Buenos Aires desde setenta años atrás/Capítulo XLVI

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Fiesta de la Recoleta. -Opinión de la prensa a su respecto. -Duración de la fiesta en años atrasados. -Bailes. -La tempestad.

I

Mucho se ha hablado últimamente sobre la supresión de las Fiestas de la Recoleta. Algunos diarios las han reprobado como ofensivas y peligrosas. Entre otros, dice el Standart, del 15 de octubre del 79:

«La Pampa publicó ayer un elocuente y enérgico artículo contra las vergonzosas escenas y asesinatos en la Fiesta de la Recoleta. Pensamos con nuestro colega que la Municipalidad debe abolir una vez, y para siempre, dicha fiesta.»

No es de nuestra competencia abrir opinión respecto de que si, por regla general, las fiestas públicas deben suprimirse por temor de sus efectos, o si deben ser más vigiladas por la Policía.

Vamos, pues, a nuestro rol, que es simplemente el de narrar algo relativo a estas fiestas, in illo tem pore.

Sabido se está que esta fiesta tradicional empieza el 12 de octubre, día de Nuestra Señora del Pilar. Duraba en su origen, y por mucho tiempo, una semana. La mayor parte de la concurrencia (y era siempre numerosa), se componía de pedestres. Entonces no se veían filas prolongadas de vistosos carruajes ni había tramways.

Así es, pues, que la calle larga era una verdadera romería. La gente de toda clase y condición iba y venía a pie, porque a la verdad, ¿quién no iba a la Recoleta?... sin cuidarse, sin duda, del dicho español: «a las romerías y a las bodas, van las locas todas.» Un número, relativamente limitado, iba a caballo.

Las familias concurrían durante el día, dando lugar a que a los sirvientes les tocara también su turno.

A la noche quedaban los compadritos y la gente baja, y en las barracas se armaban bailecitos o changangos, que duraban hasta el día, con uno que otro barullo, como accesorio indispensable.


II

En 1822 sobrevino una tempestad espantosa; volaron tiendas o barracas, lienzos, banderas, tablas, causando muchas pérdidas y algunas desgracias personales. Centenares de personas se refugiaron en la iglesia.

En aquellos tiempos, el embanderamiento, las decoraciones, las barracas, galpones, etc., ocupaban la plazoleta, en vez del bajo, como hoy sucede.

Como hemos dicho, se notaba un constante ir y venir de gente, a todas horas, sin exceptuar la noche; aunque entonces en número menor.

En esos tiempos, la calle larga, como es de suponer, no estaba como hoy, guarnecida de edificios; sólo había tal cual casa de mala apariencia, a gran distancia la una de la otra; circunstancia, sin duda, que la haría parecer más larga aún. Los cercos de pita, con su correspondiente zanja, ocupaban casi toda su extensión.

Los muchachos, para acortar el camino, se entretenían, en su tránsito, tirando pedradas a los pájaros, que volaban de entre los cercos o se posaban sobre los encumbrados pitones, o bien chupando los tallos de vinagrillo, que crecían en el cerco o en la zanja.

En aquellos años, casi siempre hacía calor por ese tiempo; tan era así, que el 12 de octubre solía ser el día de estreno del pantalón blanco.

La compostura de la calle larga se hacía con arena, y puede decirse que todo él era un vasto y profundo arenal, que cruzaba jadeando el viandante. A la ida se notaba mayor animación, había más brío, sin duda alentados los concurrentes por el placer que iban, o creían iban a gozar a su llegada a la Recoleta. En cuanto a la vuelta, la cosa cambiaba de aspecto; era un verdadero sacrificio, un cansancio inexplicable.

De ahí vendría, a no dudarlo, una frase que se popularizó. Cuando se veía que alguien se desalentaba, después de haber emprendido alguna cosa con empeño y animación, se le decía: -«¿Adónde vas?... ¡A la Recoleta! ¿De dónde vienes?... De la... Re... co... le... ta.» Dando a la voz una entonación viva y de resolución en la primera contestación y de decaimiento y languidez extrema a la segunda.

