Aurora roja/Parte III/I
I
Dejó de aparecer Juan por casa de Manuel. Éste creyó que estaría trabajando, cuando supo por los amigos que se encontraba malo, con un catarro terrible. Fue a buscarle, y lo vio en la casa de huéspedes muy abandonado, con mal aspecto. Tosía mucho, tenía las manos ardorosas y rosetas malares en las mejillas.
-Lo mejor es que vayas a casa -le dijo Manuel.
-¡Si no tengo nada!
-No importa. Vale más que vayas allá.
Fue efectivamente, y al cabo de una semana de cuidados, Juan se puso mejor y volvió a la vida normal.
Mientras los demás peroraban en las reuniones de la taberna de Chaparro, Manuel se hizo amigo del Bolo, un zapatero de portal, de la calle de Palafox, hombre bajito, rechoncho, encarnado, muy feo y algo cojo.
Una noche, el zapatero se presentó en casa de Manuel a llevarle la Historia de la Revolución Francesa, de Michelet. Al ver aquel tipo la Salvadora, y sobre todo la Ignacia, exigieron a Manuel que no volviera más a aparecer por casa semejante hombre. Manuel se echó a reír, y por más que dijo que el Bolo era una buena persona, no llegó a convencer a las dos mujeres.
El Bolo procedía, políticamente, de los republicanos. Al principio, según se decía, se había afiliado el partido socialista; pero después, viendo el aspecto gubernamental que iba tomando poco a poco el socialismo en España, y, sobre todo, la lucha que se entablaba entre socialistas y republicanos, se separó de los socialistas, considerándose ácrata. Como sus inclinaciones eran las de un hombre normal, no podía menos de encontrar bárbaro todo esto de las bombas y de la dinamita; pero delante de los socialeros, de las adormideras del socialismo, defendía la utilidad y la necesidad de los atentados.
En el fondo de su odio por los socialistas, latía la idea de que ellos habían quitado toda la masa obrera al partido republicano, inutilizándolo, quizá para siempre, sólo con el calificativo del partido burgués. El Bolo no podía acostumbrarse a oír a los compañeros tratar sin consideración intelectual a los hombres como Salmerón, Ruiz Zorrilla, que habían sido siempre sus ídolos; no podía acostumbrarse a oír tratar a estos hombres ilustres como reaccionarios sin relieve; figurones de cartón, más o menos serios, que barajaban con grandes aires de hierofante, frases conceptuosas, sin ningún valor filosófico ni práctico.
La única satisfacción del zapatero como político era ver que los libertarios tenían casi como uno de los suyos a Pi y Margall, y que el recuerdo del viejo y venerable don Francisco se conservaba en todos ellos con entusiasmo y con respeto...
Manuel tardó mucho tiempo en comenzar a leer la Historia de la Revolución. Al principio, le aburrió; pero luego, poco a poco, se sintió arrastrado por la lectura. Primero se entusiasmó con Mirabeau; luego, con los girondinos: Vergniaud, Petion, Condorcet; después, con Danton; luego llegó a creer que Robespierre era el verdadero revolucionario; después, Saint Just; pero, al último, la figura gigantesca de Danton fue la que más le apasionó. De los revolucionarios, el más repugnante le pareció Sieyes; el más simpático, Anacarsis Cloots, el ateo prusiano. Sentía Manuel una gran satisfacción sólo por haber leído aquella historia. Algunas veces pensaba:
-Ya no me importaría ser golfo, no tener dinero; habiendo leído la Historia de la Revolución Francesa, creo que sabría ser digno... Después de Michelet, leyó un libro acerca de la revolución del 48; luego otro sobre la Commune, de Luisa Michel, y todo esto le produjo una gran admiración por los revolucionarios franceses. ¡Qué hombres! Además de los colosos de la Convención: Babeuf, Proudhon, Blanqui, Baudin, Delescluze, Rochefort, Félix Pyat, Vallés..., ¡qué gente!
-Lo que se debía hacer -le dijo un día Morales a Manueles poner una encuadernación aquí al lado.
-Pero ¿sólo para lo que se trabaja en casa? -preguntó Manuel.
