era también algún producto químico, encerrado en un frasco.
Un domingo de abril, por la tarde, se habían reunido en el invernadero, huyendo de la lluvia unos cuantos y charlaban alrededor de la mesa.
-¿Y Maldonado? -preguntó Manuel al llegar y notar su falta.
-Ya no viene -dijo Prats.
-¡Hombre, me alegro!
-Todos dicen lo mismo -exclamó el Madrileño-. Maldonado es el tipo del republicano español. ¡Son admirables esos tíos!
-¿Por qué? -dijo el Bolo.
-Sí, hombre; odian a los aristócratas, porque no pueden ser aristócratas; se las echan de demócratas, y les molesta todo lo plebeyo; se las echan de héroes, y no han hecho ninguna heroicidad; se las echan de Catones, y el uno tiene casa de juego; el otro, una taberna... ¡Rediós!
Coupe le curé en deux |
Así es muy fácil ser austero... Luego todos son absolutistas..., y toda su emancipación consiste en dejar de creer en el Papa para creer en Salmerón o en cualquier fabricante de frases por el estilo... A nosotros nos odian porque ya discurrimos sin necesidad de ellos.
-¡Qué mala intención tienes! -dijo el Bolo, que era anarquista con simpatías republicanas-. Hay que verles a esos en el Congreso.
-Yo no he estado nunca en el Congreso -replicó el Madrileño.
-Ni yo -añadió Prats.
-Yo sí -repuso el Libertario.
-¿Y qué? -le preguntaron.
-¿Vosotros habéis visto la jaula de monos del Retiro?..., pues una cosa parecida... Uno toca la campana, el otro come caramelos, el otro grita...
-¿Y el Senado?
-¡Ah! Esos son los viejos chimpancés... muy respetables.
-¡Qué guasón! -dijo el Bolo.
Siguieron hablando. Manuel aprovechó la clara para ir a su casa y preguntar a la Salvadora si pensaba salir, y viendo que no quería, volvió al juego de bolos.
Hablaba en aquel momento el Libertario.
-¿Cómo se llega a tener las ideas? -decía-. ¿Quién lo sabe?... Hace algunos años, en París, se presentó una mañana, en mi guardilla un mocetón alto, fornido, afeitado, con cara de cura.
-¿No me conoce usted? -me dijo con acento andaluz cerrado.
-No. Ya me figuro que debe usted ser paisano, pero no le conozco.
-Pero ¿no se acuerda usted de Antonio, el hijo del sacristán del pueblo?
-¡Ah!... ¿eres tú?, ¿y qué haces aquí?
-Nada; vengo de Cardiff; he estado trabajando cerca de un año en las minas.
-¿Y en el pueblo?
-Aquello está muerto. Allá no se puede vivir.
-¿Y qué piensas hacer?
-Me voy a América. Tengo una recomendación para un capitán que hace la travesía de Burdeos a la Habana.
Le llevé a mi restaurante: un agujero de Montrouge; un nido de anarquistas y revolucionarios rusos. Las mujeres se entusiasmaron con mi paisano, por el aire bárbaro e ingenuo que tenía. La verdad es que el chico era simpático y modesto, lo que es bastante raro en un andaluz.
Después de comer solíamos cantar todos a coro, hombres y mujeres. El dueño del tabernucho, el Pere David, nos suplicaba que no gritásemos; pero no le hacíamos caso, y desde la calle se oían las canciones anarquistas.
Había una que, cuando le expliqué a mi paisano lo que significaba, le entusiasmó; no la recuerdo ahora, hablaba de la dinamita...
-¿Sería ésta? -preguntó Caruty; y se puso a cantar:
-Eso es -dijo el Libertario-. Eso de «dynamitons» entusiasmaba a mi paisano.
-¿Qué quieren éztos? -me decía.
-Derribarlo todo -le contestaba yo.
-¿ Tó?
-¡Todo!... Monarquía, República, curas, reyes, obispos... ¡todo abajo!
-¡Qué gachós! -decía él, con una admiración de salvaje...
