Aurora roja/Parte II/VIII
VIII
Don Alonso de Guzmán Calderón y Téllez había encontrado la manera de ganarse la vida en el Cinematógrafo Salomón, por otro nombre, el Cinecromovidaograph. El dueño del Cinecromovidaograph era Salomón, no precisamente el del templo, sino un hombre chiquito y malhumorado, barbudo y de color de cobre, que se llamaba o se hacía llamar así. Este hombre, cuyo hígado debía tener proporciones impropias de un hígado modesto y normal, vivía con su mujer y dos hijas en una barraca de su propiedad, que se armaba y se desarmaba, y para viajar tenía una carreta, una roulotte, tirada por un caballo normando.
Salomón podía haber sido feliz; el cinecromo daba mucho dinero; los negocios marchaban bien, y, sin embargo, Salomón era desgraciado. La causa de su desgracia eran las mujeres. Ya su tocayo, el rey sabio, lo había dicho; «La mujer es más amarga que la muerte».
¿Es que la señora de Salomón se había permitido faltar a la fe jurada en el altar a su dueño y señor? Jamás. ¿Es que Salomón trataba de libar la felicidad en el corazón de otras mujeres? Nunca. Salomón era fiel a su consorte, la divina Adela. La divina Adela era fiel a Salomón. Pero la divina Adela tenía un genio irresistible.
La divina Adela procedía de una capa social más elevada que su marido. La divina Adela era hija de un pedagogo, de un hombre de esos que enseñan a los chicos la Historia de España y el postulado de Euclides.
Ahora bien: de enseñar el postulado de Euclides a enseñar un cinematógrafo, ¡qué abismo! La divina Adela había medido con sus ojos este abismo. A los diez años de casada, su mesalliance, como decirnos en el mundo diplomático, la obsesionaba y la tenía irritada y nerviosa. Si su marido pedía una camiseta, la divina Adela se horrorizaba; si lanzaba una interjección fuerte, le daba un ataque de nervios. La divina Adela tenía a Salomón por un hombre cruel, despótico, grosero, a quien ella, a pesar de todo, amaba.
-¿Para qué me he casado yo con este hombre, con este saltimbanqui?
-preguntaba de vez en cuando, con la vista en el vacío-. Venid aquí, hijas mías -les decía a sus niñas-, con vuestra madre.
Don Alonso estaba con Salomón de criado y de voceador del cinematógrafo. Tenía un frac y unos pantalones encarnados, una comida regular... lo bastante para ser feliz. Era un buen escenario para que don Alonso luciese sus habilidades. Allí, a la puerta de la barraca, el hombre tiraba diez o doce bolas al alto y las iba recogiendo rápidamente; hacía luego danzar por el aire una botella, un puñal, una vela encendida, una naranja y otra porción de cosas.
-¡Entrad, señores, a ver el cinecromovidaograph! -gritaba-. Uno de los adelantos más grandes del siglo xx. Se ven moverse a las personas. ¡Ahora es el momento! ¡Ahora es el momento! Va a comenzar la representación. ¡Un real! ¡Un real! Niños y militares, diez céntimos.
Entre las películas del cinecromovidaograph había: La marcha de un tren, La escuela de natación, Un baile, La huelga, Los soldados en la parada, Maniobras de una escuadra, y, además, varios números fantásticos. Entre éstos, los más notables eran: uno de un señor que no puede desnudarse nunca, y otro de un hombre que roba y a quien le persiguen dos polizontes, y se hace invisible y se escapa de entre los dedos de sus perseguidores y se convierte en bailarina y se ríe del juez y de los guardias.
Una mañana, camino de Murcia, tuvo Salomón la mala idea de detenerse en un pueblo próximo a Monteagudo.
El alcalde del pueblo entendió que debía ver la representación, para prestar o no su consentimiento al espectáculo.
En vista de que en el público abundaba el elemento rico, Salomón pensó que debía suprimirse el cuadro de La huelga. Se representaron los demás cuadros con aplauso; pero al llegar al Ladrón invisible, el alcalde, hombre religioso, católico y dedicado a la usura, afirmó en voz alta que era inmoral que no cogieran a aquel bandido.
-Que vuelvan a hacerlo, pero que cojan al ladrón -dijo en voz alta.
-Es imposible, señor alcalde -replicó don Alonso.
-¡Cómo que es imposible! -repuso el alcalde-. O se hace eso, o los llevo a ustedes a la cárcel. A escoger.