-No; buscar un encuadernador que alquile la puerta de al lado, y a él le convendría estar junto a una imprenta, y a nosotros tener aquí una encuadernación.
-Eso sí es verdad.
-Estese usted a la mira.
Se enteró Manuel, preguntó en varias imprentas, y ya iba a abandonar sus gestiones, cuando el dueño de La Tijera, periódico órgano de los sastres, le dijo:
-Yo conozco a un encuadernador que piensa mudarse de casa. Y tiene parroquia, porque trabaja bien.
-Pues voy a verlo.
-Le advierto a usted que es muy zorro. Como que es judío.
-¡Hombre, judío!
-¿Eso qué importa?
-Después de todo, nada. ¿Y cómo se llama?
-Jacob.
-¿Jacob? ¿Uno de barba negra, bajito? -preguntó Manuel.
-Sí.
-Entonces es amigo mío. Voy a verlo en seguida.
Le indicó el propietario de La Tijera, órgano de los sastres, dónde estaba la casa, y por la tarde Manuel fue a ver a Jacob. Llamó en un piso bajo, en una puertecilla, y pasó a la encuadernación.
Era un cuartucho con dos rejas a la calle, por las cuales entraba en aquel instante la luz del anochecer. Cerca de una ventana, Mesoda, la mujer de Jacob, cosía las hojas de un libro. En medio había una mesa grande, iluminada con dos bombillas eléctricas, y sobre la mesa, una niña doblaba unos pliegos impresos. El viejo judío, padre de Jacob, pegaba en el lomo de unos libros tiras de papel, que antes embadurnaba con engrudo. A un lado de la mesa, en la zona de sombra, entre una prensa y una guillotina de cortar papel, andaba Jacob colocando pilas de libros sin cubierta aún.
En la pared, de un ancho listón de madera con escarpias, colgaban tijeras, punzones, compases, escuadras, reglas y otros instrumentos del oficio.
Manuel se dio a conocer, y toda la familia le agasajó en extremo; luego, cuando hizo la proposición de mudarse de casa a Jacob, éste, muy serio, presentó grandes dificultades: le perjudicaba el traslado; la casa era más cara; además, había que hacer gastos.
-Bueno -le dijo Manuel-, tú decídete; el trabajo que yo tengo de encuadernación te lo daré a ti si vas allá; ahora, si no quieres, no vayas. Jacob volvió a lamentarse y a quejarse, y después de hacer prometer a Manuel una indemnización pequeña para gastos de traslado, se decidió a establecerse en la vecindad de Manuel.
Como había supuesto Morales, fue esto muy ventajoso; se evitaban el llevar y el traer los pliegos a la encuadernación; además, Jacob trabajaba más barato y proporcionaba parroquia.
Morales solía ir con mucha frecuencia a casa de Manuel, por la noche, y allí discutía, sobre todo con Juan. Los Rebolledos terciaban también en las discusiones.
Manuel no pensaba afiliarse a ningún partido; pero en medio de aquel ambiente apasionado, le gustaba oír y orientarse.
De las dos doctrinas que se defendían, la anarquía y el socialismo, la anarquía le parecía más seductora; pero no le veía ningún lado práctico; como religión, estaba bien; pero como sistema político social, lo encontraba imposible de llevarlo a la práctica.
Morales, que había leído libros y folletos socialistas, llevaba las discusiones por caminos distintos que Juan, y consideraba las cosas desde otros puntos de vista. Para Morales, el progreso no era mas que la consecuencia de una lenta y continua lucha de clases, terminada en una serie de expropiaciones. El esclavo expropiaba a su amo al hacerse libre; el noble expropiaba al villano, y nacía el feudalismo; el rey, al noble, y nacía la monarquía; el burgués, al rey y al noble, y llegaba la revolución política; el obrero expropiaría al burgués, y vendría la revolución social. El aspecto económico, que Morales encontraba el más importante, para Juan era secundario. Según éste, el progreso era únicamente el resultado de la victoria del instinto de rebeldía contra el principio de autoridad.
La autoridad era todo lo malo; la rebeldía, todo lo bueno; la autoridad, era la imposición, la ley, la fórmula, el dogma, la restricción; la rebeldía era el amor, la libre inclinación, la simpatía, el altruismo, la bondad...