»Se fue con una de las mujeres del restaurante y le perdí de vista; unos meses después, cuando se comenzó la revisión del proceso Dreyfus, en París, a cada paso había alborotos en las calles. Un día los anarquistas organizaron una manifestación en la plaza de la República. A la cabeza iban Sebastián Faure y sus amigos. Se veían tipos raros, melenudos, con levitas largas y entalladas, gente pálida, de mirada triste... Luego venía una tropa que daba miedo, unos tíos de barbas, chillando, amenazando con el bastón y con los puños, y entre ellos, aprendices de taller y gomosos elegantes...; una mezcolanza que ni Dios la entendía. Iban por el bulevar Magenta hacia la estación de Estrasburgo. Un grupo llevaba una gran bandera roja, y tras él venían otros grupos cantando Les Lampions, y gritando de cuando en cuando, pero muchas veces seguidas:
»-¡Viva Zola! ¡Viva Zola! ¡Viva Zola!
»Se oían también gritos chillones de ¡Viva la Anarquía!, y el público comenzaba a correr asustado.
»En esto salieron de una bocacalle doscientos o trescientos municipales, y como una cuña entraron entre los manifestantes, a puñetazos y empujones y cortaron la manifestación. Veinte o treinta cargaron sobre el grupo que llevaba la bandera e intentaron cogerla. La bandera retrocedió, anduvo si caigo o no caigo, inclinándose, levantándose... Yo me paré a ver en qué terminaba aquello.
»Ya iba a desaparecer la bandera entre la gente, cuando de pronto se irguió de nuevo; los manifestantes se pusieron a cantar La Marsellesa como locos, cargaron sobre los guardias y los arrollaron. Toda la avalancha pasó gritando, vociferando, y se rehizo la manifestación. Yo me adelanté, cruzando unas callejuelas, hasta salir otra vez al bulevar.
»Al pasar junto a mí, iba la bandera roja desplegada, y la llevaba mi paisano el andaluz, que marchaba en medio de una turba de exaltados.
Dame dynamite |
El muchacho me miró con los ojos como ascuas... Se alejaron. Desde alguna distancia, La Marsellesa, cantada por miles de personas, resonaba como una tempestad, y yo veía por encima de la multitud ondear la bandera roja, que brillaba, soberbia y triunfante, como una entraña sangrienta.
El Libertario dejó de hablar; los demás quedaron silenciosos. En las pupilas de todos había como un destello siniestro, y en los labios contraídos, una expresión de amargura. Afuera caía mansamente la lluvia suave de la primavera...
-Ése no era más que un sentimental -dijo de pronto Prats.
-¿Y qué? -preguntó Juan.
-Creía en la Anarquía como en la Virgen del Pilar.
-En todo lo que se cree, se cree lo mismo -contestó Juan.
-Yo -dijo Skopos, que era un muchachito afeitado, grabador, hijo de un griego, vendedor de esponjas, y que acababa de ingresar en el grupoconocí a Angiolillo en Barcelona; nos reuníamos unos cuantos en un cafetín próximo a la Rambla. Casi todos éramos anarquistas platónicos.
Una vez, por cierto, dos de los más jóvenes del grupo fueron a un club en donde había bombas, y cada uno cargó con la suya, y salieron a la calle. Anduvieron de un lado a otro, sin saber dónde colocarlas.
Contaban ellos que iban a una casa rica a poner la bomba, y el uno le decía al otro: «¿Y si hay chicos aquí?» Por último, fueron al puerto y tiraron las bombas al mar.
-¿Y Angiolillo? -preguntó Juan.
-Pues solíamos verle muchas veces. Era un tipo delgado, muy largo, muy seco, muy fino en sus ademanes, que hablaba con acento extranjero. Cuando supe lo que había hecho, me quedé asombrado.
¡Quién podía esperar aquello de un hombre tan suave y tan tímido!
-¡Ése era también un sentimental! -exclamó Prats.
-Con muchos sentimentales así se hubiera hecho ya la revolución - repuso el Libertario.
Para mí, el verdadero tipo del anarquista es Pallás -añadió Prats.
-¡Claro! Como que era catalán -dijo con sorna el Madrileño.
