Aurora roja/Parte III/VII
VII
Una tarde, después de comer, estaba Manuel regando las plantas de su huertecillo, cuando se presentó Roberto.
-¡Hola, chico!, ¿qué tal? ¿Estás de jardinero?
-Ya ve usted. ¿Y la señorita Kate?
-Muy bien. Allí, en Amberes, con su madre. Hemos hablado mucho de ti.
-¿Sí? ¿De veras?
-Te recuerdan con verdadero cariño.
-Son muy buenas las dos.
-Tengo ya un chico.
-¡Hombre! ¡Cuánto me alegro!
-Es un pequeño salvaje. Su madre lo está criando. ¿Y tus negocios? ¿Qué tal van?
-No tan bien como yo quisiera; no le voy a poder devolver el dinero tan pronto como yo creía.
-No importa. Cuando puedas. ¿Qué te pasa? ¿No marcha el negocio?
-Sí, va muy despacio; pero, me matan los obreros socialistas.
-¿Los socialistas?
-Sí. Está uno atado de pies y manos. Las sociedades hacen ya en todos los oficios lo que quieren, ¡con un despotismo! Uno no puede tener los obreros que se le antoje, sino los que ellos quieran. Y se ha de trabajar de esta manera, y se ha de despachar a éste, y se ha de tomar al otro. Es una tiranía horrible.
-Y con esto, tu tendencia anarquista se habrá aumentado.
-Claro que sí. Porque si hay que hacer la revolución social, que la hagan de una vez; pero, que le dejen a uno vivir... ¿Quiere usted subir un rato, don Roberto?
-Bueno.
-Subieron los dos y pasaron al comedor. Roberto saludó a la Salvadora.
-¿Tomará usted café, don Roberto?, ¿eh? -le preguntó Manuel.
-Sí.
Le trajeron una taza de café.
-¿Tu hermano es también anarquista? -preguntó Roberto.
-Mucho más que yo.
-Usted debe curarles de ese anarquismo -dijo Roberto a la Salvadora.
-¿Yo? -preguntó ella ruborizándose.
-Sí, usted, que seguramente tiene más buen sentido que Manuel. Al artista no le conozco. A éste, sí, desde hace tiempo, y sé cómo es: muy buen chico; pero, sin voluntad, sin energía. Y no comprende que la energía es lo más grande; es cómo la nieve del Guadarrama, que sólo brilla en lo alto. También la bondad y la ternura son hermanas; pero son condiciones inferiores de almas humildes.
-Y si yo soy humilde, ¿qué le voy a hacer?
-¿Ve usted? -replicó Roberto dirigiéndose a la Salvadora-. Este chico no tiene soberbia. Luego es un romántico, se deja arrastrar por ideas generosas; quiere reformar la sociedad...
-No me venga usted con bromas. Yo ya sé que no puedo reformar nada.
-Eres un sentimental infecto. Luego añadió, dirigiéndose también a la Salvadora:
-Yo, cuando hablo con Manuel, tengo que discutir y reñirle. Perdone usted.
-¿Por qué?
-¿No le molesta a usted que le riña?
-Si le riñe usted con razón, no.
-Y que discutamos, ¿tampoco le molesta?
-Tampoco. Antes me aburrían las discusiones, ahora ya no; me interesan muchas cosas y también soy algo avanzada.
-¿De veras?
-Sí; casi, casi, libertaria; y no es por mí, precisamente; pero me indigna que el Gobierno, el Estado o quien sea, no sirva más que para proteger a los ricos contra los pobres, a los hombres contra las mujeres, y a los hombres y a las mujeres contra los chicos.
-Sí, en eso tiene usted razón -dijo Roberto-. Es el aspecto más repugnante de nuestra sociedad ése, el que se encarnice con los débiles, con las mujeres, con los niños, y que, en cambio, respete todas las formas de la bravuconería y todas las formas del poder.
-Yo, cuando leo esos crímenes -siguió diciendo la Salvadora-, en que los hombres matan a una mujer, y luego se les perdona, porque han llorado, me da una ira...
-Sí, ¿qué quiere usted? Es el jurado sentimental, que va a la Audiencia como quien va al teatro. Así le condenan a veinte años de presidio a un falsificador y dejan libre a un asesino.
-¿Y por qué las mujeres no habían de ser jurados? -preguntó la Salvadora.
-Sería peor; se mostrarían, seguramente, más crueles para ellas mismas.
-¿Cree usted?
-Para mí es seguro.
-La pena debía ser -dijo Manuel- menor para la mujer que para el hombre; menor para el que no sabe que para el que sabe.