El progreso no era mas que esto: la supresión del principio de autoridad por la imposición de las conciencias libres. Manuel, algunas veces, decía:
-Yo creo que lo que se necesita es un hombre..., un hombre como Danton.
Morales y Juan trataban de demostrar sus ideas con argumentos.
Morales afirmaba que las predicciones socialistas se verificaban. La concentración progresiva del capital era un hecho comprobado. La máquina grande mataba la pequeña; el almacén, la tiendecita; la posesión, la heredad. El gran capital iba absorbiendo al pequeño; las Sociedades en comandita y las Compañías absorbían el gran capital; los trust, absorberían a las Sociedades; todo iba pasando a un número de manos más reducido; todo iba convergiendo a un poseedor único, hasta que el Estado, la colectividad, expropiaría a los expropiadores, se posesionaría de la tierra y de los instrumentos de trabajo.
Mientras la evolución se verificaba los capitalistas chicos, expropiados, y los trabajadores, actualmente burgueses, como médicos, abogados, ingenieros, irían engrosando la masa obrera, intelectualizándola, lo que apresuraría la revolución social.
Replicaba Juan que si era verdad este movimiento de concentración, era también cierto que existía el contrario, y quizá mayor que éste, un impulso de difusión; y que en Inglaterra y Francia, la propiedad, sobre todo territorial, tendía al fraccionamiento, a la diseminación, y que esto no sólo ocurría con la tierra, sino también con el dinero, que se iba democratizando. En Francia, sobre todo, el número de contribuyentes con cinco mil pesetas de renta había cuadruplicado desde la tercera República.
-En el fondo, llegáis los dos a la misma conclusión -decía Manuel-: a la necesidad de generalizar la propiedad; sólo que Morales quiere que esto lo haga el Estado, y tú quieres que se haga libremente.
-Yo no veo la necesidad del Estado -decía Juan.
-Pero el Estado se impone -replicaba Morales-. Nosotros no decimos un Estado tal como es ahora, sostenido por el capitalismo y el ejército, sino un centro de contratación... el Municipio, por ejemplo.
-Pero ¿para qué queremos ese centro?
-Para realizar las obras comunes, útiles a todos, y además para impedir el desarrollo de los egoísmos.
-Vamos, entonces al despotismo -replicaba Juan.
-No; el Ayuntamiento de un pueblo suizo ejerce actualmente una acción en los individuos más fuerte que el de San Petersburgo, pero es una acción útil. Uno que nace en Basilea, tiene, desde que nace, la atención del Estado: el Estado le vacuna, el Estado le educa y le enseña un oficio, el Estado le da alimentos baratos y sanos, el Estado le envía un médico gratis cuando está enfermo, el Estado le consulta por un plebiscito por si hay que hacer reformas en las leyes 0 en las calles, el Estado le entierra gratis cuando se muere.
-Pero eso es una tiranía.
-Una tiranía, ¿por qué?
-Vivir uniformados, haciendo todos lo mismo.
-Uniformados, no. Haciendo todos lo mismo, en parte, sí. Porque todos comemos, dormimos y paseamos. Nosotros no queremos la uniformidad en la vida de una nación, y menos aún en la vida de los individuos; que cada Municipio tenga su autonomía, que cada hombre viva como quiera sin molestar a los demás. Nosotros no queremos mas que organizar la masa social y dar forma práctica a la aspiración de todos, de vivir mejor.
-Pero a costa de la libertad.
-Eso es según a lo que se llame libertad. La libertad absoluta llevaría a la concurrencia libre. El fuerte se tragaría al débil.
-No; ¿para qué?
-Son ustedes unos visionarios. Afirman ustedes brutalmente la individualidad, y cuando se les dice que el individuo puede extralimitarse en el uso de la libertad, no lo creen.
Con estas discusiones, Manuel iba haciéndose cargo de la cuestión en sus distintos puntos de vista, y al mismo tiempo, aunque no tuviese una dependencia directa, comprendía y se explicaba otras muchas cosas que antes no se había tomado el trabajo de comprender.