Hubo una época, creemos que en tiempo de Rosas, en que esta fiesta se suprimió, o, por lo menos, se restringió mucho; tenemos idea de que algo se hizo análogo, pero en escala menor, en la hoy plaza de la Libertad.


III

Aun cuando el incidente que pasamos a referir no tiene conexión con la fiesta que venimos describiendo, acaeció en el paraje en que ella tenía lugar, y siendo un episodio de la época, no nos parece fuera de propósito recordarlo.

Sucedió que cierto día, o noche, no estamos ciertos, y al fin esto poco importa, les ocurrió a un par de tigres llegar sobre uno o más camalotes a nuestras playas, y tomar tierra frente a la barranca del Retiro. De uno de ellos no se supo el paradero, pero el otro, deseando satisfacer su apetito, estimulado, sin duda, por una larga travesía, lo efectuó devorando un caballo que se encontraba en un potrero inmediato, y era de la silla del padre Ascola.

Parece que el tigre, satisfecho, se dirigió tranquilamente hacia la Recoleta, acomodándose en un matorral, terreno que hace esquina con la plazoleta, y perteneciente al canónigo Figueredo.

Un pulpero, que vivía en la esquina opuesta, abrió muy temprano su puerta, y lo primero con que se encontró fue con el señor tigre, que, desde su escondite, le clavaba los ojos. Verlo y volver a cerrar, se supone que fue obra de un instante. Previno en el acto a la familia, y dio la voz de alarma.

En esos momentos acertaron a llegar dos cazadores (creemos que eran franceses), acompañados de un par de perros.

Al ver al tigre, era imposible retroceder; mandaron como vanguardia a sus perros, e hicieron fuego sobre el animal, que por entonces no mostraba intención de atacarlos. No tenían sino munición gruesa, y parece que ésta no producía efecto.

Empezó a reunirse gente; algunos traían también perros. La falange, pues, iba haciéndose más formidable; sin embargo, nadie se resolvía a llevar el ataque, y el tigre se mantenía en sus trece, puesto, no obstante, en jaque por los perros.

Apareciose, en esto, un ebrio, empeñado en desafiarlo, con un poncho envuelto en el brazo izquierdo, y un pequeño palo en la mano derecha, que pretendía, según decía, introducirle en la boca. Costó disuadirlo y alejarlo de allí.

No tardó en presentarse en la arena un nuevo campeón, en mejores condiciones que el anterior; era nada menos que el Alcalde de barrio Darmao; hombre fornido y de garras, armado de un trabuco naranjero, con cuatro o cinco balas. Avanzó sereno, trabuco en mano, pero con precaución, hasta cierta distancia de su formidable enemigo; levantó el arma, pero antes de poder descargar su trabuco, el tigre se echó sobre él, arrojándole al suelo. Darmao, sin embargo, no había soltado su arma, y el tigre, constantemente acosado por los perros, atendía a éstos, volviendo a todos lados la cabeza, sin hacer más que tener sujeto a su presunta víctima, con las uñas clavadas en su pecho.

Hombre resuelto y de previsión, fue trayendo su arma a una buena posición y, colocando la boca del trabuco en la garganta del tigre, hizo fuego; éste dio un vuelco, cayendo para atrás, quedando el Alcalde libre, pero destilando sangre.

El tigre aun vivía; se acercó un carnicero, y, sacando su puñal, lo acodilló.

Aquí pudo haber terminado el asunto, pero no fue así. Suscitose la grave cuestión de saber a quién pertenecía el cuero, si a Darmao o al carnicero. No sabemos cómo terminó la cuestión; creemos que no hubo pleito, que, a haberle, es más que probable que ¡ambos se habrían quedado sin el codiciado cuero!