Don Alonso quedó sumido en un mar de confusiones, y estimó, como lo más oportuno, apagar las luces, para dar a entender que se había acabado la representación. Nunca lo hubiera hecho.
Los espectadores, furiosos, se lanzaron contra él. Don Alonso escapó fuera de la barraca. «¡A ése!», gritó un chico al verle. «¡A ése!», gritaron unas mujeres; y hombres y mujeres, y chicos y perros, echaron a correr tras él. Don Alonso salió del pueblo. Cruzó, volando, unos rastrojos.
Comenzaron a llover piedras a su alrededor. Afortunadamente se hacía de noche, y los salvajes del pueblo, pensando en su cena, abandonaron la cacería. Cuando se vio solo, don Alonso, rendido, se tiró en la tierra. El corazón le golpeaba como un martillo en el pecho.
Lo encontró en la carretera, al día siguiente, la Guardia Civil. Con su frac negro lleno de barro, don Alonso tenía las trazas de un hombre escapado de un manicomio.
-¿Quién es usted? -le dijeron los civiles.
Don Alonso contó lo que le había ocurrido.
-¿Tiene usted cédula?
-Yo, no, señor.
-Entonces, venga usted con nosotros.
Les siguió don Alonso, aunque estaba molido, hasta un pueblo próximo. Allí los guardias le entregaron al alguacil, y éste le metió en la cárcel, donde pasó la noche.
-Pero ¿por qué me detienen a mí? -preguntó varias veces el pobre hombre.
-Como no tiene usted cédula...
Al día siguiente le sucedió lo mismo, y así, por tránsitos de la Guardia civil, comiendo rancho, durmiendo de cárcel en cárcel, vestido de harapos, entre basura y piojos, don Alonso llegó a Madrid. Lo llevaron al Gobierno civil y le presentaron a un señor. Interrogado por él, le contó sus cuitas con un acento de tal verdad, que el hombre se compadeció y le dejo marcharse.
-Si no encuentra usted destino -añadió el señor-, quizá se lo pueda proporcionar yo.
Don Alonso escribió a Salomón, pero éste no le contestó. Fue repetidas veces al Gobierno civil, y una de ellas el señor aquél le dijo:
-¿Quiere usted ser de la policía?
-Hombre...
-Dígame sí o no, porque si no, le doy el cargo a otro.
-Sí, sí; ahora que yo no sé si tendré condiciones...
-¿Quiere usted, sí o no?
-Sí, señor.
-Entonces, dentro de unos días tendrá usted el nombramiento.
Por esta serie de circunstancias, don Alonso fue de la policía. Meses después de su ingreso en las huestes del Gallo, don Alonso tuvo que entrar en campaña. Una noche, en el soto de Migascalientes, cerca de la Virgen del Puerto, encontraron una mujer muerta, con una puñalada en los riñones. Era una mujer ya de cierta edad, llamada la Galga; una desdichada que ganaba algunos céntimos por aquellos andurriales.
Al día siguiente, la policía detuvo, en un merendero, a un randa, a quien le decían el Chaval.
Prendieron al mozo, que, al principio, negó con energía su participación en el crimen; pero al último confesó la verdad.
Él no era el asesino. La Galga tenía dos amantes, uno él y otro el Bizco.
El Bizco le había amenazado varias veces a él si no dejaba a la Galga, y un día se habían desafiado; pero, al llegar al lugar del desafío, el Bizco le dijo que la Galga les engañaba a los dos.
Se le había visto con uno a quien llamaban el Malandas, en un merendero. El Bizco y el Chaval decidieron castigar a la Galga, y el Bizco la citó en el Soto.
Era un día encapotado y frío. Al presentarse la Galga, salieron juntos el Chaval y el Bizco. El Bizco se lanzó sobre ella, y le pegó un puñetazo en la cara; ella volvió la espalda, y entonces él, sacando una navaja, se la hundió por los riñones. Esto era lo que había ocurrido.
Don Alonso y Ortiz fueron los encargados de seguir la pista al Bizco.
Tenían confidencias de que se le había visto después del crimen, una vez en el puente de Vallecas y otra en la California.
-Usted -le dijo Ortiz a don Alonso-, hace lo que yo le diga, nada más.
-Está bien.
-Hay necesidad de coger a este hombre cuanto antes.
El primer día registraron, los dos, el Cuartelillo de la plaza de Lavapiés; la Casa del Cura, de la calle de Santiago el Verde; los rincones de la Huerta del Bayo y las tabernas de la calle de Peña de Francia y de Embajadores, hasta el Pico del Pañuelo. Al anochecer se sentaron a descansar en el merendero de la Manigua.