Esta actitud suya de expectación le hacía ecléctico; unas veces estaba con su hermano, otras, con Morales.
Manuel no encontraba mal el anarquismo como necesidad de cambio de valores. Comparando este período con el anterior a la Revolución francesa, encontraba que los anarquistas de hoy eran en menor intensidad y en menor altura; algo semejante a los filósofos de entonces.
Lo que le parecía absurdo y estúpido a Manuel era el procedimiento anarquista. En cambio, respecto al socialismo que defendía Morales, le parecía lo contrario; le resultaba antipático el plan y su sistema de organización del trabajo por el Estado, sus bonos, sus almacenes nacionales, su intento de hacer del Estado un Proteo monstruoso (panadero, zapatero, quincallero), y de convertir el mundo en un hormiguero de funcionarios, marchando todos al compás. A esto Morales decía que el socialismo, por boca de Bebel, había dicho que toda concepción sobre la futura sociedad socialista no tenía ningún valor. En principio, a Manuel, la teoría socialista le parecía mucho más útil para el obrero que la de los anarquistas.
El anarquismo se consideraba siempre en vísperas de un cambio total, de una revolución completa. Se encontraba en el caso del que le ofrecen un empleo modesto para vivir y lo desprecia porque cree que va a heredar una gran fortuna. O todo, o nada. Y los anarquistas esperaban la revolución como los antiguos el santo advenimiento, como un maná, como una cosa que vendría sin esfuerzos pesados y molestos.
-¿Pero no es más lógico -decía Morales-, reunir las energías de toda clase, para ir avanzando poco a poco, hasta llegar a un gran desarrollo, que no esta revolución providencial de los anarquistas, que es una cosa como los polvos de la Madre Celestina, para traer la felicidad del mundo? Juan sonreía.
-La anarquía hay que sentirla -solía decir.
-Pero ¿por qué no han de aceptar ustedes la asociación? Es la mayor defensa del proletariado. Ustedes no admiten mas que la propaganda individual por la idea o por el hecho. La propaganda de la idea es, al cabo de poco tiempo, para un señor que hace un periodiquito, un buen negocio, y la propaganda por el hecho, es sencillamente un crimen.
-Para los burgueses, sí.
-Para todo el mundo. Matar, herir, es un crimen.
-Puede ser un crimen conveniente.
-Sí, puede serlo. Pero si esta doctrina se aceptara, tendría unas consecuencias horribles. No habría bandido ni déspota que no afirmara la conveniencia de sus crímenes.
-La anarquía hay que sentirla -terminaba diciendo Juan.
Manuel, casi siempre, se inclinaba del lado de Morales.
Las discusiones con los amigos de Morales, que eran todos socialistas, le hacían ver a Manuel el lado flaco del anarquismo militante. Según ellos, la idea anarquista iba perdiendo su virulencia rápidamente, y ya, al menos entre los obreros, no asustaba a nadie. El mismo radicalismo de las teorías fatigaba a la larga, se llegaba en la anarquía pronto al fin, y el fin era un dogmatismo como otro cualquiera.
Luego, la predicación de la rebeldía terminaba, en los espíritus independientes, en ser rebelión contra el dogma, y nacían los libertarios, los ácratas, los naturistas, los individualistas..., y el anarquismo, con su crítica destructora, se destruía y se descomponía a sí mismo. Se había disgregado, fundido; había entrado en su cuerpo de doctrina el germen de la desesperación, y quedaba del anarquismo lo que debía quedar: su crítica de negación política, su metafísica, su filosofía libre, y la aspiración de un cambio oficial.
En todas partes sucedía lo mismo. El dogma-anarquía, con su andamiaje de principios, marchaba a la bancarrota, y al mismo tiempo que el desprestigio del dogma, venía el de sus defensores y propagandistas. Después de los Quijotes de la anarquía, de los filósofos nihilistas, de los sabios, de los sociólogos, de los anarquistas dinamiteros, venían los anarquistas editores, Sanchos Panzas del anarquismo, que vivían del dogma y explotaban a los compañeros con periodiquitos en donde se las echaban de importantes y de grandes moralistas.