-A mí me parece lo mismo -añadió la Salvadora.
-Y a mí también -repuso Roberto.
-Eso es lo que debía modificarse -siguió diciendo Manuel-; las leyes, el Código. Porque eso de que haya república o monarquía o Congreso, bastante nos importa a nosotros. ;Por qué, por ejemplo, han de poner en el Registro civil si un niño es legítimo o no? Que le apunten, y nada más.
-Pues eso se va consiguiendo poco a poco -replicó Roberto-. Se van haciendo liquidaciones parciales, y las leyes cambian. En España, todavía, no; pero vendrán esas modificaciones, y vendrán mejor, ¡créelo!, si hay una voluntad fuerte, un poder audaz encargado de dominar el desconcierto de los egoísmos y de los apetitos.
-Pero, eso sería el despotismo.
-Sí; el despotismo ilustrado. Para mí, la autoridad es mejor que la ley.
La ley es rígida, estable, sin matiz; la autoridad puede ser más oportuna y, en el fondo, más justa.
-Pero, obedecer a un hombre es horrible.
Yo prefiero obedecer a un tirano que a una muchedumbre; prefiero obedecer a la muchedumbre que a un dogma. La tiranía de las ideas y de las masas es, para mí, la más repulsiva.
-¿No cree usted en la democracia?
-No; la democracia es el principio de una sociedad, no el fin; es como un solar lleno de piedras de un edificio derruido. Pero este estado es transitorio. Lentamente se va edificando, y cada cosa toma su lugar, no el antiguo, sino otro nuevo.
-¿Y siempre habrá piedras altas y piedras bajas?
-Seguramente.
-¿Usted no cree que los hombres van a la igualdad?
-Quiá, al revés, vamos a la diversidad; vamos a la formación de nuevos valores, de otras categorías. Claro que es inútil actualmente, y además perjudicial, que un duque, por ser hijo de duque y nieto de otro y descendiente de cobrador de gabelas del siglo XVII, o de un lacayo de un rey, tenga más medios de vida que cualquiera; pero, en cambio, es natural y justo que Edisson tenga más medios de vida y de cultura que ese cualquiera.
-Pero, entonces, se va a la formación de otra aristocracia.
-Sí; pero de una aristocracia cambiante en consonancia con las aristocracias de la naturaleza. No vas a cruzar el Támesis con un puente de las mismas dimensiones con que cruzas el Manzanares.
-Me parece una desigualdad. Una cosa que habría que evitar.
-¡Evitar! Es imposible. La humanidad lleva su marcha, que es la resultante de todas las fuerzas que actúan y que han actuado sobre ella. Modificar su trayectoria es una locura. No hay hombre, por grande que sea, que pueda hacerlo. Ahora sí, hay un medio de influir en la humanidad, y es influir en uno mismo, modificarse a sí mismo, crearse de nuevo. Para eso no, se necesitan bombas, ni dinamita, ni pólvoras, ni decretos, ni nada. ¿Quieres destruirlo todo? Destrúyelo dentro de ti mismo. La sociedad no existe, el orden no existe, la autoridad no existe.
Obedeces la ley al pie de la letra y te burlas de ella. ¿Quieres más nihilismo? El derecho de uno llega hasta donde llega la fuerza de su brazo. Después de esta poda, vives entre los hombres sin meterte con nadie.
-Sí, ¿pero usted no cree que fuera de uno mismo se puede hacer algo?
-Algo, sí. En mecánica podrás encontrar una máquina nueva; lo que no podrás encontrar será el movimiento continuo, porque es imposible. Y la felicidad de todos los hombres es algo como el movimiento continuo.
-Pero ¿no es posible un cambio completo de las ideas y de las pasiones?
-Durante muchos años, sí. El agua que cae en el Guadarrama tiene que ir al Tajo necesariamente. Las ideas, como el agua, buscan sus cauces naturales, y se necesitan muchos años para que varíe el curso de un río y la corriente interna de las ideas.
-Pero ¿usted no cree que con una medida enérgica podía cambiarse radicalmente la forma de la sociedad?
-No. Es más, creo que no hay actualmente, ni aun pensada siquiera, una reforma tan radical que pueda cambiar las condiciones de la vida moderna en su esencia. Respecto al pensamiento, imposible. Se destruye un prejuicio; nace en seguida otro. No se puede vivir sin ellos.
-¿Por qué no?