-¿A que no sabe usted por qué llaman a esto la Manigua? -le dijo Ortiz a don Alonso.
-No.
-Pues, es muy sencillo. Viene la gente aquí, bebe este vinazo, se emborracha y vomita... y, claro, tienen el vómito negro...; por eso se llama la Manigua.
Fuera de este descubrimiento, no hicieron ningún otro relacionado con sus pesquisas.
Al día siguiente, muy de mañana, se metieron los dos por la calle del Sur.
-Vamos a ver si aquí nos enteramos -dijo Ortiz, señalando una taberna.
Entraron en una tabernucha próxima a los camposantos. Ortiz conocía al tabernero, y hablaron los dos de los buenos tiempos en que se pasaba el vino de matute a carros.
-Aquello era un negocio, ¿eh? -exclamó Ortiz.
-Sí, era -dijo el tabernero-; entonces se veía aquí «luz divina». Ganaban lo que querían.
-Y tranquilamente.
-Me parece. Aquí se detenían los matuteros, y los mismos de Consumos les acompañaban a dejar el contrabando. Hubo días que se metieron en la bodega de esta casa más de treinta cubas.
-¿Usted habrá hecho su pacotilla? -preguntó don Alonso.
-¡Quiá, hombre! Eso era en tiempo del que me traspasó la taberna.
Cuando tomé yo esto, estaban arrendados los Consumos; pusieron esa fila de estacas altas, entre la vía y las casas, y, ahora, no entra ni un cuartillo de vino sin pagar.
Preguntó Ortiz por el Bizco, de pasada, pero el tabernero no le conocía, ni había oído hablar de él.
Salieron los dos polizontes de la taberna, y, en vez de seguir por el camino de Yeseros, fueron por la margen del arroyo de Atocha, hasta el punto en que éste vierte sus aguas sucias en el Abroñigal. Pasaron por debajo de un puente del ferrocarril, y siguieron remontando el curso del arroyo. En la orilla, en medio de un huerto, se levantaba una casuca blanca con un emparrado. En la pared, encalada, se leía un letrero trazado con mano insegura: «Ventorro del Cojo».
-Vamos a ver si aquí saben algo -dijo Ortiz.
Un raso empedrado con cantos, con una higuera en medio, había delante de la puerta del ventorrillo. Entraron. En el zaguán, un hombre de malas trazas y de mirada torva, que estaba sentado en un banco, hizo un movimiento de sorpresa y de desconfianza al ver a Ortiz.
Éste no se dio por enterado; pidió dos copas en el mostrador, a una mujer flaca y negruzca, y con el vaso en la mano, y mirando al hombre de reojo, le preguntó:
-¿Y qué tal por el ventorro del Maroto?
-Bien.
-¿Se reúne buena gente por allá?
-Tan buena como en cualquier otra parte.
-¿Sigue andando por ahí el Bizco?
-,Qué Bizco?
-El Bizco, hombre...; ese rojo...; demasiada que lo conoce usted.
-Ése nunca ha ido por el ventorro del Maroto, sino por el Puente.
Ortiz vació la copa, se limpió los labios con el dorso de la mano, y, saludando a la ventera, salió de allá.
-Este gachó -dijo en voz baja a don Alonso-, mató a un segador, y se salvó del presidio no sé cómo.
-Parece que nos sigue -murmuró don Alonso, mirando hacia atrás.
-No nos vaya a hacer la santísima -exclamó Ortiz; y sacando el revólver del cinto esperó un instante.
El hombre del ventorro del Maroto se había apostado tras un ribazo; luego, viéndose descubierto, huyó.
-Vámonos de aquí- dijo Ortiz.
Echaron los dos a andar de prisa y salieron pronto al Puente de Vallecas.
Entraron en un merendero. Una mujer gorda, bajita, ya vieja, de pómulos salientes, con un pañuelo rojo atado a la cabeza, daba al manubrio de un organillo.
-¿Está el Manco? -le preguntó Ortiz.
-Ahí debe estar.
Unas cuantas parejas que bailaban al son del organillo se pararon al ver a Ortiz y a don Alonso.
El Manco, un hombre alto, rubio, afeitado, con el pecho de gigante y el cuello redondo, de mujer, les salió al encuentro.
-¿Qué buscan? -dijo con voz afeminada.
-A uno a quien llaman el Bizco.
-Aquí no viene ése hace ya tiempo.
