Cádiz/X

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Despedime de Amaranta y su amiga, prometiendo visitarlas al día siguiente, como en efecto lo hice. En un café de Cádiz juntóseme D. Diego, quien al punto renovó sus promesas de llevarme a la casa materna, en lo cual le di tanta prisa, que fijamos para el próximo día la visita. También hice una a lord Gray, al cual hallé sin variación alguna, y como le dijese que yo pensaba ir a casa de doña María, se sorprendió, asegurándome después que él iba todas las noches.

Cuando llegó el anochecer del día indicado, fuimos Rumblar y yo, previa repetición de las advertencias que el caso requería.

-Ten mucho cuidado -me dijo- de fingirte mojigato, si no quieres que te echen a la calle. Mis hermanas, a quien dije que estabas aquí, desean que vayas; pero no te la eches de galante con ellas. Mucho cuidado con aludir a mis salidas de noche, porque lo hago a escondidas de mi señora mamá. A los señores que veas allí, trátales cual si fueran lumbrerasde la patria y prodigios de talento y virtudes. En fin, confío en tu buen sentido.

Llegamos a la casa, que estaba en la calle de la Amargura y era de hermosa apariencia. Vivía en el piso alto la de Leiva y en el principal la de Rumblar, quien por el reciente reumatismo de su ilustre parienta, ejercía el cargo de jefe y director supremo de la familia con toda la extensión propia de su carácter. Al entrar y subir detúvonos un lejano y solemne rumor de rezos, y D. Diego dijo:

-Aguardemos aquí; que están rezando el rosario con Ostolaza, Tenreyro y D. Paco. A este ya le conoces. Los otros son diputados, que vienen aquí todas las noches.

Mientras aguardábamos observé la casa, que era alegre y bonita como todas las de Cádiz. Espaciosas vidrieras cerraban el corredor por el patio, y en las paredes no se veía un palmo de superficie desocupado de cuadros al óleo, representando asuntos diversos, y confundidos los religiosos con los profanos. Al fin, concluido el rezo, tuve el honor de entrar en la sala, donde estaba doña María con sus dos niñas, D. Paco y tres caballeros más que yo no conocía. Recibiome la de Rumblar con cierta cortesanía ceremoniosa y un tanto finchada, pero afablemente y mostrándome benevolencia de alto a bajo, es decir, entre generosa y compasiva. Las niñas, observando el ritual a que estaban acostumbradas, me hicieron una reverencia, sin desplegar los labios; D. Paco, tan pedante en Cádiz como en Bailén, hízome grandilocuentes cumplidos y los demás personajesmiráronme con recelosa prevención, sin mostrarme urbanidad más que con algunas rígidas inclinaciones de cabeza.

-Has llegado tarde al rosario -dijo doña María a D. Diego después que me indicó un asiento.

-¿Pero no dije a usted -respondió el joven- que lo rezaba esta tarde en el Carmen Calzado? De allí vengo ahora, junto con Gabriel, que volvía de confesarse con el padre Pedro Advíncula.

-¡Qué excelente sujeto es el padre Pedro Advíncula! -me dijo en tono sumamente ponderativo doña María.

-No existe otro en toda la redondez de Cádiz -respondí- con especialidad para lo tocante al confesonario. ¿Pues y en el púlpito? ¿Y quién le echará la zancadilla a cantar una epístola?

-Es verdad.

-A mí me cautiva oírle cantar la epístola -repitió D. Diego.

-Yo celebro mucho -me dijo doña María- los grandes adelantamientos que ha hecho usted en su carrera.

Me incliné ante la matrona con el mayor respeto.

-Toda persona de rectitud y caballerosidad, atenta al buen servicio de la religión y del rey -continuó- no puede menos de encontrar premio a su trabajo. Yo sentí mucho que mi hijo no siguiese en el ejército algún tiempo más...

-Harto trabajamos Gabriel y yo junto alpuente de Herrumblar -dijo D. Diego-. Verdaderamente, señora madre, si no es por nosotros... Ello fue que hicimos un movimiento con nuestro escuadrón en tales términos que... ¿te acuerdas, Gabriel? Francamente, si no es por nosotros...

-Calla, vanidoso -dijo doña María-. Más ha hecho el señor que tú y no se alaba de ello. La propia alabanza es cosa ruin e indigna de personas bien nacidas. ¿Estará mucho en Cádiz el Sr. D. Gabriel?

-Hasta que concluya el sitio, señora. Después pienso dejar las armas y seguir en mi ardiente vocación, que me impele a la carrera de la Iglesia.