-¿Quién va a vivir sin afirmar nada por el temor de engañarse esperando la síntesis última? No es posible. Se necesita alguna mentira para vivir. La República, la Anarquía, el Socialismo, la Religión, el Amor... Cualquier cosa: la cuestión es engañarse. En el terreno de los hechos no hay tampoco solución. Que venga la anarquía, que no vendrá, porque no puede venir; pero bueno, supón que venga y tras ella una repartición pacífica y equitativa de la tierra, y que esta repartición no traiga conflictos ni luchas... Al cabo de algún tiempo de cultivo intensivo, de fecundidad, ya está el problema de las subsistencias y la lucha por la vida en circunstancias más duras, más horrorosas que hora:
-¿Y qué remedio habrá entonces?
-Remedio, ninguno. El remedio está en la misma lucha; el remedio está en hacer que la sociedad se rija por las leyes naturales de la concurrencia. Lo que en castellano quiere decir: «Que a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga». Y para esto, lo mejor sería echar todos los estorbos; quitar la herencia, quitar la protección comercial, todo arancel; romper con las reglamentaciones del matrimonio y de la familia; quitar la reglamentación del trabajo; quitar la religión del Estado; que todo se rija por la libre concurrencia.
-¿Y los débiles? -preguntó Manuel.
-A los débiles se les llevará a los asilos para que no molesten, y si no se puede, que se mueran.
-Pero, eso es cruel.
-Es cruel, pero es natural. Para que pueda perpetuarse una raza es preciso que gran número de individuos mueran.
-¿Y los criminales?
-Exterminarlos.
-Eso es feroz. Es usted muy duro, muy pesimista.
-No. Eso de pesimismo y optimismo no son más que fórmulas vacías, absolutamente artificiales. ¿Que el dolor está mezclado a nuestra vida en mayor cantidad que el placer, o al contrario? Eso no lo puede calcular nadie, ni importa tampoco el calcularlo. ¡Créeme! En el fondo no hay mas que un remedio y un remedio individual: la acción. Todos los animales, y el hombre no es mas que uno de ellos, se encuentran en un estado permanente de lucha; el alimento tuyo, tu mujer, tu gloria, tú se lo disputas a los demás; ellos te lo disputan a ti. Ya que nuestra ley es la lucha, aceptémosla, pero no con tristeza, con alegría. La acción es todo, la vida, el placer. Convertir la vida estática en vida dinámica; éste es el problema. La lucha siempre, hasta el último momento, ¿por qué? Por cualquier cosa.
-Pero no todos están a bastante altura para luchar -dijo Manuel.
-El motivo es lo de menos. El acontecimiento está dentro de uno mismo. La cuestión es poner en juego el fondo de la voluntad, el instinto guerrero que tiene todo hombre.
-Yo no lo siento, la verdad.
-Sí, tus instintos se funden en un sentimiento de piedad para los demás; ¿no es verdad? No sientes el egoísmo fiero... Estás perdido.
Manuel se echó a reír.
Pasó Juan por el corredor.
-Este muchacho está mal -dijo Roberto-. Debía marcharse de Madrid; al campo.
-Pero, no quiere.
-¿Trabaja mucho ahora?
-No; preocupado con esas cosas de anarquía, no hace nada. -¡Qué lástima!
Se levantó Roberto y se despidió de la Salvadora muy afectuosamente. -Crea usted que le envidio a Manuel -la dijo.
La Salvadora sonrió algo confusa.
Manuel acompañó a Roberto a la puerta.
-¿Sabes quién me persigue todos los días?
-¿Quién?
-Un señor Bonifacio Mingote. Creo que tú le conoces.
-Sí.
-Me habló pestes de la madre de Kate, sin saber quién era yo...
¡Figúrate! Yo me las eché de incomodado y ahora no hace mas que escribirme cartas que yo no leo.
-¿Y qué es de él? ¿Cómo vive ahora?
-Creo que vive con una mujer que le pega y le hace barrer la casa.
-¡Él, que era tan conquistador!
-Sí, ¿eh?...; pues, ya ves: ha sido conquistado... Oye, te tengo que decir una cosa -dijo Roberto en la puerta de la escalera.
-Usted dirá.
-Mira, no sé cuándo volveré a España; es muy posible que tarde, ¿sabes?
-Sí.
-He hablado con mi mujer y con mi suegra de ti, las he enterado de cómo vivías; las he hecho un retrato de la Salvadora, y se han alegrado mucho al saber que estabas bien; y las dos me han dicho que, en recuerdo de su amistad, te quedes tú solo con la imprenta.
-Pero, eso no puede ser.
-¡No ha de poder ser! Aquí tienes la escritura de venta. Guárdala.