-¿Pues dónde anda?
-Por las Ventas.
Salieron del merendero y siguieron nuevamente por la orilla del arroyo Abroñigal. Algunos chiquillos negruzcos se chapoteaban en el agua. Comenzaba a anochecer cuando aparecieron entre los tejares del barrio de doña Carlota. Madrid brotaba por encima de las frondas del Retiro. Sonaban las esquilas de algunos rebaños.
En los alrededores de la barriada había grandes hoyos con pilas de ladrillo. Estaban ardiendo los hornos, salía de ellos un humo espeso de estiércol quemado que, rasando la tierra, verde por los campos de sembradura, se esparcía en el aire y lo dejaba irrespirable. A lo lejos, algunas humaredas pálidas subían de la tierra al horizonte incendiado por un crepúsculo espléndido de nubes de púrpura.
Ortiz preguntó a un hombre que estaba levantando ladrillos si conocía al Bizco.
-¿Ese randa de pelo rojo?
-Sí.
-Le he visto hace unos días. Debe vivir por la Elipa.
-Bueno, vamos por allá -murmuró Ortiz.
Siguieron por la orilla del arroyo. El cielo de nubes rojizas iba oscureciéndose. Cruzaron el camino de Vicálvaro.
-Por aquí fui yo al Este a enterrar a una chica que se murió -dijo Ortiz-; la llevé a la pobrecita debajo del brazo, envuelta en un mantón. No tenía ni para una caja.
Este recuerdo trajo a la memoria del guardia sus miserias, y contó a don Alonso su vida.
Don Alonso estaba deseando que acabase aquellas narraciones vulgares para asombrar a Ortiz con sus historias de América.
El guardia seguía y seguía hablando, y don Alonso murmuraba distraídamente:
-Ya vendrá la buena.
Mientras charlaban fue anocheciendo. Salió la luna en menguante; una neblina tenue comenzó a cubrir el campo; algún árbol solitario se erguía derecho y proyectaba la sombra de su follaje en el camino; alguna estrella cruzaba el cielo dejando una ráfaga blanca. El agua plateada del arroyo se deslizaba por la tierra silenciosa, trazando curvas como una larga serpiente.
Seguían hablando cuando don Alonso vio la silueta de un hombre que aparecía entre dos árboles. Agarró del brazo a Ortiz, indicándole que se callara. Se oyó un ruido de ramas y el paso furtivo de alguien que huyó.
-Qué era? -dijo Ortiz.
-Un hombre que ha salido de ahí.
-¿De dónde?
-No sé, a punto fijo. Me ha parecido que de entre esos árboles.
Se acercaron; había en el ribazo, que allí tenía más de un metro de alto, un montón de maleza y unos pedruscos.
-Aquí hay algo -dijo Ortiz metiendo su bastón. Quitó dos piedras grandes, luego una tabla, y apareció la boca de un agujero. Encendió un fósforo. Era un boquete cuadrado, abierto en la tierra arenosa y húmeda.
Entraron los dos. Tendría la cueva tres metros de profundidad por uno y medio, de anchura. Ocupaba el fondo una cama de paja y de papeles con una manta gris. En un rincón había huesos mondados y latas de conserva vacías.
-Aquí tiene el lobo la madriguera -dijo Ortiz-.Sea el Bizco u otro, este ciudadano no está dentro de la ley.
-¿Por qué?
-Porque no paga contribución.
-¿Qué vamos a hacer?
-Esperarle. Yo le aguardo aquí dentro. Usted pone la tabla como estaba antes, con dos piedras encima, y se queda ahí fuera. Cuando venga, que vendrá, le deja usted entrar, y, en seguida, se echa usted a la puerta.
-Bueno.
Ortiz amartilló el revólver y se sentó en la cama. Don Alonso, después de tapar la boca del agujero, buscó un sitio resguardado en donde no se le viera y se tendió en el suelo. Le molestaba bastante haber tenido que oír la historia vulgar de Ortiz y no haber podido contar sus aventuras. La verdad es que su vida era rara. ¡Él, convertido en policía! ¡Acechando a un hombre!
Horas y horas esperaron: Ortiz dentro y don Alonso fuera. Estaba ya clareando cuando apareció el Bizco. Llevaba algo debajo del brazo. Atravesó el arroyo, se acercó al ribazo, quitó la tabla... Don Alonso, empuñando el revólver, se levantó con rapidez y se asomó a la boca del agujero.
-Ya está -dijo Ortiz desde dentro; y salieron inmediatamente el guardia y el Bizco.
