Cádiz/XXII

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XXII

Creí soñar, le miré mejor, y hasta que no me llamó saludándome, no me atreví a hablarle, temiendo padecer una equivocación.

-No sé, milord -le dije- si debo reírme o enfadarme de ver a un hombre como usted, con ese traje, y llenando su escudilla en la puerta de un convento.

-El mundo es así -me respondió-. Un día arriba y otro abajo. El hombre debe recorrertoda la escala. Muchas veces paseando por estos sitios, me detenía a contemplar con envidia la pobre gente que me rodea. Su tranquilidad de espíritu, su carencia absoluta de cuidados, de necesidades, de relaciones, de compromisos; despertaron en mí el deseo de cambiar de estado, probando por algún tiempo la inefable satisfacción que proporciona este eclipse de la personalidad, este verdadero sueño social.

-Es verdad, milord, que tan descomunal extravagancia no la he visto jamás en ningún inglés, ni en hombre nacido.

-Parece esto una aberración -me dijo-. La aberración está en usted y en los que de ese modo piensan. Amigo, aunque parezca contradictorio, es cierto que para ponerse encima de todo lo creado, lo mejor es bajar aquí donde yo estoy... Lo explicaré mejor. Yo tenía la cabeza loca del ruido de los martillos de Londres, y venía maldiciendo la ingrata tierra en que el hombre para poder vivir necesita hacer clavos, bisagras y cacerolas. ¡Bendita tierra esta, donde el sol alimenta y donde lleva la atmósfera en su inmensa masa ignoradas sustancias!...

»Mi cuerpo se rebela hace tiempo contra los repugnantes bodrios de nuestros cocineros, inmundos envenenadores del humano linaje. Yo sentía ha tiempo profundo rencor hacia los sastres, que serían capaces de ponerle casaquín, chupa y corbata al Apolo de Fidias si se lo permitieran. Yo experimentaba profunda aversión hacia las casas y ciudades,que, según vamos viendo en nuestra graciosa época, sólo sirven para que se luzcan y diviertan los artilleros destruyéndolas. Yo detestaba cordialmente la sociedad de los hombres de hoy compuesta de multitud de casacas que hacen cortesías, y dentro de las cuales suele haber la persona de un hombre. Me horrorizaba al oír hablar de naciones, de políticas, de diferencias religiosas, de guerras, de congresos; invenciones todas de la necedad humana que al mismo tiempo que ha establecido leyes, estados, privilegios, dogmas, ha inventado cañones y fusiles para destruirlo todo. Yo detestaba los libros que se han creado para muestra de que no hay en todo el mundo dos hombres que piensen de la misma manera, y que nacieron en manos de un artesano, como en manos de un fraile la pólvora, otra especie de libro que habla más alto, pero que tampoco dice nada que no sea confusión.

Lord Gray se expresaba con exaltado acento. Tomé su mano y advertí que quemaba.

-Vi luego este país bendito, y mi pensamiento agitado descansó contemplando esta suprema estabilidad, este profundo reposo, este sueño benéfico de la sociedad española. Mis ojos se deleitaron contemplando en la inmensidad de la tierra las siluetas de los grandes conventos, a cuyo amparo protector un pueblo, a quien todo se lo dan hecho, puede esparcir su gran fantasía por los espacios de lo soñado y buscar lo ideal en la única región donde existe; sin cuidarse de desempeñar papeles más o menos difíciles en la sociedad, sincuidarse de su persona, ni de los molestos accidentes del escenario humano, que se llaman posición, representación, nombre, fortuna, gloria... Quise saciar mi ardiente anhelo de conocer este beatífico estado, y aquí me tiene usted en él.