-Alabo mucho su resolución, y esclarecidos santos tiene el cielo, que primero fueron valientes soldados, como San Ignacio de Loyola, San Sebastián, San Fernando, San Luis y otros.

-¿Ha estudiado usted teología? -me preguntó un señor de los presentes.

-Mi maleta de campaña no contiene más que libros de teología, y desde que tengo un rato de vagar, entre batalla y batalla, me harto de leer una materia que es para mí más grata que las mejores novelas. Las tristes horas de la guardia me dan espacio y tiempo para mis meditaciones.

-Asunción, Presentación -dijo doña María con entusiasmo-, aquí tenéis un ejemplo que debe sorprenderos y admiraros.

Asunción y Presentación, al oír que yo era una especie de santo, me contemplaron conadmiradas. Yo las miré también. Estaban tan bonitas, más bonitas que en Bailén; pero oprimidas bajo la exagerada pesadumbre de la autoridad materna, sus hermosos ojos estaban llenos de tristeza. Sin que su madre lo advirtiera, dijéronse algunas palabras por lo bajo.

-¿Y qué nuevas nos trae usted de la Isla? -me preguntó doña María.

-Señora, ayer se inauguró esa jaula de locos. Ya sabrá usted que el señor obispo de Orense se ha negado, con pretexto de enfermedad, a jurar ante las Cortes.

-Y ha hecho perfectamente. En verdad no se concibe que haya gente tan loca... Antes del rosario nos explicaba el Sr. Ostolaza lo que entienden ellos por la soberanía de la nación, y nos hemos horripilado. ¿Verdad, niñas?

-¡Dios nos tenga en su mano! -exclamé yo-. Y ahora se susurra que nos van a dar lo que llaman libertad de la imprenta, que consiste en permitir a cada uno escribir todas las maldades que quiera.

-Y luego hablan de vencer al francés.

-Los excesos de nuestros políticos -dijo Ostolaza- excederán con mucho a los de la revolución francesa. Acuérdese usted de lo que le digo.

Observé entonces a aquel hombre, el mismo que tanto figuró después en la camarilla del rey, durante la segunda época constitucional, y puedo decir que era grueso, de cara redonda, coloradota y reluciente, mirar provocativo, hablar chillón y ademanes desembarazados y casi siempre descompuestos. Junto aél estaba el llamado Teneyro, diputado también, cura de Algeciras, hombre con pretensiones y fama de gracioso, aunque más que a la agudeza de los conceptos, debía esta al ceceo con que hablaba; de cuerpo mezquino, de ideas estrafalarias, tan pronto demagogo furibundo, como absolutista rabioso; sin instrucción, sin principios ni más conocimientos que los del toque del órgano, cuyo arte medianamente poseía. El tercero, D. Pablo Valiente, no era ridículo, ni en el trato ordinario se distinguía por cosa alguna chocante, en maneras o en lenguaje.

Contestando a Ostolaza, dije yo con el acento más grave que me era posible:

-¡El cielo se apiade de nuestra infortunada nación, y nos traiga pronto a nuestro amado monarca D. Fernando el VII!

El nombre del soberano lo acompañé de una reverencia tan exagerada que casi hube de besarme las rodillas.

-Pues se dice por ahí -indicó Teneyro- que van a procesar al obispo de Orense.

-No se atreverán a ello -repuso Valiente, sacando su caja de tabaco y ofreciendo del oloroso polvo a los circunstantes.

-¿A qué no se atreverá, señores... señores, a qué no se atreverá esta desalmada grey de filósofos y ateístas? -exclamé yo mirando al techo.

-Señor oficial -me dijo doña María-, es indudable que ustedes los militares tienen la culpa de que los cortesanos... así los llamo yo... estén tan ensoberbecidos. Dicen que laRegencia tanteó a la tropa para dar un golpe, pero la tropa no quiso ponerse de su parte.

-La tropa -dijo Ostolaza- ha cometido la falta de inclinarse al populacho.

-Lo que no se ha hecho, señores -dije yo con profético tono- se hará.

Y repetí varias veces, mirando a todos lados, el enérgico «se hará».

-Si todos fueran como tú, Gabriel -me dijo don Diego- pronto acabarían las picardías que estamos viendo.

-¿Durarán las Cortes hasta el mes que viene, señor de Valiente? -preguntó la de Rumblar.