¿Será éste? -preguntó el guardia.
-Sí.
-Si trata de huir, tire usted -dijo Ortiz a don Alonso.
Don Alonso apuntó con el revólver al bandido, que temblaba, sin oponer resistencia, y Ortiz le ató codo con codo.
Ahora, andando.
Don Alonso estaba entumecido; le dolía todo el cuerpo. Echaron a andar los tres por el camino de la Elipa.
Al llegar cerca del nuevo hospital de San Juan de Dios estaba amaneciendo; un amanecer tristón y anubarrado.
Don Alonso se encontraba cada vez peor; sentía escalofríos por todo el cuerpo, un dolor de cabeza violento y una lancetada en el pecho.
-Yo estoy malo -le dijo a Ortiz-, no puedo con mi alma.
-Bueno; entonces, yo me marcho.
Ortiz y el Bizco se alejaron.
Don Alonso quedó solo y fue avanzando penosamente. Cuando llegó cerca de la tapia del Retiro pidió auxilio a un guardia municipal. Éste le acompañó, y en la calle de Alcalá tomaron un coche. Don Alonso tosía y no podía respirar; le sacaron del coche al llegar al hospital y le metieron en una camilla.
Al echarse, don Alonso quedó rendido y sintió como si le dieran un martillazo en la cabeza.
-Yo tengo algo muy grave, y quizá me vaya a morir -pensó con angustia.
No se dio cuenta de cuándo le metieron en la cama; comprendió que estaba en el hospital y sintió que su cuerpo ardía. Una monja se le acercó y puso un escapulario en el hierro de la cama.
Don Alonso, entonces, recordó un cuento, y, a pesar de la fiebre, el cuento le hizo reír. Era un gitano que estaba muriéndose y llamaba a todos los santos de la corte celestial en su ayuda; viéndole tan apurado, una vecina le llevó un Niño Jesús y le dijo al enfermo:
-Rece, hermano, que éste le salvará.
Y el gitano contestó compungido:
-¡Ay, hermana! Si lo que yo necesito es un Santo Cristo con más... barbas que un capuchino.
Luego, el cuento se complicó con recuerdos lejanos, la fiebre aumentó y don Alonso murmuró convencido:
-Ya vendrá la buena.
Después de ocho días, pasados entre la vida y la muerte, el médico de la sala dijo que la pleuresía de don Alonso se había complicado con el tifus y que era necesario trasladar al enfermo al hospital del Cerro del Pimiento.
Una mañana fueron los camilleros, cogieron a don Alonso, lo sacaron de la cama y lo metieron en una camilla.
Luego, los dos mozos bajaron las escaleras del hospital, tomaron por la calle de Atocha arriba, después por la de San Bernardo hasta el paseo de Areneros. Entraron hacia las proximidades de San Bernardino por una zanja cortada en la tierra arenosa y amarillenta, y llegaron al Cerro del Pimiento. Llamaron; pasaron a un vestíbulo y levantaron el hule de la camilla.
-¡Anda la...! Se ha muerto el socio -dijo uno de los mozos-. ¿Lo dejaremos aquí?
-No, no, llevadlo -replicó el conserje del hospital.
-¡Pues es una broma tener que llevarlo otra vez! -dijo el otro-. Más valiera morirse.
Cogieron con resignación la camilla y salieron.
Hacía una mañana espléndida, hermosísima. Se sentía con intensidad la primavera.
El césped brillaba sobre las lomas; temblaban las hojas nuevas en los árboles; refulgían al sol las piedras en las calzadas, limpias por las lluvias recientes... Todo parecía nuevo y fresco: los colores y los sonidos; el brillo de los árboles y el piar de los pájaros; la hierba, salpicada de margaritas blancas y amarillas, y las mariposas sobre los sembrados.
Todo, hasta el sol. Todo, hasta el cielo azul que acababa de brotar del caos de las nubes, tenía un aire de juventud y de frescura... Entraron los dos camilleros, de nuevo, por la zanja, entre las altas paredes cortadas a pico.
-¿Y si lo dejáramos aquí? -preguntó uno de los mozos.
-Dejémosle -contestó el otro.
Levantaron el hule de la camilla, y, poniéndola de lado, hicieron que el cadáver cayera desnudo en una oquedad. Y el muerto quedó despatarrado, mostrando sus pobres desnudeces ante la mirada azul, clara y serena del cielo, y los camilleros se fueron a tomar una copa.
Indudablemente, no había venido la buena.