»Amigo mío, durante dos días he vivido tan lejos de la sociedad, cual si me hubiera transportado a otro planeta; he podido apreciar la rara hermosura de un día de sol, la pureza del ambiente, la profunda melancolía de la noche, mar donde el pensamiento navega a su antojo sin llegar jamás a ninguna orilla; he experimentado la indecible satisfacción de que centenares de hombres con casaca, entorchados y sombreros de distintas formas, pero todos más feos que los que en Egipto ponen al buey Apis, pasen junto a mí sin saludarme; he conocido el purísimo deleite de ver pasar los minutos, las horas, los días, cual cortejo de dulces sombras que llevan en sus suaves manos la vida, a la manera de aquellas deidades hermosísimas que pintaron los antiguos, transportando en sus brazos las almas de los justos al cielo; he saboreado las delicias de no ir a ninguna parte deliberadamente, de sentir mis hombros libres de toda obligación, de no sentir en mi pensamiento ese hierro candente cuya quemadura significamos en el lenguaje con la palabra después, y que encierra un mundo de deberes, de ocupaciones, de molestias sin fin.

Después de una breve pausa, prosiguió así:

-Esta gente que me rodea tiene las mismaspasiones que las de allá arriba; pero no disimula nada. Es una ventaja. Prendas diversas les caracterizan, pero aquí todo es abrupto y primitivo como las rocas, donde no ha golpeado aún el martillo del hombre para labrar un camino. Los hay más crueles que Glocester, más mentirosos que Walpole, más orgullosos que Cromwell, más poetas que Shakespeare, y casi todos son ladrones. Yo me deleito con la salvaje manifestación de sus pasiones y me finjo ignorante de sus truhanerías. Aquel viejo que allí se ve haciendo cruces encima de la escudilla, me ha robado todos los doblones de oro que yo llevaba en mi bolsillo. Juntos pasábamos largas horas por las noches en la muralla. Él me contaba vidas de santos españoles; yo fingía dormitar, embelesado por los místicos encantos de su relato, y entonces metía bonitamente sus manos en mi bolsillo para sacarme el dinero. Yo lo observaba y callaba, gozándome en su avariciosa concupiscencia, como se goza viendo un abismo, una tempestad, un incendio o cualquier aparente desorden de la naturaleza. Aquellos gitanos que están allí rezando el rosario, me han entretenido dulcemente contándome sus ingeniosas maneras de robar.

»Amigo mío; aquí también hay una especie de alta sociedad, y se pasa el rato alegremente en conciertos, fiestas y representaciones. Los romances moriscos que recita aquella vieja que parece exacto traslado de la tía Fingida, y en efecto lo es, han producido en mí mayor sensación que las fanfarronadas de todoslos cómicos modernos. Hay allí una muchacha ciega, a quien llaman la Tiñosa, la cual canta el jaleo y el ole con tanto primor, que oyéndola he sentido emociones dulcísimas y me he trasportado a las últimas, a las más remotas regiones de lo ideal. Aquellos niños cojos y mancos, en cuyos grandes ojos negros parece centellear el genio del gran pueblo que guerreó durante siete siglos con los moros y descubrió, conquistó y dominó regiones y continentes hasta que ya no había más mundo para saciar su ambición, aquellos niños, digo, son la más graciosa pareja de pilletes que he visto en mi vida, y cuanta sal, ingenio y travesura ha derramado la Naturaleza en granujas de Madrid, léperos de Méjico, lazzaronis de Nápoles, lipendes de Andalucía, pilluelos de París, pic-pockets de Londres, es nada en comparación de su gran ciencia. Si les educaran, es decir, si les corrompieran torciendo el natural curso de sus instintos, yo quisiera ver dónde se quedaban Pitt, Talleyrand, Bonaparte, y todos los grandes políticos de la época.

-Amigo -le dije sin poder reprimir mi enfado- me da compasión verle a usted entre esta desgraciada gente, y más aún oírle encomiar su triste estado.

-No parece sino que nosotros somos mejores que ellos. ¡Ah! Desde que hay en España filósofos y políticos charlatanes y escritores con pujos de estadista, se ha empezado a declarar ominosa guerra a estos mis buenos amigos, lo mismo que a los salteadores de caminos,que no son otra cosa que una protesta viva contra los privilegios de los cosecheros; a los buenos frailes que son la piedra fundamental de esta armonía envidiable, de este sistema benéfico, en que todos viven modestamente sin molestarse unos a otros.