Estos buenos Sanchos largaban su sermón plagado de lugares comunes de sociología callejera; hablaban de la abulia, de la degeneración burguesa, de la amoralidad o del agiotismo; en vez de citar a santo Tomás, citaban a Kropotkin o a Juan Grave; definían lo lícito y lo ilícito para el anarquista, tenían la exclusiva de la buena doctrina; sólo ellos despachaban en su tienda el verdadero paño anarquista: los demás eran viles falsificadores vendidos al gobierno. Tenían la manía de decir que eran fuertes y sonrientes, y que vivían sin preocupaciones, cuando la mayoría de ellos eran pobres animales domésticos, que se pasaban la vida haciendo artículos, poniendo fajas a los paquetes postales de sus periódicos, y reclamando el dinero a los corresponsales morosos.
Cada pequeño mago de estos reunía un público de papanatas que le admiraba, y ante quienes ellos hacían la rosca como pavos reales, y tenían una petulancia tal, que no era raro ver que el más insignificante Pérez se encarara desde su periodiquín con Ibsen o con Tolstoi, y le llamara viejo cretino, cerebro enfermo, y hasta le expulsara del partido como indigno de pertenecer a él.
En Madrid eran dos los periódicos que se disputaban el público anarquista: La Anarquía y El Libertario, y los dos se odiaban cordialmente.
El odio entre La Anarquía y El Libertario era un odio de empresa. El dueño de La Anarquía había llegado hacía unos años a defender las ideas libertarias en un sentido radical y científico, y con la aparición de su periódico mató las publicaciones ácratas anteriores. Poco a poco, al asegurar la vida económica de La Anarquía, el propietario, sin darse él cuenta quizá, había ido moderando su radicalismo, quitando fierro, como se dice vulgarmente, considerando la idea corno un diletantismo; y este momento lo aprovecharon los de El Libertario para echar su periódico a la calle. Inmediatamente la escisión se produjo.
Trataban los de una y otra publicación de demostrar que les separaban ideas, principios, una porción de cosas, y lo único, en el fondo, que les separaba era una cuestión de perros chicos.
Para los socialistas, la importancia que el anarquismo activo tenía en España era consecuencia de la torpeza del Gobierno. En ningún lado, según ellos, eran tan ineptos los hombres de la anarquía militante como en España; ni un escritor, ni un orador, ni un hombre de acción; sólo la torpeza del Estado podía dar relieve a hombres de una insignificancia tan absoluta. Con un Gobierno libre como el de Inglaterra, aseguraban ellos, al año ya no se sabía si había anarquistas en España.
Según los amigos de Morales, la crisis, aunque existía también en el socialismo activo, no era tan honda. Los oradores y los escritores del partido socialista no tenían el atrevimiento de ser pastores de conciencias; se contentaban con recomendar la asociación y con poner los medios para mejorar la vida de las clases obreras. Aun la misma cuestión de la doctrina se subordinaba a la asociación para la lucha. -Nosotros -terminaba diciendo Morales-, tendemos a la organización, a la disciplina social, que en todas partes es necesaria, y en España, más. Esto de la disciplina hacía torcer el gesto a Manuel; le parecía mejor aquella frase dantoniana: «¡Audacia! ¡Audacia! ¡Audacia!»; pero no decía nada, porque era burgués.
Como es natural y frecuente entre sectarios de ideas afines, socialistas y anarquistas se odiaban, y, como en el fondo y a pesar de los nombres pomposos, la evolución de las ideas en los dos partidos era bastante superficial, unos y otros se insultaban en las personas de sus respectivos jefes, que eran unos buenos señores que, convencidos de que el divino papel que representaban era demasiado grande para sus fuerzas, hacían lo posible para sostenerse en el pedestal en que estaban subidos. Para los socialistas, los otros eran unos imbéciles, locos que había que curar, o pobres ingenuos, capitaneados por caballeros de industrias, que se pasaban de cuando en cuando por el Ministerio de la Gobernación. En cambio, para los anarquistas, los socialeros eran los que se vendían a los monárquicos, los que se pasaban de cuando en cuando por el Ministerio a cobrar el precio de su traición.