-No -murmuró el Libertario-. Cada uno tiene el derecho de ser de donde le dé la gana.
-No; si yo no niego ese derecho -replicó el Madrileño-; yo lo que quiero decir es que si él no tiene ninguna satisfacción por ser paisano nuestro, nosotros no tenemos tampoco ningún entusiasmo por ser paisanos de los catalanes.
-Todos los españoles son dogmáticos y autoritarios -siguió diciendo el catalán, haciendo como que no oía la observación-; lo mismo los andaluces, que los castellanos, que los vascongados. Además, no tienen el instinto de la revolta...
Me hace mucha gracia a mí este hombre hablando de gente autoritaria... -comenzó a decir el Madrileño.
-¿Y Pallás? -interrumpió Juan, comprendiendo que el Madrileño iba a decir algo desagradable para el catalán-. ¿Era templado Pallás?
-Sí, era...; ya lo creo.
Se achicó también -dijo el Madrileño-, y aquí está el Libertario que lo vio.
-Sí, es verdad -dijo el Libertario-; los últimos días en la cárcel, se descompuso. Y era natural. Nosotros solíamos ir a verle, y nos hacía la apología de la idea. El último día, ya en capilla, estábamos despidiéndonos de él, cuando entraron un médico y un periodista. «Yo quisiera -dijo Pallás- que después de muerto, llevaran mi cerebro a un museo para que lo estudiaran.» «Será difícil», le contestó el médico fríamente. «¿Por qué?» «Porque los tiros se los darán a usted, probablemente, en la cabeza, y los sesos se harán papilla». Pallás palideció y no dijo nada.
-Es que sólo con la idea hay que ponerse malo -saltó diciendo Manuel.
-¡Pues bien valiente estuvo Paulino al morir! -exclamó Prats.
-Sí, luego ya se animó -dijo el Libertario-. Le estoy viendo al salir al patio de la cárcel cuando gritó: ¡Viva la Anarquía!; al mismo tiempo, el teniente que mandaba la tropa, dijo a sus soldados: ¡Firmes!, y las culatas de los fusiles, al dar en el suelo, apagaron el grito de Pallás.
Manuel tenía los nervios estremecidos; todos sentían una gran atracción, una acre voluptuosidad al escuchar aquellos relatos terribles.
El señor Canuto hacía más gestos que de costumbre.
-¿Y por esto fue por lo que echaron la bomba en el teatro? -preguntó Perico Rebolledo.
-Sí -contestó Prats-; la venganza fue terrible; ya lo había dicho Paulino Pallás.
-Yo lo vi -saltó diciendo Skopos.
-¿Estabas dentro?
-Sí; fui al Liceo a ver al director de un periódico que me había encargado le hiciese unos dibujos. Tomé una delantera de paraíso, y busqué con la vista al director hasta que lo vi en una de las butacas. Bajé y me puse a esperarle en una puerta. Tardaba en acabar el acto, yo estaba atento a que saliera la gente, cuando oigo una detonación sorda y sale una llamarada por la puerta. Me figuré que habría pasado algo; pero algo de poca importancia, un cable de luz eléctrica fundido o una lámpara rota; cuando veo venir hacia mí un turbión de gente espantada, con los ojos desencajados, empujándose y espachurrándose unos a otros. La ola de gente me echó fuera del teatro; pregunté en la calle a dos o tres lo que pasaba; nadie lo sabía. Yo estaba sin sombrero y sin abrigo, y entré a recogerlos. Subo, y un acomodador me pregunta, temblando, qué era lo que quería; le digo que buscaba mi gabán, lo encuentro, y entonces se me ocurre mirar hacia la sala. ¡Cristo! La cosa era terrible; me pareció que había cuarenta o cincuenta muertos. Bajé a las butacas.
Aquello era imponente; en el teatro, grande, lleno de luz, se veían los cuerpos rígidos con la cabeza abierta, llenos de sangre; otros, estaban dando las últimas boqueadas. Había heridos gritando y la mar de señoras desmayadas, y una niña de diez o doce años muerta. Algunos músicos de la orquesta, vestidos de frac, con la pechera blanca empapada en sangre, ayudaban a trasladar los heridos... era imponente.