Esto decía cuando una vieja que acababa de llenar la escudilla, llegose a nosotros y después de pedirme una limosna, que le di, puso la descarnada mano sobre el hombro del par de Inglaterra y cariñosamente le dijo:

-Niñito querido, ¡qué buenas nuevas te traigo esta tarde! Alégrate, picarón, y escupe otra moneda amarilla, otro pedazo de sol como el que ayer me diste en premio de mis desinteresados servicios.

-¿Qué me cuentas, tía Alacrana, espejo de las busconas?

-A mí no se me han de decir esos feos vocablos. ¿Pues qué? ¿Acaso en mi vida he hecho algo que tenga olor de alcahuetería? Aquí donde me ven, yo, doña Eufrasia de Hinestrosa y Membrilleja soy muy principal y mi difunto fue empleado en la renta del noveno y el excusado. Pero vamos a lo que importa.

-¿Fuiste allá, brujita mía?

-Por sétima vez. ¡Y qué buena que es mi doña María! Hemos brindado juntas muchos paternoster, a modo de copas de vino, en esta iglesia del Carmen y en obsequio de nuestros respectivos difuntos. Señora más enseñorada no la hay en todo Cádiz. En generosidad no, pero en principalidad se monta por encima de cuanta gente conozco, que es medio mundo.Me da algunos ochavos y lo que sobra de la olla que es (dicho sea sin incurrir en el feo vicio de la murmuración) bien poco sustanciosa. Me ha comprado algunas crucecitas de los padres mendicantes, y huesecillos benditos para hacer rosarios. Hoy le llevé mi comercio y la noble señora hizo que le contara mi historia; y como esta es de las más patéticas y conmovedoras, lloró un tantico. Después, como ella saliera de la sala para ir a sus quehaceres, quedeme sola con las tres niñas, y allí de las mías.

»En cuarenta años de piadoso ejercicio en este ajetreo de ablandar muchachas, avivar inclinaciones, y hacer el recado, ¿qué no habré aprendido, niñito mío, qué trazas no tendré, qué maquinaciones no inventaré, y qué sutilezas no me serán tan familiares como los dedos de la mano? Así es que si me hallo con bríos para pegársela al mismo Satanás, de quien estos pícaros dicen que soy sobrina carnal, ¿cómo no he de poder pegársela a doña María, que aunque principalota, se deja embobar por un credo bien rezado y por una parla sobre la gente antigua, siempre que cuide uno de adornar el rostro con dos lagrimones, de cruzar las manos y mirar al techo, diciendo: «¡Señor, líbranos de las maldades y vicios de estos modernos tiempos!»?

-Tu charlatanería me enfada, Alacrana. ¿Qué recado me traes?

-¿Qué recado? Tres días de santa conferencia he empleado, mi niño. ¿Qué ha de hacer la pobrecita? Creo que está dispuesta a echarsefuera y huir contigo a donde quieras llevarla. Para entrar en la casa y en el sagrado tabernáculo de su alcoba, ya tienes las llavecitas que has forjado, gracias al molde de cera que te traje. ¡Oh, dichoso, mil veces dichoso niño! Ya sabes que la doña María duerme en aquella alcobaza de la derecha y las tres niñas en un cuarto interior. La sala y dos piezas más separan un dormitorio de otro: no hay peligro ninguno.

-¿Pero no te ha dado recado escrito o de palabra?

-Me lo ha dado, sí señor; a fe que es la niña poco cortés para no contestarte. En esta hoja de libro que aquí traigo, marca, apunta y especifica el día, hora y punto en que caerá en los brazos de este haraposo la más...

-Calla y dame.

-Paciencia. Hoy me ha dicho doña María que tiene un dormir tan profundo como el de los muertos. Eso prueba una conciencia tranquila. ¡Dios la bendiga!... Ahora, para darte el documento, deja caer sobre mí el rocío de esas monedas de oro que me fueron prometidas.

Lord Gray dio algunas monedas a la vieja, recogiendo luego un papel que guardó en el seno. Después se levantó, dispuesto a partir conmigo.

-Vámonos -le dije- o estrangulo a esa maldita bruja.