-¡Pero, es mucho dinero!
-¡Quia, hombre, qué ha de ser mucho dinero! Oye ahora un consejo.
Cásate cuanto antes con esa muchacha. ¡Adiós!
Y Roberto cogió la mano de Manuel, se la estrechó afectuosamente y bajó las escaleras; luego, desde el portal, exclamó:
-¡Ah! Hay una advertencia; si al primer chico que tengas le llamas Roberto, vendré desde Inglaterra a ser su padrino.
Manuel, sin salir aún de su asombro, volvió al comedor, al lado de la Salvadora.
-Me ha regalado la imprenta -dijo.
-¡Eh!
-Sí. Esta es la escritura. Ya no tienes necesidad de trabajar tanto ni de ahorrar. Es un barbián mi amigo, ¿verdad?
-Sí; es muy simpático.
-Y generoso.
-Debe serlo.
-Y enérgico, ¿verdad?
-Sí.
De pronto, Manuel, con aire cómicamente desolado, dijo:
-¿Sabes que estoy celoso?
-¡Celoso! ¿De quién?
-De Roberto.
-¿Por qué?
-Porque le has oído con admiración.
-Es verdad -replicó burlonamente la Salvadora.
-¿Y a mí no me admiras?
-Ni pizca. Tú no eres enérgico...
-Ni tan guapo, ¡eh!...
-Es verdad.
-Ni tan listo...
-Claro que no.
-¿Y dices que me quieres?
-Te quiero, porque tengo mal gusto; te quiero así, brutito, feo, poco enérgico.
-Entonces... déjame que te bese.
-No; cuando estemos casados.
-¿Y qué necesidad hay de esa farsa?
-Sí; por los hijos.
-¡Ah! ¿Tú quieres que tengamos hijos?
-Sí.
-¿Muchos?
-Sí.
-¿Y no te da miedo tener muchos hijos?
-No; para eso somos las mujeres.
-Entonces tengo que besarte; no hay más remedio. Te besaré con respeto; ¿no quieres? Te besaré como a una santa. ¿No te convences tampoco? Te besaré como si besara la bandera roja, ¿sabes? La Salvadora vaciló y presentó la mejilla; pero Manuel la besó en los labios.
-¡No ha de poder ser! Aquí tienes la escritura de venta. Guárdala.
-¡Pero, es mucho dinero!
-¡Quia, hombre, qué ha de ser mucho dinero! Oye ahora un consejo.
Cásate cuanto antes con esa muchacha. ¡Adiós!
Y Roberto cogió la mano de Manuel, se la estrechó afectuosamente y bajó las escaleras; luego, desde el portal, exclamó:
-¡Ah! Hay una advertencia; si al primer chico que tengas le llamas Roberto, vendré desde Inglaterra a ser su padrino.
Manuel, sin salir aún de su asombro, volvió al comedor, al lado de la Salvadora.
-Me ha regalado la imprenta -dijo.
-¡Eh!
-Sí. Esta es la escritura. Ya no tienes necesidad de trabajar tanto ni de ahorrar. Es un barbián mi amigo, ¿verdad?
-Sí; es muy simpático.
-Y generoso.
-Debe serlo.
-Y enérgico, ¿verdad?
-Sí.
De pronto, Manuel, con aire cómicamente desolado, dijo:
-¿Sabes que estoy celoso?
-¡Celoso! ¿De quién?
-De Roberto.
-¿Por qué?
-Porque le has oído con admiración.
-Es verdad -replicó burlonamente la Salvadora.
-¿Y a mí no me admiras?
-Ni pizca. Tú no eres enérgico...
-Ni tan guapo, ¡eh!...
-Es verdad.
-Ni tan listo...
-Claro que no.
-¿Y dices que me quieres?
-Te quiero, porque tengo mal gusto; te quiero así, brutito, feo, poco enérgico.
-Entonces... déjame que te bese.
-No; cuando estemos casados.
-¿Y qué necesidad hay de esa farsa?
-Sí; por los hijos.
-¡Ah! ¿Tú quieres que tengamos hijos?
-Sí.
-¿Muchos?
-Sí.
-¿Y no te da miedo tener muchos hijos?
-No; para eso somos las mujeres.
-Entonces tengo que besarte; no hay más remedio. Te besaré con respeto; ¿no quieres? Te besaré como a una santa. ¿No te convences tampoco? Te besaré como si besara la bandera roja, ¿sabes? La Salvadora vaciló y presentó la mejilla; pero Manuel la besó en los labios.