-Pero hubiera sido aún más terrible si llegan a hacer lo que querían, que era apagar las luces del teatro antes de echar las bombas -dijo Prats.
-¡Qué barbaridad! -exclamó Manuel.
A oscuras hubieran muerto todos -añadió riendo Prats.
-No -exclamó Manuel levantándose-; de eso no se puede reír nadie, a no ser que sea un canalla. Matar así de una manera tan bárbara...
-Eran burgueses -dijo el Madrileño. Aunque lo fueran.
-Y en la guerra, ¿no matan los militares a gente inocente? -preguntó Prats-. ¿No disparan sobre las casas con bala explosiva?
-Pues los que hacen eso son tan canallas como el otro.
-Éste, como ya tiene su imprenta -dijo el Madrileño con sorna-, se siente burgués.
-Por lo menos, no me siento asesino. Ni tú tampoco.
-Una de las bombas no estalló -dijo Skopos-, cayó sobre una mujer muerta por la primera bomba. Por esto, la carnicería no fue mayor.
-¿Y quién hizo esa bestialidad? -preguntó Perico Rebolledo.
-Salvador.
-Ese sí que tendría las entrañas negras...
-Debía ser una fiera -dijo Skopos-. Él se escapó del teatro en el momento del pánico, y al día siguiente, cuando el entierro de las víctimas, parece que se le ocurrió subir a lo alto del monumento de Colón con diez o doce bombas, y desde allí irlas arrojando al paso de la comitiva.
-No comprendo cómo se puede tener simpatía por hombres así -dijo Manuel.
-Mientras estuvo preso -siguió diciendo Skopos-, hizo la comedia de convertirse a la religión. Los jesuitas le protegieron, y allí anduvo un padre Goberna solicitando el indulto. Las señoras de la aristocracia se interesaron también por él, y él se figuraba que le iban a indultar... Pero cuando le metieron en capilla y vio que el indulto no venía, se desenmascaró, y dijo que su conversión era una filfa. Tuvo una frase hermosa: ¿y tus hijas? -le dijeron-. ¿Qué va a ser de tus pobrecitas hijas? ¿Quién se va a ocupar de ellas?» «Si son guapas -contestó él-, ya se ocuparán de ellas los burgueses».
-¡Ah!... Es bien... Es bien -gritó Caruty, que hasta entonces había estado silencioso e inmóvil-. Es bien... le grand canaille.. Es bien... Es una frase...
-Yo asistí a la ejecución de Salvador -siguió diciendo Skopos- desde un coche de la Ronda; cuando subió al patíbulo iba cayéndose...; pero ¡la vanidad lo que puede!...; el hombre vio un fotógrafo que le apuntaba con la máquina, y entonces levantó la cabeza y trató de sonreír... Una sonrisa que daba asco, la verdad, no sé por qué... El esfuerzo que hizo le dio ánimos para llegar al tablado. Aquí trató de hablar; pero el verdugo le echó una manaza al hombro, le ató, le tapó la cara con un pañuelo negro, y se acabó... Yo esperé a ver la impresión que producía a la gente. Venían obreros y muchachas de los talleres, y todos, al ver la figurilla de Salvador en el patíbulo, decían: ¡Qué pequeño es! Parece mentira.
Y hablaron de otros anarquistas, de Ravachol, de Vaillant, de Henry, de los de Chicago... Había oscurecido y siguieron hablando... Ya no eran las ideas, eran los hombres los que entusiasmaban. Y entre su humanitarismo exaltado y su culto de sectarios por una especie de religión nueva, aparecía en todos ellos, saliendo a la superficie, su fondo de meridionales, su admiración por el valor, su entusiasmo por la frase rotunda y el gesto gallardo...
Manuel se sentía inquieto, profundamente disgustado en aquel ambiente.
Y todos los domingos aumentaba el número de adeptos en «La Aurora roja». Unos, contagiados por otros, iban llegando... Y crecía el grupo anarquista libremente, como una mancha de hierba en una calle solitaria...