-Durarán algo más, señora. A no ser que los franceses envalentonados con nuestras discordias, entren en Cádiz, y hagan con todos los que aquí estamos un picadillo. Yo he dicho que la soberanía de la nación por un lado y la libertad de la imprenta por otro, son dos obuses cargados de horrorosos proyectiles que nos harán más daño que los que ha inventado Villantroys.

-Caballero -dije yo afeminadamente-, esa comparacioncita es exacta y procuraré retenerla en la memoria.

-Deploro tantos errores -dijo la dueña de la casa-. Pero aquí, Sr. D. Gabriel, no tomamos a pecho la política, y los que en casa se reúnen no hacen más que departir discretamente sobre el mal gobierno y los filosofastros. Yo no me ocupo más que del matrimonio de mi querido hijo, que se efectuará en breve, y de completar la educación religiosade mi hija -señaló a Asunción- que debe entrar muy pronto en un convento de Recoletas, siguiendo su decidida e inquebrantable inclinación. Ocupaciones son estas que llenan alegremente mi cansada vida, y a las que me consagro con el mayor celo.

Asunción había bajado los ojos, y Presentación me miraba, queriendo leer en mi cara el efecto que me producían las palabras de su mamá.

-¿Enviasteis recado a Inés? -preguntó doña María-. Diego, tu futura esposa estará sin duda enojada contigo, por tu mal comportamiento y desaplicación. Necesario es que varíes de conducta. Ahora, cuando baje, puedes manifestarle con palabras tiernas tu propósito de no ofenderla más, como lo has hecho saliendo a la calle por las tardes en la hora que tengo dispuesto hables con ella y le recites alguna fábula bonita o poesía instructiva. Yo, señor D. Gabriel -y se dirigió a mí de nuevo-, no gusto de tiranizar a la juventud. Conozco que es preciso ser tolerante con los muchachos, sobre todo cuando llegan a cierta edad, y sé muy bien que los tiempos presentes exigen algo más de holgura que los pasados en los lazos que atan a los jóvenes con sus familias.

»Con estos principios, permito a mi nuera que baje a la tertulia y platique con personas finas y juiciosas sobre asuntos profanos, porque una muchacha destinada al siglo y a dar lustre a una gran casa como la suya, no debe ser criada con aquel encogimiento y estrechez que tan bien sienta en la que sólo ha de viviren su casa, bien reducida a un decoroso celibato, bien instruyéndose para servir a Dios en el mejor y más perfecto de los estados. Mis dos niñas viven aquí gozosas sin apetecer bailes, ni paseos, ni teatros. No soy yo enemiga tampoco de que se diviertan, ni crea usted que estoy siempre con el rosario en la mano, haciéndolas rezar y aburriéndolas con un excesivo manoseo de las cosas santas, no. También aquí se habla de cosas mundanas, siempre con el debido comedimiento. A veces tengo que imponer silencio, mandando que cesen las controversias sobre teología, porque lord Gray, que viene aquí muy a menudo, gusta de tratar con desenvoltura asuntos muy delicados.

-Como que anoche -dijo D. Paco inoportunísimamente- dio en afirmar que no comprendía el misterio de la Encarnación, para que la señorita Asunción se lo explicara.

-Estoy hablando yo, Sr. D. Paco -dijo con firmeza y enojo la condesa-. Nada importa ahora lo que lord Gray hiciera o dejase de hacer anoche... Pues como decía, aquí viene lord Gray, un sujeto respetabilísimo y tan formal y circunspecto, que no hay otro que se le iguale. Ellas se entretienen oyéndole contar sus aventuras. ¿Conoce usted a lord Gray?

-Sí, señora. Es un hombre muy digno y temeroso de Dios. ¿Pero no saben ustedes que parece inclinado a convertirse al catolicismo?

-¡Jesús y qué me dice usted! -exclamó con asombro y júbilo doña María-. Aquí se ha tratado algunas veces este punto, y las niñas yyo le hemos exhortado a que tome tan saludable determinación.

-Como suelo pasarme las horas muertas en el Carmen Calzado -dije yo- he visto entrar varias veces a lord Gray en busca del padre Florencio, que es el mejor catequizador de ingleses que hay en todo Cádiz.

-Lord Gray no ha de faltar esta noche -dijo doña María-. Y usted, Sr. D. Gabriel, ¿no nos acompañará algunos ratitos?

-Señora -respondí- de buen grado lo haría; pero mis ocupaciones militares y la necesidad que tengo de despachar de una vez todo el capítulo de prescientia, que es el más difícil de todos, me retendrán en la Isla.

