Buenos Aires desde setenta años atrás/Capítulo XXXI

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Continuación de costumbres. -Baño en el río. -Escuela de natación. -Las señoras y el baño. -Escenas grotescas. -Galletas. -Las tormentas de verano. -Familias en el campo; modo de transportarse.

I

A fin de no desviarnos del plan que nos hemos propuesto, de dar la variedad posible al relato que hacemos, volveremos a ocuparnos, por el momento, de algunas otras costumbres de tiempos pasados.

Empezaremos por el bailo en el río, que todavía hoy continúa, aunque en escala muy reducida. Es preciso recordar, para que sirva de disculpa a su generalización en aquellos tiempos, que no existían entonces las numerosas casas de baños de que hoy disponemos, ni la comodidad que ofrecen las aguas corrientes para poder tomar baños en casa: entonces (salvo raras excepciones), todo el mundo se bañaba en el río.

Los empresarios pedían su explotación por veinte años, pasando luego a ser propiedad de la nación: ignoramos por qué no se llevó a cabo este útil proyecto.

No podemos menos que recordar una circunstancia que hoy a muchos parecerá extraña. La costumbre que existía, respecto a los baños, desde la época colonial, se armonizaba con cierta creencia religiosa; así es que, en general, las señoras esperaban para ir a los baños del río, que llegara el 8 de diciembre, que, como nuestros lectores saben, es el día de la Inmaculada Concepción, y en el que se bañaban los Padres Franciscanos y Dominicos, que bautizaban el agua.

Durante la estación, concurría gente desde que aclaraba hasta las altas horas de la noche; algunos eligiendo las horas por gusto o comodidad y otros por necesidad. Los tenderos y almaceneros, por ejemplo, casi en su totalidad iban de las diez de la noche en adelante, después de cerrar sus casas de negocio. Las familias preferían la caída del sol; y sentadas en el verde, gozando de la brisa, esperaban que obscureciese para entrar al baño, dejando sus ropas al cuidado de las sirvientas.


II

Muchos hombres, a más de los almaceneros y tenderos, acostumbraban reunirse e ir a las once, y aun a las doce de la noche, llevando fiambres y vino para cenar en el verde, después del baño. Algunas personas pasaban toda la noche sobre las toscas, gozando de las deliciosas brisas del magnífico río. No lo harían hoy; a menos que contasen con un escuadrón de caballería, que les guardase la espalda contra los cacos.

Algunos han criticado severamente el baño de las señoras en el río; pero la verdad es, que no tenía cosa alguna de reprochable, más allá de lo incómodo en sí, pues que en nada, absolutamente, se quebrantaban los preceptos del decoro. Los grupos sobre las toscas, en las noches que no eran de luna, se servían de pequeños faroles.

Se observaba el mayor orden y respeto; los hombres que llegaban a esa hora, se alejaban de los grupos de señoras, y buscaban sitios menos concurridos por ellas. Habría, no hay duda, una que otra aventura, pero... ¿en qué parte que concurran hombres y mujeres se podrá asegurar que no puedan éstas ocurrir?

Se presenciaban, a veces, escenas grotescas; veíase, por ejemplo, un hombre en el baño a las doce del día, resguardado de los rayos ardientes de un sol de enero, por un enorme paraguas de algodón. Una mujer sumergida en el agua hasta el cuello, saboreando con garbo su cigarro de hoja. Más allá, en las toscas, algún desventurado, desnudo de medio cuerpo, tiritando y empeñado, con uñas y dientes, en desatar los nudos que algunos traviesos se habían entretenido en hacer en sus ropas menores.

Los frecuentes y repentinos huracanes, o lo que se llamaba tormentas de verano, tan comunes aquí, y que parece eran aún mas frecuentes en aquellos años, solían sembrar el terror entre los bañistas; era, a veces, tan rápida su aparición, que no daba tiempo para vestirse; en algunos casos se mantenían firmes en sus puestos, contemplando desde allí la ciudad envuelta en densas nubes de polvo; en otras, todos huían, unos a medio vestir, y otros habiendo perdido sus ropas. Esto mismo servía de tema y entretenimiento (a lo menos para los que no habían sufrido), pues que tales incidentes venían a quebrar la monotonía de aquello de llegar al río, desnudarse, bañarse, volverse a vestir, e irse tranquilo a su casa.


III

Durante el verano, muchas familias pasaban temporadas, más o menos largas, en el campo, en donde algunas tenían casa propia. El mal estado de los caminos, hacía casi imposible el uso de los pocos carruajes que entonces había, para transportarse de la ciudad; así es que, las familias, se veían obligadas a viajar en carreta, por pudientes que fuesen, empleando seis, y aun más horas, para ir o venir, por ejemplo, de San Isidro.

En San José de Flores hizo, por muchos años, el servicio, un renombrado don Dalmacio, humilde propietario de ese partido, con una carretita toldada, tirada por un par de bueyes mansos, con los cuales atropellaba los profundos pantanos que eran el terror de los troperos. Don Dalmacio era muy estimado entre las señoras que iban y venían, como hombre previsor y de probada paciencia.

En San Isidro, las Conchas, etc., también había sus carretitas ad hoc, pero las señoras, muchas veces iban de la ciudad en las carretas que traían fruta y regresaban desocupadas. El lector se hará cargo de cuán incómodos serían estos viajes, y de cuántas horas durarían. Sin embargo, hoy echamos chispas si un tren viene retardado de algunos minutos... Pero es condición humana no conocer límite en nuestras aspiraciones.

En los pueblos que quedan sobre la costa, continuábase el baño en el río.

La costumbre, hoy tan generalizada, de vivir fuera de la ciudad, si bien casi exclusivamente en el verano, fue introducida, desde aquellos años, por los comerciantes ingleses, quienes siguiendo su inclinación de residir lejos del punto en que tienen su negocio, formaban, en los suburbios, preciosas quintas como la de Fair, Mackinley (hoy Lezama), Cope, la familia Dickson, que ocupaba la quinta de Riglos, situada sobre la barranca, al Norte de la ciudad, la de Brittain, en Barracas, y tantas otras.

Los que no poseían casas de recreo, llevados de su afición por el campo, hacían sus excursiones, especialmente a San Isidro; salían los sábados a la tarde, o víspera de fiesta, grandes cabalgatas, que presidía el conocido rematador de aquellos tiempos, muy relacionado entre los ingleses, don Julián Arriola.