Los dirigidos, en general, en uno y otro bando, valían mucho más que los directores; eran más ingenuos, más crédulos, pero valían más como carácter y como arranque los anarquistas que los socialistas.
Al bando anarquista iban sólo los convencidos y exaltados, y al ingresar en él sabían que lo único que les esperaba era ser perseguidos por la justicia; en cambio, en las agrupaciones socialistas, si entraban algunos por convencimiento, la mayoría ingresaba por interés. Estos obreros, socialistas de ocasión, no tomaban de las doctrinas mas que aquello que les sirviera de arma para alcanzar ventajas: el societarismo, en forma de sociedades de socorros o de resistencia. Este societarismo les hacía autoritarios, despóticos, de un egoísmo repugnante. A consecuencia de él, los oficios comenzaban a cerrarse y a tener escalafones; no se podía entrar a trabajar en ninguna fábrica sin pertenecer a una sociedad, y para ingresar en ésta había que someterse a su reglamento y pagar además una gabela.
Tales procederes constituían para los anarquistas la expresión más repugnante del autoritarismo.
Casi todos los anarquistas eran escritores y llevaban camino de metafísicos; en cambio, entre los socialistas, abundaban los oradores. A los anarquistas les entusiasmaba la cuestión ética, las discusiones acerca de la moral y del amor libre; en cambio, a los socialistas les encantaba perorar en el local de la Sociedad, constituir pequeños congresos, intrigar y votar. Eran, sin duda, más prácticos. Los anarquistas, en general, tenían más generosidad y más orgullo; y se creían todos apóstoles, hombres superiores. Se figuraban muchas veces que con cambiar el nombre de las cosas cambiaba también su esencia.
Para la mayoría era evidente que desde el momento en que uno se declaraba anarquista, ya discurría mejor, y que en el acto de ponerse esta etiqueta cogía uno sus defectos, sus malas pasiones, sus vilezas todas y las arrojaba fuera como quien hecha la ropa sucia a la colada.
De buenas intenciones y de buenos instintos, excepto los impulsivos y los degenerados, hubiesen podido ser, con otra cultura, personas útiles; pero tenían todos ellos un vicio que les imposibilitaba para vivir tranquilamente en su medio social: la vanidad. Era la vanidad vidriosa del jacobino, más fuerte cuanto más disfrazada, que no acepta la menor duda, que quiere medirlo todo con compás, que cree que su lógica es la única lógica posible.
En general, todos ellos, por el sobrecargo que representaba la lectura y las discusiones después de un trabajo fuerte y fatigador, por el abuso que hacían del café, estaban en excitación constante, que aumentaba o remitía como la fiebre. Unos días se notaba en ellos la fatiga y la desilusión; otros, en cambio, el entusiasmo se comunicaba y había una verdadera borrachera de hablar y de pensar.
Los dos partidos obreros, con sus hombres, representaban en la clase proletaria los partidos burgueses: el socialismo, el conservador oportunista, prudente; el anarquismo, el paralelo al republicano, con las tendencias levantiscas de los partidos radicales.
La diferencia entre estos partidos y las agrupaciones de la burguesía, estaba, más que en las ideas, en los hombres. Ambos partidos obreros tenían la seguridad de no llegar nunca al poder; en sus filas se alistaban hombres exaltados o creyentes, a lo más, algunos interesados; pero no ambiciosillos de dinero o de gloria como en las oligarquías burguesas.
Les daba sobre éstas una gran superioridad a los dos partidos obreros su internacionalismo, que hacía que buscasen sus hombres tipos, sus modelos, más bien fuera que dentro de España. La táctica de la adulación, del servilismo, empleada para escalar puestos en las oligarquías burguesas, liberales, conservadoras o republicanas, no servía para nada entre socialistas y anarquistas.
A veces, cuando discutían en el despacho de la imprenta, solía entrar Jacob, el judío, a preguntar si los pliegos tales o cuales estaban e no tirados. Oía las discusiones, las apologías entusiastas del socialismo y de la anarquía, y nunca decía su opinión. Indudablemente, no le interesaba nada aquello. Para él eran los que se debatían asuntos de otra raza, de hombres de otra religión y le eran perfectamente indiferentes.