-Es una respetable señora esta doña Eufrasia -me contestó con ironía-. Admirable tipo que hace revivir a mi lado la incomparabletragicomedia de Rodrigo Cota y Fernando de Rojas.

Y luego, volviéndose hacia la miserable turba, con voz entre grave y burlona, le dijo:

-Adiós España; adiós soldados de Flandes, conquistadores de Europa y América, cenizas animadas de una gente que tenía el fuego por alma y se ha quemado en su propio calor; adiós, poetas, héroes y autores del Romancero; adiós, pícaros redomados que ilustrasteis, Almadrabas de Tarifa, Triana de Sevilla, Potro de Córdoba, Vistillas de Madrid, Azoguejo de Segovia, Mantería de Valladolid, Perchel de Málaga, Zocodover de Toledo, Coso de Zaragoza, Zacatín de Granada y los demás que no recuerdo del mapa de la picaresca. Adiós, holgazanes que en un siglo habéis cansado a la historia. Adiós, mendigos, aventureros, devotos, que vestís con harapos el cuerpo y con púrpura y oro la fantasía. Vosotros habéis dado al mundo más poesía y más ideas que Inglaterra clavos, calderos, medias de lana y gorros de algodón. Adiós, gente grave y orgullosa, traviesa y jovial, fecunda en artificios y trazas, tan pronto sublime como vil, llena de imaginación, de dignidad, y con más chispa en la mollera que lumbre tiene en su masa el sol. De vuestra pasta se han hecho santos, guerreros, poetas y mil hombres eminentes. ¿Es esta una masa podrida que no sirve ya para nada? ¿Debéis desaparecer para siempre, dejando el puesto a otra cosa mejor, o sois capaces de echar fuera la levadura picaresca, oh nobles descendientes de Guzmán de Alfarache?...Adiós, Sr. Monipodio, Celestina, Garduña, Justina, Estebanillo, Lázaro, adiós.

Indudablemente lord Gray estaba loco. Yo no pude menos de reír oyéndole, en lo cual me imitaron los pilletes a quienes se dirigía, y pensé que las ideas expresadas por él eran frecuentes entre los extranjeros que venían a España. Si eran exactas o no, mis lectores lo sabrán.

-Amigo -me dijo el lord- uno de los placeres más halagüeños de mi vida es pasar largas horas entre las ruinas.

Marchábamos despacio por la muralla adelante hacia las Barquillas de Lope, cuando encontramos a dos padres del Carmen que volvían apresuradamente a su casa.

-Adiós, Sr. Advíncula -dijo lord Gray.

-¡San Simeón bendito! -exclamó perplejo uno de los frailes-. ¡Es milord! ¡Quién le había de conocer en semejante traje!

Uno y otro carmelita rieron a carcajada tendida.

-Voy a soltar el manto real.

-Creíamos que milord se había marchado a Inglaterra.

-Y me alegré, sí señor me alegré -dijo el más joven- porque no quiero compromisos, y milord me está comprometiendo. Acabáronse las condescendencias peligrosas.

-Bueno -dijo Gray con desdén.

El más anciano preguntó:

-¿Entró al fin milord en el seno de la iglesia católica?

-¿Para qué?

-Ese traje -dijo fray Pedro Advíncula con sorna- indica que milord se prepara a ello con dolorosas penitencias... Veo que ahora usted se las arregla usted por sí mismo, y que no necesita amigos.

-Sr. Advíncula, ya no los necesito. ¿Sabe usted que mañana me marcho?

-¿Sí? ¿Para dónde?

-Para Malta. Nada tengo que hacer en Cádiz. Vayan al diablo los gaditanos.

-Me alegro. La señora se defiende bien. Su casa es una fortaleza a prueba de galanes. ¿Sabe usted que lo ha hecho por consejo mío?

-¡Picarón!...

-¿De veras que ya no hay nada?

-Nada.

-Es una determinación acertada. Hágase usted católico y le prometo arreglarlo todo.

-Ya es tarde.

Advíncula rió de muy buena gana, y apretando las manos al lord, ambos frailes se despidieron de él con cariñosas demostraciones,