-¿Y qué opina usted de la prescientia? -me preguntó Ostolaza cuando yo estaba muy lejos de esperar semejante embestida.

-¿Qué opino yo de la prescientia? -dije tratando de no turbarme para contestar alguna ingeniosa vulgaridad que me sacase del compromiso.

-Opinará lo mismo que San Agustín, secundum Augustinus -indicó oficiosamente D. Paco, que anhelaba mostrar su erudición.

-Ya están las niñas con cada ojo... -dijo doña María observando que sus hijas atendían a la planteada discusión con demasiado interés-. Niñas, dejad a los hombres que debatan estas cosas tan intrincadas. Ellos se sabrán lo que se dicen. No abrir tales ojazos, y miren los cuadros y las pinturas del techo, o hablen conmigo, preguntándome si se me alivia el dolor del hombro.

-Lo mismo que San Agustín -indicó don Diego-. Opinará como San Agustín y como yo.

-Según y conforme -dije recapacitando-. ¿Ustedes piensan como San Agustín?

Ostolaza, Teneyro y D. Paco se desconcertaron.

-Nosotros...

-Supongo que conocerán los nuevos tratados...

A este punto llegaba la controversia, cuando entró lord Gray a sacarme del apuro. No pudiera llegar en mejor ocasión. Recibiéronle doña María y sus tertulios con la mayor cordialidad y agasajo, y él saludó a todos con afectado encogimiento. Tal vez extrañará alguno de los que me oyen o me leen, que con tan buena amistad fuera recibido un extranjero protestante en casa donde imperaban ciertas ideas con absoluto dominio; pero a esto les contestaré que en aquel tiempo eran los ingleses objeto de cariñosas atenciones, a causa del auxilio que la nación británica nos daba en la guerra; y como era opinión o si no opinión, deseo de muchos, que los ingleses, y mayormente los hermanos Wellesley, no veían con buenos ojos la novedad de la proyectada Constitución, de aquí que los partidarios del régimen absoluto trajeran y llevaran con palio a nuestros aliados. Lord Gray además con su ingeniosísima labia, su simpático carácter, y también poniendo en práctica estudiadas artimañas y mojigaterías, como yo, había conseguido hacerse respetar y querer vivamentede doña María. Además solía ridiculizar con gran desenfado las ceremonias protestantes.

Mientras lord Gray respondía a ciertas enfadosas preguntas que le hizo Ostolaza, doña María llamó a sus hijas y dijo a Asunción, no tan por lo bajo que yo dejase de oírlo:

-Mira, Asunción, habla con lord Gray un ratito; coge con disimulo el tema de la religión y sondéale, a ver si es cierto que está dispuesto a abjurar sus errores, por abrazarse a nuestra santa doctrina.

En aquel instante sentí ruido de pasos y entró Inés. ¡Dios mío, qué guapa estaba, pero qué guapa! No recuerdo si en el libro anterior hablé a ustedes de la soltura, de la elegancia, de la armoniosa proporcionalidad que el completo desarrollo había dado a su bella figura. Además de esto, encontrábale mayor animación en el rostro, y una grata expresión de conformidad y satisfacción, no menos simpática que su antigua tristeza, resto de la miserable y ruin vida de la infancia. Observándola, consideré cuánto había ganado en encantos y atractivos aquella criatura, añadiendo a sus bellezas naturales, a su discreción e ingénito saber, la dulce cortesanía y las gracias que infunde el trato frecuente con personas distinguidas y superiores. En su cara advertí el extraño realce que da la conciencia del propio mérito, lo cual no es lo mismo que vanidad.

No parecía haber perdido la hermosa modestia que la hacía tan simpática; pero sí aquella especie de encogimiento, aquel desmedido amor a la oscuridad, que emanaban delmalestar hallado en su repentino cambio de fortuna. Había adquirido lo que le faltaba cuando la vi en Córdoba y en el Pardo, el perfecto conocimiento de su posición y las mil menudencias personales, accidentes casi imperceptibles de la voz, del gesto, de la mirada con que el individuo da a entender claramente que se halla donde debe hallarse. Estaba más alta, un poco más gruesa, con el color menos pálido, la boca más risueña, los ojos no menos seductores y arrebatadores que los de su madre, célebres en toda la redondez de España, la voz más segura, sonora y grave, y el conjunto de su persona respirando firmeza, vida, soltura y nobleza. ¡Oh imagen tan perfecta vista como soñada! ¿Fue suerte o desgracia haberte conocido?