Buenos Aires desde setenta años atrás/Capítulo XIV

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Peluquerías. -La barbería de antaño. -El barbero. -Incidente en Montevideo. -Valor de una peluquería en el día.

I

En otros tiempos no se conocían las lujosas peluquerías que hoy abundan no sólo en nuestra ciudad, sino también en algunas otras provincias; peluquerías en donde se encuentra toda la comodidad, aseo y aun lujo que puede desearse; mejora debida al genio francés.

Para que el lector aprecie el contraste, bueno será que nos acompañe y entremos a una barbería de aquellos años.

Constaba ésta de lo que llaman un cuarto redondo; es decir, de una sola pieza a la calle; las de más lujo ostentaban, tal vez, una puerta con vidriera. En esta puerta, con o sin vidrios, flameaba por regla general, una cortina de zaraza de color, con grandes florones (angaripolas); en las paredes, generalmente blanqueadas, casi siempre muy sucias y jamás empapeladas, veíanse unas estampas, a veces en marco, otras sin él. Un sillón de baqueta, una bacía, toallas (no muy limpias), peines ídem, completaban el ajuar; tal vez un poco de aceite de limón, comprado en la botica inmediata, o en donde daban más; en un rincón una escoba, no olvidando el tradicional brasero que, cerca de la puerta, o en otro rincón, sobre unos cuantos pedazos de carbón, mantenía la paba de agua caliente para la barba, y por supuesto para el indispensable mate. Tal era el cuadro que presentaba la barbería en Buenos Aires, hace 50 años.

El barbero era un tipo especial; casi todos eran pardos o negros. Charladores incansables, entretenían al parroquiano con sus cuentos y chistes, y a no dudarlo, sabían la vida y milagros de todo el mundo. Por añadidura, todos eran guitarreros.

Entonces no se usaba el cepillo o pincel de barba para jabonar la cara. El maestro movía con los dedos el jabón y el agua en la bacía (utensilio también indispensable), hasta hacer espuma, y luego con la mano la frotaba en la cara de su cliente. En aquellos tiempos, como se ve, se manoseaba mucho más el rostro del pobre candidato; metían los dedos entre los labios, y en la época en que no se usaba bigote, se prendía el barbero sin compasión de la nariz, elevándola cuanto podía e imprimiéndole movimientos laterales para afeitar el labio superior.

Tales eran nuestros barberos y nuestras barberías, hasta que, como hemos dicho antes, los franceses produjeron un renversement, un vuelco completo, trayéndonos la peluquería cómoda, limpia y arreglada de que hoy disponemos, y el peluquero petimetre.


II

A propósito, recordamos una ocurrencia que nos hizo reír y que demuestra el amor que tienen los franceses al bombo.

Era la época en que Montevideo estaba repleto de emigrados que huían de las garras de Rosas. Tan llena estaba la ciudad, que no había habitación que no estuviese ocupada, y hasta en los zaguanes se acomodaban los menos afortunados. En esa época luctuosa para Buenos Aires, tocole al que esto escribe, siendo aún muy joven, refugiarse por un corto tiempo en la heroica ciudad. Andando cierto día con un amigo por la calle del Portón, vio sobre una puerta la siguiente inscripción: «Grand Salon pour la coupe des cheveux.»

Teniendo necesidad de hacerse cortar el pelo, torció el pestillo y entró, pero volviendo al tiempo de practicar esta operación la cara para hablar con el amigo que venía detrás; en esa actitud dio un paso adelante, al dar el segundo volvió la cabeza, y... se felicitó de haberlo hecho, pues seguro que habría ido a estrellarse contra la pared opuesta del Grand Salon, que medía 2 varas escasas de fondo, por 3 y ½ de ancho.

No hace mucho tiempo que, por casualidad, tuve ocasión de imponerme hasta qué grado se lleva el dispendio en el establecimiento en el día, de una peluquería (ya no se llaman barberías por mucho que se haga en ellas la barba); hallábame incidentalmente en la situada en la calle Rivadavia a pocas varas de la plaza.

La peluquería se estaba desalojando, encontrábase allí el propietario de la casa y por el diálogo sostenido por éste y el dueño del establecimiento, supe que pagaba 6.000 pesos mensuales por dos pequeños cuartos, y que el dueño pretendía 7.000, para hacer un nuevo contrato.

El ocupante la dejaba por haber hallado en la misma acera, casa más cómoda y algo más barata. En el curso de la conversación se habló de lo que importaría la nueva peluquería, asegurando su dueño que no bajaría de 100.000 pesos el gasto de establecerla.

Hoy ya se encuentra en su nuevo local, calle Rivadavia, la lujosa peluquería a que nos hemos referido, que es la de don Francisco Navarro, al lado de la no menos suntuosa farmacia de don Guillermo Granwell; debemos citar también la espléndida peluquería en que no se ha ahorrado gastos para la comodidad de sus clientes, de Ruiz y Roca, calle Florida; habiendo muchas otras en esta ciudad, que brindan toda clase de comodidad.

He entrado en estos detalles para hacer palpable la diferencia que existe entro éstos y aquellos tiempos en que la mejor barbería de la ciudad no tendría mil pesos papel, de capital.